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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Me leerás pero no me entenderás

Y hablando de leer, yo diría que el primero en plantearse con obstinada tenacidad escribir de manera que nadie o muy pocos lectores pudieran entenderlo fue Mallarmé. Había precedentes medievales, renacentistas y barrocos, como los poetas del Trovar Clus, o los conceptistas del barroco español, pero en Mallarmé coincide además la voluntad propiamente moderna de que la obra de arte exponga y dé crédito a una teoría de la oscuridad, a la manera del experimento científico.

El supercrítico Charles Dantzig, tantas veces citado en este blog, pone el siguiente ejemplo de oscuridad:

car un Salon, surtout, impose, avec quelques habitués, par l’absence d’autres, la pièce, alors, explique son élevation et confère, de plafonds altiers, la supériorité à la gardienne, lá, de l’espace si, comme c’etait, énigmatique de paraître cordiale et railleuse ou accueillant (...)” (“Berthe Morissot”, Divagations)

Como es intraducible, así lo dejo. No crean que la traducción lo haría más comprensible. Dantzig eligió un fragmento de la prosa editada, justamente porque en la poesía este hermetismo se da por descontado desde el romanticismo. Sin embargo, Mallarmé escribía en un francés perfectamente comprensible sus notas para el servicio doméstico. La oscuridad de la prosa “artística” es plenamente voluntaria.

Según Dantzig, este movimiento de repliegue obedecía al temor que había producido en algunos artistas e intelectuales la educación general obligatoria. Si todo el mundo podía leer, había que hacer lo necesario para escapar de la masa y no ser confundido con un pequeño empleado. El ámbito del Arte era, para ellos, el reducido espacio de un juego secreto. Recuérdese aquel célebre “con la minoría siempre” de Jiménez.

Ya en el siglo XX, esa voluntad de hermetismo se convirtió en un principio estético, compositivo. De Maurice Blanchot a José Ángel Valente, el resto, el eco, el residuo del hermetismo ochocentista mantuvo su aura. Ya no respondía a una necesidad significativa o a una teoría innovadora, como en Mallarmé, sino al gusto estético por un estilo antiguo. Como algunas manifestaciones rituales que han olvidado su origen, pero continúan con la gestualidad y los disfraces que siglos atrás tuvieron un sentido, los últimos herméticos son como las falsas ruinas que los estetas ingleses colocaban en sus parques para darles un horizonte augusto.

El caso extremo fue el de Adorno, naturalmente, y su empeño de que las manos populares no ensuciaran con su frivolidad el pensamiento elevado. Y Greenberg, el enemigo feroz del Pop Art. Y Boulez, sonorizador de Mallarmé. Y tantísimos productos artísticos del más elevado interés. ¡Qué diferencia con la severa profesión de fe en lo más ordinario, chistoso y popular que luce en el urinario de Duchamp!

En su apasionante correspondencia con Gisèle, su esposa, Paul Celan incluye esta frase admirable:

Antes de ayer escribí el poema que te adjunto. No ha salido mal, creo yo, aunque quizás no sea lo suficientemente opaco, lo suficientemente “ahí”. Sin embargo, al final se recupera”. (1965)

El “ahí” es el “da” heideggeriano, supongo. Me parece extraordinario que el poeta considere un defecto inadmisible la falta de opacidad. Como aquel catedrático de Derecho Administrativo que elogiaba la redacción de un alumno con palabras muy similares:

Estupendo, Fernández, estupendo, el artículo está escrito con la necesaria oscuridad”.

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7 de septiembre de 2006
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Leer o no leer, that is the question

He vivido esta escena diez o doce veces. Es un clásico. Si alguna vez me decido a escribir esa tragedia en tres actos que llevo en mi cabeza, la primera escena será precisamente ésta.

El brasileño, elástico, felino, se me aproxima y con exquisita cortesía me pregunta en un cruce de portugués, gallego y español si he leído todos los libros de la biblioteca, “pero tudos, tudos”, a lo que, como siempre, respondo que no, que sólo una parte. Se vuelve triunfante hacia sus colegas: “¿Lu ven? ¡Essera impossssssibel! Jo lesh dessía, ¡non ha el tempo nin que hacha nurenta anios, nin docientos!”. Mucho énfasis, mucho braceo. Han debido discutirlo a fondo durante horas.

El que está escayolando los pilares deja la llana, baja majestuosamente la escalera y se me aproxima limpiándose las manos con un trapo a cuadros. “¿Cuántos?”, pregunta secamente. “¿Que cuántos libros hay?”, digo, y miro la estantería de la sala sumando cuerpos, pero el escayolista se me adelanta. “Yo he calculado, así a ojo, que tiene usted aquí unos cincuenta mil voluminosos”. Apenas hay diez mil voluminosos, pero no puedo ponerle en evidencia. “No tantos, no tantos, serán unos cuarenta mil”. Ahora es él quien mira desafiante al brasileño y se me encara de nuevo. “¿Y cuántos ha leído usted? Dígalo, no se corte. ¿La mitad?”. “Más o menos la mitad, sí, una cosa así”, le miento paternalmente. Se pone de puntillas: “¡Veinticinco mil! ¡La leche! ¡Veinte y cinco y mil! ¿Qué te decía yo? ¡Que esto no es el Brasil, amigo, que esto es Europa! ¡Aquí el señor se ha leído vein-te-cin-co-mil-tochazos-del-copón!”.

El brasileño, más despierto que el escayolista, sabe que eso es imposible, pero se doblega educadamente. El escayolista es bajito y compacto, moreno, hirsuto, prehistórico. El escayolista, a su lado, un Nijinsky. “E sí, son moitos, moitos moitos moitos libros para una sola cabecinha”. El asunto no eran los libros. El asunto era el prestigio nacional. Brasil cero, España uno. De cabeza, por el escayolista, a pase mío.

