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Escrito por

Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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A sangre y fuego

Si fuera costumbre poner a la puerta de las librerías un Cuaderno de Recomendaciones casi seguro que una de sus primeras entradas diría: “Compre a ciegas cualquier libro de Manuel Chaves Nogales que caiga en sus manos porque todos ellos son excelentes”.

Después de muchos años de olvido, y tras un notorio esfuerzo por recuperar la figura y la obra del  excelente periodista sevillano, ahora coinciden en las librerías dos obras suyas de primera línea, aunque no sean de las más conocidas. Una de ellas es La defensa de Madrid, centrada en la figura del general Miaja, el hombre que tuvo a su cargo la defensa de la capital y que al final fue abandonado a su suerte por el gobierno de la República. Junto  con el viejo, melancólico y desengañado general, el protagonista del relato es el pueblo de Madrid, tanto en su faceta de combatiente sin apenas medios como en su calidad de población civil que vive en sus carnes el progresivo ensañamiento de la aviación y la artillería rebeldes contra objetivos no militares en un intento despiadado por  minar la moral de los combatientes. El libro es estremecedor porque, más allá de la retórica militar, el acento recae en el sufrimiento de unos hombres y mujeres sometidos al doble terror de los extremismos, ya fueran fascistas (desde el exterior) o revolucionarios (en el interior). Era la llamada Tercera España, desgarrada por sus extremos y a merced del odio y el afán de revancha de unos y otros. Y en medio un hombre, una sola voz clamando cordura, defensor de la libertad, aferrado desesperadamente al faro de la razón .

La objetividad en el punto de vista narrativo es la aportación más notoria  de Chaves a la cada vez más copiosa bibliografía sobre la Guerra Civil española. En la segunda de sus obras que actualmente se encuentra en las librerías, A sangre y fuego, el lector nunca sabe qué va a encontrar en cualquiera de los nueve relatos que componen en volumen: ejemplos de la eufemísticamente  llamada “justicia revolucionaria”; la guerra de exterminio llevada a cabo por una tropa de señoritos caballistas sevillanos; la violenta irrupción de fanáticos, desertores y saqueadores que se dicen a si mismos luchadores por el pueblo o estremecedores ejemplos de ferocidad y heroísmo en uno y otro bando. Al fin y al cabo quienes luchaban a uno y otro lado de las trincheras eran un solo y mismo pueblo al que Chaves Nogales se esfuerza por defender. .

Pero junto a la objetividad o ecuanimidad en el punto de vista narrativo, lo verdaderamente significativo en el quehacer de Chaves Nogales es su condición de escritor de una calidad extraordinaria. Y pongo varios ejemplos: en una estación de ferrocarril castellana ocupada por los  militares rebeldes se espera la llegada de un tren de dinamiteros asturianos. Pero en su lugar llega un simple tren de pasajeros cuyo maquinista es detenido y obligado a saludar “como Dios manda”. Y al pobre hombre no se le ocurre mejor cosa que dar un “Viva la República” que, obviamente, le cuesta la vida allí mismo. O esa pobre muchacha que baila desnuda en un escenario  cuando interrumpe el espectáculo la llegada de un grupo de forajidos armados hasta los diente: “los músicos de la orquestilla se callaron a destiempo, y la muchachita  desnuda que estaba en el escenario se quedó más desnuda y encogida cuando le faltó incluso el son de la música con que únicamente se arropaba”. Un  último ejemplo podría ser la descripción de Bigornia, un hombre gigantesco  “herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese  sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y el aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, un hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero”. O las dos  frases que cierran el libro:

“Daniel  [un obrero sin más ideología que la del trabajo con el comprar pan para sus hijos], convertido en miliciano de la revolución, luchó como los buenos.

Y murió heroicamente luchando por una causa que no era la suya. Su causa, la de la libertad, no había en España quien la defendiese”.

                Chaves Nogales sabía bien de qué hablaba porque cuando en 1937 se vio obligado a exilarse, era buscado por fascistas y revolucionarios aunados en su deseo de fusilarlo porque la libertad, como bien decía él mismo, no había quien la defendiera.

 

 

A  sangre y fuego

Héroes, bestias y mártires de España

Manuel Chaves Nogales

Libros del Asteroide

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12 de diciembre de 2011
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El viaje de Mastorna

En 1965 tuvo lugar un sincero pero fallido intento de colaboración entre Dino Buzzati y Federico Fellini.  Pese a la fama universal que le había valido su novela El desierto de los tártaros (1940), el primero continuaba siendo un hombre huraño y extrañamente reacio a ser considerado un escritor. “Sólo cuento historias”, solía decir. Una de ellas, El extraño viaje de Domenico Nolo, era la que había atraído la atención de Fellini y la causa del fallido intento de colaboración.

 

Pero se trataba de un proyecto maldito y desde el primer momento dio lugar a situaciones imposibles. Aunque visualmente los universos de Buzzati y Fellini sean opuestos, hay una extraña lógica en el planteamiento vital de ambos: para los dos, el mundo es un extravagante lugar regido por una misteriosa ley universal que puedes cuestionar e investigar, y que permite incluso intuir sus mecanismos, pero da lo mismo porque la suerte está echada y el desenlace final se escapa a todo intento de  control”. Sin embargo, y pese a la coincidencia de fondo, la concreción de las peripecias de Domenico Nolo, al que Fellini le cambió el nombre por el de Guido Mastorna, se revelaron imposibles de compaginar y el novelista se retiró.

También hubo una extraña interrupción de la colaboración con Tullio Pinelli, el compinche con el que Fellini había urdido todas sus películas, desde ”I Vitelloni" (1953) hasta “Giulietta de los espíritus”, de ese mismo año 1965. Por alguna razón no bien explicada, tan fructífera colaboración se interrumpió para siempre. Fellini mientras tanto estaba tan  lanzado con el proyecto que embarcó a Dino de Laurentis para que construyese todos los escenarios donde tendrían lugar las diferentes secuencias de la película para la que llegó a estar  contratado Marcelo Mastroianni. Para dar una idea de a qué nivel iban los dos, en algún estudio de Cinecittá ha persistido una piscina repleta de aviones hundidos, uno de los cuales lleva el nombre de “Mastorna”.

