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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Cavilaciones de un viajero

Entre la derrota definitiva de Napoleón, hacia 1814, y la Primera Guerra Mundial transcurren 100 años de paz entre los Estados europeos, con mínimas interrupciones no demasiado lesivas. En esos 100 años el continente pasa de la sociedad estamental del Antiguo Régimen, con abrumadora mayoría de población campesina y un modo de vida casi medieval, a la moderna sociedad metropolitana y la tecnificación rampante. Es el salto del París que toma la Bastilla al de Haussmann, de la campiña de Jane Austen al Londres de Dickens. Un súbdito que se mueve en 1814 a pie, a caballo o a vela, se traslada en 1914 en ferrocarril, naves a vapor o en avión. El mundo material había cambiado más aceleradamente en aquellos 100 años que en los 2.000 anteriores.

Eso no sucedió en España, o sucedió de un modo notablemente enclenque: la sociedad española de la Segunda República se parecía más a la francesa del Antiguo Régimen que a la del siglo XX. Cuando comienza la tecnificación, hacia 1810, este país era un trozo de África clavado en Europa. Los soldados franceses de la guerra napoleónica debían de juzgar a la población rural española más o menos como los marines americanos a la de Irak: tribus analfabetas, de un arcaísmo insondable, fanáticos de su religión, sujetos a la esclavitud política y contentos con ella. La guerra de guerrillas, ese infame invento español, no difiere demasiado de lo que ahora usa Al Qaeda.

Cuando en 1906 publica Baroja su trilogía de La lucha por la vida, un monumento literario que pocos quieren recordar (su mejor trabajo, a mi modo de ver), el retrato de Madrid que allí se expone es demoledor. Ciertamente, Baroja escribe estampas negras a la manera de los grabados de Ricardo, pero es imposible no reconocer en ellas un aspecto verídico de la vida española de comienzos del siglo XX, confirmado por viajeros, antropólogos, fotógrafos, periodistas y otros artistas. Son estampas desgarradas de gente degenerada por la miseria, pero que vive a diez minutos de la Puerta del Sol. Y son legión. El volumen menos vivo de la trilogía, Aurora roja, feroz caricatura del anarquismo que se iba expandiendo entre el lumpen, cierra toda puerta a la esperanza. Parecía que España iba a fundirse para siempre con el continente africano.

Si uno lee lo que escribía Azaña poco después, por ejemplo la célebre conferencia El problema español que dio en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares en 1911, se tiene la impresión de estar asistiendo a una escena de la trilogía barojiana, pero en el ámbito de la política. Azaña muestra la abyección moral en la que se ha sumido un pueblo dominado por caciques brutales y una jefatura del Estado que incita a la corrupción, el crimen y la barbarie.

España no había dado el gigantesco salto de sus vecinos y había perdido el siglo XIX como quien olvida una maleta en la estación. Ese atraso de 100 años lo llevaría colgado del cuello otro siglo, como el albatros muerto del viejo marinero, porque tampoco la España de Franco avanzó un paso hacia la cordura económica hasta los años sesenta y sólo en 1980 comenzaría seriamente la evolución material y política que Europa había emprendido 100 años antes. Creo que no será exagerado decir que con Felipe González entró por fin el capitalismo (es decir, la democracia) en España, ya que lo anterior ni siquiera puede calificarse de capitalismo: estaba demasiado próximo al feudalismo, cuando no al despotismo dieciochesco.

Si uno examina los 100 años que han transcurrido desde aquellos textos de Baroja y Azaña hasta hoy, no puede extrañarse de la enormidad de agujeros, retrocesos, equívocos, chapuzas, cortocircuitos o puntos ciegos que aún quedan por resolver en la democracia española (tan poco europea, tan hispanoamericana) y en la vida material de los españoles. El abrumador poder del Estado, la burocracia asfixiante, el feudalismo fáctico, los privilegios de los poderosos, la arrogancia de los eclesiásticos, la nulidad de la enseñanza, la barbarie tolerada y aún azuzada por políticos y jueces, el narcisismo regional, la exigua ilustración de las clases dirigentes, no es nada más, en fin, que pura herencia.

