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Escrito por

Jean-François Fogel

Jean-François Fogel Periodista y ensayista francés, trabajó para la Agencia France-Presse, el diario Libération, el semanal Le Point y el mensual Le Magazine Littéraire. Ha vivido una parte de su vida en España donde empezó una segunda carrera como asesor para empresas de prensa. Fue asesor del director del diario Le Monde, desde 1994 a 2002, y sigue trabajando en la concepción y la remodelación continua del sitio Internet creado por el vespertino. Es maestro y presidente del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha publicado varios libros sobre literatura francesa y sobre América Latina, entre los que destaca  un ensayo sobre el periodismo digital, Una prensa sin Gutenberg (Punto de Lectura, 2007).

En 2010 se dedicó a renovar los seis sitios de los diarios del grupo francés SudOuest, donde continua siendo asesor de la estrategia digital. En los últimos años, se encargó de la creación de una plataforma de información digital para el grupo France Televisions, una de las tres más importantes de Francia. Asesora a varios medios en Europa y América Latina tanto en la concepción de sitios, como en la organización de la producción digital. Es director del Executive Master of Media Management, del Instituto de Estudios Políticos de Paris (Sciences Po).

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EL VOTO DE DON OTAVIO

Esperando el resultado de las elecciones en México me puse a releer A visit to don Otavio de Sybille Bedford. La verdad es que no necesito elecciones para volver a leer el libro de viaje más gracioso e irónico que se pueda imaginar. “Claro que es una novela” dijo Bedford una vez a Bruce Chatwin. No existe nadie en México que se parezca a Don Otavio, el administrador de una hacienda que transforma sus huéspedes en reyes sin cobrar un peso.

Bedford viaja después de la Segunda Guerra Mundial. Es una gran dama europea pero habla castellano y no tiene prejuicios. Su visión es mucho más profunda de lo que parece. Su análisis de la economía de los indios tarascos es para mí un modelo de descripción de lo que fue la pobreza en esa época. No hablo del concepto de pobreza que definen las estadísticas de Naciones Unidas, aquella vida con menos de un dólar americano por día, sino de la percepción de la pobreza cuando uno vive fuera de la economía monetaria. La vida sin plata en las comunidades agrícolas del inmenso país era una vida obvia para la mayor parte de los mexicanos en la época de Don Otavio. El trueque servía para conseguir todo, es decir casi nada; y se compraba solamente sal, fósforos, billetes de loterías y ceremonias en la iglesia. Hasta el último momento de la campaña presidencial, Andrés Manuel López Obrador se comprometió, de ser presidente, a no aplicar la cláusula del acuerdo comercial con EE. UU. que elimina en 2008 los aranceles sobre la importación de frijoles y de maíz. Es claro que así pretendía proteger, en una época de globalización, lo que Bedford describe como “el esquema de la civilización agraria desde antes de Babilonia”.

Habrá que esperar que se confirme si, como lo dicen las primeras informaciones, Felipe Calderón tuvo más votos que López Obrador. Y nadie sabe si habrá una proclamación pacífica del resultado. Cuando Bedford, con una utilización deslumbrante de la enumeración, resume la historia de México después de la independencia, termina con una frase escrita en letras mayúsculas: BUT THERE WAS NEVER ANY PEACE. Es cierto: nunca hubo paz. Y tampoco hubo mucho país. Me llama la atención lo que nota Bedford. A fines de los años cuarenta, muy pocos mexicanos vivían en México. Unos vivían en Ciudad de México, sí, que era la capital. Y la palabra México no podía designar otra cosa que aquella ciudad. El país como tal no tenía nombre. Se decía, según Bedford, la patria, la península, la república; se utilizaban metáforas como la altísima águila o el cordero sangriento; nunca se decía Estados Unidos Mexicanos; como concepto, el país no existía para la mayor parte de sus habitantes.

El resultado principal de la elección ya lo tenemos: por segunda vez, fue derrotado el candidato del PRI. Es el fin del partido que albergaba una centralización/descentralización única de la vida política con un presidente heredero de Montezuma en la capital y gobernadores vice-reyes de la corona en cada estado. Es el mundo político que describe Bedford (ya el PRI estaba en el poder), de un lugar que no es un país, es más bien un imperio muy descentralizado, centrifugado. Un mundo que quizás descansará en paz y en los libros de Bedford o de Enrique Krauze, cronista de la última época. RIP PRI.

(Pregunta: ¿puede ser que no exista una traducción al castellano del libro de Beford? Me parece increíble. Busqué algo sobre los viajeros ingleses en México y solo encontré una página de la Universidad de Murcia. No es definitivo, pero algo es algo).

