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Verano y amor

Por 26 de septiembre de 2011 Sin comentarios

Javier Fernández de Castro

Como bien dice el título, un amor de verano. Chico conoce a chica, pasan un verano de amor y al final cada uno sigue su camino. En apariencia, el desarrollo de tan tradicional esquema es igual de sencillo porque aun siendo una apasionada historia de amor juvenil, en la que se desatan pasiones que llevan a quienes las experimentan al límite de sus existencias, William Trevor ha optado por contarla de forma discreta, tranquila y sin espavientos tremendistas. Y aunque hay sexo adúltero – una fuerza sexual tan imperiosa que hace saltar por los aires  las barreras sociales y religiosas,  y aun la conveniencia  material del colectivo – esa faceta del suceso está tratada con tanta delicadeza que sólo hay un momento, cuando ella va a asearse después del abrazo y ve fugazmente su desnudez reflejada en un espejo, en que se alude explícitamente a una escena carnal en la que ha tenido lugar el consabido intercambio de fluidos que luego precisa de las no menos consabidas abluciones..

En lugar de la narración directa y minuciosa de la repentina y devastadora irrupción de una pasión que viene a perturbar profundamente la aparente calma pueblerina que impera en la localidad irlandesa de  Rathmoye, William Trevor ha preferido la mucho más sutil y efectiva vía de la alusión recurriendo para ello – siempre de forma tranquila y  sin tremendismos, insisto – a elementos que remiten directamente a la tragedia griega. Por ejemplo esa profundamente desdichada “señorita Eileen Connulty”, una solterona que quedó marcada de por vida debido a otro amor de verano con un viajante de comercio y que ahora, desde la más profunda y amarga desgracia, es la encargada de alertar a la población de la llegada de una pasión que sólo puede traer desgracia para todos. Aunque no lo parezca, por su condición de personaje único, su voz agorera hace las veces del coro en la tragedia clásica y en su voz resuena esa alarma que las mujeres llevan impresa en los genes  y que es el resultado de saber que son la presa favorita del macho depredador. Cuando los futuros amantes aún ni sospechan la celada que les está tendiendo el destino, la solterona abandonada ya habla del destino que le aguarda al fruto de ese amor prohibido.

Otro elemento al que se le otorga la voz oscura de la sabiduría (en este caso por vía de la locura visionaria) es Orpen Wren, un protestante en medio de esa comunidad profundamente católica y en la que la pertenencia a otra religión es sinónimo de exclusión y rechazo. En el caso de Orpen Wren el rechazo es doble, primero porque es un indigente que vive de la caridad pública y segundo porque es un viejo chiflado cuya cotidianidad se detuvo treinta años atrás y vive por tanto en un presente profundamente perturbado y fantasmagórico. Lo cual no le impide adelantarse a los acontecimientos y alertar a los héroes de las funestas consecuencias de sus actos.

El resto de los personajes es presentado – y seguido en su desarrollo – con la misma discreción. Florian Kilderry, el amante, un joven difusamente enamorado de una prima, totalmente desorientado acerca de su vida y su destino y que, lo cual es un rasgo definitivo, es hijo de un amor tan desmedido como el que se profesaron sus padres en vida. En cambio Ellie Dillahan, la futura amante, casada con un hombre mucho mayor, es hija de unos amores adúlteros y convive con resignada naturalidad con el estigma de toda criatura expósita a la que, de una u otra forma, siempre se le estará recordando el pecado original que fue causa de su concepción, nacimiento y posterior entrega a un orfelinato.

También el marido, el granjero Dillahan, un hombre que convive con la conciencia de haber causado la muerte de su primera esposa y el bebé que ésta portaba en los brazos cuando él hizo retroceder el tractor sin mirar hacia atrás. A ellos se van uniendo los restantes personajes que intervienen en esta pequeña tragedia pueblerina, un prodigio de discreción y mesura narrativa. Tanta discreción y tanta mesura que corre el peligro de pasar desapercibida en esta época en la que sólo los grandes best sellers parecen tener la capacidad de atraer a los lectores no especializados.    

 

Verano y amor

William Trevor

Salamadra

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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