Todo lo cual resulta de haber tenido que cubrir dos siglos en uno solo. Nos quedamos sin siglo XIX, de modo que lo recorrido a partir de 1980 ha sido vertiginoso. Como es lógico, todavía arrastramos mucha incuria del siglo perdido, la cual afecta a millones de ciudadanos a través de abusivos monstruos feudales como Renfe, las eléctricas o Telefónica, incapaces de adaptarse a las normas europeas, ya que en lugar de servir a sus clientes son los clientes quienes sirven a estas compañías. Un atraso que comparten con partidos políticos desprestigiados que se protegen con una especie de sindicalismo vertical. Han aprendido mucho de Italia, también es cierto.

El cambio más evidente y espléndido tengo para mí que se ha producido en las ciudades de provincias, las pequeñas y las medianas, que hace 40 años eran poblachones en los que apenas se veía por las calles a unas viejas de pañoleta negra, labriegos sarmentosos y bobos bizcos, como en las películas de Buñuel, pero que hoy forman el hábitat más confortable del país.

Ahí es donde la vida resulta ahora más civilizada, provechosa y sociable. Casi todas han convertido sus centros históricos en peatonales, han reparado los monumentos que se caían a pedazos, han abierto espacios para el paseo o la reunión, han agilizado los servicios y han mejorado enormemente el transporte hacia los centros urbanos decisivos. Yo diría que la tarea más productiva del periodo democrático, hasta hoy, ha sido la redención de las ciudades provincianas.

Las grandes urbes, por el contrario, no han logrado hacer más fácil la vida a quienes no tienen más remedio que vivir en ellas. Todavía Madrid, Barcelona, Valencia o Sevilla sufren el caudillaje de los automóviles, la agresión de los ociosos violentos, el abuso de las compañías de servicios, la inepcia de los burócratas, la impunidad del crimen o el envenenamiento del aire. Aunque hay grandes diferencias, naturalmente.

Barcelona, que había emprendido una senda de regeneración bien dirigida por técnicos capacitados, ha caído en los últimos años en un oportunismo de aficionados sin formación alguna que la está destruyendo como ciudad civilizada. Madrid, por el contrario, ha dejado de ser aquel corralón barroco y es hoy una agradable ciudad neoclásica. Es cierto que el sentimentalismo de la Guía Michelin y su romanticismo filisteo todavía valoran más Gante que Dresde, el gótico que el neoclásico, pero algún día tendrá que corregirse, aunque sólo sea por la fatiga que causa la repetición de un cliché.

Curiosamente, los ciudadanos de Barcelona, ciudad cada vez más levantina, es decir, sucia, ruidosa, ineficaz y jaranera, adoran su ciudad y la tienen por la más homérica de las creaciones, de manera que sus munícipes no tienen que hacer absolutamente nada para contentar a una población que vive en el éxtasis. Por el contrario, todos los madrileños con los que he hablado detestan a su ciudad, la odian fieramente, lo que sin duda es un acicate para que los responsables políticos y municipales suden para complacer a una ciudadanía que les está escrutando hasta el más mínimo movimiento. Ventajas de aquellos lugares en los que existe oposición.

Sin embargo, una vez redimidas las provincias, no estaría mal emprender la reforma de las capitales para hacerlas más habitables y racionales, menos cautivas de la corrupción, el crimen tolerado y el clientelismo. La ruina económica va a facilitar, creo yo, esa limpieza municipal. Quizás el próximo capítulo de la democracia española pase más intensamente por esa regeneración urbana que por las Cortes.

Artículo publicado el miércoles 27 de mayo de 2009.