Por eso, cuando por alguna otra razón tampoco bien explicada (la leyenda más repetida asegura que una vidente vaticinó a Fellini que moriría si pretendía realizar la película) el cineasta se negó a culminar el proyecto De Laurentis se lo tomó muy a mal y a resultas del juicio subsiguiente Fellini vio embargados todos sus bienes. Años más tarde el dibujante Milo Manara hizo una versión en cómic que está muy bien en sí misma y tuvo mucho éxito, pero que apenas si tiene nada que ver con la idea original porque las muy eróticas y estilizadas figuras femeninas del dibujante son lo más opuesto que se puede imaginar a esas mujeres desbordantes de carnes y deseos que tanto gustaban a Fellini.

Ahora Backlist reedita el guión de esa película maldita, ligeramente reelaborado para que se pueda leer como una novela. Y es “un fellini” en estado puro. Una vorágine de procesiones de  obispos encabezadas por el papa, saltimbanquis, forzudos, mujeronas inmensas y demás personajes habituales encadenando escenas en las que todo lo que se dice en ellas es de inmediato negado por la “realidad “ posterior. “Volábamos sobre los Alpes”, dice uno de los pasajeros del avión de la secuencia inicial. “Pero hemos aterrizado ante la catedral de Colonia”, dice otro. “¿No íbamos a Florencia?”, remata un tercero. La vida, la muerte, el deseo, el sueño y la obsesión por el destino se entrecruzan en un lenguaje cinematográfico que recuerda mucho a lo que Fellini hizo después en “8 y medio”.  Y el texto está  entreverado de frases en las que resuena una extraña sinceridad: “La verdad es una aprehensión directa: no se llega a ella subiendo por una escalera de conceptos mentales”, dice uno de los muchos alter egos del narrador. El mismo que poco antes, hablando de su ex mujer, ha dicho  con irreverente respeto:  “ Una mujer excelente, pobrecilla, sigue dando clases de Historia de las  Religiones, pero en la cama, me cago en la leche, era como el Mesías, nunca llegaba”.

Que, después de tantas pistas falsas  y situaciones imposibles (por ejemplo el avión en el que escapa, atado con alambres y conducido por una niñita china) el bueno de Guido Manara culmine su destino y termine donde debía y haciendo lo que se disponía a hacer es uno más de los muchos guiños con los que Fellini, un maestro de las situaciones desesperadas, dirige al lector para tranquilizarlo. No es más que un cuento, parece decir el bueno de Federico.

 

El viaje de Mastorna

Federico Fellini

Backlist

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5 de diciembre de 2011
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Sueño con mujeres que ni fu ni fa

En principio hay al menos dos formas de aproximarse a esta novela, la primera de Samuel Beckett y que después de cosechar varios rechazos editoriales el autor decidió guardar en un cajón y sólo se publicó tres años después de su muerte. Curiosamente, Dream of Fair to Middling Women, hace ahora su primera aparición en castellano bajo el título de Sueño con mujeres que ni fu ni fa en traducción firmada por José Francisco Fernández y Miguel Martínez-Lage, dos héroes que han llevado a cabo una verdadera obra de creación porque no es un texto que se pueda verter automáticamente de un idioma a otro. Y no hay más que ver la transformación sufrida por el título para imaginar lo que habrá sido traducir todo lo demás.

 

De las dos vías de aproximación a las que antes aludía una, la más sencilla, consistiría en abrir el libro por la primera página y llegar a la última, sin más. Otra posibilidad, que por utilizar una palabra muy en boga podría calificarse de interactiva, exigiría una buena  investigación previa y unas cuantas lecturas de cultura general o incluso relecturas de textos primordiales de Beckett, fundamentalmente novelas como Mercier y Camier o More Pricks than Kicks, y también hojear con cierto detenimiento a James Joyce, más que nada para refrescar el sonido de ambos en sus mejores momentos. En cualquier caso no se pierde nada y serán unas relecturas muy parecidas a un premio.

Sueño con mujeres es un texto lleno de trucos, trampas y guiños. Estamos de acuerdo en que nada de eso (lo que podría llamarse metaliteratura) hace mejor o peor un texto literario, pues éste no debe rendir cuentas a nadie y sólo se justifica ante sí mismo. Pero estar un poco en el ajo, ponerse en situación de interactuar, hace mucho más entretenida la lectura.

Beckett escribió esta su primera novela cuando contaba veintiséis años y salía de una relación tan intensa con Joyce que no sólo se sumergió literalmente en la obra de éste (llegó  a traducir al francés  una parte sustancial del Finnegans Wake)  sino que a punto estuvo de quedar emparentado con él de por vida porque Lucía (la hija de Joyce y que en Sueño con mujeres… aparece  como la Syra-Cusa) se enamoró locamente del joven discípulo de su padre. Al cabo de innumerables discusiones (o lo que fueran porque ninguno de los dos podía ser acusado de ser un tipo hiperactivo y parece ser que se tiraban tardes enteras derrumbados en sendos sillones, con las piernas estiradas y  bebiendo whisky en medio de largos silencios meditativos) de tanto despotricar contra la novela tradicional ambos se dispusieron a terminar con ella.

