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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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El Gatopardo

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El Gatopardo

Acaba de aparecer El Gatopardo en una edición que Edhasa publicita como "definitiva". Ello es una excelente excusa para adentrarse de nuevo en esta novela que, casi cuarenta años después de su aparición en España, conserva todo su vigor y su capacidad de mantener absorto al lector desde la aburrida apertura con el rezo del rosario en  familia hasta la prodigiosa escena final en la que el fiel pero disecado perro Bendicó, al ser arrojado a la basura desde una ventana del palacio, compone por un instante en su caída la apolillada silueta del gatopardo que ha ejercido de animal totémico en esa familia Salina ahora en el umbral de su extinción.

Creo de justicia reivindicar aquí la figura del escritor Giorgio Bassani, que en 1958, cuando ejercía de director de Feltrinelli, cayó en sus manos el manuscrito de un desconocido. Pese a que dicho manuscrito le llegaba rebotado desde Mondadori porque Elio Vitorini lo había rechazado allí,  Bassani no sólo decidió publicarlo sino que se encargó personalmente de editar el texto. Es más: cuando el libro ya estaba en galeradas, Bassani supo que un sobrino de Tomasi di Lampedusa ( Gioacchino Lanza Tomasi, autor del prefacio en la presente edición de Edhasa) poseía una manuscrito mecanografiado posterior al que él mismo había utilizado en Feltrinelli, se trasladó a Palermo con las galeradas a fin de cotejar ambas versiones e introducir todas las correcciones y adiciones que consideró necesarias.  A pesar de lo cual, en 1968, cuando el libro ya era un éxito mundial y Luchino Visconti había estrenado su película, un oscuro profesor de Catania logró una efímera fama al denunciar que Bassani punto menos que había reescrito un texto en el que había " miles de inconsistencias", algunas de ellas  "sustanciales".

Para nada de nada. El sobrino, que parece ser un auténtico caballero, empieza por excusar en su prefacio a Vitorini diciendo que supo reconocer la talla del autor de El Gatopardo (bien que lamentablemente no llevase su reconocimiento hasta el extremo de imponer su publicación en la editorial Mondadori que él mismo dirigía). Y defiende asimismo el trabajo de Bassani, al que reconoce su profesionalidad  y agradece el detalle de haberse recorrido media Italia para mejorar en lo posible el texto sobre el que había trabajado, y que no difiere gran cosa del ahora considerado definitivo. Por otra parte,  los pequeños fragmentos y esbozos encontrados tras la muerte de Lampedusa, y recogidos en la presente edición, no añaden pero tampoco quitan gran cosa al texto original.

En cambio es de gran interés el propio prefacio, sobre todo cuando Gioacchino Lanza Tomasi hace una observación sobre El Gatopardo que a mi me parece muy bien vista. Y me refiero al momento en que traza un paralelismo entre EL Gatopardo y otra novela, traducida en castellano como Las confesiones de un italiano (Acantilado, 2008), de  la que fue autor Hipólito Nievo (1831-1861).  Y dice el prologuista: "... ambas novelas describen efectivamente el ocaso de un mundo; pero Lampedusa hace sonar la campanilla de alarma tan pronto como la voluntad de describir es reemplazada por la voluntad de crear una experiencia, mientras que Nievo es capaz de entregarse a la retórica de la patria y del amor durante capítulos enteros". Y por si cupiera alguna duda, añade un  par de líneas más abajo: "Sin duda [Lampedusa] siente más rechazo por la retórica del Resurgimiento que  por la ideología del Resurgimiento".

Los ecos de la guerra y los desembarcos, Garibaldi y sus sueños dislocados,  los austriacos o los borbones, la nueva clase emergente  con la que el  príncipe Salina va a negociar  hasta el extremo de intercambiar sangre (su sobrino Tancredi) por dinero (Angélica, la hija del alcalde llamado a ser más rico que el propio príncipe) son como los lejanos aullidos del lobo que sólo vienen a importunar con sus funestos augurios ese universo aristocrático cuya futilidad está prodigiosamente descrita en el traslado familiar desde Palermo a Donnafugata para pasar el verano: una Sicilia aplastada por el calor, blanquecina de polvo, esquilmada y sedienta pero que rinde pleitesía al señor pese a que este se encuentra tan blanquecino de polvo, sediento y esquilmado como la propia Sicilia. Con su observación, Gioacchino Lima Tomasi está planteando a su manera la diferencia que se crea dentro de toda narración  entre tiempo histórico y tiempo psicológico, una distinción tan más fundamental cuanto que se trata de una novela que algunos definieron en su día como "autobiográfica". Es prodigiosa la capacidad de Lampedusa para transformar en narración su propia experiencia y para poner al descubierto lo que tiene de retórico, o sea vano, el mundo que va a ocupar su lugar cuando él muera.

 

 

 

 

 

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El Gatopardo

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Edhasa[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]



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11 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La forja de un rebelde

 

La forja de un rebelde

La reedición de La forja de un rebelde en formato de bolsillo ofrece una oportunidad más, a quien todavía no la haya leído, de conocer por sí mismo una de las mejores novelas escritas en la segunda mitad del siglo XX.  Otra cuestión es si, a estas alturas del nuevo siglo,  la lectura es tan gratuita como sugiere el precio de tapa (17,50 € los tres volúmenes con su estuche y todo), entendiendo el término "gratuito" en la segunda acepción del diccionario de la RAE: arbitrario, sin fundamento.

                Teniendo en cuenta que la voz narradora empieza a dar cuenta de su historia personal hace ahora más o menos un siglo, ¿tiene algún interés meterse entre pecho y espalda casi mil quinientas páginas en las que se habla fundamentalmente de la situación en España antes y durante la Guerra Civil?

