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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Señor, señor, qué aciaga tabarra

No siempre, pero a veces hablar con un grupo de periodistas lleva peligro de la vida. El miércoles presenté un libro y como era de esperar me preguntaron sobre el absorbente asunto de la Feria de Fráncfort. Hablé con la tranquilidad de quien se dirige a un conjunto de adultos.

Dije, por ejemplo, que me había sorprendido la unanimidad de los escritores en lengua catalana para acudir a unos actos que eran, sin duda, una promoción política y secundariamente comercial. Desde luego, sin relación alguna con el arte de escribir. Un acto más propio de funcionarios que de escritores y en el que el presidente de un club de fútbol les dijo (¿a los alemanes?) que si no mejora el catalán habrá que fundar la "república catalana del Barça". Todo muy elevado.

Cuando España fue la invitada de honor de la feria, algunos escritores convidados (yo mismo, sin ir más lejos) declinamos porque nos contrariaba perder el tiempo en una feria que es más una reunión comercial que literaria. Y añadí que quienes conocen el paño saben que allí no hay nada mejor que hacer que emborracharse en el bar del hotel. Comenté que a un escritor suele darle un poco de vergüenza servir de cartel a un circo patriótico cuyos rendimientos se los lleva la Administración. El rechazo del servilismo hizo que bastantes escritores españoles no acudieran al Fráncfort español. Mostré mi perplejidad por la unanimidad de los 110 escritores de la Generalitat. Ni un ausente. Sólo ha fallado Sergi Pàmies, uno de los mejores, por razones que no ha revelado, aunque ha dicho que si hablara "le meterían en la cárcel".

Mostré mi sorpresa sin acusar a nadie, como mera constatación. Por suerte me llevo bien con casi todos los invitados. Incluso entiendo que la unanimidad se deba a que comparten los fines patrióticos del Departamento de Cultura de los independentistas. Nada que objetar.

Titular: "Azúa tilda de serviles a los escritores catalanes de la comitiva oficial". Acato la obsesión por el titular malévolo. Incluso me complace: el lector inteligente sabe discriminar. El bobo va al trapo.

Artículo publicado en: El Periódico, 13 de octubre de 2007.

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15 de octubre de 2007
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Lanzas, espadas, rostros y nada

Aunque se va atenuando, no es difícil todavía encontrar aquí y allá voces quejosas sobre la bajísima calidad de las (vamos a llamarlas así) obras de arte actuales: narrativas, músicas, plásticas, arquitectónicas. La melancolía de un tiempo en el que los Reyes del Arte eran coronados por un tribunal de expertos sólidamente formados (casi siempre profesores de prestigio capaces de un razonamiento complejo), aunque mermada, no ha abandonado por completo el lamento. Todas las semanas se asoma alguien a la prensa y declara: "¡Hay que ver cómo está la literatura!", como si hablara del precio de la merluza.

Es desde luego casi imposible de creer que todavía en la década de los sesenta del siglo XX pudiera Bernstein mantener con enorme éxito un programa televisivo dedicado a explicar la música clásica o que los conciertos de la orquesta de la BBC tuvieran una audiencia millonaria por la radio. Eran tiempos en los que grandes maestros como Thomas Mann o Camus podían encabezar simultáneamente la cima literaria y la de superventas. Todo eso se acabó. Y no va a volver. Seguramente, para nuestro bien.

La causa es, sin duda, la inconcebible extensión del campo llamado "cultural" y la entrada como consumidores de miles de millones de ciudadanos que hasta hace pocos años no manifestaban el menor interés por esos productos. La masificación de los museos es cosa reciente: yo me he paseado por un Louvre absolutamente vacío, excepto en dos salas contaminadas por la notoriedad. Los escritores norteamericanos de la posguerra sabían que caracterizar a un personaje como aficionado al béisbol le daba un inconfundible sello popular, pero que si visitaba un museo o leía un libro quedaba marcado como blanco de clase media y posiblemente judío. Hemingway era sutilísimo en esas pinceladas que hoy pasan inadvertidas.

Cuando hablamos de masificación cultural deberíamos en realidad emplear otra expresión para ser más exactos: democratización cultural. El proceso de masificación no es sino el efecto industrial de la democratización aplicada al campo "artístico". Y los viejos escritos de Th.W. Adorno contra lo que él llamaba "cultura popular", así como los de tantos otros elitistas inconscientes que escribieron contra la "industria cultural" no estaban sino tratando de prolongar el sistema rotundamente clasista de la Europa más tradicional. No en vano casi todos los críticos de la "industria cultural" provenían de la izquierda. Una izquierda que creía en la clase política, es decir, en ellos mismos, como vanguardia de una población ignorante ("alienada", se decía) a la que despreciaban. No han cambiado mucho las cosas en España.