Como se podrá comprobar leyendo Sueño con mujeres… aunque en principio el discípulo se muestra  totalmente influido por el maestro y lo imita sin piedad (a ratos parece que estenos leyendo fragmentos directamente sacados de Joyce, con esbozos de  continuous stream, recurso a palabras y frases en varios idiomas, invención de palabras como úterotumba y todo el resto de la parafernalia joyceana) bien mirado el experimentalismo de Beckett, o su deseo de acabar con la novela tradicional, es mucho más radical incluso que el de Joyce. Para entendernos, éste puede crear un espacio físico reconocible (Dublin) en el que las palabras prolonguen sus significantes como si fuesen un diapasón, o bien puede crear un texto opaco (Finnegans Wake) sin más orden de referencia que sí mismo. Beckett por su parte va más lejos porque, aun tomando algunas de las técnicas del maestro, está haciendo una mezcla de los dos, pero negándose a si mismo sin cesar y sin permitirse el menos atisbo de salvación y esperanza. Lo cual es más curioso si se tiene en cuenta que se trata de una novela tan autobiográfica que los estudiosos han logrado identificar a todos los personajes y muchas de las situaciones que de forma tan distanciada y desengañada se cuentan en la novela. Toda ella trufada de intervenciones del narrador deliberadamente anticlimáticas: “no crea el lector…”, “qué bien me han quedados estos puntos suspensivos…”, “ya me gustaría ahora poder decir…”.

Si escribir tiene algo de darse de cabezadas contra la pared, elegir la pared equivocada es el colmo. Y eso es lo que pasa aquí. Aparentemente, el Beckett de Mercier y Camier o Godot no tiene nada que ver con este Beckett lleno de trucos y acertijos, multilingüe y reivindicativo. Pero el pobre Belacqua, su alter ego, aparentemente crucificado por su atracción adolescente por  unas mujeres que ni fu ni fa, está menos perdido de lo que parece. Y por ejemplo cuando dice “la experiencia del lector tendrá lugar en los intervalos, no en el término de los enunciados” no es difícil reconocer al hombre que un día escribirá Fin de partida. Y cuando, al cabo de una noche de sudores y amores pegajosos,  el pobre Belacqua busca distanciarse y apoya la mejilla en un cristal. “…los resuellos y murmullos seguían oyéndose a su espalda. Era como el goteo de una úlcera purulenta en un cubo vacío”, no cabe la menor duda de que estamos ante el Beckett más feroz e irremisiblemente desengañado y, por ende, condenado al silencio. Hasta él mismo debía de ser consciente de que no se puede hablar así del amor.

 

Sueño con  mujeres que ni fu ni fa

Samuel Beckett

Tusquets

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26 de noviembre de 2011
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Años de prosperidad

Desde el primer momento se vio que la vía elegida por la República Popular China para pasar de una economía estatalizada a una de mercado tutelada por un partido rígidamente jerarquizado no iba a ser fácil. Entresacando del Libro rojo de Mao Zedong una frase que viene al pelo para explicar lo que está ocurriendo en aquel gigante asiático, "hacer una Revolución no es como como tejer un tapete a ganchillo". Con la peculiar expresividad china, el viejo líder estaba excusando medidas como la Revolución Cultural que él mismo no iba a tardar en poner en marcha y que tantísimas vidas y quebrantos económicos causaría.

Hoy en día, las noticias sobre las transgresiones de los derechos humanos en China son continuas, aparte de que esporádicamente se producen episodios de tanta violencia que saltan a las primeras páginas de todos los medios de comunicación mundiales, ya sea la brutal represión militar en el  Tibet, sucesos tan sangrientos como los de la plaza de Tian´anmen, o la desproporcionada actuación policiaca contra la secta religiosa Falung Gong. Pero faltan testimonios de primera mano acerca de cómo es la vida cotidiana en China, cómo se vive bajo un régimen tan arbitrario  como el actual y cómo son las relaciones humanas entre personas sometidas a una superestructura capaz de controlar (además férreamente) a 1.300 millones de habitantes.

Años de prosperidad, sea dicho de forma directa y sin rodeos, no es una buena novela. La trama argumental es floja, la técnica narrativa resulta antediluviana y el leit motiv recurrente - un mes misteriosamente perdido en la memoria colectiva de la nación - resulta un poco pobre como metáfora para encubrir una metáfora aún más peregrina: la felicidad general que aqueja actualmente al pueblo chino desde que se ha convertido en la primera potencia económica mundial  podría ser debida a las dosis masivas de éxtasis que las autoridades vierten en el agua potable para tener contenta a la población. Ya digo que es una metáfora (pobre)  y que el verdadero éxtasis suministrado al pueblo son los objetos de consumo que hoy en día adormecen otras aspiraciones más nobles del ser humano y que residen en su vertiente espiritual.

Pero si literariamente no es ningún hallazgo, como documento Años de prosperidad es fascinante. Media docena escasa de personajes se encuentran y desencuentran en ese océano aparentemente infinito que es Pekín, pero que resulta ser una simple gota de agua  cuando dichos personajes empiezan a moverse a todo lo ancho y largo de China. La anécdota es mínima pero apenas se necesita nada más para atraer la atención del lector. Con sólo contar de qué viven los personajes, qué hacen para evadirse de la vigilancia mutua, dónde comen (Kentuchy Fried Chicken y McDonalds) o toman café (por lo general en Starbucks), en qué viajan (Jeep Cherokee), cuál es su móvil (un K-Touch que no tiene nada que envidar a los mejores productos de Apple) o cómo visten y qué beben (siempre ropas y productos de marcas que el autor no olvida nunca mencionar) ya resulta muy chocante porque todo ello convive con unos modos de vida perfectamente tradicionales. Sin embargo, lo que de verdad llama la atención (y aterra) es el funcionamiento del país liderado por un partido único y tutelador de todo cuanto sucede. Como herencia directa de la estructura creada por Mao, las directrices bajan desde  lo alto en forma de consignas con títulos tan reconocibles como Campaña Contra la Polución Espiritual (que vete a saber contra quién irá dirigida) o el Movimiento contra los Cuatro Males (corrupción, despilfarro, evasión de impuestos y estafa en contratos públicos). Atraer la mirada de los vigilantes de la moral pública, encuadrados en organizaciones que llevan nombres como Movimiento Patrio de los Tres Seres, implica que un alto funcionario acusado de alguno de los cuatro males puede ser bajado del coche de gama alta proporcionado por el partido  y ser llevado  al paredón tras un juicio sumarísimo en el que la condena a muerte es un mérito  para el tribunal. En la novela se dan dos o tres ejemplos del funcionamiento de dichos tribunales y de pronto caes en la cuenta de que la supuesta transgresión de los derechos humanos en China es un eufemismo que oculta una realidad aterradora. En uno de los juicios, y ante la negativa de una fiscal a dictar pena de muerte contra el acusado, el juez principal se queja de que en otros tribunales del distrito se están dictando treinta y cuarenta sentencias a muerte diarias. Añádase a ello el espionaje de todos contra todos, las delaciones anónimas o - lo más curioso de todo - el juego del ratón y el gato que es Internet, con una policía omnipresente y unos internautas que denuncian transgresiones y corruptelas pero a costa de cambiar de dirección casi todos los días para no ser localizados. El infierno y el paraíso juntos. Lo mejor del lujo occidental cocinado con los métodos más refinados de una tiranía ancestral. Y, en efecto, gerenciar la vida cotidiana de más de mil millones de personas no es como tejer un mantelito a ganchillo.