                Y lo que es más grave: teniendo en cuenta que la conciencia moral de la voz narradora se forjó (pues de eso va la novela, de asistir a la forja de una conciencia moral) hace ahora exactamente un siglo, ¿compensa el esfuerzo de adaptarse a la mentalidad, el lenguaje, el vocabulario o la forma de narrar de entonces?

                Doy por descontando que se conocen las circunstancias de esta trilogía en la que Arturo Barea, un republicano de buena fe, deja constancia de su peripecia vital desde que se abre a la vida en los barrios pobres del Madrid de principios de siglo hasta su salida de España hacia una Inglaterra de la que (eso lo sabe el lector actual) ya nunca regresará. El primer volumen, La Forja, abarca la niñez y adolescencia del narrador hasta su llamada a filas. La segunda, La ruta, trata de sus experiencias en la Guerra de África y de sus primeros pasos hacia la literatura en el Madrid inmediatamente anterior a la Guerra Civil. Y la tercera parte, La ruta, empieza cuando el narrador ha cumplido ya treinta años y ve configurarse su futuro (y el de todos), con augurios funestos: "En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo". En las últimas páginas del libro anterior ya ha hecho su aparición en el Norte de África el personaje que por activa o por pasiva va a llenar todo lo que resta de siglo: un generalillo ávido de gloria y poder  llamado Francisco Franco...

                Cuando la leí, la trilogía estaba prohibidísima en España y supongo que fue en una edición de Sudamericana entrada medio destrangis. Una de las cosas que me intrigaban al releerla ahora era si aquella sensación de transgresión y de estar realizando un acto subversivo no le habría puesto un plus que ahora, tantos años después ya no jugaría a su favor.

                Primera sorpresa: la que más ha envejecido es La forja, justo la que mejor recordaba, y la que más me gustó entonces, probablemente porque al ser la primera fue la que marcó    decisivamente los otros dos tomos. Pero hoy es la que más enseña los afeites y esas torpezas narrativas que tanto le han reprochado a Barea. Habla un niño de pocos años y no sólo emite juicios y da informaciones imposibles para su edad sino que a ratos redondea la (mala) faena remedando la forma de razonar infantil. No creo que le hubiese costado mucho empezar diciendo: "Hola, me llamo Arturo Barea, tengo casi cincuenta años y me propongo relatar mi vida de forma novelada, empezando por mi niñez". O lo que sea, con tal de no adoptar el tono del adulto que hace como que habla un niño.

                 Más grave me parece el punto de vista moral que adopta el narrador ante las diversas situaciones y circunstancias que se le presentan, algunas tan graves como la injusticia social de la época; la corrupción generalizada del Ejército en África;  el clima social que se creó en España y que condujo inevitablemente a la Guerra Civil, o muchos de los episodios que le tocaron vivir durante la guerra, empezando por su propio oficio de censor. Muchas veces da la sensación de que Arturo Barea está convencido de que basta la mera denuncia, es decir, la descripción "objetiva" de una conducta reprobable, para que ésta quede condenada y maldita, hecho lo cual  uno puede seguir adelante con su vida con la conciencia tranquila. Como si dijera: "Bastante hago con dejar constancia del desaguisado. ¿Acaso esperas de mí, maldito lector, que encima empeñe mi vida en resolverlo?"

                Ni qué decir tiene que la respuesta a esa pregunta es uno de los fundamentos de la Tragedia. Y mira tú si les dio para escribir obras que todavía hoy dan respuestas a las calamidades que nos afligen.

                Y a pesar de todo ello, o por volver a la pregunta de si merece la pena despacharse mil quinientas páginas, etc., la respuesta es sí. Radicalmente, si. Y cuando logras hacer lo que se espera que haga todo lector, es decir, dejarse de historias y meterse de lleno en la historia, la novela se lee maravillosamente y puede decirse que muchas de sus páginas están a la altura de las mejores páginas de Baroja o Sender. Por lo  menos.

               

La forja de un rebelde

Arturo Barea

Debolsillo



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2 de noviembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Paraísos perdidos

No conozco bien el proceso, pero lo imagino así: fue alguien, posiblemente un documentalista, quien puso sobre aviso a la editorial - en este caso Saga editorial - acerca de la existencia de un magnífico archivo fotográfico. Se trataba de una colección de fotografías en blanco y negro tomadas en su mayoría en las décadas de 1950 y 1960 y que daban cuenta del estado de todas las costas españolas por aquellas fechas. Y cuando digo todas es literal, pues incluyen imágenes de todos los golfos, cabos, bahías, calas, playas, mangas y albuferas comprendidos entre Port de la Selva, muy cerca de la frontera francesa con Cataluña, y Hondarribia, en la frontera  cantábrica con Francia, abarcando al completo el perímetro mediterráneo y atlántico de la Península Ibérica con la excepción de Portugal. También se incluyen unas pocas pero muy expresivas imágenes para demostrar que tampoco  las islas Baleares y Canarias se libraron del tsunami del ladrillo que se abatió sobre las costas españolas a raíz del llamado "desarrollismo".  

Imagino que a la vista de tan extraordinario material, la editorial tomó la única decisión que cabía ante una posibilidad tan fascinante: reproducir en fotografías de hoy el estado des aquellas localidades y paisajes reflejados en las originales, pero tomándolas desde el lugar exacto donde en su día fueron tomadas aquellas. Cabe decir que no siempre ha sido posible hacerlo, muchas veces porque aquél lugar está ocupado hoy por un gigantesco bloque de apartamentos,  o porque un disparatado hotel tapa por completo la perspectiva.  Aun así,  es muy alto el número de casos en que el ángulo de visión es exactamente el mismo y puede perfectamente establecerse una comparación visual entre el entonces y el ahora. Y el resultado es abrumador.