La democratización del Arte, en el terreno literario, comenzó entre nosotros con Cien años de soledad. Nadie podía negar su calidad literaria, sin embargo la venta de millones de ejemplares puso en evidencia un desfase entre las escrituras minoritarias, en general alabadas, y las populares, siempre atacadas por la izquierda. Recuerdo perfectamente a ciertos mandarines "progresistas" que ensalzaron el libro cuando se publicó, pero pronto lo consideraron una "concesión al comercio" en cuanto el libro superó el margen que ellos habían puesto a la élite lectora. Entonces dijeron que "lo bueno de García Márquez es El coronel no tiene quien le escriba". Pocos años más tarde sucedió algo similar con las primeras y admirables novelas de Vargas Llosa.

En realidad el proceso estaba comenzando y es lógico que despistara a los happy few, pero su avance, mundial y poderoso, es hoy ya tan evidente que sólo gente muy nostálgica sigue atacando "la baja calidad", "la comercialización" o "la trivialidad" de las (llamémoslas así) obras de arte populares. Hay incluso algún izquierdista, como Zizek, que ya ve como algo indispensable hablar seriamente sobre esos "productos industriales". Ya era hora: Stanley Cavell lleva décadas haciéndolo.

Esta muy larga introducción pretende situar la última novela de Javier Marías, un escritor que jamás ha despreciado la "cultura popular", sino todo lo contrario: es un apasionado defensor (e incluso editor) de novela negra, gótica, de misterio y horror. Lo cual no impide que distinga con toda claridad cuál es la cima artística de la novela española actual, indudablemente Juan Benet. Mantener una actitud objetiva e incluso interesada por la literatura "comercial", sin por ello perder de vista cuál puede ser el mérito de una escritura difícil, densa, rica y ambiciosa, me parece admirable y digno de imitación.

De hecho, en su recientemente publicada Tu rostro mañana III, se dan aspectos que fusionan el uso de elementos democráticos con la hipertécnica de una escritura para profesionales. Y esa ha sido siempre una característica de Marías cuya primera novela, Los dominios del lobo, era ya un homenaje a las narraciones de aventuras que, por cierto, Juan Benet (quien tampoco tuvo jamás pretensiones elitistas) alabó con énfasis. Posiblemente la predilección por la literatura anglosajona que compartían Marías y Benet (Mendoza es el tercer hombre y Cercas el cuarto) les salvó de los errores que cometimos los que andábamos deslumbrados por la literatura francesa de la época, esa híspida profesora vestida de cuero que nos agredía con un volumen de Althusser al grito de: "Cerdo burgués, te voy a hacer llorar cerdito mío".

La voluminosa parte final de la trilogía de Marías es, creo yo, un ejemplo de literatura artística con la máxima exigencia, pero sin la menor pretensión de encerrarse en un territorio especializado, ese que antes se llamaba "literatura de experimentación". Contiene elementos architípicos de la literatura popular, de los cuales el más sobresaliente es la pertenencia del protagonista a una sociedad secreta. Este sueño de todo adolescente viene de lejos, posiblemente del "Wilhelm Meister" de Goethe. Y ha provocado siempre una emoción intensa en el lector, como ha demostrado con creces Harry Potter. No obstante, la sociedad secreta a la que pertenece el protagonista de Marías no enlaza con la tradición romántica de los brujos, sino con la muy contemporánea de los agentes secretos, una especie de James Bond en zapatillas que no por eso deja de ser un individuo peligroso. Gracias a la pertenencia a ese grupo de privilegiados de la información, el protagonista accede a un conocimiento del mundo que le está vedado al común de la gente y que le va a permitir intuir cuál será "su rostro mañana". Una vez lo averigua, como está mandado en el género, puede abandonar la sociedad secreta.

En una escena espléndida, el protagonista debe mirar por obligación los vídeos que obran en poder de esa sociedad secreta, en los que se exhiben escenas pavorosas que Deza observa entre horrorizado y fascinado a través de los dedos de sus manos. En esas cintas se esconde un poder terrorífico que es, simultáneamente, grotesco: palizas, torturas, asesinatos, actos sexuales ridículos, la vil simpleza que exhibe constantemente la televisión en sus programas. Y que, sin embargo, es real para aquellas personas que la sufren. Es cierto que al ruso lo liquidaron, que a la pobre mujer le quemaron el rostro, que al muchacho le partieron la cabeza a la salida del colegio, que el jefe de la CIA iba a las orgías vestido de señora. Esa idiotez criminal, intrínseca al poder político contemporáneo, es el gran secreto de una sociedad que no tendría por qué ser secreta, hasta tal punto la vida cotidiana consiste en esa criminalidad imbécil desde los medios de formación de masas. Sin embargo, la criminalidad imbécil es un material muy valioso en el mercado y ciertas sociedades comercian con ese material en nombre de la Patria.

El argumento de la trilogía cabría en dos carillas. Si bien Marías elige con astucia sus escenarios y son decididamente democráticos, en cambio, para la exposición utiliza las herramientas más difíciles de la literatura exigente. Quizás por eso hay lectores que se declaran fatigados, del mismo modo que los hay que afirman haberse aburrido con las novelas de Benet. Como es lógico, esa es una cuestión de elección personal. Yo no creo que sea más arduo leer a Benet o a Marías que soportar la prosa periodística. Incluso tiendo a entender con mayor dificultad las declaraciones de un ministro que las páginas de una novela de Benet. A veces debo leerlas dos veces para encontrarles algún sentido, cosa que no me ha pasado en las casi mil páginas de Marías.