Años de prosperidad

Chan Koonchung

Destino

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21 de noviembre de 2011
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Socotra, la isla de los genios

La isla de Socotra tiene un tamaño aproximado al del Mallorca y se encuentra a unos 250 kilómetros del extremo  oriental  de Somalia,  justo a la salida del Golfo de Adén. Jordi Esteva, el autor del libro, es un apasionado de la cultura oral. Le fascina el resonar antiguo de las historias que se cuentan en los campamentos nómadas al amor del fuego o en las tabernas de los puertos de resonancias míticas esparcidos por esa franja del mundo árabe y el continente africano  que él conoce muy bien. Incluso cuenta su técnica para ganarse la confianza de un posible narrador que se muestre renuente a relatar sus historias más íntimas en presencia de un extranjero: empieza declarándose firmemente convencido de la veracidad de las historias que otros viajeros han contado de ese lugar, en este caso la misteriosa isla de Socotra. Su experiencia le dice que no debe dar síntomas de vacilación ni siquiera  cuando la leyenda es tan altamente improbable cono la del ave Rock, un habitante de la isla de un tamaño tan descomunal que se valía de  elefantes y rinocerontes como presas con las que alimentar a unas cría que le aguardaban  en un nido que nadie había tenido oportunidad de ver porque lo construía en lo alto de unas montañas descomunales siempre cubiertas de nubes.

Tranquilizado por la actitud crédula del interlocutor, el lugareño interpelado ya no se resiste a la tentación de rememorar aquellas historias que a él le contaban sus abuelos, a los cuales se las habían contado a su vez sus propios abuelos siguiendo una escala ascendente que puede enlazar con las tradiciones recogidas por ignotos memorialistas egipcios, griegos y árabes anteriores a Mahoma, ello suponiendo que no hayan sido recogidas en tradiciones tan sólidas como las de Marco Polo y Simbad el Marino, o firmadas por testigos tan libres de sospecha como Plinio el Viejo y Heródoto.  El buen recopilador, y Jordi Eteva demuestra serlo, va recogiendo indicios  de fuentes orales y escritas muy diversas pero que coinciden en señalar a una isla fabulosa protegida por vientos desencadenados y oculta tras una barrera de nubes tan espesa que los barcos empujados hacia sus costas descubrían la presencia de acantilados cuando ya era demasiado tarde para evitar la catástrofe.

Sus habitantes, los socotríes, hablan una lengua que parece estar directamente emparentada con la que se hablaba en el Reino de Saba y que ha logrado sobrevivir en los valles más remotos y en las cumbres de las montañas pese al progresivo avance de la lengua árabe que impone la república  yemení  desde la capital,  Sana.

Pese a que posee una prodigiosa capacidad de ensoñación y un oído muy fino para la fabulación, Esteva ofrece como de pasada una explicación bastante plausible al hecho casi inverosímil de que una isla dotada de grandes riquezas (“los árboles de incienso y mirra producían ambas sustancias en tal cantidad que bastaba para satisfacer las necesidades de todo el mundo conocido”, según una fuente egipcia de la época) no hubiese sido conquistada y esquilmada por las sucesivas potencias  que dominaron el mundo entonces conocido. Porque además del incienso y la mirra, que eran muy utilizados en Egipto para los embalsamamientos pero también durante las ceremonias y rituales religiosos en el resto del mundo, Socotra poseía el  áloe socotrino, que tenía la virtud de curar las heridas de arma blanca;  el llamado árbol del dragón, poseedor de una savia rojo sangre que servía para la decoración y el tinte, así como una gran cantidad de especies vegetales que los naturales habían aprendido a utilizar por su propiedades médicas y que les conferían a ellos fama de magos y nigromantes. Todo hace pensar que fueron los propios marinos y mercaderes que visitaron la isla en la antigüedad para surtirse de sus productos más valiosos los primeros interesados en propalar noticias falsas acerca de los peligros que entrañaban sus costas y de la posible amenaza que implicaban las artes ocultas de sus habitantes. Unas noticias que, a la postre, han preservado la isla de su destrucción por la modernidad.

Una de las virtudes más de agradecer  en este libro es su sencillez. Que un autor tenga inclinación a la fabulación y gusto por la tradición no le convierte necesariamente en un charlatán, ni en un vendedor de falsedades. El libro es de lectura fácil y amena y la trama de una sencillez muy difícil de mantener de principio a fin. Jordi Esteva cuenta lo que ve y lo que le cuentan, y si hace falta recurre a la tradición, siempre en nombre del gusto por una historia bien contada.

 

Socotra, la isla de los genios

Jordi Esteva

Atalanta       

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7 de noviembre de 2011
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Un paseo por el lado salvaje

En cierto modo Un  paseo por el lado salvaje es como una novela picaresca (a lo siglo XX) entreverada de un sibilino humor rabelesiano. “No conozco mucho a las mujeres”, dice Dove Linkhorn tras salir trasquilado de uno de los burdeles de ínfima categoría que él frecuenta, “pero si Dios ha hecho algo mejor que ellas yo no lo conozco”. O también:”A veces creo que si no hubiese nacido tendría más dinero que ahora”.