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5 de julio de 2006
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UN FILÓSOFO DE MODA

Número de verano de Le magazine littéraire. Como siempre, el mensual dedica su portada a un informe que ocupa unas cuarenta páginas. Esta vez, promete decir todo sobre “El deseo, desde Platón hasta Gilles Deleuze”. En España, el deseo es un asunto que Pedro Almodóvar asume por completo (tanto teoría como práctica en la ficción). Me parece insuperable el nombre de su empresa de producción cinematográfica: “El Deseo S.A.”. No hay que añadir nada a una mera línea del registro mercantil para entender una filosofía completa del deseo. El deseo no pertenece a nadie; solo somos sus víctimas.

Claro que Francia, tierra del existencialismo, del estructuralismo y post-estructuralismo, no se puede comer una explicación tan sencilla. Francia necesita dudas y pensamiento revolucionario. Los franceses necesitan teorías para prescindir de la realidad. El informe de Le magazine littéraire da vueltas a una única pregunta: ¿existe el deseo? No, dice en la conclusión el ensayista Charles Dantzig, en una especie de necrológica donde anuncia a la vez la muerte del deseo y el nombre de su heredero: se llama “placer”. Caso cerrado: el placer no necesita al deseo; estamos en Francia...

Lo más significativo del informe es lo que estuve a punto de no ver: el principio. En una pugna de representantes de la élite francesa, profesores, periodistas, historiadores y sociólogos, el que habla primero es un filósofo esloveno: Slavoj Žižek. Aparece en una entrevista para encuadrar el tema. En Francia, siempre existe el deseo de tener un hombre que alimente a la clase intelectual, un hombre que finge molestar al burgués con una postura rebelde que provoca un sentimiento general de falsa complicidad. Sartre, Barthes, Deleuze, Foucault, Bourdieu, Derrida asumieron este papel en su momento. Es algo que va más allá de lo que ellos dijeron o escribieron. Para un intelectual, se trata de expresarse en público y convertirse en un punto de referencia utilizado por todos, incluyendo a sus no lectores. Hoy en día, el que parece listo para asumir este cargo de intelectual de amplio consumo es el filósofo esloveno.

Después de una entrada tímida en pequeñas casas editoriales (como Climats, Nautilus, Amsterdam) Žižek es ahora un autor de Flammarion o Le Seuil. Tiene formación de psicoanalista; fue alumno de Lacan (publicó Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock); ofrece el perfil responsable de un intelectual que fue candidato a la presidencia de su país en 1990, en nombre del partido social-demócrata. En Francia, un intelectual de izquierda que actúa en el campo socio-político pero utiliza la dimensión psico-afectiva es pan caliente para la prensa de izquierda. Žižek ya tiene tremenda presencia en medios que se dedican a reproducir los extraños acentos que coronan las dos zetas de su apellido.

Encontré un solo sitio en español que presenta, en una buena recopilación, la figura del filósofo. Basta ver la lista de sus artículos o textos para adivinar la dosis de provocación y estimulación que ofrece Žižek. Pocos columnistas entregan a su periódico títulos como “Aprendiendo a amar a Leni Riefenstahl”, “Bienvenido al desierto de lo real”, “Capitalistas, sí..., pero zen…”, “¿Demasiada democracia?”, “La pasión en la era descafeínada”, “OTAN, la mano izquierda de Dios”, “¿Un Lenin ciberespacial? ¿por qué no?”, “La medida del verdadero amor es «puedes insultar al otro»”, “Estados Unidos debería intervenir más y mejor”, “Y vivieron felices y descontentos”, etc.

Žižek es un pensador tutelar para el movimiento altermundista. Desencadenó, hace poco, en la London Review of Books un ataque fenomenal en contra de los “comunistas liberales”, como George Soros o Bill Gates, denunciando “la máscara humanitaria que se esconde tras la explotación económica”. Entonces, el producto Žižek es garantizado de izquierda. Pero, como el filósofo va y viene entre Liubliana, París, Buenos Aires y Nueva York, es también un producto de exportación. Y además está muy presente en el mejor mercado: las universidades americanas.

Para la izquierda francesa, Žižek combina las ventajas de un Deleuze (que nunca se cansó de pintar de nuevo la vieja casa de la lucha de clases) y de un Derrida (que EE. UU. compró sin parar). Puede ser el resultado de la globalización o del cansancio de las ciencias sociales en Francia, pero me parece que este esloveno gana el combate mediático en Francia en lo que tiene que ver con la posición de profeta socio-político de la clase intelectual. Es divertido, produce mucho, y decenas de sus libros están listos para una traducción al francés. Creo que en Francia tenemos Žižek para rato.

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4 de julio de 2006
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GUMUCIO EN LAS AMÉRICAS

Después de recorrer el “viejo nuevo mundo” (segunda mitad de Páginas coloniales de Rafael Gumucio), me encuentro con una alternativa. De dos cosas una: o entregar una fe de erratas con relación a lo que escribí en el post anterior; o reconocer que acabo de redescubrir con estas páginas las Américas, una tierra que no se parece a Europa. Voy por los dos. Y con tremendo entusiasmo, pues Gumucio respira de otra manera al otro lado del Atlántico pero sigue siendo un ensayista de primer orden.