La prosa de Marías es densa porque es creativa, no es fácil porque es preciso aprender a usarla (lo mismo sucede con Bernhard o con Schoenberg), en ningún momento apela al latiguillo, al tópico, al lugar común, a la frase hecha para facilitar las cosas, sino que, por el contrario, dedica bastantes páginas a desentrañar expresiones, a mirar con lupa una palabra, una frase, a obsesionarse con las equivalencias lingüísticas entre idiomas. Hay críticos que le reprochan un uso poco ortodoxo de la sintaxis. Yo creo que eso debería ser una alabanza.

La justificación de una prosa heterodoxa, sin embargo, ha de nacer de una necesidad reconocible, presente en la novela. La prosa de Marías es claustrofóbica, repetitiva, agobiante, obsesiva, casi demente en ocasiones, pero es que la novela no trata de otra cosa: obsesiones, demencias, agobios. El verdadero asunto de la novela no es el amor, o las relaciones entre los humanos, o las dificultades económicas, sexuales, políticas habituales. El tema de la obra es sencillamente el tiempo como apelativo abstracto de una destrucción imperceptible y repetitiva. A diferencia del tiempo proustiano, que tiene enmienda y se recobra o reencuentra, el tiempo de Marías es unidireccional, no tiene regreso, es irrecuperable. Ese tiempo se escinde en varias dimensiones, pero en todas ellas destruye sistemática y tercamente hasta hacernos desaparecer. A nosotros, a quienes amamos, lo que conocemos, lo que sentimos, la totalidad de nuestro ser, es decir, la totalidad del mundo en el que nos representamos; todo, hasta convertirnos en nada.

Proponer como asunto de una novela la aniquilación, requiere un tratamiento específico. Si Proust hubo de inventar una frase inacabable, retorcida, de una complejidad inaudita y sin embargo transparente al entendimiento hasta el punto de que su novela es en realidad un tratado filosófico, Marías ha tenido que ir puliendo una frase exasperante, asfixiante, insoportable como la misma destrucción a la que procede. Una frase que se destruye a sí misma y que sólo sirve para eso, para escribir novelas de Marías sobre la destrucción, y cualquier pardillo que trate de imitarle no hará sino escribir malas novelas de Marías. Esa armonía entre la necesidad artística del material y la extremada complejidad del mismo es lo que despista a algunos lectores; no así los escenarios, que pertenecen al orden pluscuamdemocrático. En el extenso monólogo de la novela, el narrador va aniquilando todos y cada uno de los personajes, incluido él mismo, aun cuando en realidad sólo dos de ellos mueren o se extinguen realmente. Al finalizar, uno cree haber leído el Eclesiastés contemporáneo.

En la actual efervescencia, en el mundo que se está inventando (yo creo que vivimos una fundación y que somos primitivos de nuestra propia era), la extensión ilimitada de lo "cultural" parece conducir inevitablemente al bodrio. Bien, pues no es así. La novela de Marías debería indicar a los más escépticos que es posible la máxima ambición literaria unida a la más lúcida y simpática mirada sobre "lo popular". Y que, con mucho esfuerzo y talento, se puede demostrar su fraternidad, su mutua necesidad.

Artículo publicado en: El País, 10 de octubre de 2007.

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10 de octubre de 2007
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Quítate de ahí, que me pongo yo

En una reciente entrevista al excelente director teatral Mario Gas, le preguntaba una empleada de la televisión nacional de Catalunya: "¿Y usted vive en... en... en Madrid, verdad?". Lo decía temblorosa e incrédula. El interpelado, que es muy listo, lo confirmaba sin darse por enterado. "Pero, pero... ¿cómo lo aguanta?", repetía conmovida la muchacha. Esta escena es de lo más corriente en los medios de persuasión de la Generalitat desde que los socialistas regalaron las radios, las teles, la cultura y la lengua a Esquerra Republicana.

En casi todos los medios pagados por los catalanes se ha instalado un delirio. Sin embargo, hay también designios malévolos. Por ejemplo, una multitud de programas que se burlan de "los españoles" mediante la exhibición de fragmentos de otras televisiones en los que aparecen mujeres y hombres de escasa cultura o simples energúmenos diciendo barbaridades o mostrando su estupidez. En uno de esos programas pillé el otro día a un cómico exigiendo que levantaran la mano los que odiaban a Fernando Alonso. A la vista del escaso éxito pudo verse, gracias a un error de la cámara, cómo su secretaria agitaba los brazos muy nerviosa invitando a la concurrencia a odiar ese "símbolo español". En fin, impotencia y resentimiento.