Interviene el jefe de la cuadrilla. “Dejar en paz al señor, hombre que ya está bien. Mire usted, no sé cuántos será los que ha leído en su vida, pero yo, pues le juro que ninguno, ni un libro, cero. Vaya, que en cierta ocasión empecé uno, pequeñín, de cien páginas, por mi mujer, que me lo regaló por navidad, y no lo pude terminar, se me olvidaba, se me iba el santo al cielo, de una página a la otra ya no sabía lo que me habían contado, como si se había muerto el héroe, se lo juro”. Mira al suelo cariacontecido y marchito. “A mi no se me quedan las palabras. Los números sí, me pone usted una suma y no se me borra ya de la cabeza nunca, pero un libro, nada oiga, nada de nada. Soy de los burros, siempre lo he sido, burro en casa, burro en el colegio, burro toda la vida. ¡Así me veo en la vida, aquí, en donde estoy, con estos brutos y haciendo de manobra!”.

Es la vieja creencia romántica de que la lectura conduce al éxito. Una fe de anarquista, de nudista, de vegetariano, de tipógrafo, de principios del siglo XX. La vieja fe en la instrucción que hacía de los maestros unos santos, pero los mataba de hambre. Un fraude.

Sin embargo, el jefe de la cuadrilla, el burro por decisión propia, un hombre de unos treinta años, tiene, porque lo he visto en la calle, un Saab rojo y se gana la vida mucho mejor que yo. El prestigio, sin embargo, sigue como en el Ochocientos, cuando los libros parecían propiciar el ascenso social y daban un aura a quien sabía leer. Mentira. El ascenso social se habría producido sin los libros exactamente igual. O mejor. Como está sucediendo actualmente en la India y en China.

A mí los libros, en todo caso, me han hecho menguar.

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6 de septiembre de 2006
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Sobre las causas y los efectos

La última gran emigración/inmigración que sacudió a Occidente fue la de los irlandeses e ingleses a los EE. UU., desde mediados del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial. Las cifras bailan en millones de diferencia según los autores, pero hay consenso por ejemplo en que de Irlanda salió más de un tercio de la población.

En esta emigración contó enormemente la convicción de que América era el futuro. No sólo se huía de algo, sino que se perseguía otra cosa. El viejo continente se había hecho viejo de golpe y Nueva York parecía la puerta de un mundo nuevo y mejor. Los emigrantes perseguían un sueño, un deseo.

Puede decirse que emigraron movidos por el hambre, es decir, por razones económicas, pero ni todos ni sólo por eso. En especial los irlandeses vivían en condiciones lamentables. No más lamentables, sin embargo, que las condiciones en las que vivían los emigrados que llegaban a América, como puede comprobarse en cualquier memoria o estudio sobre las primeras generaciones llegadas a los EE. UU. Solo al cabo de muchos años y enormes dificultades algunos y solo algunos comenzaron a salir de la miseria. Las más de las veces, en la segunda generación. Eso no impidió que el flujo en lugar de decrecer, creciera.

Fue muy relevante que el precio de los billetes de barco para un trayecto transatlántico bajara a la mitad a partir de la aparición de los buques a vapor. Este es un factor de suma importancia, pero no exclusivamente económico. El transporte en los actuales cayucos tiene unos precios elevadísimos. El cambio de precio afecta a la cantidad de pasajeros, pero no al sueño de emigrar. Porque emigrar es, por encima de todo, un sueño, un deseo, algo que escapa a la racionalización técnica.

Sin duda, la mayor parte de los emigrantes no emigra con entusiasmo, pero una gran cantidad sí, y es imposible establecer cifras. Los emigrantes armenios que describe Kazan (su abuelo y su padre) odiaban a su tierra y deseaban con toda el alma llegar a los EE. UU., no sólo por motivos económicos. Otros testimonios hablan del desgarro de los que emigraron obligados por la miseria, como los gallegos de Suiza. No todos volvieron, sin embargo. Muchos descubrieron que había otros mundos posibles, además del de su pueblecito natal. El descubrimiento real del país de acogida es igualmente relevante para explicar la elección de los emigrados.

Las actuales catástrofes migratorias son diversas y muy contradictorias. No hay relación alguna entre los inmigrantes latinoamericanos, generalmente más cultos y educados que los españoles, los centroeuropeos de organizaciones delictivas, los subsaharianos o los árabes. Un tratamiento equivalente, como si todos fueran lo mismo, conducirá a un desastre.

Los que emigran de países islámicos no sólo huyen del hambre, sino también de las insoportables condiciones impuestas por los regímenes feudales y los eclesiásticos terroristas. Sin embargo, muchos de ellos redescubren los beneficios de la religión precisamente cuando ya han emigrado.

Una novela como Brick Lane, de Monica Ali, describe el barrio bengalí de Londres con suma inteligencia. Aquellos (sobre todo, aquellas) que logran liberarse de los maridos, no vuelven jamás a Bangladesh. Los maridos, en cambio, se convierten en fervientes islamistas para retener a sus esposas e hijas.

El problema, por lo tanto, no es “¿qué hacemos con los inmigrantes?”, sino “¿qué debemos hacer para que se libren de las opresiones económicas, ideológicas, familiares, religiosas y de todo tipo que les han obligado a emigrar?”. Yo diría que algo bastante sencillo: aplicándoles la misma ley que a los naturales del país y concediéndoles el derecho de voto, sin condiciones, en cuanto coticen a hacienda. Luego, el que quiera integrarse que lo haga y el que no quiera que se segregue, siempre que no obligue a los demás a segregarse con él.

Las imposiciones simbólicas, como que sepan hablar catalán o que entiendan la Diada Nacional (de nuevo una opinión de Duran Lleida, el nacionalista más sincero de todos), son delirios totalitarios. ¿No se les exige saber catalán para trabajar como esclavos, pero sí para defender sus derechos? Qué profundo asco producen a veces los señoritos de mi país…

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5 de septiembre de 2006
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Intégrame otra vez

No creo que haya fenómeno más relevante, en el inicio del siglo XXI, que la emigración. Los movimientos de grandes masas de población que atraviesan mares, océanos o continentes en busca de un nuevo lugar para vivir, son acontecimientos telúricos, celestes, catastróficos, como la deriva de los continentes. Suceden por ciclos, sin avisar, de modo inesperado. Nadie, absolutamente nadie, los había previsto hace diez años, lo que da idea de cuán poco sabemos, sobre todo quienes deberían saber algo.