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29 de mayo de 2009
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Hágame el favor de ser idiota

Las campañas electorales son un regocijo grandioso para el ciudadano escéptico. En ellas, aunque pueda parecer que los partidos tratan de darse a conocer, en realidad lo que hacen es exponer sin rubor la idea que tienen de sus votantes. Puede decirse que la publicidad de los partidos es una fotografía del alma de sus simpatizantes, no tal y como es, sino tal y como los jefazos creen que es. Podríamos ampliarlo y decir: "Tal y como les gustaría que fueran". No lo decimos, sin embargo, porque es de temer que ni siquiera sepan cómo les gustaría que fueran sus votantes.

    La campaña la ha comenzado el Partido Socialista que, como viene siendo su costumbre, nos ha regalado un video de patio de colegio con el fin de que se entienda bien. Aparecen en el mismo unos nazis, unos curas mataniños, unas pijas que azotan al servicio, en fin, topicazos de serie de televisión. Se supone que mediante esta visión a lo Tarantino el votante socialista, que es un cabeza rapada antisistema, entiende que le están diciendo que no vote a la ultraderecha polaca, pero como ese votante ignora dónde está Polonia y lo confunde con un programa de la tele catalana, que viene a ser lo mismo, se da una palmada en la frente y exclama: "¡La hostiajodercojones, a ver si me equivoco y voto al PP que es un partido de fachas y pedófilos!". Es el máximo raciocinio que el partido socialista concede a sus votantes.

    Desde que descubrió lo bien que le iba con aquello de la crispación, a Zapatero le obsesiona grabar cruces gamadas en la frente de los opositores. Es una gran táctica. Yo también creo que la pedagogía del odio es lo que mejor funciona en este país. Por eso es una pena que tanto Izquierda Unida, como Convergencia, como el PP, y no digamos el partido de Rosa Díaz, sean tan comedidos y no participen (de momento) en este divertidísimo "Los albóndigas votan Europa". A ver si hay suerte, se mosquean, y nos alegran la campaña. Ya me veo yo un video con Zapatero inflado de vodka, Bibiana de jefa de cheka y López Aguilar de enano torturador. Muy bronceado.

Artículo publicado el sábado 23 de mayo de 2009.

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27 de mayo de 2009
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¿Alguien sabe en qué país vivimos?

El trece de mayo ganaba el Barça a los de Bilbao la Copa (del Rey). Antes del partido, los nacionalistas catalanes y vascos armaron un sindiós contra el himno español y el rey Juan Carlos. La Televisión del gobierno censuró el abucheo. El avance nacional catalán se ha ido haciendo con prudencia y astucia, mediante una mesurada ocultación de los hechos.

    La ocultación se dirige en primer lugar hacia lo que podríamos llamar "pre-catalanes", pues es inevitable que la totalidad de la población catalana acabe siendo nacionalizada. Sólo en segundo lugar la ocultación se dirige hacia los españoles. La verdad es que no hace falta, porque ya no merece la pena: la independencia de Cataluña es una realidad de facto aunque no lo sea de iure. ¿Qué falta? ¿Los sellos de correos, el aeropuerto, los trenes? Minucias que se están negociando. Pero, ojo, falta lo esencial. Para los capitalistas locales lo que ha de llegar es la nacionalización de los impuestos a la manera vasco-navarra. Llegará, pero mientras tanto ya hay embajadas, el mapa geográfico que estudian los niños es el del imperialismo catalán y no hay una sola mención a España en el biotopo lingüístico de la Generalitat, como no sea para explicar la guerra civil. Esa sí que es española. El "Estado español" ha acabado por ser como "Bruselas" en este periodo inicial de la secesión.

    Todo esto está muy bien y no habría problema alguno si se institucionalizara. Sin duda Zapatero así lo desea. Él querría un acuerdo de secesión a la Checa y desprenderse de una Eslovaquia cuya clase dirigente no quiere permanecer junto al resto de los españoles. Sin embargo, no puede hacerlo. La causa oficial es que, de concederse el concierto, la caída de ingresos del Estado sería inasumible. No estoy muy convencido: si tras desgajarse el mercado catalán se sorteara el barullo de los primeros años, lo que quede de España subsistiría sin demasiados problemas. No. La causa de que Zapatero no pueda conceder la secesión no es económica, sino política. No puede excluir los votos que un nutrido grupo de  nacionalistas reciclados como "socialistas" le entregan en cada elección. Sin ellos, el poder del Estado caería en manos del partido conservador. De modo que Zapatero, aunque lo desee, no puede dar la independencia.