                El libro ha sido piadosamente titulado Paraísos perdidos, pero también podría haberse llamado Historia nacional de la infamiaMuseo general de los horrores o cualquier otro título capaz de sugerir la inimaginable obra de destrucción perpetrada contra el litoral español. Debido a la magnitud del desatino, y ante el peligro evidente de caer en un tono a mitad de camino entre lo jeremíaco y lo apocalíptico, el autor del texto  ha optado  por una ironía contenida que alcanza toda su expresividad, y su máxima capacidad de censura, a la vista de las clamorosas imágenes que lo acompañan. Al final, y quizás para conceder un respiro al acongojado lector, se han incluido una sección de espacios naturales y una nostálgica colección de imágenes que reflejan el estado de la cuestión justo antes de la hecatombe. O cómo éramos antes de la llegada de los primeros bikinis y lo que éstos trajeron consigo.

Está claro que nada de lo ocurrido en España en el sector de la construcción desde el estallido del boom turístico de finales de la década de 1960 hubiera sido posible sin la connivencia (por no llamarlo asociación para delinquir) de  políticos, autoridades nacionales/autonómicas/ municipales, banqueros, inversores y demás industriales relacionados con la construcción, todos ellos extrañamente comprensivos con la codicia y la rapacidad de los constructores. ¿Por qué? Porque, de una forma u otra, todos ellos se han beneficiado de esa obra de destrucción masiva irónicamente llamada "construcción". Y basta mirar la crónica de sucesos, o recordar casos tan clamorosos como el de Marbella bajo el mandato de Jesús Gil , para comprender el alcance de la corrupción que impera en ese sector.

Pero si está clara la culpabilidad de todos ellos, no debería olvidarse el papel jugado por los compradores de los apartamentos, parcelas y viviendas tan inescrupulosamente puestas en el mercado. Al fin y al cabo han sido ellos, los compradores, quienes han retroalimentado con sus dineros la prosperidad del gigantesco  tinglado.  Y conste que también aquí se da una circunstancia tragicómica, pues si en cierto modo los compradores no dejan de ser cómplices del desaguisado, al mismo tiempo son víctimas del mismo, pues la mayoría está echando la vida para pagar las hipotecas de unas casas construidas de cualquier manera y en las que puedes estar al tanto del estado de la vejiga del vecino (puesto que se le oye actuar en el cuarto de baño) o llevar  un cómputo bastante completo de la calidad y cantidad de sus ayuntamientos carnales porque también eso se oye a través de unas paredes finas como el papel de fumar y encima llenas de grietas.

Todo propietario de "un apartamento en la costa" tiene ahora ocasión de comprobar cómo era el paisaje antes de la llegada de los bárbaros.  Con un poco de imaginación, y teniendo el modelo original en la mano, incluso puede mirar por la ventana y aventurar  cómo serían el mar y la tierra de no tener delante un muro de ladrillo cuidadosamente encalado de blanco, eso sí, pues los constructores no reparan en gastos de cal con tal de integrar ese muro en el paisaje. 

 

 

Paraísos perdidos

Juan Pedro Bator

Saga / editorial



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27 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El animal piadoso

 

El animal piadoso

Es una novela pausada, desengañada y sin una pizca de nostalgia. Todos son personas mayores, o por lo menos que han doblado ya el cabo de la esperanza. Incluida la hija,  una mujer a la que también se le ha escapado la juventud. El encargado de llevar adelante la narración/reflexión/indagación, el ex comisario Samuel Mol, se califica a si mismo de mal profesional; uno de sus pocos amigo, un cura por más señas, le considera "un alma imprecisa", mientras que Eliseo Viñuela, una especie de conciencia moral a la que siempre se puede acudir si se trata de fulminar un juicio moral, le recuerda que "uno nunca pierde el rastro de si mismo". Estos pocos parámetros, o puntos de referencia, le bastan a Luis Mateo Díez para sacar adelante- encima sin abrumar al lector con el cansancio que el intento provoca - una indagación que prácticamente desde la primera línea el autor, el lector y el propio protagonista saben que no va a llegar a ninguna parte. Pero cómo podría si el encargado de llevar la pesquisa hasta sus últimas consecuencias no está seguro de que a un culpable haya que castigarlo. Menudo poli. Es de suponer que esa indecisión, o por decirlo en palabras de su propio amigo, "esa imprecisión" fue el motivo principal de que el joven inspector Mol acabase dando con sus huesos en Armenta, una ciudad de provincias en la que nunca pasa nada. O en la que, para una vez que pasa algo - por ejemplo un doble crimen ocurrido en unas circunstancias harto intrigantes - el encargado de resolver el misterio siente compasión por el único implicado que parece ocultar información  y se niega a apretarle las tuercas.

                Pero no es este el único detalle que niega a El animal piadoso la posibilidad de ser  una novela negra. Las reglas del género exigen la aparición de un buen número de sospechosos, o al menos candidatos a la ejecución del crimen. Además de muchos, todos ellos deben tener un móvil y haber dispuesto de la ocasión para cometer el doble asesinato. En el juego de sombras y falsedades se desenvuelve la trama preparatoria de la sorpresa final. Hasta aquí, las reglas del género. Pero en esta novela no hay nada de eso. Encima de ser mayores, la mayoría de los implicados están muertos o en unas condiciones físicas tan lamentables que difícilmente van a propiciar un vuelco espectacular en la narración. Aunque tampoco hace ninguna falta porque Luis Mateo Díez se mueve con una curiosa soltura por el lado oscuro del alma, allí donde se supone que anidan el miedo, la debilidad, la traición o la venganza, que no la nostalgia, como ya he dicho: nadie parece sentir que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Ni lamentar la inacción cuando pudo actuar. Ni tampoco creer que bien merece una segunda oportunidad. El ex comisario Mol, catorce años después de ocurridos los hechos, vuelve al escenario del crimen y busca indicios recurriendo incluso  a los muertos, o al diálogo con los fantasmas del pasado. Salvo que su mirada escudriña con más interés - y conocimiento de causa -el pasado que el presente, y no digamos nada el futuro. Porque no hay tal cosa como el futuro. Sólo un fluir de lo mismo hasta que de repente, un día, el mecanismo se pare. Como se paró un día el mecanismo de su esposa, de la que tampoco nos llega ni un atisbo de ternura, desvarío o lamento por lo que parecía que iba a ser y no fue. Un día se paró como se le está parando la relación con su hija. A la que quiere, claro está, como probablemente quiso a su esposa un día. Solo que el animal piadoso, desde su imprecisa soledad, se siente acosado por una culpa que no lo es, pues en último término si de algo se puede acusar es de no sentir por sí mismo la misma piedad que le provocan los demás. Y este sí que es una indagación azarosa, y plagada de trampas. Pero cuya resolución probablemente esté aguardando en una próxima novela porque, como no podía ser menos, el ex comisario Mol se desvanece en la distancia sin dar una respuesta convicente. O sea que tenemos tema para rato.