Una vez alza el vuelo la gran nube de aves migratorias, los políticos se lanzan en busca de razones que calmen la alarma de los invadidos: el hambre en África, la riqueza de Europa, la televisión como escaparate de un mundo paradisíaco, las guerras étnicas. No acabo de creer ninguna de estas racionalizaciones. Hambre en África la hubo siempre, riqueza en Europa también, y las imágenes de TV son tan oníricas como grotescas, nadie en su sano juicio querría vivir en el mundo que describen. En cuanto a las guerras, desplazan poblaciones hacia las fronteras, pero no al otro extremo del mundo. Es como cuando se dice que los conquistadores españoles hicieron las américas, o los americanos el Klondike, o los holandeses Sudáfrica, por el oro. El oro es una excusa, como las reliquias de Tierra Santa, la seda de Oriente o las especias de la India. La causa es el mismo deseo de emigrar. Y ese deseo, como todos los deseos, no se puede racionalizar por mucho que se empeñen los discípulos de Leibniz y del principio de razón suficiente.

El fenómeno se convierte en un verdadero problema cuando aparece la pregunta “¿qué hacemos con ellos?”, como si “ellos” fueran de nuestra propiedad, con esa conciencia patrimonial de los catalanes y los vascos que creen poseer a los inmigrantes como quien posee una nevera. El otro día el nacionalista Durán Lleida, una calva tan absoluta por fuera como por dentro, decía que no aceptaría a ningún inmigrante que no aprendiera catalán. Como si no tuvieran nada mejor que hacer que complacer al señorito.

La discusión es tan sencilla como desesperante. Unos dicen que lo bueno, lo progre, lo justo es integrar a los inmigrantes para que sean como nosotros. Los contrarios dicen que hay que respetar sus tradiciones y costumbres y que eso es lo justo, lo progre y lo bueno, que sean diferentes. A mi modo de ver, en este asunto no hay nada ni progre, ni justo, ni bueno que aplicar. Como no hay nada bueno, justo o progre que aplicar a las montañas de hielo que se funden en los casquetes polares.

Uno de nuestros colegas, el lúcido Juan Díez del Corral, ha estado viviendo este verano en un barrio de inmigrantes turcos de Berlín, el Kreuzberg. Su testimonio es interesante porque, a diferencia de los miles de estudios que se publican, todos contradictorios, lo único que nos permite orientarnos en este embrollo es la experiencia propia o la de aquellos que viajan para aprender y luego contarlo a los amigos con absoluta honradez. De su carta, selecciono éste párrafo:

“Lo segundo que allí se ha demostrado es que la integración multirracial y multicultural es un mito en el que ya sólo creen algunos progres tontos y casi todos los periodistas ineptos. Cuarenta años de convivencia entre los inmigrantes del país del tercer mundo que se reclama más europeo y la clase de gente más tolerante surgida de las revoluciones sociales de los sesenta, y a lo más que se ha llegado es a una tranquila coexistencia en paralelo. Los turcos hacen su vida, tienen sus bares, controlan permanentemente las calles desde las puertas de sus negocios (como en su país de origen) pero no se mezclan con los alternativos alemanes (o con el buen número de gentes venidas de toda Europa que pueblan el barrio), y muchos de ellos ni siquiera aprenden a hablar alemán. Por su parte, la mayoría "verde" en que se ha transformado aquella fauna hippie, va en bici de un lado para otro, trabajan sin prisas, tienen más hijos de lo que uno se pudiera imaginar, beben y fuman (sin nuestro pudor) en los tranquilos y baratos bares del barrio, puestos sin lujo alguno pero con muy buen gusto, y hablan y hablan entre sí pausadamente y en voz baja en lo que parecen siempre conversaciones muy interesantes”.

Esa es también mi experiencia en los barrios de inmigración londinense y parisina. Es posible que la integración fuera deseable, el caso es que los inmigrantes no quieren integrarse, en especial los islámicos. Ese ha sido el fracaso de los programas de integración franceses, frente a la coexistencia de la segregación británica. De modo que la disputa baja un escalón. El dilema real no es el de si integrar o no integrar, sino más bien si todo el mundo ha de cumplir la ley o no, especialmente en lo relativo a la familia, la sumisión religiosa, la educación de los hijos y la libertad de las mujeres casadas o solteras. Asuntos por los cuales los europeos han luchado durante veinte siglos.

Ahora bien. Puede que estas inmensas migraciones humanas sean sencillamente un síntoma del agotamiento de la civilización europea, como sucedió en Roma con las migraciones germánicas. Y que nos dirijamos a una Europa en la que los principios ilustrados, liberales y democráticos hayan perdido soporte entre la gente y ya a nadie le importen. En ese caso, seremos nosotros quienes adoptemos las costumbres de los recién llegados: nos integraremos.

Por eso digo que es un fenómeno imposible de racionalizar. Nadie sabe cuál será el resultado del cambio radical de población. Todo lo que sabemos es que se trata de una catástrofe natural, como un terremoto o una erupción volcánica, cuyos efectos heredarán las generaciones venideras. A ellos a lo mejor les parecerá perfectamente sensato usar turbante, reunirse en grupos de hombres para rezar, o ayunar durante el Ramadán. Sin la menor duda, los futbolistas tendrán cinco esposas legales.