El lado salvajes es el que le ha tocado vivir a Dove Linkhorn, miembro de eso que ahora se llama una familia desestructurada, sin madre a la vista, con un padre enloquecido por la religión y un hermano que las horas del día que no las pasa borracho es porque  anda hasta los topes de maría. Entre predica y prédica, al padre Linkhorn se le ha olvidado mandar a su hijo a la escuela, por lo que cuando éste se harta de la vida en familia y decide vivir su propia vida tiene que ser una medio prostituta mejicana quien le enseñe unos rudimentos de lectura que serán su único medio de defensa cuando, una vez puesto en la calle por su peculiar protectora, deba enfrentarse a la turba de desheredados que pulula por los trenes de mercancías yendo de población en población en un peregrinaje sin final porque las poblaciones los arrojan a un camino que lleva a otra población donde también serán expulsados o encarcelados o ambas cosas. Putas, timadores, drogadictos, tahúres, chulos y descuideros se mezclan con vendedores puerta a puerta, lavaplatos y cocineros de chigres, todos ellos de ínfima categoría, y en los que la supervivencia, el llegar vivo al día siguiente, es la única ley respetada.

Es de resaltar que no hay la menor intención moralista en la narración de Algren.  Así son las cosas y así las cuenta, entre otras razones porque muchas de ellas proceden de su experiencia personal. Y se nota. No hay piedad ni compasión para los marginados y perdedores.  Ni en la vida ni en la literatura de Algren. Los personajes aparecen y desaparecen sin dejar el menor rastro de nostalgia ni deseos de volver a verlos. Bueno. No del todo porque, al cabo de tantas peripecias, Dove Linkhorn decide volver al origen aunque no a la casa del padre sino al mugriento local regentado por aquella medio prostituta que le medio enseñó a leer.

El caso de Algren es notable porque, mitad por destino y mitad por elección personal, vivió una trayectoria que empezó en el mismo medio en el que se desenvuelven sus personajes (cuando estaba trabajando en una remota gasolinera de Texas se le ocurrió que quería ser escritor pero no se le ocurrió mejor cosa que empezar su nueva vida robando una máquina del escribir, hecho que le costó unos meses de cárcel aunque también le aportó un montón de experiencias que luego usaría en sus escritos). Y terminó (su trayectoria) la víspera de que fuera a ser admitido en la Academia, momento en que cayó fulminado por un ataque al corazón atribuible a sus viejos excesos por la bebida. Además de beberse y jugarse a los naipes todo el dinero que ganaba con la literatura y el cine (tanto El hombre del brazo de oro como Un paseo por el lado salvaje fueron llevadas al cine proporcionándole tantos disgustos como alegrías) Nelson Algren se ganó la animadversión de los bienpensantes porque, por ejemplo en las novelas ambientadas en Chicago, no  mostraba el lado más sonriente y triunfador de la ciudad sino las backstreets pobladas de frikis y desheredados. O porque  escribía novelas como The Devil´s Stocking (la última), en la que contaba la vida de Rubin “Hurricane” Carter, el boxeador injustamente condenado por un triple crimen que no cometió y al que también Bob Dylan le dedicó una canción de combate. Dichos bienpensantes se la guardaron a Nelson Algreen hasta el extremo de que, una vez muerto,  obligaron a quitar su nombre a la calle que le había dedicado la ciudad de Chicago.

Otra causa que explica la vida semi marginal de Nelson Algren es la mala suerte de haber coincidido en su trayectoria profesional con monstruos mediáticos de la talla de Hemingway, Fitzgerald, Steinbeck, James T. Farrell  o Faulkner, quienes le oscurecieron con sus propios resplandores. Muy a su pesar, gran parte de su fama en Europa se la debe a Simone de Beauvoir, con la que mantuvo un ardoroso romance inicial que luego se prolongó en el tiempo porque (en opinión del propio Algren) ella se estuvo valiendo de él  como contrapeso a las infidelidades de Sartre. El problema es que se sirvió de ello públicamente (en sus escritos) y Algren, después de suplicarla que se fuese a vivir con él a Estados Unidos, acabó acusando acremente a Simone de Beauvouir y Sarte de servirse de sus clientes como las putas y los chulos se sirven de los suyos. Lo que de se dice, un amor con mal acabar.

 

Un paseo por el lado salvaje

Nelson Algren

Galaxia Gutenberg

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31 de octubre de 2011
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El significado de la traición

Al  principio de la II Guerra Mundial, William Joyce, un ciudadano británico nacido en Estados Unidos pero con pasaporte inglés inició desde Alemania unas emisiones radiofónicas que tenían como finalidad desmoralizar a la población de Inglaterra y convencerla de la inutilidad de oponer resistencia a las victoriosas iniciativas nazis. Debido a su casi instantánea popularidad, la prensa británica y los servicios de inteligencia  contraatacaron poniéndole el mote de Lord Chaw-Chaw (que suena como “chau-chau”). No mucho después, otro ciudadano inglés llamado John Amery se pasó asimismo a los nazis con la idea de armar una suerte de División Azul a la inglesa reclutando a sus integrantes entre los pilotos y soldados ingleses que en número creciente se hacinaban en los campos de prisioneros alemanes.

Ante la sorpresa general, cuando una vez acabada la guerra ambos personajes fueron capturados y trasladados a Gran Bretaña para ser juzgados se descubrió que no existía jurisprudencia al respecto porque nunca antes se había  juzgado a nadie por alta traición a la patria. Ya entonces (1948), la novelista Rebecca West fue contratada por el New Yorker para que  cubriese ese acontecimiento que iba a ser trascendental porque en él, tras examinar el significado de la traición, se establecerían las bases éticas y morales que debían fundamentar el juicio a una conducta particular considerada como altamente lesiva para los intereses de un país.

