Javier Fernández de Castro
La isla de Socotra tiene un tamaño aproximado al del Mallorca y se encuentra a unos 250 kilómetros del extremo oriental de Somalia, justo a la salida del Golfo de Adén. Jordi Esteva, el autor del libro, es un apasionado de la cultura oral. Le fascina el resonar antiguo de las historias que se cuentan en los campamentos nómadas al amor del fuego o en las tabernas de los puertos de resonancias míticas esparcidos por esa franja del mundo árabe y el continente africano que él conoce muy bien. Incluso cuenta su técnica para ganarse la confianza de un posible narrador que se muestre renuente a relatar sus historias más íntimas en presencia de un extranjero: empieza declarándose firmemente convencido de la veracidad de las historias que otros viajeros han contado de ese lugar, en este caso la misteriosa isla de Socotra. Su experiencia le dice que no debe dar síntomas de vacilación ni siquiera cuando la leyenda es tan altamente improbable cono la del ave Rock, un habitante de la isla de un tamaño tan descomunal que se valía de elefantes y rinocerontes como presas con las que alimentar a unas cría que le aguardaban en un nido que nadie había tenido oportunidad de ver porque lo construía en lo alto de unas montañas descomunales siempre cubiertas de nubes.
Tranquilizado por la actitud crédula del interlocutor, el lugareño interpelado ya no se resiste a la tentación de rememorar aquellas historias que a él le contaban sus abuelos, a los cuales se las habían contado a su vez sus propios abuelos siguiendo una escala ascendente que puede enlazar con las tradiciones recogidas por ignotos memorialistas egipcios, griegos y árabes anteriores a Mahoma, ello suponiendo que no hayan sido recogidas en tradiciones tan sólidas como las de Marco Polo y Simbad el Marino, o firmadas por testigos tan libres de sospecha como Plinio el Viejo y Heródoto. El buen recopilador, y Jordi Eteva demuestra serlo, va recogiendo indicios de fuentes orales y escritas muy diversas pero que coinciden en señalar a una isla fabulosa protegida por vientos desencadenados y oculta tras una barrera de nubes tan espesa que los barcos empujados hacia sus costas descubrían la presencia de acantilados cuando ya era demasiado tarde para evitar la catástrofe.
Sus habitantes, los socotríes, hablan una lengua que parece estar directamente emparentada con la que se hablaba en el Reino de Saba y que ha logrado sobrevivir en los valles más remotos y en las cumbres de las montañas pese al progresivo avance de la lengua árabe que impone la república yemení desde la capital, Sana.
Pese a que posee una prodigiosa capacidad de ensoñación y un oído muy fino para la fabulación, Esteva ofrece como de pasada una explicación bastante plausible al hecho casi inverosímil de que una isla dotada de grandes riquezas (“los árboles de incienso y mirra producían ambas sustancias en tal cantidad que bastaba para satisfacer las necesidades de todo el mundo conocido”, según una fuente egipcia de la época) no hubiese sido conquistada y esquilmada por las sucesivas potencias que dominaron el mundo entonces conocido. Porque además del incienso y la mirra, que eran muy utilizados en Egipto para los embalsamamientos pero también durante las ceremonias y rituales religiosos en el resto del mundo, Socotra poseía el áloe socotrino, que tenía la virtud de curar las heridas de arma blanca; el llamado árbol del dragón, poseedor de una savia rojo sangre que servía para la decoración y el tinte, así como una gran cantidad de especies vegetales que los naturales habían aprendido a utilizar por su propiedades médicas y que les conferían a ellos fama de magos y nigromantes. Todo hace pensar que fueron los propios marinos y mercaderes que visitaron la isla en la antigüedad para surtirse de sus productos más valiosos los primeros interesados en propalar noticias falsas acerca de los peligros que entrañaban sus costas y de la posible amenaza que implicaban las artes ocultas de sus habitantes. Unas noticias que, a la postre, han preservado la isla de su destrucción por la modernidad.
Una de las virtudes más de agradecer en este libro es su sencillez. Que un autor tenga inclinación a la fabulación y gusto por la tradición no le convierte necesariamente en un charlatán, ni en un vendedor de falsedades. El libro es de lectura fácil y amena y la trama de una sencillez muy difícil de mantener de principio a fin. Jordi Esteva cuenta lo que ve y lo que le cuentan, y si hace falta recurre a la tradición, siempre en nombre del gusto por una historia bien contada.
Socotra, la isla de los genios
Jordi Esteva
Atalanta