 

El animal Piadoso

Luís Mateo Díaz

Galaxia Gutenberg



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20 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El hombre que amaba a los perros

 

El hombre que amaba  a los perros

La historia es de por sí compleja, pues abarca los últimos años de la trayectoria política y vital de  Liev Davídovich Bronstein, más conocido como Trotski, y las circunstancias biográficas de un supuesto sicario de origen belga y llamado Jacques Mornard, aunque luego se sabría que se trataba de un joven barcelonés de nombre Ramón Mercader. Por lo tanto, y con sólo leer la sinopsis argumental, el lector ya sabe que se va a enfrentarse a una gran parte de la historia del siglo XX, contada además desde la perspectiva del comunismo soviético y, más concretamente, de la siniestra figura de Stalin. Las luchas por el control de la gran maquinaria estatal soviética y del movimiento obrero internacional. La pérdida progresiva de la batalla por parte de la opción trotskista y la progresiva insania de un Stalin que va atravesando todas las etapas de la más vil perversión del movimiento revolucionario. Desde la eliminación de los contendientes políticos mediante el destierro (primera etapa de la derrota de Ttrotski) a la eliminación física de dichos contendientes mediante asesinos a sueldo (etapa final de la derrota de Trotski) todo ello acompañado de unos métodos cada vez más sutiles en la aplicación masiva del terror: esta estupendamente descrito en la novela cómo descubre Stalin que la manera de quebrar a la mitad de sus oponentes consiste en forzarles a reconocer públicamente los peores crímenes y conspiraciones, aunque no tardará en descubrir que la forma más inmediata y eficaz de eliminar a la otra mitad de sus oponentes consiste en forzarlos a ser acusadores y verdugos de la primera mitad en trance de ser eliminada.  Y qué decir de la  figura del presidente de una de las repúblicas soviéticas cuya esposa es enviada a un gulag acusada de ser una judía conspiradora...

            O sea: no es una tapa fácil de contar y encima Leonardo Padura ha elegido una técnica narrativa no menos compleja. De entrada hay un narrador en primera persona al que no hay que confundir con el firmante del libro pues se llama Iván Cárdenas y es un veterinario al cargo de una clínica de ínfima categoría. Este Iván ha escuchado de labios de un exilado español oculto tras un nombre falso el relato de los últimos días de Trotski y las circunstancias de su muerte. Obsesionado por esa historia, y  aunque le aterran las consecuencias de lo que hace, opta por reflejar en un manuscrito las confesiones del exilado en el que no cuesta mucho reconocer  a un Ramón Mercader liberado de la URSS por estar enfermo de un cáncer terminal y al que le ha sido permitido instalarse en Cuba para que pase en paz sus últimos días.

            Sin embargo, este libro titulado El hombre que amaba a los perros no es la transcripción de los últimos días de Trotski  realizada por el tal Iván Cárdenas, pues éste le cede el manuscrito a su amigo Daniel Fonseca Ledesma, que lo lee y luego lo destruye como queriéndose desvincular de una historia siniestra, plagada de traiciones, debilidades y miserias pero que se resiste a morir porque ella (la historia) va pasando de unos a otros en un decidido empeño por sobrevivir y salir a la luz para ser conocida por todos.  Como si ella tuviese voluntad propia y se impusiese a la voluntad de quienes la escuchan y les obligase a contarla, aunque sea lo último que hagan en su vida.

            Pero debe quedar muy claro si este intento mío de exponer la técnica narrativa utilizada por Leonardo Padura invita a pensar que se trata de una novela confusa, farragosa o, lo que sería peor, difícil  de leer, la responsabilidad es sólo mía. Padura es un narrador de largo aliento y sabe situar al lector en el tiempo, el espacio y la perspectiva de quien habla en cada momento, y la historia que narra es de por sí lo bastante apasionante como para que no decaiga el interés. Y eso que son quinientas y pico páginas de prosa apretada y sin apenas diálogos. 

 

 

 

El hombre que amaba  a los perros

Leonardo Padura

Tusquets

 



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13 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Vacilación

Edward Roper, un científico británico, está decidido a cambiar de bando y poner todos sus conocimientos al servicio de los soviéticos. La prensa, los altos cargos del servicio de inteligencia británico y el Parlamento se preparan a darse un festín en el que "la seguridad nacional", "el amor a la patria" o "la honestidad", "la traición" y la "doble militancia" van a convertirse en los platos estrella del menú. Sin embargo, por encima de todo ello hay una mente pensante a la que no le gusta ni imaginar toda la basura que va a salir a la superficie cuando estalle el caso Roper. De manera que traza un doble plan. En primera instancia se trata de traer de vuelta al presunto traidor vivo o muerto, y de ello se encargará Denis Hillier, un viejo espía que gracias a este último acto de servicio se ganará el derecho a retirarse con una pensión mínima y que a duras penas si le dará para pagarse un asilo de jubilados. El plan se basa en la negativa del científico traidor a ser repatriado, razón por la cual Hillier no tendrá más remedio que eliminarlo.  En cuyo momento, y aquí entra en juego la segunda parte del plan, un asesino a sueldo se encargará de Hillier y todos contentos.

