Jorge Volpi
Ellos piensan: el dinero todo lo compra. Un puesto público, alianzas y fidelidades, impunidad. Compra silencio. Y el dinero, además, llama al dinero. O piensan: el poder todo lo puede. Destruir a los enemigos, acallar a los críticos, doblegar a la prensa. Quizás todos los políticos del mundo -en todas las épocas- han pensado algo semejante. Sólo que éstos, además de pensarlo, lo dicen en público. Sin ruborizarse, sin dar a entender que se trata de una broma, sin preocuparse por ofender a sus interlocutores (o a los votantes). Y, si lo dicen, es porque han comprobado que es cierto.
No son lerdos, como afirman algunos, ni se hacen los graciosos: sus salidas de tono -recogidas en todos los medios, que sin falta entran en su juego- no son producto de un desliz etílico o la simple erborrea: son un arma de combate. Más aún: sus peroratas, sus insultos, sus descalificaciones y sus gracejadas los definen. Una vez que han probado las mieles del escándalo, sus impertinencias se transforman en su mejor escudo, la coraza que los protege frente al escrutinio. Al hablar así, diciendo lo que nadie diría -lo que cualquier persona sensata no se atrevería a imaginar-, se vuelven inexpugnables, invencibles. O eso creen.
La estrategia ha sido cuidadosamente planeada: si alguien exhibe mis negocios turbios, me burlo de él en una entrevista o me presento como víctima de una conspiración (de los masones, de la mafia, de la Iglesia, de los comunistas, de la derecha). Si alguien cuestiona mi ética, respondo que la moral es un árbol que da moras (o, ya otros han reparado en el calambur, Moreiras). Si alguien demuestra que me he enriquecido en mi cargo público, respondo que mis acusadores son resentidos o envidiosos que no toleran mi éxito.
La maniobra parece burda, incluso suicida, pero funciona. Quien se atreve a practicarla, es cierto, ya no se puede echar atrás: nada peor que un graciocillo cuando se pone serio. Volver a la gravedad o a la contención, incluso en momentos trágicos, resulta inapropiado, imperdonable. El bufón no puede dejar de serlo. Pero, mientras se mantenga como tal, mientras el respetable continúe celebrando (o deplorando) sus ocurrencias, él habrá asegurado un año, un mes o una semana más en su cargo.
Porque su objetivo es ése: ganar tiempo. Son como Bernie Madoff, el estafador neoyorquino, sólo que en el ámbito político. Su fama funciona como un esquema Ponzi: le quito a Juan para darle a Pedro. Sé que el esquema terminará por derrumbarse (la simulación nunca puede ser eterna), pero mientras haya música, seguiré bailando. Es decir: mientras logre seguir escurriéndome de la policía o de los jueces gracias a mis pullas y a mis gritos, habré ganado mi apuesta.
Los malhadados filósofos griegos que acuñaron este nombre en el siglo IV a.C. no podían imaginar que resultaría pervertido a tal extremo. Los Cínicos originales pensaban que el propósito de la vida era llegar a la virtud en consonancia con la naturaleza. Para conseguirlo, rechazaban la religión, los modales y las costumbres. El cristianismo, empeñado en desacreditar a sus rivales, los tachó de pervertidos. Y el cinismo pasó a ser una burda mezcla de de acrimonia, desconfianza y soberbia.
Nuestros políticos, en cambio, han conducido el cinismo a un nuevo límite. En una época que descree de los sistemas -o que, tras la implosión del campo socialista, ha impuesto un individualismo a ultranza-, lo han convertido en su única ideología. Lo único que les importa, claramente, son ellos mismos: conservar su poder y su dinero. Pero exhiben su poder y su dinero como la medida de su éxito, de erigirse como triunfadores en una sociedad de loosers. Y, con un cinismo a toda prueba, convencen a los electores de que, si ellos han llegado hasta allí, cualquiera puede hacerlo. No importa sortear la legalidad o, mejor aún, crear leyes que sólo los benefician a ellos. Cualquier trampa -y cualquier discurso- están permitidos.
Hoy, los políticos cínicos del mundo deberían mostrarse melancólicos o inquietos ante la caída de quien mejor los ha representado -de quien los ha inspirado- a lo largo de dos décadas: Silvio Berlusconi. Pero, como son cínicos, se apresurarán a desplegar la lista de sus crímenes. Casi podría escuchar a Humberto Moreira, Fernando Larrazábal o Jorge Emilio González, tácitos discípulos, renegando del maestro.
Por desgracia, aunque ahora veamos a Berlusconi como un personaje patético, al fin defenestrado, sigue siendo un modelo para los cínicos del mundo. Durante veinte años disfrutó de una impunidad y un poder ilimitados, se vanaglorió de sus delitos y sus faltas, se burló de jueces y fiscales. Y lo peor de todo: no fueron sus rivales democráticos quienes lograron destronarlo, sino -paradoja tragicómica- otros cínicos: los inversores que apuestan contra la deuda italiana. Como sea, Berlusconi aún goza de fuero y pagará a los mejores abogados para ganar, al menos, más tiempo.
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