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4 de septiembre de 2006
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La furia y el ruido

En mi anterior sermón del 29 de agosto sobre el ruido, olvidé decir que allí en donde hay ruido allí crece el mal. Dicho con toda brutalidad: el ruido no es un efecto de buena gente simpática, extrovertida y latina, sino un síntoma de perversión moral. Donde crece el ruido, crece, sin la menor duda, la furia. Lo digo porque cité en aquella ocasión la ciudad de Nápoles, y porque todos aquellos que admiramos a los napolitanos y a su ciudad, una de las más emocionantes del mundo, sabemos la estrecha relación que existe entre el caos sonoro y el restante caos urbano.

Hace más o menos un año, el gremio de hostelería de Nápoles enviaba una carta a su alcalde denunciando la pasividad de la policía ante los delincuentes que asuelan la maravillosa ciudad. Los turistas eran sistemáticamente robados a la salida de los hoteles y a la vista de todo el mundo. En su carta daban cuenta de los asaltos que habían tenido lugar aquella misma mañana. Eran robos que implicaban violencia si la víctima no se dejaba despojar sumisamente, como un corderillo.

Casi todos los robos tenían lugar en la Piazza Garibaldi, donde se encuentran los mejores hoteles y el 40% de las plazas hoteleras napolitanas. Los clientes no osaban salir a la calle. Casi todos subían a un taxi rápidamente y se alejaban rumbo a Capri u otro lugar menos infestado de ladrones. Las almas bellas dirán que no hay que exagerar, que se trata de pequeños robos, un percance que, a fin de cuentas, como comentaron los sindicalistas del aeropuerto de El Prat, “sólo afecta a gente que está de vacaciones”. Y no a los sindicalistas que hacen huelga, claro.

Desde hace decenios, la pequeña delincuencia napolitana vive con la comprensión y la equidistancia de los ideólogos de diario subvencionado y partido salvapatrias. Bajo el término “tolerancia”, los demagogos populistas (o populacheros) se sacuden de encima todos los problemas: “Con el pequeño robo se produce un reparto natural de la riqueza”, dicen; o bien: “Es un impuesto ecológico sobre el turismo”.

Durante años, frente al Palacio de Justicia de Nápoles se ha vendido tabaco de contrabando, copias pirata de CD y DVD y todo tipo de objetos de lujo falsificados. Era una atracción para los forasteros aconsejada por los propios naturales, precisamente porque tenía lugar delante del Palacio de Justicia, algo así como una broma local, el célebre y ufano: “¡Hay que ver qué bestias semos!”. En el centro urbano se abría diariamente un mercadillo de objetos robados en las bases americanas, lo cual le daba un tufillo progre y jocoso: “¡A los americanos que les den morcilla, ellos aún roban más!”.

Sin embargo, este caos y este ruido no es en absoluto un efecto de la tolerancia sino de la colaboración de la clase política partenopea con la Camorra, colaboración que se hace inaudible e invisible gracias al ruido y al caos. “El poder político se ha convertido en el regulador absoluto de la vida social y económica de grandes áreas del sur de Italia, sus normas son las de toda la economía, un modelo parecido al de los países del Este” (Isaia Sales). Son los políticos napolitanos quienes regulan la economía, pero casi todos ellos han sido comprados o amenazados por la Camorra, como los hoteles de la Plaza Garibaldi que se niegan a pagar el impuesto revolucionario. De modo que es la Camorra quien dirige la economía napolitana.

A mí me suena a Comunidad Autónoma. O mejor dicho, a donde parecen dirigirse algunas Comunidades Autónomas tolerantes con el ruido, con el pequeño delincuente, con las falsificaciones y piraterías, con la violencia callejera, en fin, esos lugares en donde el ruido se considera fruto de la expansión natural de la buena gente latina, etcétera, y en donde pedir un poco de atención a las víctimas es inmediatamente tachado de facha. La Camorra local toma muy diferentes nombres. Algunos, dignísimos y respetabilísimos. Pura Camorra.

Tomo la información de Napoli siamo noi, de Giorgio Bocca (Feltrinelli), estupendo reportaje de uno de los más grandes periodistas italianos, un superviviente. Se lo debo a José Vicente Quirante, el mejor amigo de Nápoles.

     ***

Otro amigo, hombre doctísimo cuyo nombre no puedo revelar, está pergeñando una antología de poesía moderna europea y me ha pedido que elija un poema de Philip Larkin, uno de mis favoritos, para incluirlo adecuadamente. Dado que en este blog abunda gente leída y sabia, traslado la pregunta. ¿Qué poema elegimos?

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1 de septiembre de 2006
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Un vicio

Perdone que le hable de mí mismo. Ayer noche llegó un momento, serían por ejemplo las 23.47, en que me dije “Azúa, esto no es posible, muchacho”. Estaba yo oyendo por los altavoces (Chario, son baratos pero muy buenos, fabricación china, toma castaña) uno de los cuartetos de Beethoven que no sé por qué, francamente, lo digo de corazón, algunos podemos oír trescientas o cuatrocientas veces en una vida sin la menor fatiga.

Hay cosas que no, sobre todo las de Wagner, pero porque requieren gimnasia. En una ocasión le puse el Mild und Leise a una amiga muy, pero que muy inteligente, sin percatarme de que ella era más bien del lado Bruce Springsteen lo que me parece de perlas, y dijo que le sonaba a gorda berreante y lo comprendí. No soy un fanático. Lejos de mí la tentación de menospreciar a quien no comparta mi vicio. Lo cual no impide que me oiga el Mild und Leise cada vez que voy a leer a Bernhard, para lubricar, digamos. Por la Ludwig.

Tengo reconocido y aceptado que ese es mi vicio, la música. Toda la música. Por un igual Carlos Gardel que Kathleen Ferrier. Y con miles de matices o diferencias entre Feldman y Sibelius, claro, pero sin demasiadas jerarquías: un día puedo necesitar la misa en sí de Bach (es en Si menor, pero yo me refiero a que es la misa en sí, o sea, en sí misma) y otro día el Cascanueces de Tchaikovsky, por el que siento una pasión infantil y no puedo evitar bailarlo un poco cuando suena, lo que provoca cierta incomodidad a mi alrededor en los establecimientos públicos donde lo ponen de fondo y la clientela me mira de soslayo.