                Acantilado ha elegido como portada de su edición un detalle de La cocina de Pulcinella, de Tiépolo, probablemente con intención de alertar al lector de que se dispone a comprar una obra bufa. En la contraportada se habla claramente de una "auténtica caricatura del género de espionaje". Y algo hay de eso, aunque también habría que prevenir al lector de que se está llevando a casa una tragedia grotesca en la que, llevados a situaciones límites, todos los personajes deben asumir sus respectivos destinos (por descontado que apocalípticos).

                Como es propio de la comedia bufa, todos los actores van profusamente disfrazados y, atrapados entre sus propias mentiras y las de los demás, actúan a la desesperada y sin más horizonte que su salvación. Y quién tiene tiempo para la moral, el altruismo o la amistad cuando está en juego la propia vida. Es decir que todos son unos miserables y nada sale como estaba previsto, por lo que la trama se adentra en el juego de las traiciones y engaños tan  habitual entre espías. La irrupción de un gigantesco traficante internacional llamado Theodorescu y su mano derecha, una bellísima hindú de nombre Diva, son los agentes propiciadores de un crescendo de situaciones imposibles aderezadas con unas dosis bastante satisfactorias de asesinatos, emociones y sexo.

                Sé que es una sugerencia imposible de poner en prácticas, pero creo que, puestos a dar pistas al posible lector, la editorial debería animarle a sobrellevar con paciencia una primera parte mal escrita, pesadísima y que, debido a las notorias diferencias de técnica y estilo, incluso parece un añadido. Como si el editor inglés, al leer el manuscrito, hubiese llamado a Burgess para decirle: "Anthony,  tu novela es fantástica pero queda algo corta. ¿No podrías añadir 70 u 80 páginas para  justificar que la vendamos a 20 €? "

                La solución elegida por Burgess es una suerte de informe que Hillier le escribe a su jefe aunque varias veces se lamenta de que éste no lo vaya a leer nunca, por razones no especificadas. Pero le ha salido un pegote "anovelado", pues se trata de un informe que se parece demasiado a una novela o una novela que sufre de todos los males inherentes a un informe. Con el agravante de que ha sido colocada en el arranque de la obra. Es una lástima y recomiendo vivamente saltársela sin más. Primero porque, insisto, es una pesadez. Y segundo porque, salvo por unos pocos detalles iniciales , no es relevante para la narración en sí.  

                Pero quien no se desanime ante semejante entrada, o quien opte por leerla un poco en diagonal y sin dedicarle más allá de diez minutos, apenas entrar en la Segunda Parte tiene reservado un regalo impensable. Se trata de una competición gastronómica entre el malvado Theodorescu  y Hillier, que ya nos ha sido presentado como aquejado de dos males crónicos: la glotonería y la satiriasis. Y si durante la competencia pantagruélica con el traficante se da cumplida muestra del primer mal, gracias a Diva, la hindú ayudante de Theodorescu y experta en Putam (una técnica erótica oriental  que reduce el Kama Sutra a una horterada para dependientes del Corte Inglés) alcanzamos a comprender en la práctica lo que Burgess entiende por sufrir de satiriasis. Son veinte o treinta páginas disparatadas, repletas del mejor humor inglés y con metáforas tan afortunadas como la sustitución de la palabra "penetración" por una detallada enumeración de todos los acorazados, destructores, dragaminas y paquebotes de la armada inglesa que atraviesan tan disputado estrecho, pero ahora veo que, fuera de su contexto, la broma pierde gran parte de su hilaridad. O sea que mejor leer la secuencia completa, entre otras cosas porque detrás de semejante entrada, todo el resto de la novela se lee con sumo gusto e interés.

 

Vacilación

Anthony Burgess

Acantilado



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6 de octubre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Verano griego

 

Verano griego

Hay escritores de viajes y viajeros apasionados. Jacques Lacarrière es de los segundos. Entró en contacto con Grecia en 1947, cuando el país estaba en plena guerra civil. Y no sé qué tienen los griegos cuando pelean pero desde Homero hasta la edad moderna cuando alguien les ha visto matarse ha iniciado con ellos una de esas relaciones que cambian la vida.

                Sin necesidad de remontarse a la Grecia heroica, dos personas tan diferentes como Patrick Leigh Fermor y Kevin Andrews quedaron atrapadas al mezclarse con griegos en pie de guerra y ya nunca más volvieron a recobrar el camino que llevaban hasta entonces. Patrick Leigh Fermor fue enviado a Creta como oficial de enlace durante la feroz oposición de los isleños a la ocupación alemana. Debido a la intensidad de los sucesos  vividos en aquella contienda, el exquisito escritor británico estableció con Grecia una relación amorosa que dura hasta hoy. A sus noventa y cuatro años, "Paddy" continúa viviendo en  un ignoto rincón del Peloponeso y ni siquiera la muerte de su compañera de toda la vida le ha animado a regresar a Inglaterra.   Se considera un griego más y está donde tiene que estar.

                Kevin Andrews por su parte no fue tocado por el don de la longevidad, pero lo compensó a fuerza de intensidad. También él conoció Grecia en guerra - en su caso ya había acabado la II Guerra Mundial pero en cambio estaba en su momento álgido la contienda civil - y tras casi romper todos sus vínculos con Estados Unidos también él se quedó a vivir donde creía que era su lugar natural.

                Jacques Lacarrière no experimentó uno de esos devoradores coups de foudre que todo lo arrasan pero en cambio inició una relación amorosa basada en apasionados encuentros y largas distancias que también le iban a durar toda la vida. Fue a Grecia formando parte de una compañía de teatro universitario pero su implicación con el país fue total, y no deja de ser significativo que sus cenizas formen parte actualmente de la isla de Espetsas.

