Javier Fernández de Castro
Desde el primer momento se vio que la vía elegida por la República Popular China para pasar de una economía estatalizada a una de mercado tutelada por un partido rígidamente jerarquizado no iba a ser fácil. Entresacando del Libro rojo de Mao Zedong una frase que viene al pelo para explicar lo que está ocurriendo en aquel gigante asiático, "hacer una Revolución no es como como tejer un tapete a ganchillo". Con la peculiar expresividad china, el viejo líder estaba excusando medidas como la Revolución Cultural que él mismo no iba a tardar en poner en marcha y que tantísimas vidas y quebrantos económicos causaría.
Hoy en día, las noticias sobre las transgresiones de los derechos humanos en China son continuas, aparte de que esporádicamente se producen episodios de tanta violencia que saltan a las primeras páginas de todos los medios de comunicación mundiales, ya sea la brutal represión militar en el Tibet, sucesos tan sangrientos como los de la plaza de Tian´anmen, o la desproporcionada actuación policiaca contra la secta religiosa Falung Gong. Pero faltan testimonios de primera mano acerca de cómo es la vida cotidiana en China, cómo se vive bajo un régimen tan arbitrario como el actual y cómo son las relaciones humanas entre personas sometidas a una superestructura capaz de controlar (además férreamente) a 1.300 millones de habitantes.
Años de prosperidad, sea dicho de forma directa y sin rodeos, no es una buena novela. La trama argumental es floja, la técnica narrativa resulta antediluviana y el leit motiv recurrente – un mes misteriosamente perdido en la memoria colectiva de la nación – resulta un poco pobre como metáfora para encubrir una metáfora aún más peregrina: la felicidad general que aqueja actualmente al pueblo chino desde que se ha convertido en la primera potencia económica mundial podría ser debida a las dosis masivas de éxtasis que las autoridades vierten en el agua potable para tener contenta a la población. Ya digo que es una metáfora (pobre) y que el verdadero éxtasis suministrado al pueblo son los objetos de consumo que hoy en día adormecen otras aspiraciones más nobles del ser humano y que residen en su vertiente espiritual.
Pero si literariamente no es ningún hallazgo, como documento Años de prosperidad es fascinante. Media docena escasa de personajes se encuentran y desencuentran en ese océano aparentemente infinito que es Pekín, pero que resulta ser una simple gota de agua cuando dichos personajes empiezan a moverse a todo lo ancho y largo de China. La anécdota es mínima pero apenas se necesita nada más para atraer la atención del lector. Con sólo contar de qué viven los personajes, qué hacen para evadirse de la vigilancia mutua, dónde comen (Kentuchy Fried Chicken y McDonalds) o toman café (por lo general en Starbucks), en qué viajan (Jeep Cherokee), cuál es su móvil (un K-Touch que no tiene nada que envidar a los mejores productos de Apple) o cómo visten y qué beben (siempre ropas y productos de marcas que el autor no olvida nunca mencionar) ya resulta muy chocante porque todo ello convive con unos modos de vida perfectamente tradicionales. Sin embargo, lo que de verdad llama la atención (y aterra) es el funcionamiento del país liderado por un partido único y tutelador de todo cuanto sucede. Como herencia directa de la estructura creada por Mao, las directrices bajan desde lo alto en forma de consignas con títulos tan reconocibles como Campaña Contra la Polución Espiritual (que vete a saber contra quién irá dirigida) o el Movimiento contra los Cuatro Males (corrupción, despilfarro, evasión de impuestos y estafa en contratos públicos). Atraer la mirada de los vigilantes de la moral pública, encuadrados en organizaciones que llevan nombres como Movimiento Patrio de los Tres Seres, implica que un alto funcionario acusado de alguno de los cuatro males puede ser bajado del coche de gama alta proporcionado por el partido y ser llevado al paredón tras un juicio sumarísimo en el que la condena a muerte es un mérito para el tribunal. En la novela se dan dos o tres ejemplos del funcionamiento de dichos tribunales y de pronto caes en la cuenta de que la supuesta transgresión de los derechos humanos en China es un eufemismo que oculta una realidad aterradora. En uno de los juicios, y ante la negativa de una fiscal a dictar pena de muerte contra el acusado, el juez principal se queja de que en otros tribunales del distrito se están dictando treinta y cuarenta sentencias a muerte diarias. Añádase a ello el espionaje de todos contra todos, las delaciones anónimas o – lo más curioso de todo – el juego del ratón y el gato que es Internet, con una policía omnipresente y unos internautas que denuncian transgresiones y corruptelas pero a costa de cambiar de dirección casi todos los días para no ser localizados. El infierno y el paraíso juntos. Lo mejor del lujo occidental cocinado con los métodos más refinados de una tiranía ancestral. Y, en efecto, gerenciar la vida cotidiana de más de mil millones de personas no es como tejer un mantelito a ganchillo.
Años de prosperidad
Chan Koonchung
Destino