Los escasísimos datos que se hacen públicos desde el sanedrín reconocen que la audiencia de esos medios ha caído en picado desde que los dirigen los cruzados. Y todos sabemos que es una sangría colosal sobre la que jamás dirán ni mu. El reparto es descarado y los de Esquerra son insaciables poniendo a su gente en todas partes. La excusa es "hacer país", pero la verdad es que tan solo hacen clientela. Como es dinero público, absolutamente nadie les pide cuentas sobre el fracaso de los medios que controlan.

La expulsión de Cristina Peri Rossi de la radio nacional catalana por hablar en castellano no es solo una represión lingüística. Es también la excusa para ganar otro puestecito pagado con dinero público para un cliente del partido o un adicto al régimen. Y el resto es hipocresía.

Artículo publicado en: El Periódico, 6 de octubre de 2007.

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8 de octubre de 2007
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Que te compre tu madre

Quienes hayan tenido la fortuna de vivir en algún país civilizado habrán constatado que la publicidad suele ser muchísimo menos invasora que en el nuestro. Ahora mismo (y me he puesto a la máquina como quien desenfunda una Magnum) acabo de oír a un delicado portavoz, quien, tras inquirir si yo era yo, me ha dicho que tenía el honor de anunciarme una promoción de Orange, don Félix. En este caso era un zumo de naranja, pero cada día diez o doce vocecillas telefónicas tratan de colocarme alguno de sus productos (a veces tan improbables como un tal Oso Yoigo) con musicales acentos colombianos. Como tantos otros, cuelgo el aparato sin piedad e imagino el ánimo abatido de la vocecilla y me siento fatal.

En las radios procuro saltar de anuncio en anuncio hasta pillar algo de música o una voz humana, pero es casi imposible. Como muchos, me he jurado no comprar jamás ese colchón que impide oír la voz de Carlos Herrera en Onda Cero, entre otras cosas porque aseguran que si les compro un col- chón me regalan un autobús de línea y yo no sabría qué hacer con un autobús de línea. Y encima, a las primeras 50.000 llamadas les añaden de regalo unas gafas de soldador. Todos los días. Es mucho colchón. Ya no veo las películas de la tele si no es previa grabación en vídeo o DVD para saltar como un gamo sobre las dos horas y media de anuncios que impiden ver la hora y cuarto de filme. Y me juramento para no comprar jamás a los más paranoicos y totalitarios de los anunciantes. Y así sucesivamente. A todas horas.

Yo creo que si no tenemos una ley de la publicidad como la francesa que nos proteja de la fanática persecución a la que estamos sometidos, ello se debe a que el cuerpo de políticos en activo es una rama menor del sistema publicitario, un enjambre de hombres-anuncio que está como el pez en el agua entre yogures y tampax. Algunos medios políticos, como Catalunya Rà- dio, TV-3 y el Canal 33, son empresas de publicidad incluso cuando no pasan anuncios. No pienso comprarles nada, claro, pero a ellos les da igual: ya se han quedado con mi dinero.

Artículo publicado en: El Periódico, 29 de septiembre de 2007.

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3 de octubre de 2007
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La enfermedad infantil de la ignorancia

De vez en cuando recuerdo que los dos males supremos de la sociedad española son la inexistencia de un sistema judicial razonable y la destrucción educativa. Todo lo demás, el encaje de bolillos de las autonomías, la financiación estructural, las alegres subvenciones y otros asuntos, son tan sólo negocios. Mejores para unos, peores para otros, pero negocios. Justicia y educación, por el contrario, no son negocios: requieren inversiones gigantescas sin beneficios contables. Por eso siempre han sido reivindicaciones de la izquierda clásica, la extinguida. La que a su manera están adaptando a Europa gente como Blair, Brown, Sarkozy o Angela Merkel. Una derecha que se apropia del cartel gracias a la decadencia de la izquierda apoltronada.

A mi modo de ver y mientras la sanidad pública funcione razonablemente, como es el caso, no hay mayor calamidad en nuestro país que los sistemas judicial y educativo. Nada puede compararse en términos de aplastamiento de los débiles y privilegio de los fuertes. La nulidad jurídica y educativa perjudica, como no puede ser de otra manera, a quienes carecen de recursos para protegerse, sea mediante abogados y propinas, sea mediante colegios privados y clases particulares. Es evidente que el franquismo no habrá concluido mientras subsista el desprecio a los ciudadanos en dos aspectos esenciales: la defensa jurídica del débil y la preparación de los jóvenes contra la desigualdad competitiva.

Dejo de lado el sistema judicial, aunque comparto la extendida opinión de que su ineficacia está protegida por la administración ya que en los conflictos jurídicos ella es el primer cliente y puede esperar plácidamente diez años o veinte a que “se haga justicia”. El segundo cliente son los poderosos, a los cuales favorece una justicia incompetente. Pero me gustaría compartir con los lectores algunos aspectos de la educación que se me presentan cada año en cuanto comienza el curso y me veo inerme delante de cientos de alumnos que querrían saber, pero que quizás han llegado tarde.

