
Eder. Óleo de Irene Gracia
Javier Fernández de Castro
Relatos autobiográficos
Hubo una época en que la presencia de Thomas Bernhard en la vida pública era constante, cambiante, casi benéfica, porque la irrupción de una persona inteligente siempre resulta estimulante y por ende benéfica. Como, de una manera u otra, todo el mundo lo estaba leyendo, o ya lo había leído, o tenía intención de hacerlo y sentía curiosidad y preguntaba, la imagen resultante de tal estado de agitación era enigmática.
Más o menos todo el mundo coincidía en que era un tipo áspero, implacable consigo mismo y con los demás, y profundamente antipático. Por no decir amargo. Insolidario. Desarraigado. Y además blasfemo, pues no sólo abjuraba de sentimientos que muchos consideran indiscutibles porque constituyen en tanto que persona (por ejemplo de Salzsburgo, su ciudad natal, decía que era una enfermedad contagiosa e incurable) sino que negaba la posibilidad de inocencia incluso en la infancia. Y hasta ahí podíamos llegar. Pero basta releer el último de los presentes relatos autobiográficos, Un niño, para recordar que para Bernhard ni los niños están libres de culpa, por lo que tampoco hay posibilidad de salvación. Ni ellos ni nadie.
Hasta aquí las quejas y reproches de sus lectores. Luego venían los elogios, casi siempre desmesurados. Hubo incluso algún escritor de postín que además de no tener inconveniente en imitarle en sus tics de escritura tampoco lo tenía en reconocerlo públicamente, como si decirse lector y alumno aprovechado fuese su particular forma de homenaje al entonces recién fallecido escritor austriaco.
Ahora, veinte años después de su muerte, Anagrama reúne en un solo volumen los cinco relatos autobiográficos que ya publicó en su día: El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. Me apresuro a comunicar que, tras su lectura, no tengo ningún comunicado urgente que transmitir, ni una revelación escandalosa. Quizá, a lo más, una pequeña reflexión, que es esta: no es posible erigirse en conciencia moral sin sentir una profunda empatía por la vida y los seres que la habitan. Y Bernhard carece de ese sentimiento hasta límites asfixiantes. Analizando una por una las brutalidades que van brotando de su pluma es difícil acusarle de exagerado, mendaz o ventajista. Al revés. Uno más bien tiende a sentirse solidario con él. Al fin y al cabo, si la guerra (encima al estilo nazi) ha pulverizado tu infancia y con ella el mundo que conociste al llegar; y si luego has ido a caer en las garras de unos educadores nacional católicos (en cierto modo muy similares a los nuestros, que el cielo confunda); y después te descubren una enfermedad pulmonar no mortal pero sí incurable, o sea, de por vida; y si a ello vas sumando lo demás, tampoco es como para echarse las manos a la cabeza si a la hora de contar todo eso te sale un tono desabrido y nada risueño.
Sin embargo, curiosamente, la concatenación de verdades que cuenta, el discurso considerado como un hecho literario, no da cuenta del mundo. Página a página la verdad que cuenta es incontrovertible: las cosas fueron así y así las transmite. Pero al cabo de 489 páginas, el mundo resultante es parcial, casuístico, irrepetible. Y por lo mismo, cuestionable.
Entiendo la crítica a esta última afirmación: eso es lo que el abrumado lector quisiera creer porque preferiría que las cosas no fuesen así en realidad. Pero con el diván hemos topado, y esa vía es tan estéril como tranquilizar la propia conciencia diciendo que, al asumir la desgracia infinita de la condición humana, Bernhard se hubiese puesto al abrigo del dolor (una especie de vacuna) que le permitió hablar continuamente del dolor sin que le doliese, de la misma forma que habla continuamente del suicidio sin que (al menos que se sepa) llegase a suicidarse nunca.
O sea que volviendo a la literatura: aquí se habla de un libro de ficción que encima lleva incorporada una connotación autobiográfica: falsa autobiografía, dicen sus críticos, pues se ha demostrado que todo lo que en él se dice está manipulado. Faltaría más. Pero volvamos al motivo de la reflexión inicial: aceptando que ejerció una influencia decisiva en vida, ahora que lleva veinte años muerto ¿Bernhard ha quedado reducido a un fenómeno aislado en el pasado o continúa siendo una referencia para la generación actual?
Todo hace pensar que no, que ya no es una referencia. Lo cual es una desgracia. Primero porque continúa siendo un escritor soberbio y con una poderosa capacidad de fabulación, como lo prueba el hecho de que cuenta cuentos (hemos quedado en que no hay autobiografía, que todo es ficción, ¿no?) capaces de acongojar al lector e igual que acongojas a un niño contándole un cuento de terror. Y segundo porque todavía tiene mucho que enseñar, incluso desde sus errores. Pero que conste que leerlo sigue siendo un ejercicio de estilo durísimo.
Relatos autobiográficos
El origen, El sótano, El aliento, El frío, Un niño
Thomas Berhard
Anagrama