Fe de erratas:
Al contrario de lo que se publicó antes (es decir abajo) en este blog, Gumucio puede ser un reportero. No renuncia a su condición de ensayista, pero trae también imágenes, colores, lenguajes ajenos hasta configurar el panorama completo de una realidad. Cuando dice “la pobreza es el drama de Haití; su tragedia es la belleza” se acerca de perfil a la noción de belleza, hablando de la ropa de una persona, de un formalismo cuidadoso de la apariencia que poco a poco construye el contraste entre la basura repugnante de las calles de Puerto Príncipe y el almidón que arma las impecables camisas blancas. Se huele al uno tanto como se siente la textura del otro.

Aún mejor: un retrato de Buenos Aires arruinada en el otoño del 2002. El texto es corto pero hace pensar al Naipaul de La muerte de Eva Perón. Me gusta la agudeza casual en el momento de apuntar “el daño que le hizo el rock a la Argentina, al ofrecer al apasionado hincha de fútbol una manera de continuar toda la semana su anarquismo pagado por papá y su resentimiento ruidoso y vacío”. La Bombonera, Charly García, Fito Páez y otro partido: el ciclo de la vida diaria. Me encanta también la manera directa de retratar un pueblo que pasó del modelo económico de la “Pizza con champán” a una explicación absurda y veraz del deterioro global de sus sueños individuales: “Éramos ricos, nos robaron; ahora, somos pobres”. El diagnóstico es acertado: la muerte fue provocada, como para Borges o Perón, por una crisis aguda de inmortalidad.

Redescubrimiento de las Américas:
Gumucio utiliza más una cámara que un bolígrafo cuando pinta a varias ciudades. Sus bocetos tienen chispa y se leen como una serie de definiciones.
Ottawa: “lo que queda de cualquier capital de Norteamérica cuando le quitas toda idiosincrasia, color o interés turístico”.
Nueva Orleáns: “una cansada puta que participa de la fiesta con descuido, contando de antemano el dinero que ganará y los destrozos”.
Ciudad de México: “la ciudad mas descentrada del mundo”.
Nueva York: “la ciudad del Primer Mundo que más se parece a una capital del Tercero”.

Ya he dicho a propósito del retrato de Buenos Aires que Gumucio alcanza en las Américas un nivel que no tenía al pasear por Europa. Cuando escribe “En los balcones la maleza vence al cemento y carcome al bronce” estamos tanto en un verso de Reverdy como en la metáfora de la imposibilidad de quedarse inmóvil frente a la crisis argentina. Obviamente, aquí hay una especie de vitalidad eléctrica que es lo que anima a la prosa de Gumucio en sus momentos de duende. Culmina con un texto para quitarse el sombrero frente al autor, una pieza fragmenta titulada “11 tesis sobre Nueva York”. Se puede comparar, de manera muy favorable, con el clásico Here is New York de E.B. White o con las primeras páginas del retrato de la ciudad que publicó Paul Morand. Nada menos.

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3 de julio de 2006
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RAFAEL GUMUCIO VA DE VIAJE

Rafael Gumucio no es el único que se va de viaje. Un amigo me llevó ayer, en directo desde Santiago, el último libro del escritor chileno: Páginas coloniales (Mondadori). Es un libro de viaje. Un libro que revindica en una corta introducción la “superficialidad esencial” de lo que escriben los turistas sobre los lugares visitados. Una tarjeta postal como ilustración de tapa del libro confirma la declaración inicial: aquí se trata de los viajes de Gumucio, un escritor que pasó su infancia en París y vivió después en Barcelona, Madrid, Nueva York y, por supuesto, Santiago de Chile.

El libro cuenta con dos partes: “el nuevo viejo mundo” y “el viejo nuevo mundo”. Me detengo entre ambos mundos, es decir a mitad de lectura, pues hay cosas, hay muchas cosas en las primeras 78 páginas (el texto completo no supera las 150). Veamos punto por punto a dónde lleva la lectura de aquella primera parte.

1. Gumucio no es V.S. Naipaul. Dice que quiere serlo. Nunca se sabe. Pero por el momento le queda una larga caminata. Mezclar en una gran prosa reportaje, relato de viaje y reflexión sobre una historia individual sigue siendo un secreto de fabricación que solo conoce el premio nobel de literatura.

2. Aunque no es Naipaul, Gumucio tiene por lo menos un rasgo de Naipaul: la lucidez. Su arma descuartiza todo y permite ver lo que hay dentro.

3. Cuando Gumucio habla del “nuevo viejo mundo” hay que entender que su primera parte se dedica a Europa, un viejo mundo que quiere ser joven. Gertrude Stein decía al principio del siglo XX que su país, EE. UU., es “el país mas viejo del mundo” pues fue el primero en ponerse como meta ser moderno, tan eficiente como una fábrica. Ahora le toca el turno a Europa.

4. Gumucio escribe, con razón, “París es una idea blanca y redonda; Londres, un suburbio para marineros; Roma, un pueblito meridional de una coqueta falsa anarquía”. Pero lo mejor que entrega Gumucio es su visión de Madrid y Barcelona.