    Eso explica que mediante un acuerdo sub rosa, tolere que ignoren al tribunal constitucional, que organicen su propio orbe jurídico, sus relaciones exteriores, o que cultural y lingüísticamente sean ya un país extranjero. Que se vayan virtualmente, pero sin ruido. De ahí que TVE haya tenido que censurar el abucheo del día de la Copa (del Rey) no fuera a ser que alguien se enterara de lo que está pasando.

    La deriva, a mi modo de ver, no tiene remedio porque el despiste de los españoles sobre esta cuestión es colosal. Al día siguiente del abucheo (yo estaba en Madrid) seguí algunos foros y tertulias. Abundaban los periodistas que agitaban gozosamente el estandarte de "la España plural". Todos sabemos que la "España plural" quiere decir "la confederación", pero suena más bonito lo de "España plural". Suena a solidaridad, diálogo, diversidad, ese telón de nubes doradas que compone el núcleo intelectual de Zapatero. Aquel mismo día le preguntaron a Duran Lleida si era separatista  y respondió que su partido no es separatista, sino soberanista. Es lo mismo, pero no hay que decirlo demasiado claro. A los dos días un cerebro de CiU añadió que la pitada había sido motivada por "los ataques que recibe Cataluña". Argumento etarra: yo mato porque España me agrede.

    No creo que sucediera nada irreparable si se pasara de la independencia de facto a la de iure. Que Cataluña se separe de España y forme una Eslovenia del sur no traería muchas consecuencias a quienes no queden atrapados allí dentro. Seguramente cambiaría la filiación catalana al mercado español por una sumisión al mercado francés (idealizado como "mercado europeo"), lo  cual daría satisfacción a los fanáticos. Al resto de los españoles les importaría poco, como hasta ahora, por mucho que algunos cabestros salieran a la calle en busca de automóviles catalanes para romperles los faros.

    Tener un Portugal a la izquierda y otro a la derecha, ¿qué más da? ¿Habrá menos dinero para subvencionar a extremeños y andaluces? Ya espabilarán. Mientras tanto, la República de Cataluña se pondría a la cola de la Unión Europea a esperar turno. Un par de generaciones y a vivir. Más generaciones se sacrificaron en la URSS. Es cierto que quedarían dentro de esa República sobre un 60% de pre-catalanes que hablan en español, les gusta la zarzuela o van a los toros, pero ellos se lo han buscado. Su propia apatía les ha conducido a donde se encuentran. Así pasó con el partido "Ciutadans", que comenzó con 90.000 votos y ha terminado haciéndose el harakiri.

    No habiendo ningún problema grave, ¿no se le podría pedir a Zapatero que, al socaire de la ruina económica, resuelva este asunto? Porque lo inmoral es la ambigüedad, la hipocresía, las medias tintas, las opresiones ocultas, el peronismo rampante, las represiones invisibles. ¿No sería conveniente acabar con este enojoso asunto y pasar a cosas más serias? Si lo hace bien, si lo vende como ha venido vendiendo todas sus trascendentales decisiones (la Alianza de Civilizaciones, sin ir más lejos), es incluso probable que los españoles le vuelvan a elegir, aún descontando los votos catalanes que, helás!, se habrán ido para siempre a un paraíso fiscal. Por lo menos hasta que los mossos d'esquadra invadan Valencia.

Artículo publicado el viernes 22 de mayo de 2009.