Así son los vicios. El que lo tiene de beber y se le acaba el malta, no le hace ascos a un Dyc. Y si es de fumar, el verdadero vicioso puede acabar fumando hojas de maíz secas. Así me sucede con la música. Todo me gusta, todo me complace, casi no tengo un “no” para nadie, y me irritan un poco las distinciones que quieren marcar elegancias ideológicas, como las de Adorno, con quien me peleo una y otra vez porque le ha hecho un daño tan enorme a la música alemana como Maurice Chevalier a la música francesa.

Así que estaba yo ayer noche oyendo ese presto fenomenal en el que el violonchelo aguanta el ataque de los dos violines y de la viola al unísono, ya podrán, como un carro de combate que ha quedado aislado en medio de la batalla y se ve rodeado de infantes que como termitas trepan sobre su caparazón para hincarle el aguijón venenoso, y allí estaba el chelo resistiendo como una mala bestia, gritándole al Todopoderoso sus más corrosivas maldiciones, siempre tan humano, el chelo, cuando me di cuenta de que aquello no podía ser posible. “Azúa, esto no puede ser y además es imposible”.

¿Lo habían inventado para mí? ¿Adivinaron que de ese modo jamás podría caer en la desesperación y el tapeo de borracho pegajoso? ¿Que era necesario poner en marcha una gigantesca industria, inventar los elementos más diminutos y elegantes, la microingeniería, la nanotecnología, ganar dinero como un narco de manera que pudieran editar la totalidad de la música de los últimos treinta siglos, para que yo escuchara ese presto en mi casa?

¡En mi casa! Pero también puedo oírlo caminando por la carretera de las aguas, si me da la gana, que no me la da, y en el avión y en el coche y en la bicicleta y en la cama y atravesando el desierto de Gobi y en una reunión de candidatos a la alcaldía de Barcelona. ¿Todo eso para mí?

No era posible. Y sin embargo, así como el teléfono, el overcraft, la ecografía prenatal, el birreactor, la fotografía digital, el tren de alta velocidad, la pintura acrílica, la aspirina, el rape congelado, en fin, tantas cosas modernas me complacen, así también podría pasarme sin ellas porque no son mías, no las inventaron para mí: seguramente moriría, pero moriría a gusto, sin echar nada en falta. En cambio, no podría pasarme sin la música enlatada, moriría entre horribles estertores y arrancándome las uñas con los dientes. Es mi vicio.

Tengo que hacer un esfuerzo continuado que casi no me deja oír la música, para comprender el milagro disparatado que se produce cada vez que meto en mi casa a la orquesta del Concertgebouw entera, más de cien pupitres holandeses, una alfombra de cáscaras de mejillón, o bien cada vez que pongo a trabajar al pobre Richter sin dirigirle ni una miradita tan triste él, o al cuarteto Borodin con dos litros de vodka en el cuerpo y sonriendo de satisfacción ante la partitura del octavo de Shosta. ¿Cómo es posible que los tenga allí, a mi servicio, esperando en la nevera a que los saque a pasear?

Yo creo que sólo por el detalle del invento antes mentado, ya ha merecido la pena dejarse vivir. Como exclamaba aquel personaje de Zorrilla: “¿Era esto la vida? Volvamos a empezar”.

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31 de agosto de 2006
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No me vengas con historias

Cuánto más rápidamente se desprestigiaban los obispos, mayor era la velocidad con la que se frotaban las manos los dueños del Estado, tanto los de una portería como los de la portería contraria.

“Espera a que digan algo sobre el aborto y ya será nuestro”. Los obispos hablaron del aborto. “Ahora que hablen de las células madre”. Hablaron. “¡Oh, no lo puedo creer, están hablando del condón!” Así fue. Por fin, un radiante día de junio, el subsecretario entró feliz en su despacho y llamó al ministro para decirle: “¡Hoy hablarán del matrimonio guay!”. “¿Del matrimonio guay?, preguntó alarmado el ministro, ¿está usted seguro, Covachuelas?”. “Perdón, perdón, estoy muy nervioso: gay, del matrimonio gay”. “¿Se han vuelto locos?”. “Totalmente, excelencia. Podemos decir que el sexo ya es nuestro en casi todas sus manifestaciones”. “¡Magnífico, Covachuelas, mañana mismo empezaremos a legislar sobre la coprofilia!”.

La historia del estado moderno es la historia de cómo se ha ido apropiando de los objetos litúrgicos y espacios de poder del funcionariado eclesiástico, comenzando por la educación y acabando por la sexualidad. Neutralizadas las decadentes resistencias episcopales, en la actualidad es el Estado quien ordena lo que podemos y debemos hacer con nuestras partes pudendas y adláteres, qué complementos podemos usar, bajo qué régimen de seguridad, qué condiciones debemos cumplir para darle estabilidad administrativa a nuestra coyunda, en qué circunstancias podemos cambiar nuestros genitales, arreglarlos, añadirles o quitarles materias grasas o minerales, y un sinnúmero de actos, detalles, matices, precisiones, que si se ven juntos dejan al Kama Sutra como lo que es, un libro de rezos para los miembros más decaídos del Opus Dei.

La preciosa historia de cómo se nacionalizó la actividad sexual, historia no escrita porque aún queda medio centenar de intelectuales que creen que es la historia de una liberación, se verá pronto minimizada por la próxima nacionalización de la Historia.

Como la actividad sexual, la narración histórica parecía algo propiamente privado, como la literatura o la filosofía, un ámbito en el que sólo los estados totalitarios entraban a saco para retocar fotografías comprometedoras y descabezar textos demasiado honestos. Justamente por haber nacionalizado la historia, los estados fascistas y estalinistas habían logrado sumir la llamada “historia oficial”, es decir, la aprobada por el Estado, en la miseria.