5. En Madrid, Gumucio es un “sudaca”. Habla la lengua, tiene la misma sangre, comparte la religión y el pasado. Aquellas semejanzas traen una consecuencia lógica: la ciudad le parece “indescifrable e incompatible”. Aunque ha entendido lo fundamental: Madrid está en Europa, es Europa. “Algo en este viejo mundo es completamente nuevo, y Madrid es el centro mismo de esta novedad”.

6. En Barcelona, Gumucio actúa como un charnego mal educado: dice la verdad. “Barcelona no está segura aún de ser Barcelona”... “los catalanes se preocupan exclusivamente de asegurarse de que son catalanes”... “Lanzarse al mundo pero protegido del mundo es el sueño catalán que se ha adueñado de Barcelona”.

7. Finalmente, Gumucio remata a la madre patria, España. “Ya no es el país que hacía llorar a Hemingway, ni a Neruda, la reserva ecológica de una cierta violencia y nobleza que la modernidad consumió”.

8. No se debe decir Gumucio sino Gumuzio, que fue el nombre de un pueblo vasco de la familia del autor al llegar a Chile.

9. Gumuzio se equivoca: no es viajero, es ensayista, entre los mejores.

10. Empiezo la segunda parte; salgo con Gumuzio para “el viejo nuevo mundo”.

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30 de junio de 2006
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LA MUERTE DE LA SOLEDAD

Otra vez. El tema es ineludible. Apareció con el ordenador Apple II, la primera máquina que se podía utilizar de manera eficiente para escribir un texto de una “nueva” manera. Es decir copiar, cortar y pegar, reduciendo el texto al destino de la masa entre las manos del panadero: una materia que puede ir en cualquier molde. Umberto Eco, que algo sabe de las bibliotecas de la edad media, no se detuvo al decir que escribir así era volver a la época en que los libros se copian a mano. Una época que no contaba con autores, y tampoco con libros, pues el copista hacía lo que le daba la gana y su lector nunca sabía si tenía una copia fiel en sus manos.

El presente digital se parece tanto al pasado medieval que ya hay gente que quiere huir del futuro. El novelista John Updike, por ejemplo: “los lectores y los escritores, dice, se acercan a la condición del resistente, del ermitaño que se niega a salir para jugar bajo el sol electrónico de la aldea post-Gutenberg”. La frase pertenece a la conferencia que dio Updike el mes pasado en Washington en la Book Expo, una feria del libro. La verdad es que Updike no ha dado una conferencia, más bien ha dado el pésame al mundo que fue el suyo a lo largo de una digna carrera de escritor y crítico. Su texto es reproducido tanto en el New York Times en EE. UU. como en el Daily Telegraph del Reino Unido; es decir, en el corazón del establishment que se siente acorralado por la digitalización de todos los contenidos culturales (texto, sonido, imagen).

Espero que se traduzca el texto de Updike al español. Muestra el mundo de los libros en un espejo que corresponde a la definición de Jean Cocteau: “una puerta por donde entra la muerte”. La muerte de los que rechazan cualquier cambio en un mundo trastornado. El texto ofrece tanto la expresión de un sufrimiento real como el síntoma de un desconocimiento de lo que viene. Updike habla desde el baluarte de la resistencia a los bárbaros. Para él, una librería es la última trinchera en la defensa de la civilización frente a los destripadores de textos. Los que pueden torcer, mezclar y acortar textos para producir un contenido que corresponde a sus deseos, tal como se hace el remix de una o varias canciones. Fantasma de una literatura tratada como una canción barata.

No puede ser más distinta la visión del periodista Juan Varela, cuyo blog es el mensaje de un profeta. Lo revisé después de leer a Updike. Como siempre, había post -«Marketing digital por la literatura» o «Más libros libres»- que son manifiestos anti-Updike. Resumo su visión de hace unas semanas en "El futuro digital en la red" y puedo entender que algunos no se fían de sus ideas. La verdad es que no basta la confirmación de los pronósticos tanto de uno como del otro.

¿De qué se trata de verdad, ¿qué esperamos cuando hablamos del futuro de la literatura? La respuesta es sencilla: no queremos solamente papel o pantalla sino calidad. Un blog, para hablar del universo en el que estoy, no es más que una herramienta. Puede ser lo peor o lo mejor. Acabo de leer una maravillosa evaluación en inglés de lo que ofrecen los blogs. Su autor, Alan Jacobs, opina que el blog es el amigo de la información y el enemigo del pensamiento. Vale la pena leerlo en detalle. Se verá que llega por un camino extraño a la misma conclusión que Updike cuando este recuerda que leer un libro es una experiencia individual, la confrontación de un lector con un texto: «Comunicación desde una persona hacia otra persona».