En su Verano griego se cuentan más bien los encuentros que las distancias, en el sentido de que no es el relato de un viaje que empieza y termina en sí mismo sino muchos relatos y muchos viajes a lo largo de casi veinticinco años. Y hay capítulos espléndidos, como el relato de sus estancias en las montañas santas de Atos, o los titulados "Los cipreses de Antígona" y "Los olivos de Delfos", por citar algunos.

Sin embargo, según avanzas en la lectura se va poniendo de manifiesto una circunstancia poco habitual. La Grecia clásica que todavía pervive en la Grecia moderna es para los occidentales la experiencia más próxima a un universo en el que los dioses conviven con los humanos y mantienen con éstos querellas que muchas veces son una prolongación de sus propias querellas. Porque estamos muy acostumbrados a interpretar el mundo desde la perspectiva del monoteísmo, nos fascina la sola posibilidad de una deidad múltiple y cercana (o al menos que no se oculta tras una zarza ardiendo un lo alto de un monte inhóspito). Y el viajero medio suele resaltar justamente ese rastro casi tangible que los dioses han dejado en alguno de sus lugares más frecuentados.  Pero no así Lacarrière, un gnóstico de convicción profunda aunque sin aspavientos. No cree en otra posibilidad de conocimiento que la derivada de la experiencia sensual y no va por Grecia rematando dioses ni desenmascarando impostores, pero desde luego el suyo es un discurso radicalmente laico. En Atos, por ejemplo, le interesa profundamente cómo es aquel universo y cómo se las apañan los monjes para vivir su espiritualidad en semejante lugar. Pero en ningún momento cuestiona el porqué de esa clase de vida, ni la razón última de la vida monástica.

Creo que es esa laicidad sin alharacas lo que sedujo a Lawrence Durrell. En su correspondencia con Henry Miller (que fue quien le puso tras la pista de Les gnostiques, de Lacques Lacarrière) Durrell el mitómano, el más fervoroso creyente en la persistencia de los dioses en la Grecia actual, se dice admirado por la clarividencia de ese libro, llegando incluso a decir que podría haberlo puesto como prólogo de su Cuarteto de Alejandría. Y esa influencia volverá a ponerse de manifiesto en el Quinteto de Avignon, ahora reeditado por Edhasa. Y por descontado que de cuando en cuando sale el Lacarrière erudito y de tono profesoral, pero lo que dice no sólo es pertinente sino que lo compensa de sobras con sus descripciones de paisajes y gentes que le salen al paso, en absoluto sacralizados.

 

 

 

 

Verano griego

4.000 años de Grecia cotidiana

Jacques Lacarrière

Altaïr



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28 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las Visperas Sicilianas

Quienes opinan que un libro de historia debería leerse como no importa qué obra literaria tienen en sir Steven Runciman un magnífico valedor. Quienes afirman que, además de la historia, deberían leerse como obras literarias la filosofía, la antropología o incluso la botánica, pueden esgrimir en defensa de su pretensión los nombres de Platón (Diálogos), Lévi-Strauss (Tristes trópicos) o Pius Font Quer (El Dioscórides renovado). Pero podrían sacarse numerosos ejemplos más en apoyo de los lectores abiertos a cualquier tema pero que exigen una buena prosa.

                Porque ése es justamente el problema: si el autor sabe de lo que habla, sea cual sea la disciplina que profese, fantástico. Pero el requisito indispensable para justificar el ajusticiamiento del árbol proveedor del papel donde quedará impresa, la obra en cuestión debiera mostrar una escritura de una calidad equivalente al valor del árbol. Como mínimo. Y no creo descubrir nada si digo que eso es algo que pocas veces pasa. O sea que cuántos árboles se salvarían si alguien aplicase con un mínimo de rigor esta norma tan sencilla.

                Y que no es el caso de Runciman, seguramente uno de los historiadores que más éxitos ha cosechado tanto desde el punto de vista del reconocimiento académico a su labor científica como desde el contundente argumento de las ventas millonarias de sus libros. De todos sus libros, incluidos los de lectura no sencilla, como es el caso de Las Vísperas Sicilianas. Pero no podía ser de otro modo porque el episodio al que se refiere el libro es endiablado, más que nada por la cantidad de fuerzas poderosas, contrapuestas y cambiantes que alcanzaron su clímax  en la matanza de angevinos (partidarios de Carlos de Anjou) ocurrida en Palermo la víspera de la Pascua de Resurrección de 1282. Cuenta la leyenda que un grupo de palermitanos  que se dirigía a la iglesia fue interceptado por la soldadesca angevina en busca de armas. El registro a los hombres ocurrió sin incidentes, pero cuando se trató de las mujeres (el cronista Ramón Muntaner habla explícitamente de que al registrarlas les sobaban descaradamente los pechos) los acompañantes masculinos atacaron a los odiados franceses y en pocos instantes la insurrección se extendió primero a todo Palermo y después a Sicilia entera, poniéndose en marcha un proceso que iba a terminar con Pedro III de Aragón proclamándose rey de Sicilia. Como, además de los ya citados Pedro de Aragón  y Ramón Muntaner no tardan en aparecer otros personajes como Roger de Lauria y compañía, a ratos parece que estés leyendo una guía de calles de Barcelona.  Pero ahí justamente vamos: el gran mérito de Runciman es tratar esas fuerzas múltiples y encontradas como Zola o Dickens tratan a los personajes de sus novelas: primero las describe y dice quiénes son, qué papel juegan en el drama que ya se perfila en el horizonte y con qué armas cuentan o cuáles son los argumentos morales de que disponen unas y otras para apoyar sus pretensiones. Y una vez que el lector dispone de esa información básica, el autor procede a introducir esas fuerzas en la narración procurando no confundirlas ni dejar que en el fragor de la pelea el lector pierda de vista qué está pasando en cada momento, y cuál es el papel que desempeña cada cual en la trama.