Me baso en la información contenida en el excelente artículo de Fernando Eguidazu “Viva la ignorancia” (Revista de Libros, Septiembre 07). Algunos datos son del dominio público: que España se mantiene desde hace años en el peor lugar de la clasificación europea y -ya que este artículo se edita en un periódico catalán- que Cataluña se encuentra en el peor lugar de la clasificación española. Es preciso subrayar que los responsables de esta catástrofe no son ni los maestros ni los alumnos, sino la política educativa. Han sido los sucesivos y cada vez más insensatos planes educativos los que han ido demoliendo la posibilidad de que los jóvenes posean conocimientos que sí tienen sus colegas europeos a pesar de la extensa caída de la educación. Porque el problema es global, pero ha afectado mucho más a países que, como España, tratan de remediar un atraso secular.

Los universitarios españoles no pasarían los exámenes de cualquier país europeo, excepto Grecia. Si bien pueden ser competitivos en un par de carreras técnicas, carecen de esa red de conocimientos que permite formarse una idea del mundo en el que vivimos. La nebulosa en la que tratan de orientarse incluye una ignorancia abismal de toda historia que no sea la ideológicamente local, el desconcierto ante los materiales con que abordar la complejidad (desde la biotecnia al terrorismo), el vacío cultural que impide situarse en un contexto mundial, la pavorosa inepcia en lectura, escritura y razonamiento o el desamparo ante la responsabilidad y el esfuerzo. Todo les empuja a actuar como una masa gregaria y sumisa. Nada les anima a confiar en sus propias fuerzas.

Que lleguen a la universidad en tan pésima disposición es, como todo el mundo admite, consecuencia de una educación primaria y secundaria de bajísimo nivel. Para disimular el fracaso, los políticos, con un desprecio total hacia los alumnos, van rebajando las condiciones de aprendizaje. La última: poder pasar curso con cuatro suspensos. En lugar de agudizar el deseo de saber, lo trituran para que el gobierno obtenga cifras aceptables. No importa la educación sino la publicidad educativa.
Los efectos secundarios de la mala educación son inevitables: banalización de la vida cotidiana, masivos botellones, raves o simulacros de experiencia comunitaria, y una separación tan abismal entre jóvenes y adultos que convierte esa etapa de la vida en un gheto autista. Aun cuando pueda parecer el modelo opuesto, es como si vivieran aparcados en un campamento. La mili, ahora, dura treinta años. Es muy agitada y caótica, pero no ofrece mejor formación que la antigua.

La tarea de imponer una educación que apareje a los jóvenes contra sus posibles fracasos requiere sensatez y coraje. Las reformas que exijan mayor dedicación, exigencia, disciplina y esfuerzo, que protejan a quienes quieren saber de los que prefieren ignorar, encontrarán resistencias enormes. Será una lucha contra el nihilismo que va a redropelo del espectáculo cultural y el clientelismo político. Sin embargo, de no producirse esa innovación sabemos que será inevitable una sociedad cada vez más empobrecida, violenta, explotada y gregaria. Justamente la contraria de la que predican los ministros.

Artículo publicado en: El Periódico, 28 de septiembre 2007.

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1 de octubre de 2007
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Al cielo irán los de siempre

Publicaba el jueves en este periódico el notario López Burniol un artículo en el que comentaba la creciente atracción por el separatismo que va seduciendo a las clases pudientes catalanas con las que él trata habitualmente. Como es lógico, aquí todos hablamos a ojo porque nadie está dispuesto a realizar estudios serios sobre el asunto. De modo que el notario aseguraba, de oídas, que "se ha producido ya una ruptura sentimental con España". Tiene razón, sin duda, pero es una ruptura muy rancia. La burguesía catalana siempre fue antiespañola. Franquista y antiespañola, aunque parezca raro. Todos aquellos catalanes que tenían cuentas corrientes, menos los directamente implicados en el Gobierno de la República (y no todos), se unieron a Franco. Lo que no impidió que luego se pasaran cuarenta años abominando de Franco e incrementando el patrimonio. Los 30 años que llevamos de nacionalismo democrático no han hecho sino seguir la senda tradicional de las clases dirigentes catalanas cambiando "Franco" por "España" o "el PP".

Dice también que "bastantes catalanes --ignoro cuántos-- han emprendido un camino sin retorno hacia la independencia de Catalunya". Cierto: lo ignoramos y seguramente lo ignoraremos siempre porque nadie está dispuesto a averiguar de verdad cuántos son. De hecho, no importa. Lo esencial para dar ese paso es la creación de un núcleo potente de negocios. Si la clase dirigente lo aprueba, se producirá la independencia, la sigan 12.000 o siete millones de ciudadanos catalanes.

Su conclusión es: "¿Para qué esperar al 2014?". No puedo estar más de acuerdo. Cuanto antes acabemos con ese mito, mejor. Pero ya verá el señor notario que en cuanto lo plantee seriamente se le va a escapar por la ventana casi todo el que tenga algo que perder. Como antes. Como siempre. ¡Ojalá pudiéramos montar un referendo con garantías que acabara con tanta pérdida de tiempo y el inmenso despilfarro de talento y dinero que han supuesto 30 años de nacionalismo oficial! A lo mejor entonces Catalunya avanzaba un poco hacia el siglo XXI.