Aquella relación cerrada no está garantizada en un mundo de lectores y escritores que viven en una red compartida. Entonces, Jacobs expresa el mismo temor –que se podría llamar el miedo a la muerte de la soledad- al notar que lo peor de los blogs es que su tecnología no hace diferencia entre lo mediocre y lo sublime. Genios y oligofrénicos comparten la misma página. “No hay privacidad, toda conversación es totalmente pública”, añade Jacobs. Utiliza una citación muy acertada de Charlie Brown, el héroe de los cómics: “Amo a la humanidad, es la gente que no me gusta”. Y no lo vamos a negar, Charlie, somos muchos, ya, en la blogosfera.

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28 de junio de 2006
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HAIKU

Con la publicación de veintidós poemas inéditos empieza la celebración del cincuentenario de Juan Ramón Jiménez. No sé si el acontecimiento habría sido tan feliz para un hombre que al tercer día de recibir la noticia de su Premio Nobel perdió a su esposa Zenobia y se recluyó en sí mismo esperando su muerte. Por lo menos, con Ellos podemos volver a Juan Ramón Jiménez, a la transparencia de su escritura. Como le tengo un especial cariño voy a añadir unos versos a los poemas del maestro, un haiku:

Está el árbol en flor
y la noche le quita, cada día,
la mitad de las flores.

No hay tantos premios nobel cuya obra está originalmente escrita en castellano y puede sorprender que por lo menos uno, que vivió entre España y Puerto Rico, intentó utilizar aquella forma japonesa de la poesía que se escribe en todos los idiomas y la verdad es que funciona siempre. Prueba de esto: los maestros japoneses del haiku aguantan muy bien la traducción. (Hay que acordarse de la definición de su oficio que hizo el poeta Robert Frost, quien nunca escribió un haiku: “la poesía es lo que se quita en la traducción”).

El haiku es un poema breve de tres versos. Casi siempre cuentan respectivamente cinco, siete y cinco sílabas. Juan Ramón Jiménez se extendió de manera considerable con una versión de siete, once y siete sílabas, pero respetó el espíritu y la ambición limitada del haiku: se trata de contar una sensación percibida en un lugar, en el momento preciso en que a uno le viene. La espontaneidad es fundamental, lo aprendí al dedicarme durante días a escribir haikus en inglés para ganar un concurso. Creo que fue para la sección de libros del sitio en Internet del Guardian. El vencedor recibía nada menos que la colección completa de los libros de poesía publicados por Penguin. A pesar de esfuerzos continuos (solo se podía mandar un haiku por día)  fui derrotado, justamente derrotado. Uno no puede pedir o pedirse a sí mismo un haiku, con ánimo de lucro literario. El haiku viene o no viene, pero no viene como el periódico, cada día. Tiene la fragancia fugitiva del instante.

Los hispanohablantes pueden sentir la necesidad de escribir haikus. La página Los mejores haikus en la red, que no es el lugar mejor ordenado de la red, propone entre otras cosas un enlace que se llama «deja tu mensaje» para acceder a un «libro de visitas». Es un ciberlugar donde se ingresan haikus con una continuidad que me pone feliz al comprobar nuevas entregas. Existen por lo menos algunas personas que no ven su día como una serie de anuncios comerciales. La verdad es que visito aquella página mucho más que El rincón del haiku, buen sitio que quizás llegará a ser lo que promete su nombre. Tiene una arquitectura prometedora, pero todavía le faltan contenidos, aunque propone dos haikus de Juan Ramón Jiménez y, entre otros, uno de Jorge Luis Borges que se puede leer como un autorretrato o una evaluación del futuro de aquella forma poética:

La vieja mano
sigue trazando versos
para el olvido.

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23 de junio de 2006
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EL CONTINENTE

Caracas, otra vez. Empezando por otra carretera para ir del aeropuerto a la capital. No se sabe cuánto tiempo será necesario para construir un viaducto (el que servía se cayó) y vincular la autopista que viene del aeropuerto con la capital. Hay promesas de obras rápidas. Pero sobran las promesas en la dinámica bolivariana. Por el momento, se utiliza una carretera provisional tirada en un barranco y apodada “la trocha”. La palabra no se usa en todas partes del mundo hispanohablante. Basta recordar que la trocha es el camino malo que utilizan los habitantes de Macondo, al principio de Cien años de soledad, para descubrir una sierra vecina. Ir en carro por una trocha...

Por lo menos en carro se descubren nuevos anuncios. Como uno que, al llegar a Caracas, me llamó la atención. Dice:

“Tenemos un continente
Tenemos una patria
Tenemos un pueblo
Tenemos un sueño”.

Y al final, ligeramente apartado, dice: “Tenemos un líder”.