Asombrosamente, algunos gobiernos de apariencia democrática están elaborando “leyes históricas”, no en el sentido de que vayan a pasar a la historia, sino en el de que van a convertir la Historia en materia administrativa. Habrá una historia oficial como hay himnos regionales en cada autonomía. Los historiadores tendrán categoría similar al cuerpo de bomberos.

La aparente ingenuidad con la que unos hombres y mujeres con título universitario (no todos) están hablando en serio de una “Ley de la Memoria Histórica” asombra y admira. No creo yo que vaya a servir para que el Banco de España, como hizo el Deutsche Bank respecto del periodo hitleriano, publique la historia de su colaboración con las fuerzas franquistas y los grupos y familias que se beneficiaron, más bien supongo que será, como la legislación sexual, una herramienta para la estatalización de la memoria, o sea, para el ejercicio del poder funcionarial.

No vaya a creerse que este delirio es tan sólo otra españolada de pandereta y alpargata. En Francia, país que ya ha nacionalizado la memoria histórica un par de veces (la última, muy graciosa, para convencerse a ellos mismos de que fueron unos rabiosos enemigos de Hitler), nos llevan delantera. Lo cuenta en un excelente artículo Ana Nuño en el último número de Letras Libres, el de septiembre.

Y si alguien está pensando que siempre hago publicidad de la revista Letras Libres, se equivoca. Sólo hago publicidad del contenido de la revista Letras Libres.

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30 de agosto de 2006
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El ruido y la furia

Entre las muchas virtudes turísticas que adornan a Barcelona quizás la más valiosa sea la de haber sido elegida “Ciudad más ruidosa de Europa” en sucesivas ocasiones. Supera a Nápoles. El ruido de la capital catalana es un signo de identidad muy valorado por los sucesivos gobiernos, incluido el último, el más ruidoso de todos.

El ruido de Barcelona tiene imagen de marca. Tiene diferencia. Es un ruido grasiento, mohoso, estercolario, apesta a alcohol de garrafa, a calzoncillos sudados, a chotuno, a duchas de barracón. Tiene una calidad pegajosa, mucosa, con abundantes lagrimones y pitido deportivo. Es un ruido que te golpea con un tubo de escape rajado, te pincha con una lata oxidada, te abrasa con lejía carcelaria.

El ruido es un ente de difícil definición. Se opone al silencio, pero también a la música, la cual sería sonido inteligente frente al ruido como sonido absolutamente idiota. Sin embargo, mucha música podría ser considerada ruidosa. Por ejemplo, Varése para un devoto de Julio Iglesias (aunque no siempre), o Julio Iglesias para un devoto de Lachenman (aunque no todos). De modo que dejemos la música fuera de este asunto. El ruido se opone, pues, estrictamente, al silencio.

Ahora bien, el silencio no es el sonido del desierto y de la muerte. No hay actividad humana y común que sea silenciosa, excepto en los conventos (algunos) y bibliotecas (casi ninguna). Hay en cambio un silencio ameno que es el de las conversaciones sin gritos, el estudio con el runrún de otros lectores, el de un paseo por lugares con poca o nula circulación, y así sucesivamente. Este silencio ameno es el más feroz enemigo de los ayuntamientos los cuales ponen ruido incluso en las cimas de los montes.

Un malvado podría decir que los ayuntamientos tienen intereses económicos muy importantes en la producción de ruido. Las discotecas, terrazas, bares, restaurantes al aire libre, chiringuitos, fiestas de barrio, jaranas populares, motos cutres, quads, motitos de agua, motonas de bosque, motazas de pueblo, celebraciones públicas, toda actividad ruidosa, en fin, genera dinero municipal. Así que de un modo natural, los ayuntamientos se ponen del lado del productor de ruido.

Durante las últimas fiestas del barrio de Gracia de Barcelona, los grupos de hombres y mujeres que aporreaban tambores, contenedores de basura, cubos, botellones o bombonas de butano, pudieron armar gresca hasta el amanecer. La policía local (mossos d’esquadra) les protegía maternalmente de cualquier protesta vecinal por orden expresa de los políticos socialistas. La policía tenía orden rigurosa de no interrumpir el estruendo. La prensa afín al gobierno aplaudió este comportamiento diciendo que ha sido la celebración más pacífica en muchos años. Para algunos.

Es cierto que los vecinos del barrio de Gracia son gente de clase media baja y baja, gente humilde, trabajadores. Impedir que un trabajador descanse es tarea prioritaria para un ayuntamiento socialista: el trabajador no genera dinero municipal. Más bien lo gasta. Que lo proteja su padre.

Consecuencia de todo lo anterior es que los desalmados y asociales que luchan contra el ruido no tienen más remedio que acudir a la justicia. Es como si los ayuntamientos apoyaran a los ladrones y castigaran a sus víctimas. Éstas no tendrían otro recurso que pedir auxilio a los jueces. La justicia: el recurso de los desesperados en éste país. Casi un suicidio.

Pues tampoco era suficiente. Los ayuntamientos catalanes (cuyo caso es el que conozco, aunque supongo que en el resto de España no será distinto), desobedecían, no ejecutaban las sentencias, miraban al cielo y silbaban, juraban no tener medios (sólo fines), seguían protegiendo el ruido y cobrando de los productores de ruido.

Ahora, por fin, los tribunales han comenzado a  condenar a los ayuntamientos catalanes por no cumplir las sentencias. Ya han sido empapelados más de veinte ayuntamientos, según informa La Vanguardia del 26 de agosto. Veinte. Arsa Manela! En las sentencias se les acusa de ineficacia y prevaricación. Entre el ruido y las inmobiliarias, los ayuntamientos están reuniendo lo mejor de cada familia.

Pero la información más importante es que ahora ya puede acudirse a la vía penal, mucho más rápida que la administrativa, para protegerse de los ayuntamientos. Así, por ejemplo, el responsable del restaurante “El Porter” de Barcelona ha sido condenado a cuatro años de cárcel. Ya pueden imaginar la tortura que este hombre ha infligido a sus vecinos para que le caiga semejante palo.