La intuición de Harold Ross, el  director del New Yorker al que está dedicado el libro, resultó ser providencial porque apenas terminados los juicios contra William Joyce y John Amery (ambos condenados a muerte y ejecutados en la horca) surgió un problema aún peor: en cierto modo, esos pioneros de la traición eran unos ideólogos, algo enloquecidos si se quiere y terriblemente desencaminados, pero que actuaban basándose  en sus creencias. La clase de traidor que se iba a poner en boga con el exponencial crecimiento de la Guerra Fría era todavía más moralmente condenable porque actuaba, bien por dinero, o bien con plena conciencia del dañó que estaba causando a su país porque se trataba de hombres de elevada formación y que ocupaban puestos de alta responsabilidad administrativa y militar. Y me estoy refiriendo, obviamente, al espía.  Con la bomba atómica dejada a medio hacer por los científicos alemanes, la carrera nuclear se convirtió en una cuestión obsesiva y saber en qué punto del desarrollo atómico se encontraba el enemigo se consideró esencial. De paso, toda información relativa a despliegues e ingenios militares empezó a tener un valor desorbitado y fueron muchos los que, ocupando puestos que ponían en sus manos secretos más o menos valiosos, no supieron resistir a la tentación de contactar con embajadas enemigas para poner a la venta el material que sacaban a escondidas de sus trabajos.

Cuando el propio mundo del espionaje pasó a ser un valor en sí mismo, y pareció vital saber quién era quién en la doble vida de los informadores, se empezó a perfilar ese horizonte medio sombrío y medio folklórico en el que pululaban  espías  simples, espías dobles y aun espías triples, y  que acabaría labrando una fortuna para los John Le Carré y sus seguidores. Se da además la circunstancia de que, junto a los profesionales de la traición, no iba a tardar en surgir, fundamentalmente en Gran Bretaña, una generación de universitarios profundamente influidos por el socialismo y que no dudaron en colaborar con vistas al triunfo de la Revolución. Si durante la Guerra Mundial se dijo que los informes del servicio de inteligencia británico eran los  mejor redactados del mundo (desde Lawrence Durrell al frío y distante E.M. Foster todos los escritores de esa generación inglesa estuvieron pasando informes), lo mismo cabría decir de los despachos de la KGB, muchos de los cuales estarían redactados por gente como Donald Maclean, Guy Burgess, Harold Philby o Anthony Blunt, todos ellos formados en Oxford y Cambridege, y el último un experto en arte que ejercía de consejero de la Corona. Todos ellos, en sus ratos libres, hacían de espías comunistas.

Es de resaltar que pese a la clase de material que manejó, Rebecca West no hizo un trepidante libro de espías y mataharis. La suya es una reflexión ética  sobre la traición y las bases morales que sustentan el juicio contra un traidor.  Lo que ocurre es que, al mismo tiempo, es una excelentísima narradora y muchas veces organiza el material judicial con criterios puramente narrativos, aparte de que en ocasiones no puede resistir la tentación de hacer literatura de altura. Y si no, qué decir de  ese miembro del parlamento que está siguiendo  una de las intrincadas cuestiones en el juicio contra William Joyce y al que le toca vivir “unos de los momentos más dolorosos de su vida”, pues al rozar con el dedo la solapa de su gabán descubre espantado que la polilla le ha hecho un agujero tremendo. O ese otro asistente al juicio cuya voz es “más caballerosa y más esmerada que la de cualquier caballero inglés porque su muy ambiciosa y anglófila familia había planchado todas las arrugas de acento irlandés que pudieran resonar en su habla”.  Al final incluso sale Lod Profumo, aquél ministro de la guerra inglés que se paseaba por los locales de moda londinenses llevando atada con una correa de perro a Christine Keeler cuando ésta, a su vez, era amante de un alto diplomático soviético. Cualquier otro se hubiera dejado de pesquisas morales para ir “al fondo del asunto” y sacar el máximo partido posible de aquella banda de extravagantes, descerebrados, traidores y espías. Pero no Rebecca West, que escribió un libro serio y apasionante.

 

El significado de la traición

Rebeca West

Reino de Redonda

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17 de octubre de 2011
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El Diablo

Cuando toca comentar un libro de alguno de los mal llamados “escritores fascistas” siempre se cita un variopinto elenco de personajes entre los que nunca fallan, por citar de norte a sur,  el noruego Knut Hamsun, el norteamericano Ezra Pound, el alemán  Ernst Jünger, los franceses Drieu de la Rochelle y Louis Ferdinand Céline, los españoles Agustín de Foxá y Dionisio Ridruejo y los italianos Curzio Malaparte, Gabriele D´Annunzio y, faltaría más, Giovanni Papini. Habría que citar muchos más, pues aparte de que las bases ideológicas que debieran cohesionar el colectivo son muy difusas, las décadas de 1920 y 1930 fueron particularmente fecundas en lo relativo a pensadores y artistas más o menos activamente antisemitas pero que en general compartían la esperanza de que un gobierno autoritario podría poner fin a los tiempos tan revueltos como los que bajaban en aquél entonces.  Más inclinados al nacionalsocialismo los artistas y pensadores del norte, y más atraídos por la hojarasca propiamente fascista los nacidos en el sur, un rasgo que caracterizaba y unía a unos y otros era que todos ellos, incluso quienes llegaron a profesar y llevar algún tipo de carné, por lo general eran tipos montaraces, apasionados y propensos a los vaivenes ideológicos, es decir, lo menos idóneo que pueda concebirse para militar en un partido. O peor aún:  una pesadilla  que los partidos aceptaban con resignación porque se trataba de militantes de postín y que aportaban imagen, prestigio y credibilidad, pero a costa de toda clase de trifulcas disciplinarias que muchas veces acababan en traumáticas rupturas y expulsiones.

Todo lo cual viene a cuento porque, ante un libro titulado El Diablo lo primero que debe averiguar el lector es la clase de ideología que profesaba el autor en el momento de escribirlo. No vaya a ser que se trate de un tostón postconciliar.