Artículo publicado en: El Periódico, 22 de septiembre de 2007.

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24 de septiembre de 2007
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De lo malo, lo mejor es lo peor

Una suicida atracción hacia el abismo ha marcado con sello de fuego la piel de este país, y me refiero a España, en los últimos siglos. Si una situación era insufrible, siempre aparecía un salvapatrias que la convertía en inaguantable. En su combate por el reconocimiento, la clase dirigente española se va dando empujones hasta ponerse en el borde del precipicio. Y el que da un paso atrás es una nena.
Escribo con la olla de grillos de la pasada Fiesta Nacional catalana en la cabeza. Fiesta que debería celebrar la victoria de los borbones sobre los señores de horca y cuchillo de la región, y el inicio de la modernización de una Catalunya sometida a la brutalidad feudal y la teocracia clerical. Ese día, sin embargo, lo dedican los secesionistas a exaltarse a sí mismos en ausencia de cualquier ciudadano moderno. Un cómico de la tele catalana dio la campanada al presentarse como el heredero del cura Xirinacs. Y a fe mía que lo es. Pero gente con familia, una abultada cartilla en La Caixa, otra en Suiza, y responsabilidades adultas también se apuntó a la rebelión.

Es muy posible que la República de Catalunya tuviera un lugar en el mundo, como lo tiene Eslovaquia porque a nadie le importa. Sin embargo, estoy persuadido de que los separatistas saben que es muy duro ascender a la nada y que en una Catalunya independiente deberían conformarse con la cuenta de La Caixa. Y muy mermada. ¿Por qué, entonces, hacen el indio? Por amor al abismo. En España ha sido y es un honor ser fascista, carlista, comunista, anarquista y, en algunos medios burgueses, terrorista. Lo que no se puede ser es liberal. La tradición anglosajona, la re- pública de los ciudadanos, es lo más odiado.

Quizá por eso ha dimitido Josu Jon Imaz. Era un tipo sensato, respetuoso, pragmático. En las provincias vascongadas estaba condenado al fracaso. El abismo de convertirse en la república de San Marino 2, paraíso fiscal y Disneylandia aberzale, es demasiado atractivo para aquella gente. Ya se sabe, los humanos necesitan chutes de adrenalina cuando se sienten flojuchos.

Artículo publicado en: El Periódico, 15 de septiembre de 2007.

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17 de septiembre de 2007
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Los Trías de Barcelona

Todos: jóvenes, viejos, hombres, mujeres, sedentarios, nómadas, tenemos una geografía anímica sin la cual no podríamos pensar en nosotros mismos. Ésa es nuestra patria. En el paisaje biográfico de cada cual van entrando, desde que nacemos, muebles, rostros, panoramas, edificios, avenidas, cuerpos, monumentos, habitaciones, climas, parques, y cada uno de esos lugares está habitado de un modo peculiar. Para uno, los signos primeros de un espacio propio vendrán por el camino de la escuela entre choperas y junto a un arroyo. Para otro será el autobús del colegio donde una docena de niños le miran subir con ojos soñolientos. O bien el cuarto de jugar con todas las posibilidades dispersas por el suelo y la lluvia de domingo en las tediosas ventanas.

Luego se van añadiendo nuevos lugares y nuevos habitantes. La cafetería de la facultad, con medio centenar de ingeniosos colegas tratando de imponerse. El taller donde un bronco maestro nos enseña el ensamblaje de las maderas recién aserradas. La primera caza del pulpo. Un viaje en tren nocturno. Todos los lugares van fundiéndose con las personas que les dan sentido y al cabo de los años apenas hay un rostro que no se encuentre unido a un paisaje. No hay un solo espacio de la memoria que no esté habitado por un rostro.

También llega el día en que esos paisajes, esos lugares, esos espacios que nunca estuvieron quietos (sólo en nuestra memoria están detenidos), comienzan a esfumarse prontamente de tal modo, que al cabo de muy poco sólo la memoria de los veteranos mantiene intacto el lugar, el paisaje, el espacio tal y como fue alguna vez. Para mucha gente de mi generación, la Barcelona que puso escenario a nuestras vidas primeras apenas existe. No es sólo que se alcen bloques de viviendas, grandes almacenes, hoteles o escuelas técnicas allí en donde antes jadeábamos sobre la bicicleta por terrenos baldíos en los que pastaban mulas; es que también el centro histórico cuenta ahora una historia que no es la nuestra. Así, donde antes había una rambla abigarrada y popular, pecadora y lumpen, hay ahora un intestino grueso que digiere turistas. Aunque sin duda ésa es ahora la fuente de nuevas memorias.