El retrato en color de Hugo Chávez Frías desautoriza cualquier duda sobre quién es este líder. Pero lo más interesante no es tanto lo que dice la publicidad y la imagen del dueño de la revolución bolivariana. Mucho más apasionante es lo que se ve en el fondo: un mapa de América Latina. Al lado del rostro del presidente de Venezuela se leen las palabras “Argentina”, “Perú”, etc. Ya se hizo la anexión gráfica del continente gracias al sueño bolivariano que personaliza el comandante. Todo esto aparece en una especie de niebla roja donde se adivina otro Hugo Chávez, pero esta vez vestido de militar, con su boina roja de paracaidista y el brazo levantado del oficial en el momento de animar al ataque. El mensaje gráfico no puede ser más claro: hay dos Chávez, el que atiende a Venezuela y el que se proyecta hacia afuera. No se puede entender al primero sin saber que su actuación se ubica en el terreno que sueña conquistar el segundo: el continente.

En el avión de ida hacia Caracas acababa de descubrir (en una lectura atrasada) otra visión del mismo continente en el número del sábado 17 de junio del Financial Times. Su suplemento de fin de semana dedicaba dos páginas a una selección de libros con la buena idea de que es mejor leer novelas recientes que guías de viajes para preparar las vacaciones. Una selección de unos sesenta libros pretendía representar a todo el planeta. Para América Central y América del Sur había dos novelas: El cantor de tango, del argentino Tomas Eloy Martínez y Ciudad de Dios (Cidade de deus), del brasileño Paulo Lins, cuya traducción al inglés llegó con retraso. Es decir, música típica y violencia urbana como resumen de lo que es otro continente.

Hay que recordar unos datos sencillos: el sueño bolivariano de una América Latina transnacional es la historia del siglo XIX; y el tango y las favelas son herencias del siglo XX. Ambas visiones -la del líder que busca el “socialismo del siglo XXI” y la del diario del capitalismo europeo- son miradas atrasadas. Ven el continente en un retrovisor.

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21 de junio de 2006
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SÁNDOR MÁRAI

Lo que más me emociona con Sándor Márai es el retrato suyo tan malo que hay en todos sus libros. Siempre se utiliza una fotografía en blanco y negro. He hojeado sus libros en las librerías de muchos países, en idiomas que desconozco por completo, y siempre sale el mismo retrato, patético, de un hombre acorralado. Márai lleva una boina y un abrigo poco cómodo. Está sentado en un barco de paseos baratos en un lago o en el río de una ciudad. Supongo que es un barco por el agua que se ve detrás del escritor húngaro. Y lo del barco de paseo, que no es probado, lo creo por la mala calidad del asiento y la falta de espacio, dos datos que apuntan hacia una vuelta rápida para turistas.

Su corbata, sus gafas son de un hombre que mantiene su dignidad. ¿Sabía que era uno de los grandes autores europeos del siglo XX? ¿O se veía como un exiliado perdido entre Italia y EE. UU.? Nació en 1900. Se suicidó en San Diego, en 1989. Es decir en el rincón del mundo occidental más lejano de su querida Hungría, y poco tiempo antes de la caída del muro de Berlín. Tragedia total de un artista destrozado por la historia y que se va en el momento en que cambia la historia.

Hablo de Márai en un blog para hispanohablantes pues lo descubrí a través de su fenomenal éxito en España. Mentira: lo descubrí a través de un cubano, un cubano que vive todavía en Cuba. En un mail que circuló por milagro entre la isla y Europa pregunté a este amigo lo que hacía en ese momento (el año era 2000 ó 2001) y me contestó que lo único que tiene sentido en Cuba es leer El último encuentro de Sándor Márai.

¿Cómo se consigue en Cuba la novela de un autor que prohibió de manera absoluta la publicación de sus libros en su país desde el momento de la entrada de las tropas soviéticas (1956)? Al escuchar esto, me acordé de la novela, de su portada, presencia permanente en las mesas de las librerías españolas. Bastaron unas páginas para entender que Márai es un novelista digno de Schnitzler, (Joseph) Roth y quizás Musil. Un hombre de la Mittle Europa, el corazón del continente. Desde entonces, he leído todo, siendo fiel a lo que es para mí el idioma del autor: el húngaro traducido al español.

Tierra, tierra (Salamandra, en España) es un libro de memorias. Cuenta lo que ocurrió a Europa con la creación de lo que Churchill llamó “el telón de hierro”, aquella división entre oeste y este, entre el mundo occidental capitalista y un mundo que por ser socialista no era distinto. El método utilizado es el de un doble retrato: primero el de la decadencia de la clase media húngara en un país regido por el comunismo; y segundo, el de la irresponsabilidad de las clases intelectuales y políticas en los países todavía libres. El vínculo del uno al otro es Márai, escritor europeo que va y viene por Europa y ve los movimientos de unos insectos llamados seres humanos con un ojo de entomólogo. Su descripción del naufragio de una civilización es insuperable. La descripción de la cena de un policía en el café Emke de Budapest a fines de 1945 (segunda parte, capitulo 14) es la de un genio. Hace su trabajo sabiendo que lo que describe (prepotencia, estupidez, renuncia a los valores de una vieja cultura) significa para este policía la muerte automática de su oficio sometido, como todo lo que hay en Hungría.