                En su estupenda edición para Redonda, Javier Marías ha puesto de su parte todo lo necesario para completar la información que puede necesitar el lector: ha buscado la ayuda de Francisco Rico para que de noticia en su prólogo de los pormenores que rodean al texto y ha añadido al final unas tablas dinásticas por si alguien siente de pronto la curiosidad de saber con quiénes se casaron Teofanía de Armenia, Andrónico Tarchaniotes o Eva Evangelina del Épiro. Y nada costaría además elaborar una lista de personajes en la que, además de los Carlos de Anjou, el papa Martín IV o el astuto Juan de Prócida, podrían ser presentadas las fuerzas políticas, diplomáticas o ideológicas en juego, pues como he dicho, Runciman les da tratamiento de personajes. Y que podrían ser:

-las ambiciones de la casa de Hohenstaufen por devolver al Sacro Imperio Germánico la magnificencia perdida.

- la lucha a muerte del papado por impedirlo.

-las tentaciones vaticanas de crear un Sacro Imperio Mediterráneo que fuese desde España a Constantinopla para contrarrestar al Germánico.

- la marcha atrás vaticana al caer en la cuenta del error que cometería al quedar aprisionado entre dos grandes imperios rivales.

- las aspiraciones imperiales de Alfonso X el Sabio, hijo de Beatriz de Suabia.

- las aspiraciones al trono de Sicilia de Pedro III el Ceremonioso por su matrimonio con Constanza de Hohenstaufen, y que en definitiva va a permitir a la Corona de Aragón iniciar su gloriosa expansión por el Mediterráneo.

                No sigo porque debería incluir la menos una docena más de "personajes" que jugaron papeles de diversa importancia en esa matanza ocurrida en Palermo y que por el genio narrativo de Runciman se transforma en un fascinante retrato del Mediterráneo en las postrimerías del siglo XIII.

 

 

Las Vísperas Sicilianas

Una historia del mundo mediterráneo

a finales del siglo XIII

Sir Steven Runciman

Nota previa de Francisco Rico

Reino de Redonda

 



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21 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Trilogía de la culpa

 

Trilogía de la culpa

 

Conocí a Mario Lacruz cuando ya hacía tiempo que era editor de Seix Barral y tenía a sus espaldas una bien ganada fama como escritor que se ha metido a editor y no escribe. Pero no era cierto porque, a su muerte, resulta que tenía en el cajón varias novelas totalmente acabadas, revisadas y listas para la imprenta. Pero inéditas. Cosa que me resulta totalmente enigmático. Es cierto que en las grandes fiestas de Carmen Balcells, al llegar el momento álgido de las mismas era casi ritual que Mario Lacruz remolonease e hiciese como que no quería mientras era empujado hacia el estradillo que ya le tenían preparado con micrófono y todo. Poseía una gran sensibilidad musical (ventajas de tener una madre violinista) y poseía también mucho arte para los boleros. Sin embargo, y aunque su resistencia a cantar era simple coquetería, ésta era de un orden mucho más superficial que su resistencia a permitir que se leyeran sus últimas novelas. Y quizás venga mañana el estudioso y me saque una vez más los colores por mi ignorancia, pero nunca he sabido de un caso igual.

                En su día, es decir, a principios de la década de 1960, de él solo había leído La tarde. Treinta y tantos años más tarde, cuando coincidí con él en algún festejo literario y quise hablarle de aquella novela, caí en la cuenta de que no recordaba absolutamente nada de su contenido, salvo la imagen de un tipo en una casa de San Gervasio que hablaba por señas con una mujer joven tomando el sol en la galería de una casa cercana. También recordaba dos cosas más: que no estaba contada a la manera usual de la época, y que me pareció excelente. Como es lógico, en aquél primer encuentro la conversación se apagó nada más empezar, entre otras cosas porque al querer mostrarle mi aprecio por lo único que conocía de él, hizo un gesto de fastidio y dijo algo así como: "No entiendo qué veis todos en ese relato intrascendente".

                Ahora, no sé cuantísimos años más tarde, y gracias a una operación de marketing editorial, la veo formar parte de una trilogía astutamente titulada "de la culpa". Como si toda escritura no fuese culpable por el mero hecho de serlo. Pero esta es otra cuestión.

                Las otras dos piezas del tríptico, El inocente y El ayudante del verdugo fueron escritas con casi veinte años de diferencia y por temática y estilo no se parecen nada entre sí, ni tampoco guardan apenas relación con La tarde.  Leída ahora, en la distancia, El inocente recuerda mucho al mejor Camus: desde las primeras frases el lector dispone de los datos suficientes para prefigurar  el destino y sabe por tanto que el supuesto asesino es un inocente (incluso lo dice el título) que carece de medios para evitar lo inevitable, como en el mejor Kafka.  Veo que se insiste en presentarla como una precursora del género  negro cuando (y soy consciente del equívoco que puedo crear) en mi opinión es un ejemplo muy convincente de novela existencial.

                Las otras dos, en cambio, son novelas río, no en el sentido de que haya un cauce central al que se van sumando personajes como si fueran arroyos que desaguan en la corriente principal. Más bien recuerdan a un río en su tramo medio: son pausadas, plenas y nos llegan enriquecidas por las aportaciones colaterales, pero se dirigen hacia la desembocadura (que es el morir) sin traumas ni sobresaltos. Por ejemplo en La tarde, allá por la página 200 sigues sin saber bien cuál es el trasunto que de consistencia a una narración fragmentada, sometida a bien medidos saltos en el tiempo y el espacio y con varios conflictos que podrían ser el desencadenante agonístico de los personajes. Sólo al final, cuando el astuto narrador se decide a contar la verdadera historia que condicionó su vida para siempre, el lector caen en la cuenta de que se le ha estado diciendo eso mismo desde el principio, y que de hecho le han estado contando un puzle que de repente, al aparecer la pieza central, cobra todo su sentido y significación. Y aquella lejana impresión primera - lo he dicho antes, me dejó la sensación de que se trataba de una novela excelente - se confirma ahora, tantos años después. Otra curiosidad que entonces se me escapó pero que puede contribuir a oscurecer aún más la personalidad de Mario Lacruz: el relato se acaba en 1935 y  tiene una coda fechada en 1940. De por medio, por lo tanto, hubo una guerra civil que cayó de lleno sobre los personajes y condicionó decisivamente sus vidas, suponiendo que no acabase con la de alguno de ellos. Pero no se dice una sola palabra al respecto. Como si fuese "un tema" menor, o un suceso irrelevante en comparación con aquello  que se acaba de contar.