Los escenarios se transforman, pero lo que fueron queda fijo en la memoria de quienes los vivieron. Su testimonio es la única prueba de que alguna vez hubo vacas que mugían por la noche en la calle Muntaner. Por eso, cada vez que desaparece una memoria, desaparece también una parte del paisaje y del espacio. La ciudad en la que aún vivo, Barcelona, es para mí inseparable de unas cuantas personas. Y una parte importante de ese grupo de ciudadanos lo forman los Trías, familia extensa e intensa. El pasado 20 de agosto hubimos de amputarnos un Trías. Fue como si a la ciudad le hubieran arrancado el mar. Sin mar, Barcelona podrá ser una ciudad interesante para quienes nazcan a partir de ahora, pero ya no puede serlo para quienes hemos conocido la Barcelona marítima. Sin Carlos Trías, la ciudad parece haber perdido el mar.

Casi todos los que le han recordado estos días han subrayado su estupenda presencia. Daba gozo verle. Alto, desgarbado, cargado de espaldas como para hacerse perdonar los casi dos metros de estatura, con un mechón de pelo siempre en guerra entre los ojos y el humo del cigarro, la voz de bajo ruso, la cerveza peligrosamente inclinada, el tartamudeo a la inglesa, los cabezazos y el índice alzado cuando repetía con entusiasmo deportivo "¡e-xac-to, e-xac-to!" cada vez que su interlocutor decía algo tan sólo razonable: era el hombre feo más guapo que he conocido.

Algunos privilegiados muestran tanto espíritu en el cuerpo como en el alma, de modo que es perfunctorio alabarles el intelecto. Los libros de Juan Benet son muy buenos, pero no son nada comparados con haberle visto en vivo con un mazo de folios en la mano y perorando sobre la teodicea de Leibniz, sobre la que no tenía ni puñetera idea. Carlos Trías era uno de estos individuos magníficos, y por eso su ausen

-cia física es más dura de sobrellevar que la de otros que también han escrito libros, pero que eran más cansados de mirar.

Conocí a Carlos Trías cuando yo tenía nueve años y él seis. En una pelea a pedradas entre bandas de ambos lados de la riera de Vilasar, coincidí con el otro gran Trías de Barcelona, Eugenio, cuando por poco me descalabra de un cantazo uno de su banda. Eugenio era someramente pacífico y medió para que ambos bandos hiciésemos las paces. No deseábamos otra cosa, así que nos fuimos todos con Eugenio, que siempre ha sido el mayor, hasta la verja de su casa. Una vez allí, nos invitó a sentarnos por el suelo y dijo que iba a llamar a su hermano para que le conociéramos. Al rato llegó Carlos, que ya entonces era larguirucho y (aunque es imposible) lo recuerdo con una colilla en la boca. Eugenio dijo: "Éste es Carlos, mi hermano. Saluda, Carlos". Y Carlos dijo: "Caca, pedo, culo, pis". Y se fue. Eugenio, feliz, sonreía como si ya llevara bigote. De entonces dura nuestra admiración. No sabíamos que pudieran decirse esas palabras, ni mucho menos todas juntas, sin caer fulminados por un rayo celeste; tan delicada era la infancia de aquel siglo. Desde entonces, ya no hemos dejado de decirlas. También cuando militó en la extrema izquierda más tremenda, Carlos seguía diez años por delante de los demás diciendo lo que no se debe decir, pero que más tarde dice todo el mundo.

El día de la despedida, Eugenio confesó que no se le había escapado un hermano, sino un amigo. En efecto, Carlos sólo sabía ser amigo. Era amigo incluso de Cristina Fernández Cubas, la chica más interesante de Arenys de Mar, con quien había vivido cuarenta años y eran íntimos. Cuarenta años de amistad, Dios mío, indica una capacidad amistosa descomunal. Por ambas partes. Pero es que era inútil tratar de enemistarse con Carlos. Alguno que lo intentó se enfurecía cada vez que lo cruzaba por la calle, porque Carlos, que evidentemente había olvidado por completo la pendencia, se avanzaba con una enorme sonrisa para abrazarle y, cuando el otro salía huyendo, bermejo y apoplético, Carlos nos miraba atónito. "¿Qué le pasará a este tío?", musitaba, alzando unas cejas a lo Breznev.

Eugenio nos hizo llorar a mares el día 20. Por pura coincidencia, yo estaba leyendo un monumental libro suyo sobre filosofía de la música que prepara para este otoño. La pasión de Eugenio por la música ha dirigido su vida. Aunque no soy buen juez dada mi amistad hacia él, creo que el libro culmina una obra inmensa del modo más extraordinario: escapando de las palabras. Muestra Eugenio en su ensayo la concordia de la matemática y la música, la preeminencia de la música sobre la palabra, la necesaria presencia de un orden anterior al lingüístico en cuyas moradas y recintos puedan acomodarse los conceptos cuando se hagan palabra. De Monteverdi a Xenakis, la historia de la música que cuenta Eugenio es la de una armonía posible cuyo significado puede oírse, pero no hablarse.