En el caso de Papini cabe decir que la suya era una posición ambigua, pues como decía Borges de él  (y conste que lo decía con admiración) qué cabe esperar de un tipo que primero ha sido furibundamente ateo y  anticlerical y después se hace teólogo, ingresa en el catolicismo mediante el bautizo y termina haciéndose franciscano. El Diablo pertenece a la última etapa vital del autor. Para entonces ya se había enfrentado con todo el mundo directa o indirectamente porque, como dice también Borges de él, “"hay estilos que no permiten al autor hablar en voz baja. Papini, en la polémica, solía ser sonoro y enfático". Ya había publicado obras como Gog, una crítica social que de hecho es un maremágnum  ideológico que no deja títere con cabeza y en el que descuartiza por igual a Ghandi que a Lenin, pero también era autor de libros de carácter progresivamente más religiosos, como  El juicio final,  Cartas de Celestino VI (declarándose partidario de  la santidad) y, ya en  1945, Miguel Ángel , Dante y San Agustín.

El Diablo lo dicta a su nieta  cuando ya es un hombre de setenta y dos años, ciego y profundamente vilipendiado. Él, que ha sido encumbrado por el partido fascista a una cátedra de filosofía cuando tenía apenas veinte años y  carecía de titulación académica; el amigo personal de Musolini y uno de los autores más vendidos y admirados de Europa, se veía de pronto reducido a vivir de la caridad y sin más amigos que los pertenecientes a la facción más integrista del catolicismo.  Es decir, que el Papini de El Diablo está más allá de toda ideología y sólo escribe movido por la curiosidad que le suscita esa figura fascinante que surge junto a la divinidad, como si fuera su sombra, y acerca de la que ha estado documentándose toda la vida.  Citando a Graham Greene, y haciendo suyas unas valientes palabras de éste, dice Papini en la introducción: “ Uno se siente tentado de creer que el Mal no es sino la sombra que el Bien, en su perfección, lleva consigo, y que un día llegaremos a comprender hasta la sombra”.

Para llevar a cabo tan urgente investigación Papini escogió un estilo agudo y ameno, recurriendo a una ingente erudición pero sin ánimo de ser exhaustivo. Así por ejemplo, un epígrafe titulado “¿Es Diablo es hijo del hombre?”,  ocupa apenas una página. Y son apenas un poco más extensos otros epígrafes titulados “La Trinidad diabólica”, “El Diablo, reverso de Dios”, "El demonio de los griegos", “¿Los demonios crucificaron a Cristo por ignorancia?”, “El Diablo y Miguel Ángel”, “El Diablo y Don Juan” o “Libros inspirados por el Diablo”. Dicho de otro modo: se trata de un libro muy entretenido, curioso y tremendamente sugerente. Y para quien no  crea mucho en tan ensalzada como vilipendiada criatura, he aquí otra cita, esta vez de alguien tan poco sospechoso de frecuentar sacristías como fue  Baudelaire: “La mejor treta del diablo es la de convencernos de que no existe”.

 

El Diablo

Giovanni Papini

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10 de octubre de 2011
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Episodios Nacionales. Segunda serie, I y II

La Fundación José Antonio Castro acaba de poner en las librerías ls segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. Vuelven a ser dos tomos de casi mil páginas cada uno y que acogen diez relatos que transcurren, grosso modo, a lo largo del agitado reinado de Fernando VII, empezando en 1814 con la huida de España de José Bonaparte y terminando en el Tomo II con la muerte del rey (1833) cuando ya resuenan los tambores y los cañonazos anunciadores de la primera Guerra Carlista.

Galdós tenía unos treinta y dos años cuando decidió dar continuidad a los primeros Episodios Nacionales, empezados en 1872 y terminados en 1875. Sin apenas tomarse tiempo para recobrar el aliento, el ya muy prestigioso escritor canario empezó un nuevo tour de force literario que terminó tan sólo tres años después a base despacharse un tomo de más de doscientas páginas cada seis meses.

El hilo conductor de la primera entrega eran las andanzas y amoríos de un joven apasionado  llamado Gabriel de Araceli, al que le tocaba experimentar los acontecimientos ocurridos entre la (desastrosa) batalla de Trafalgar y la (exitosa) batalla de los Arapiles, que supuso la derrota final de los ejércitos napoleónicos. En esta segunda entrega, el hilo conductor es Salvador Monsalud, un joven mucho más ambiguo y contradictorio que el anterior, pues empieza como jurado de José Bonaparte, es decir, alguien que ha jurado fidelidad total a un rey extranjero aupado al trono por la fuerza y que ahora camina hacia el exilio (El equipaje del rey José). Su condición de acérrimo del todavía hoy recordado como Pepe Botella  le va a costar muchas fatigas durante el Absolutismo (1814-1820), le valdrá honores y prebendas con el Trienio Liberal (1820-1823) y volverá a sufrir fatigas, penalidades y exilios durante la  tristemente llamada Década Ominosa (1823-1833).

El periodo napoleónico fue más  claro desde el punto de vista político, pues sólo se podía ser patriota o afrancesado, dándose en este segundo bando la trágica circunstancia de que los mejores defensores de los ideales humanos puestos en circulación por la Revolución Francesa se encontraron de pronto propugnando los mismos valores  que propugnaban los ejércitos invasores. Por lo tanto, esa relativa claridad ideológica también  facilitó las cosas desde el punto de vista literario. Cosa que no se puede decir el periodo abarcado en la Segunda serie de los Episodios Nacionales, y de ahí que, para empezar, el protagonista empiece por ser un traidor al que le va a costar Dios y ayuda encontrar para vivir un lugar bajo el sol. Téngase en cuenta que, en su conjunto, durante el siglo XIX se vivieron en España algo así como dos invasiones armadas, tres guerras, cuatro magnicidios, otros tantos exilios y abdicaciones reales  y al menos 40 golpes militares, muchos de los cuales terminaron con los instigadores en el  sillón presidencial … o bien en el paredón.   Semejante desbarajuste no permitía una narración ordenada y lineal, como ocurría en la primera entrega, y en la presente Galdós hubo de recurrir a los saltos en el tiempo, a diferentes voces narradoras y, como señala Ermitas Peñas, el editor de la presente versión, incluso a métodos de distanciamiento netamente cervantinos.