Gracias a la nueva vía penal se están descubriendo complicidades entre políticos municipales corruptos y empresas productoras de ruido. Pronto aparecerá una sentencia que atañe al barrio de Ciutat Vella de Barcelona, en donde dos concejales parecen estar detrás de negocios de producción masiva de ruido que hasta ahora han salvado todas las inspecciones.

Hace unos años, oí al marido de una concejala alabar los chiringuitos, las discotecas, los bares ilegales de la zona vieja de Barcelona, con la célebre razón de que “los jóvenes han de divertirse” y otras majaderías. Al salir de la reunión, uno de los invitados me susurró al oído, aterrado, que este personaje era dueño de chiringuitos, bares y discotecas. Un mafioso de cuidado con esposa intocable.

La lucha contra esta prevaricación municipal la lleva a cabo desde hace años la Associació Catalana contra la Contaminació Acústica (ACCA). Les han acusado, como siempre que alguien denuncia una corrupción en Cataluña, de ser del PP, de odiar a los jóvenes, de ultracatólicos, de españoles, en fin, de lo habitual en nuestro peronismo blando. En realidad se trata de gente que considera inadmisible que los munícipes se enriquezcan torturando a los vecinos que les pagan el sueldo.

Pueden hacerse socios, vivan o no vivan en Cataluña.

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29 de agosto de 2006
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Palabra de viajero

La invitación a tomar en serio a Humboldt que propuse los días 11 y 14 de agosto, ha tenido respuesta, bendito sea Dios. Uno de mis alumnos de Arquitectura, el joven Ion, aprovechó las vacaciones para convertirse en esquilador de ovejas y recorrer buena parte de Navarra como asistente de un honrado profesional. Ha tenido la amabilidad de compartir conmigo su aprendizaje. No, no me ha trasquilado, aunque buena falta me hace, sino que me ha transcrito su cuaderno de campo.

Ya sólo quedan tres grupos de quince esquiladores cada uno para el conjunto de la comunidad foral. Antes fueron centenares y todos gitanos. El caso es que Ion ha podido trabajar con uno de los pocos independientes que quedan, un esquilador de los que van de pueblo en pueblo ofreciendo sus servicios, hombre rápido con las tijeras y de una acreditada eficacia, el Clint Eastwood de la cabaña ovina.

Pongo ipso facto a disposición de los amigos algunas de sus enseñanzas más notables, empezando por las palabras, que nos enriquecen de modo inmediato.

Así, por ejemplo, no haya confusión, la verija es la zona que rodea el rabo del bicho y es por donde se le sujeta para dar las últimas pasadas. No es tan sólo “las partes pudendas”, como dice el DRAE, sino algo de mayor consistencia y de uso técnico imprescindible. Lo cual hace que una expresión como: “¡Te voy a coger por la verija!” carezca de cualquier connotación de obscenidad. Se puede decir con toda tranquilidad cada vez que se desee controlar alguna cosa. “A ver si lo coges por la verija de una vez” puede decirle el maestro al alumno que no acaba de entender lo de los logaritmos.

El mardano modorro es un macho que de repente se pone a dar vueltas sobre sí mismo, “con la cabeza girada a lo exorcista”, dice Ion, hasta que cae al suelo y comienza a patear. Lo más frecuente son las ovejas modorras, pero un mardano modorro es algo excepcional, supremo. Estos ataques de locura no tienen arreglo, de modo que el animal ha de ser sacrificado. Muchos pastores ocultan que han tenido algún modorro o modorra entre los suyos porque los funcionarios de sanidad se pueden incautar del rebaño entero si son un poco bordes.

Obsérvese que cada uno de estos términos permite una aplicación metafórica inmediata. Nada más frecuente en las Cortes españolas que el típico diputado con ataque de histeria y espumarajo bucal (oveja modorra), pero se da a veces el ejemplar excepcional que arma un cristo de aquí te espero y al que los periodistas bien podrían calificar de “mardano modorro”, evitando de ese modo los topicazos usuales de “escandaloso”, “chillón” o “filibustero”. Lo propongo sin mucha fe en los periodistas, pero que por mí no quede.

A veces la palabra por sí sola ya es un poema, así el moreno es un puñado de ceniza que se emplasta en la herida, si la oveja ha salido cortada del esquilo. Con ello se consigue que la llaga seque rápidamente y que no se llene de gusanos. El DRAE sólo da como definición: “el morenillo del esquilador”. ¡Qué daño ha hecho García Lorca!

Si alguien recorta en exceso a una oveja la ha sollado, así que puede decirse de muchos chavales que “van sollados como ovejas”, o que van simplemente “sollados”, en lugar de usar el extranjerizante skin head o el inconveniente “cabeza rapada” que parece señalar a un huérfano de la guerra civil. “Un grupo de sollados le partió la cara a un pacífico viandante”, a mí me suena bien.

La chapa con el número de registro que cada oveja lleva clavada en la oreja es el crotal. De nuevo una ocasión para enriquecer el vocabulario de los guionistas de TV cuando sale un tío con piercing: “¡Vaya crotal que te han clavao, macho!”, es una solución elegante. Por cierto que al macho de cabra capado se le llama ilasco, pero Ion no ha podido averiguar si va con o sin hache. Lo dejo aquí abierto.

Sólo se traba a la oveja con cuerdas de lana cuando se esquila a tijera, cosa ya poco frecuente, pero inevitable cuando se encalla la máquina o si se produce un corte de fluido. Con las actuales tijeras eléctricas, en dos horas te has trasquilado cuarenta ovejas. Claro que estamos hablando de buenas ovejas, o sea, parideras, de lana fuerte y esponjosa. Las malas, las recién paridas, tienen una lana sucia y deshilachada que se engancha en el peine y da muchísimo trabajo. Empleo: en las carreras de Fórmula Uno con lluvia y demás obstáculos el locutor puede decir algo así como: “Fernando Alonso tiene grandes dificultades con sus Michelin en el circuito húngaro, quizás debería probar unos mixtos, tal y como va ahora es como si trasquilara ovejas recién paridas”. ¡Qué nivel!