 

Trilogía de la culpa

Mario Lacruz

Editorial Funambulista



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14 de septiembre de 2009

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Relatos autobiográficos

 

 

Relatos autobiográficos

Hubo una época en que la presencia de Thomas Bernhard en la vida pública era constante, cambiante, casi benéfica, porque la irrupción de una persona inteligente siempre resulta estimulante y por ende  benéfica. Como, de una manera u otra, todo el mundo lo estaba leyendo, o ya lo había leído, o tenía intención de hacerlo y sentía curiosidad y preguntaba, la imagen resultante de tal estado de agitación era enigmática.

                Más o menos todo el mundo coincidía en que era un tipo áspero, implacable consigo mismo y con los demás, y profundamente antipático. Por no decir amargo. Insolidario. Desarraigado. Y además blasfemo, pues no sólo abjuraba de sentimientos que muchos consideran indiscutibles porque constituyen en tanto que persona (por ejemplo de Salzsburgo, su ciudad natal, decía que era una enfermedad contagiosa e incurable) sino que negaba la posibilidad de inocencia incluso en la infancia. Y hasta ahí podíamos llegar. Pero basta releer el último de los presentes relatos autobiográficos, Un niño, para recordar que para Bernhard ni los niños están libres de culpa, por lo que tampoco hay posibilidad de salvación. Ni ellos ni nadie.

                Hasta aquí las quejas y reproches de sus lectores. Luego venían los elogios, casi siempre desmesurados. Hubo incluso algún escritor de postín que además de no tener  inconveniente en imitarle en sus tics de escritura tampoco lo tenía en reconocerlo públicamente, como si decirse lector y alumno aprovechado fuese su particular forma de homenaje al entonces recién fallecido escritor austriaco.

                Ahora, veinte años después de su muerte, Anagrama reúne en un solo volumen los cinco relatos autobiográficos que ya publicó en su día: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. Me apresuro a comunicar que, tras su lectura, no tengo ningún comunicado urgente que transmitir, ni una revelación escandalosa. Quizá, a lo más, una pequeña reflexión, que es esta: no es posible erigirse en conciencia moral sin sentir una profunda empatía por la vida y los seres que la habitan. Y Bernhard carece de ese sentimiento hasta límites asfixiantes. Analizando una por una las brutalidades que van brotando de su pluma es difícil acusarle de exagerado, mendaz o ventajista. Al revés. Uno más bien tiende a sentirse solidario con él. Al fin y al cabo, si la guerra (encima al estilo nazi) ha pulverizado tu infancia  y con ella el mundo que conociste al llegar; y si luego has ido a caer en las garras de unos educadores nacional católicos (en cierto modo muy similares a los nuestros, que el cielo confunda); y después te descubren una enfermedad pulmonar no mortal pero sí incurable, o sea, de por vida; y si a ello vas sumando lo demás,  tampoco es como para echarse las manos a la cabeza si a la hora de contar todo eso te sale un tono desabrido y nada risueño.

                Sin embargo, curiosamente, la concatenación de verdades que cuenta, el discurso considerado como un hecho literario, no da cuenta del mundo. Página a página la verdad que cuenta es incontrovertible: las cosas fueron así y así las transmite. Pero al cabo de 489 páginas, el mundo resultante es parcial, casuístico, irrepetible. Y por lo mismo, cuestionable.

                Entiendo la crítica a esta última afirmación: eso es lo que el abrumado lector quisiera creer porque preferiría que las cosas no fuesen así  en realidad. Pero con el diván hemos topado, y esa vía es tan estéril como tranquilizar la propia conciencia diciendo que, al asumir la desgracia infinita de la condición humana, Bernhard se hubiese puesto al abrigo del dolor (una especie de vacuna) que le permitió hablar continuamente del dolor sin que le doliese, de la misma forma que habla continuamente del suicidio sin que (al menos que se sepa) llegase a suicidarse nunca.

                O sea que volviendo a la literatura: aquí se habla de un libro de ficción que encima lleva incorporada una connotación autobiográfica: falsa autobiografía, dicen sus críticos, pues se ha demostrado que todo lo que en él se dice está manipulado. Faltaría más. Pero volvamos al motivo de la reflexión inicial: aceptando que ejerció una influencia decisiva en vida, ahora que lleva veinte años muerto ¿Bernhard ha quedado reducido a un fenómeno aislado en el pasado o continúa siendo una referencia para la generación actual?

                Todo hace pensar que no, que ya no es una referencia. Lo cual es una desgracia. Primero porque continúa siendo un escritor soberbio y con una poderosa capacidad de fabulación, como lo prueba el hecho de que cuenta cuentos (hemos quedado en que no hay autobiografía, que todo es ficción, ¿no?) capaces de acongojar al lector e igual que acongojas a un niño contándole un cuento de terror.  Y segundo porque todavía tiene mucho que enseñar, incluso desde sus errores. Pero que conste que leerlo sigue siendo un ejercicio de estilo durísimo.

 

 

 

Relatos autobiográficos

El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño

Thomas Berhard

Anagrama



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7 de septiembre de 2009
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