Tras la despedida sonó una canción de Schubert y pensé que Eugenio debía de estar considerando la vicisitud del amigo, su disolución en sonidos aún audibles, su entrada en una armonía alejada de nosotros, pero no separada. Luego hubo que hacerse a la idea de que todo había concluido, excepto el paisaje que en nuestra memoria siempre será inseparable de aquel rostro. Salimos de allí abatidos, porque la vida había perdido a Carlos Trías.

Artículo publicado en: El País, 10 de septiembre de 2007,

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11 de septiembre de 2007
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Invitación a una larga lectura

Algunos sucesos históricos como la revolución francesa, las campañas napoleónicas o las dos guerras mundiales han tenido una apreciable traducción literaria. En cambio, un capítulo nefasto de la civilización cristiana, el genocidio de los judíos por obra del pueblo alemán con la colaboración de franceses, holandeses, italianos, polacos, rusos, ucranianos y demás admirables naciones, parece imposible de trasladar a la literatura. Durante la última mitad del siglo pasado, la dificultad de un relato o un poema convincente sobre el Holocausto fue tema frecuente de discusión filosófica. La frase era: ¿Para qué poesía después de Auschwitz? Yo no creo que hasta el momento haya habido nada superior al muy reciente Les Bienveillantes, de Jonathan Littell.

Mientras tenía lugar la destrucción del pueblo judío se estaba produciendo otra gigantesca matanza, la que llevó a cabo el estalinismo. Esta segunda barbarie comenzó a dar fruto literario con Soljenitzin, pero fue ocultada hasta hace pocos años por la disciplinada red de los partidos comunistas. Como por milagro, un comunista, Vasili Grossman, que había sido oficial en la batalla de Stalingrado y conocía de primera mano la alianza de heroicidad popular y criminalidad de los jefes políticos que dio la victoria a los rusos, era uno de los mejores escritores del siglo XX. Su relato de la batalla decisiva es un monumental documento sobre las atrocidades de los estalinistas y de los nazis.

Con seráfica fe en el Partido, Grossman trató de editar su colosal novela (más de mil páginas) durante los años 60. Y es posible que el feroz ataque de que fue objeto por parte de los funcionarios bolcheviques le sorprendiera tanto como él dice. ¿Creyó de verdad que se publicaría un testimonio que ponía en paralelo los campos de concentración nazis y los soviéticos? El libro no se editó, evidentemente, hasta 1980 y en Occidente. En España tuvo una primera salida frustrada y solo ahora, gracias a Galaxia Gutenberg, aparece por fin el texto completo y traducido del ruso. Se titula Vida y destino. Y es una de las mejores novelas de los últimos cien años.

Artículo publicado en: El Periódico, 8 de septiembre de 2007.

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10 de septiembre de 2007
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El buey solo bien se lame

A poco que uno emprenda un viaje por España descubre con alegría el éxito enorme que ha tenido el nacionalismo, esa vieja ideología española, la única del pensamiento político de los dos últimos siglos peninsulares. Por fin está cuajando de verdad. Con un poco de suerte, en España vamos a tener más naciones que Europa.

Es estupendo ver cómo espabilan los políticos aragoneses, navarros, andaluces, baleares, gallegos, valencianos, asturianos o murcianos. Basta con dar un vistazo a la prensa comarcal para descubrir que todos tienen un montón de derechos históricos y están decididos a que nadie les quite el pan de la boca. Menos los castellanos. Esos andan un poquito retrasados por miedo a Madrid, pero cuando se lancen será para echar cohetes.

Mientras tanto, en Catalunya ya casi todos los políticos son independentistas y empiezan a discutir qué clase de independencia venden unos y otros. Los de Esquerra se están quedando un poco viejos y ya solo piden un referendo de autodeterminación, como si fueran del PNV. Los de Convergència, la derecha católica de toda la vida, les hacen una competencia muy elegante. Su portavoz, Felip Puig, dice lo que todos sabíamos: que los de Convergència no se pasan a Esquerra porque tienen estudios, pero que vienen a ser lo mismo. Y la mitad de los socialistas se montan en el carro con el truco del catalanismo, que, como el soberanismo, es otro nombre para la misma cosa. Solo el PP y Ciutadans afirman ser españoles, pobre gente. ¡Pero si españoles ya no quedan en ninguna región de España! ¿Para qué los necesitamos? Aquí andamos sobrados de talento.

Yo también me he hecho secesionista.Autosecesionista. Lo único que me preocupa es que en los últimos 30 años hemos conseguido que en Barcelona no funcione absolutamente nada, aunque todo sea más caro que en ningún otro lugar. Seguro que es por culpa de los españoles, pero lo cierto es que aquí solo han mandado y cobrado los nacionalistas, incluidos los socialistas nacionalistas. Durante 30 años. ¡Qué talento! ¡Qué eficacia! ¡Menudo futuro nos espera!

Artículo publicado en: El Periódico, 1 de septiembre de 2007.

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5 de septiembre de 2007
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El Boomeran(g)
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