Hay mucho más en el cuaderno de Ion, pero por hoy es suficiente. Sólo deseaba celebrar que aún quede gente capaz de viajar en serio y de descubrir aspectos olvidados o desconocidos de la experiencia común sin necesidad de irse a Tailandia. Y, por supuesto, capaces también de regresar para contarlo.

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28 de agosto de 2006
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¿Qué será, será?

Un amigo de Barcelona coincidió en Cuba con la misteriosa desaparición de los hermanos Castro y la subsiguiente reaparición del comandante en plan Santo Padre recuperado. Mi amigo estaba impresionado. Hablábamos al pie de su piscina, un riñón azul turquesa con escalerilla de acero, incrustada como un alhaja en el césped espeso, cortado a la navaja. Al fondo, las Medas en su fase caliginosa. De vez en cuando la novia de mi amigo nos llenaba los vasos. En la mesita del bar iba descendiendo el nivel del Campari. Los invitados saqueaban los cestillos de almendras y patatas fritas. A esa hora suele hacer mucha hambre.

Los cubanos, según creyó ver mi amigo, estaban contentos, amaban al comandante, apenas trabajaban, vivían razonablemente bien, sin nuestro estrés, sin nuestras preocupaciones, los niños jugaban por las calles vacías de coches, la isla era totalmente segura, podías caminar a las tantas de la noche sin el menor peligro, playas espléndidas, clima agradable, y los isleños eran muy amables. ¿Qué más se puede pedir?

Mi amigo es de los que viajó a Chiapas para darle un abrazo al otro comandante, defiende la lucha contra la globalización y vota a los independentistas de Esquerra Republicana; sin embargo, está montando una empresa en Bratislava donde la mano de obra es más barata que la catalana y la corrupción se mantiene en un nivel aceptable.

De nada sirvió que tratara de razonar con él. Sé por experiencia que a muchos ciudadanos de este lugar les fascina Castro. Especialmente a los de clases acomodadas. No sabría decir por qué motivo. Mi amigo, por ejemplo, aseguraba que los inconvenientes de la tiranía estaban perfectamente compensados por las ventajas socialistas.

“¿Como cuál?”

“La enseñanza, por ejemplo”.

“¿Y de qué te sirve la enseñanza si no puedes utilizarla? Además, ni siquiera te dejan estudiar lo que quieres, sólo lo que ellos mandan. Y la lectura está censurada. Como con Franco. ¿Qué puedes estudiar si no hay libros?”.

El Campari había ya bajado más de la cuenta, porque comenzó esa carrera de disparates que parece inevitable cada vez que se habla de Cuba. Intervino una estrella mediática local. Campanudo.

“Tampoco en España hay libertad para todo. No hay libertad absoluta en ningún lugar del mundo. Yo, por ejemplo, tengo prohibido hablar del Rey y de Montilla en mi programa de televisión”.

“Ya, pero si hablas del Rey o de Montilla, incluso bien, no te meten en la cárcel ni te fusilan”.

“O sí: a Xirinachs le han caído dos años”.

El pobre Xirinachs es un cura défroqué medio lelo y ultranacionalista que declaró ante la prensa cuánto amaba a ETA y cómo admiraba a los gloriosos gudaris. Le han caído dos años, pero no los cumplirá, evidentemente. Se lo digo.

“Ya veo. Eres un visceral. Tienes una medida para los cubanos y otra para los catalanes. Para mí son lo mismo Castro que Blair o Bush. No veo la diferencia”.

Sé por experiencia que ahí termina la disputa, cuando aparece la aserción brutal y estúpida comprendes que lo siguiente es la agresión física. De inmediato se pasa al arroz con bogavante y los presentes tratan de olvidar la conversación como borrachos tras romperle la crisma a un paseante.

No es fácil. A mí me sigue pareciendo un enigma que una clase social razonable y entregada con esmero a sus fines egoístas (eso es lo que hace del capitalismo una forma de convivencia superior a cualquier colectivismo obligatorio), tenga en este rincón del mundo una ideología tan extravagante. ¿De quién temen el juicio? ¿Qué clase de castigo les caería si se aceptaran de una vez? ¿Les avergonzaría mirarse al espejo si admitieran lo extraordinariamente conservadores que son?

Siempre que se habla de esta rareza, tan típica de algunos ricos ciudadanos, ya sean parisinos (la gauche caviar), neoyorkinos (the radical chic), o catalanes y madrileños (progres), suele aparecer la misma palabra: “narcisismo”. Será eso, pero ¿qué esconde este término? ¿Qué rara batalla interna tienen los bien situados que se avergüenzan de su riqueza y de su poder, sin por ello renunciar ni a lo uno ni a lo otro? Muy al contrario, suelen ser los patronos más duros. Y no sólo los patronos. Uno de los arquitectos mejor parasitados en el poder fáctico de mi ciudad, conspicuo colaborador de una política inmobiliaria escasamente socialista, brinda por Castro y por ETA cada vez que se le presenta la ocasión.

Si alguien necesita mentirse tan desesperadamente, es seguro que tarde o temprano sufrirá un cortocircuito, el espejo se romperá y le dejará a oscuras con su verdadero rostro. Si la oscuridad dura más de la cuenta, para cuando despierte la piscina estará vacía, no quedarán patatas fritas, la novia se habrá largado con un cubano, y las visitas serán los jueves.

De todos modos, la oscuridad, la duda, la inseguridad, el ataque de sinceridad, no suele durar demasiado en esos ambientes. En cuanto la imagen aparece algo borrosa, se compran un espejo nuevo, o, mejor aún, mandan a un propio a comprarlo.

Me fascinan, pero me parecen totalmente opacos. Me lo digo y me lo repito: si tuviera el talento de Scott Fitzgerald me pondría a escribir una novela sobre ellos para averiguar cómo son.

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25 de agosto de 2006
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