La visita a París del mismo Márai es también una delicia. Me sentí francés, estúpidamente orgulloso al leer la frase “la literatura francesa significa para mí lo mismo que el opio para el adicto: es la ebriedad sobria de la razón”. Pero al capítulo siguiente (3 de la tercera parte) la despedida de Montparnasse me cayó encima como un aguacero frío. La mera evocación de Tzara, Pascin, Pound, TS Eliot antes de la guerra habla de la decadencia de una vida intelectual, la ceguera, la sumisión a las ideologías. Como lo escribe Márai “hay días en los que todo encaja a la perfección: la historia personal y la historia universal”.

La salida definitiva del autor de Hungría, su destierro, es la historia de la catástrofe de un continente. Márai sale en un tren que cruza la frontera de noche. Sus memorias se acaban en ese momento preciso. “En este momento, escribe, -por primera vez en mi vida- sentí miedo de verdad. Comprendí que era libre. Empecé a sentir miedo”.

Un último dato: parece que Márai todavía no ha entrado en el ciberespacio. No hay (inglés, francés, español) un sitio bueno sobre su vida y su obra. ¿Me equivoco?

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19 de junio de 2006
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ME EQUIVOQUÉ

Sí, me equivoqué, tengo que reconocerlo, me equivoqué al describir en mi último post la encuesta de la revista francesa Transfuge sobre novelas extranjeras. Todos los datos que entregué son auténticos, pero había un error, tremendo error. Pensaba que hombres y mujeres eran iguales. Soy un ingenuo. Me parecía que un lector es un lector es un lector como podría escribir Gertrude Stein con sus repeticiones. Que todos los lectores son iguales. Que una muestra de 28 personas que tenían que escoger su novela favorita era una muestra representativa, fiel a la opinión pública dentro de esa república de las letras que conforman los lectores franceses. Acabo de enterarme de que me equivoqué. Cuando se mira a una población de lectores, machos y hembras son animales distintos. Por tener solamente 6 mujeres dentro del grupo de 28 personas, la muestra de Transfuge no puede entregar una lista fidedigna de novelas favoritas.

Por lo menos es lo que escribe Nick Gillepsie, redactor en jefe de Reason en la versión en línea de su revista. Reason es una buena revista de cultura americana que recibe su plata de una fundación. Entonces tiene recursos e independencia. Y tiene un buen jefe de redacción que encontró en el diario The Guardian los datos sobre la encuesta de dos investigadores, Lisa Jardine y Annie Watkins, sobre la relación entre un lector y su novela favorita, la novela que le tocó el alma. Lo interesante es que, tal como en la muestra de Transfuge, las personas entrevistadas estaban involucradas en el mundo del arte, en medios de comunicación, en trabajos académicos. Es una demostración perfecta de que me equivoqué.

No había nada más fácil para Jardine y Watkins que entrevistar a cuatrocientas mujeres para conocer su novela favorita. Las mujeres tienen una novela favorita y el conjunto de sus respuestas abarca un amplio abanico de doscientos libros de autores tan distintos como Atwood, Morrison, Conrad, Woolf, Brontë y por supuesto Jane Austen, pues estamos en el Reino Unido. Por el contrario, con los hombres el proceso ha sido difícil y poco productivo. En primer lugar, los hombres no sabían cómo escoger una novela al no entender la pregunta o al proponer  –sin fingir ser tontos- la obra de un pensador o de un ensayista. Al final, la lista de los hombres es sumamente corta. En lugar de doscientos libros, no hay más que cuatro, dicen los autores del estudio:  L’étranger (El extranjero) de Albert Camus, Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, The Catcher in the Rye (El guardián entre el centeno), de J.D. Salinger y Slaughterhouse Five (Matadero 5), de Kurt Vonnegut.

Una novela no es, para un hombre, un compañero que va con él a lo largo de su vida. Es más bien un encuentro casual, muchas veces al final de la adolescencia, con el mundo de la angustia personal o de un sistema político tipo Orwell (de Camus a Vonnegut, no se ríe mucho). Sabiendo que las mujeres leen más que los hombres, el estudio no tiene dificultad en denunciar la influencia excesiva de los hombres en las casas editoriales y en los jurados literarios. Nick Gillepsie reporta la denuncia, a pesar de ser un hombre, tal como entrega la sorprendente lista de las novelas favoritas de los hombres y de las mujeres en las islas británicas antes de dedicarse a la pregunta clave : ¿por qué leemos ficciones?

Una novela, dicen los diccionarios franceses desde el siglo XIX, es una historia simulada. Nos gustan tanto las historias que aguantamos un producto alterado: una historia falsa. Gillepsie propone como explicación la nueva teoría de Lisa Zunshine, una inmigrante rusa que trabaja en la Universidad de Kentucky (Tiene un libro: Why We Read Fiction: Theory of Mind and the Novel).

