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Trilogía de la culpa

Por 14 de septiembre de 2009 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

 

Trilogía de la culpa

 

Conocí a Mario Lacruz cuando ya hacía tiempo que era editor de Seix Barral y tenía a sus espaldas una bien ganada fama como escritor que se ha metido a editor y no escribe. Pero no era cierto porque, a su muerte, resulta que tenía en el cajón varias novelas totalmente acabadas, revisadas y listas para la imprenta. Pero inéditas. Cosa que me resulta totalmente enigmático. Es cierto que en las grandes fiestas de Carmen Balcells, al llegar el momento álgido de las mismas era casi ritual que Mario Lacruz remolonease e hiciese como que no quería mientras era empujado hacia el estradillo que ya le tenían preparado con micrófono y todo. Poseía una gran sensibilidad musical (ventajas de tener una madre violinista) y poseía también mucho arte para los boleros. Sin embargo, y aunque su resistencia a cantar era simple coquetería, ésta era de un orden mucho más superficial que su resistencia a permitir que se leyeran sus últimas novelas. Y quizás venga mañana el estudioso y me saque una vez más los colores por mi ignorancia, pero nunca he sabido de un caso igual.

                En su día, es decir, a principios de la década de 1960, de él solo había leído La tarde. Treinta y tantos años más tarde, cuando coincidí con él en algún festejo literario y quise hablarle de aquella novela, caí en la cuenta de que no recordaba absolutamente nada de su contenido, salvo la imagen de un tipo en una casa de San Gervasio que hablaba por señas con una mujer joven tomando el sol en la galería de una casa cercana. También recordaba dos cosas más: que no estaba contada a la manera usual de la época, y que me pareció excelente. Como es lógico, en aquél primer encuentro la conversación se apagó nada más empezar, entre otras cosas porque al querer mostrarle mi aprecio por lo único que conocía de él, hizo un gesto de fastidio y dijo algo así como: "No entiendo qué veis todos en ese relato intrascendente".

                Ahora, no sé cuantísimos años más tarde, y gracias a una operación de marketing editorial, la veo formar parte de una trilogía astutamente titulada "de la culpa". Como si toda escritura no fuese culpable por el mero hecho de serlo. Pero esta es otra cuestión.

                Las otras dos piezas del tríptico, El inocente y El ayudante del verdugo fueron escritas con casi veinte años de diferencia y por temática y estilo no se parecen nada entre sí, ni tampoco guardan apenas relación con La tarde.  Leída ahora, en la distancia, El inocente recuerda mucho al mejor Camus: desde las primeras frases el lector dispone de los datos suficientes para prefigurar  el destino y sabe por tanto que el supuesto asesino es un inocente (incluso lo dice el título) que carece de medios para evitar lo inevitable, como en el mejor Kafka.  Veo que se insiste en presentarla como una precursora del género  negro cuando (y soy consciente del equívoco que puedo crear) en mi opinión es un ejemplo muy convincente de novela existencial.

                Las otras dos, en cambio, son novelas río, no en el sentido de que haya un cauce central al que se van sumando personajes como si fueran arroyos que desaguan en la corriente principal. Más bien recuerdan a un río en su tramo medio: son pausadas, plenas y nos llegan enriquecidas por las aportaciones colaterales, pero se dirigen hacia la desembocadura (que es el morir) sin traumas ni sobresaltos. Por ejemplo en La tarde, allá por la página 200 sigues sin saber bien cuál es el trasunto que de consistencia a una narración fragmentada, sometida a bien medidos saltos en el tiempo y el espacio y con varios conflictos que podrían ser el desencadenante agonístico de los personajes. Sólo al final, cuando el astuto narrador se decide a contar la verdadera historia que condicionó su vida para siempre, el lector caen en la cuenta de que se le ha estado diciendo eso mismo desde el principio, y que de hecho le han estado contando un puzle que de repente, al aparecer la pieza central, cobra todo su sentido y significación. Y aquella lejana impresión primera – lo he dicho antes, me dejó la sensación de que se trataba de una novela excelente – se confirma ahora, tantos años después. Otra curiosidad que entonces se me escapó pero que puede contribuir a oscurecer aún más la personalidad de Mario Lacruz: el relato se acaba en 1935 y  tiene una coda fechada en 1940. De por medio, por lo tanto, hubo una guerra civil que cayó de lleno sobre los personajes y condicionó decisivamente sus vidas, suponiendo que no acabase con la de alguno de ellos. Pero no se dice una sola palabra al respecto. Como si fuese "un tema" menor, o un suceso irrelevante en comparación con aquello  que se acaba de contar.

 

Trilogía de la culpa

Mario Lacruz

Editorial Funambulista

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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