El resultado, en mi opinión, sigue siendo prodigioso y en abierta oposición al dicho popular según el cual segundas partes nunca fueron buenas. Curiosamente, gracias a que en las librerías también acaban de aparecer una serie de ensayos del escritor Juan Benet reunidos en una magnífica edición que Ignacio Echevarría ha preparado para Mondadori,  el lector tiene ocasión de contrastar la ininterrumpida serie de elogios que siguen suscitando los Episodios Nacionales con la opinión del citado Benet, inequívocamente contraria. “Mi aprecio por Galdós es escaso”, dice Benet en el apartado  correspondiente, “[…] y su culto es una desgracia nacional”. En insiste: “Escritor de segunda fila elevado al rango de patriarca de las letras”. Debe tenerse en cuenta que Benet decía esas cosas en 1970, una época en la que todavía existía la censura (a la que acusa de tener una preparación intelectual similar a la de “una mesa petitoria”) y en la que la izquierda ejercía una tiranía inmisericorde sobre la producción literaria, exigiendo  sin rodeos que ésta fuese socialmente comprometida. Por esa razón, si el lector se fija, verá que el adjetivo más contundentemente utilizado contra la escritura de Galdós es “sociológica” (como opuesta a “literaria”). Pero también podrá comprobar que de ese estigma no se escapaban ni los mismísimos Zola y Balzac. Pero ya digo que, sobre todo, es una ocasión única de volver a leer a Galdós, maravillarse con la fluidez de su prosa, y luego  contrastar la opinión propia con los bien fundamentados exabruptos benetianos.

 

Episodios Nacionales

Benito Pérez Galdós

Biblioteca Castro

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3 de octubre de 2011
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Verano y amor

Como bien dice el título, un amor de verano. Chico conoce a chica, pasan un verano de amor y al final cada uno sigue su camino. En apariencia, el desarrollo de tan tradicional esquema es igual de sencillo porque aun siendo una apasionada historia de amor juvenil, en la que se desatan pasiones que llevan a quienes las experimentan al límite de sus existencias, William Trevor ha optado por contarla de forma discreta, tranquila y sin espavientos tremendistas. Y aunque hay sexo adúltero – una fuerza sexual tan imperiosa que hace saltar por los aires  las barreras sociales y religiosas,  y aun la conveniencia  material del colectivo – esa faceta del suceso está tratada con tanta delicadeza que sólo hay un momento, cuando ella va a asearse después del abrazo y ve fugazmente su desnudez reflejada en un espejo, en que se alude explícitamente a una escena carnal en la que ha tenido lugar el consabido intercambio de fluidos que luego precisa de las no menos consabidas abluciones..

En lugar de la narración directa y minuciosa de la repentina y devastadora irrupción de una pasión que viene a perturbar profundamente la aparente calma pueblerina que impera en la localidad irlandesa de  Rathmoye, William Trevor ha preferido la mucho más sutil y efectiva vía de la alusión recurriendo para ello – siempre de forma tranquila y  sin tremendismos, insisto – a elementos que remiten directamente a la tragedia griega. Por ejemplo esa profundamente desdichada “señorita Eileen Connulty”, una solterona que quedó marcada de por vida debido a otro amor de verano con un viajante de comercio y que ahora, desde la más profunda y amarga desgracia, es la encargada de alertar a la población de la llegada de una pasión que sólo puede traer desgracia para todos. Aunque no lo parezca, por su condición de personaje único, su voz agorera hace las veces del coro en la tragedia clásica y en su voz resuena esa alarma que las mujeres llevan impresa en los genes  y que es el resultado de saber que son la presa favorita del macho depredador. Cuando los futuros amantes aún ni sospechan la celada que les está tendiendo el destino, la solterona abandonada ya habla del destino que le aguarda al fruto de ese amor prohibido.

Otro elemento al que se le otorga la voz oscura de la sabiduría (en este caso por vía de la locura visionaria) es Orpen Wren, un protestante en medio de esa comunidad profundamente católica y en la que la pertenencia a otra religión es sinónimo de exclusión y rechazo. En el caso de Orpen Wren el rechazo es doble, primero porque es un indigente que vive de la caridad pública y segundo porque es un viejo chiflado cuya cotidianidad se detuvo treinta años atrás y vive por tanto en un presente profundamente perturbado y fantasmagórico. Lo cual no le impide adelantarse a los acontecimientos y alertar a los héroes de las funestas consecuencias de sus actos.

El resto de los personajes es presentado – y seguido en su desarrollo – con la misma discreción. Florian Kilderry, el amante, un joven difusamente enamorado de una prima, totalmente desorientado acerca de su vida y su destino y que, lo cual es un rasgo definitivo, es hijo de un amor tan desmedido como el que se profesaron sus padres en vida. En cambio Ellie Dillahan, la futura amante, casada con un hombre mucho mayor, es hija de unos amores adúlteros y convive con resignada naturalidad con el estigma de toda criatura expósita a la que, de una u otra forma, siempre se le estará recordando el pecado original que fue causa de su concepción, nacimiento y posterior entrega a un orfelinato.

También el marido, el granjero Dillahan, un hombre que convive con la conciencia de haber causado la muerte de su primera esposa y el bebé que ésta portaba en los brazos cuando él hizo retroceder el tractor sin mirar hacia atrás. A ellos se van uniendo los restantes personajes que intervienen en esta pequeña tragedia pueblerina, un prodigio de discreción y mesura narrativa. Tanta discreción y tanta mesura que corre el peligro de pasar desapercibida en esta época en la que sólo los grandes best sellers parecen tener la capacidad de atraer a los lectores no especializados.    

 

Verano y amor

William Trevor

Salamadra

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26 de septiembre de 2011
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