La visión de Zunshine se basa en los trabajos de la psicología sobre los esquemas cognitivos, es decir la manera en que vamos construyendo un mundo real para transformarlo en un saber útil y transmisible. En las novelas, según Zunshine, al encontrar personajes, encontramos a la vez unos pensamientos con una estructura interna y unas emociones escondidas. Esto nos interesa pues en el mundo real necesitamos ser capaces de entender ambos para relacionarnos con otras personas. Leer novelas es la manera de prepararnos para estos momentos en que debemos «descifrar» nuestro entorno. Aceptamos que las novelas cuenten historias falsas pues es la única manera de prepararnos para vivir.

Como Zunshine no es filósofa, su teoría no llega a decir si la vida es otra mentira, a otro nivel, y quién es su autor. Por mi parte, en mi modesta búsqueda de la verdad, he vuelto a abrir la revista Transfuge y he quedado confundido: las seis mujeres entrevistadas ofrecen una lista de novelas heterogénea, de una diversidad deslumbrante. Lo reconozco: me equivoqué.

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16 de junio de 2006
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NOVELAS EXTRANJERAS

Transfuge es una revista que sale cinco veces al año. Se dedica a la literatura extranjera y lo hace con la voluntad de romper un poco, pero no tanto, la jerarquía clásica de los valores reconocidos. En las portadas de los tres últimos números hemos visto dos americanos, Bret Easton Ellis y Tom Wolfe, y un japonés, Haruki Murakami. Pero más allá de estas estrellas la revista tiene la voluntad de sorprender: Aharon Appelfeld es presentado como un gran filósofo, Richard Powers recibe el tratamiento de un clásico. Transfuge tiene ropa de burgués pero mueve la cintura como para decir “mírame, sigo siendo joven”. Y ahora, saca su primer número especial: “150 novelas extranjeras ineludibles”.

Como siempre cuando se hace una lista, la pregunta es cómo se hizo. En este caso, con un método nuevo: se preparó una muestra de 28 lectores, en la que se encuentran el director de redacción del diario Le Monde, Eric Fottorino; algunos críticos, Pierre Assouline o Jérôme Garcin; un editor/historiador de la literatura, Charles Dantzig; y escritores como Marie Ndiaye o Linda Lê. Más o menos son 28 personas ubicadas en el centro de gravedad de la opinión mayoritaria de la república francesa de las letras. Cada miembro de la muestra ha sido entrevistado para hablar de su novela favorita. No de la mejor, sino de una novela que les llegó de manera íntima en un momento de sus vidas. Como no escriben (todos han sido entrevistados) hay una cierta ligereza en lo que explican. Conectan libros y detalles de sus vidas. Se habla de literatura sin utilizar almidón. Y el resultado es una sorpresa.

De 28 novelas, no hay ni una que venga de Bélgica, de Suiza o del África francófona. A los entrevistados no les interesa el francés escrito afuera. Pero 16 libros han sido escritos en inglés. Un autor sale tres veces: Philip Roth, con dos novelas, Pastoral americana y La mancha humana. No hay ni una obra de América Latina, pero tres libros vienen del mundo ibérico: El Quijote de Cervantes, Greguerías de Ramón Gómez de la Serna (sorpresa total para mí) y Señales de fuego del portugués Jorge de Sena. Al final, dos libros en español en contra de cuatro en alemán (Herman Hesse, Stephan Zweig, Robert Musil y Bernhard Schlink).

Para decirlo de otra manera: entre personas influyentes en Francia no queda nada del boom hispanoamericano. Un resultado que se puede comprobar a un segundo nivel, pues los entrevistados tenían el derecho de nombrar otros cinco libros. Algunos se limitaron a citar dos títulos, pero hubo quien llegó a mencionar nueve obras. Al final, son 126 libros más y la misma dominación del idioma inglés, con 53 libros. No cambia la proporción de libros en español o portugués, un diez por ciento cada uno, con 12 títulos. Cervantes sale dos veces (el Quijote y las Novelas ejemplares) como Gabriel García Márquez (Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera) y Antonio Lobo Antunes (Las naves y Tratado de las pasiones del alma). Los seis últimos autores son Jorge Luis Borges (Ficciones), Roberto Bolaño (Los detectives salvajes), Juan Rulfo (Pedro Páramo), Ernesto Sábato (El Túnel), Francisco de Quevedo (La vida del buscón llamado Don Pablo) y Mauricio Electorat (Sartre y la citroneta). Para quienes no le conocen, Electorat es un chileno que sabe mucho de Francia y de las perversiones de sus intelectuales.

Al final, de 154 libros, solo 15 provienen del mundo iberoamericano. Sin voluntad de provocar el desánimo de los miembros del crack y otras corrientes que siguieron al boom, no se puede negar que Francia no se apasiona como antes por lo que se escribe en el sur o en el otro lado del Atlántico sur. Ya hablé de Philip Roth, hay además otros tres autores que son muy citados: los alemanes Arno Schmidt y Thomas Mann, y el estadounidense William Faulkner. Claro, casi no hay nadie de Asia, y ningún autor de África. Francia mira al mundo sin visión periférica.

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14 de junio de 2006
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El Boomeran(g)
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