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25 de mayo de 2009
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Sobre los hombres y los perros

En el primer paseo por Valladolid la ciudad se me antojó una fina señorita de traje entallado, pañuelo de seda y bolsito de mano, pero en la iglesia de San Miguel y San Julián me topé con su reverso. Le puse una candela a la atormentada Magdalena de Pedro de Mena, por su saya de arpillera trenzada que la asemeja a un saurio del desierto. Nunca se le concede un perrillo de compañía a la pobre penitente. Me dije que, además de honrar a la misteriosa Magdalena, debía yo comprar el libro que Delibes ha dedicado a sus perros. Al fin y al cabo estábamos en la Feria del Libro y me acompañaban tres destacados poetas castellanos. Ya se sabe que el poeta castellano no se parece a ningún otro. Yo lo tengo por el arquetipo del cual derivan los restantes, como en un árbol de Jesé. Así que, Luis, Tomás, Diego, un brindis. Al instante compré y leí ese librito que además trae acuarelas.

    Todos los libros que hablan de perros son dignos de atención, pero más que ninguno el que escriba un cazador letrado. Como ya suponía, retrata Delibes a sus compañeros de caza con la sutileza, respeto y compostura con la que podría hablar un cuñado de la muy admirada mujer de su hermano. O sea, sin que puedan acusarnos de nada equívoco. Clasicismo puro.

    Ya en el prólogo de su hijo Germán viene una estampa emotiva. Habla el arqueólogo de la tumba de Ain Mallaha, en Palestina, donde puede verse al difunto tender la mano desde la eternidad para acariciar a su más leal amigo. Hace diez mil años ya se podía señalar esa relación que hará del Paraíso un lugar soportable. Lo digo porque es inconcebible que los buenos no puedan llevarse consigo a sus perros. El Paraíso será un lugar agradable gracias a esos animales de los que Schopenhauer decía: "Cuanto más conozco a los humanos, más amo a los perros".

    En cambio, doy por seguro que los malos sufrirán una soledad cenicienta, asfixiante, iracunda. La de quien nunca vio los ojos de un perro alzados en amor y vigilancia hacia su dueño.

Artículo publicado el sábado 16 de mayo de 2009.

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18 de mayo de 2009
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Algunos paisajes sin rostro

De un día para otro subimos la máxima de cuatro grados a veintisiete. Por la mañana decenas de conejos daban saltos lascivos entre los piornales y los cuatro perros de Paloma ladraban furiosos. Cuando por fin les dio la suelta, salieron disparados tras una joven liebre, pero con la resignación de quien emprende una tarea en la que ya ha fracasado cien veces.

    Aquí arriba, a mil trescientos metros, en la Dehesa del Cid, un pedazo de sierra abulense cercano a Sanchorreja, explotó ante mis ojos una vida que llevaba meses congelada. De la noche a la mañana el tilo echó hoja, los prados se tapizaron de ranúnculos, las grajillas comenzaron su pelea por los más altos nidos de los álamos. Sobre las culebras de la charca caían plumas de viejos machos derrotados.

    Esta parte de la sierra abulense está tachonada por las rocas desintegradas. Entre enebros y espinos apenas se alza una encina o, por milagro, un olmo pertinaz. Ni siquiera se le podría llamar "paisaje" de no ser por algunos caminantes antiguos que han dejado páginas capaces de dar alma al pedregal, los pastos, los arroyos, las reses negras que se recortan contra los roquedales. Un panorama inadmisible para la Guía Michelin. Quizás por ello lo tengo por uno de los rincones más soberbios de mi país.

    Podría decirse que es un paisaje que se siente cautivo, aunque no ufano, de su identidad y por lo mismo es áspero, severo, dramático. Un Catón de paisaje con incuestionables incitaciones al escepticismo. Todo lo contrario del País Vasco, pongamos por caso, tan proclive a la mística. Y lo digo porque he recibido el cambio de régimen de aquellas provincias norteñas en estas serranías donde nada recuerda la domesticada escenografía de los señoritos vascongados. También allí de un día para otro parece haber llegado el deshielo. Se van los tristes vascos humillados ante Dios. Llegan los vascos normales, aquellos a quienes no humilla ni dios. Se oye el aullido de la jauría feudal sedienta de sangre.

    Buena suerte Patxi, que te sea leve. Y si te largan de Álava, piensa en Ávila. A veces una sola letra puede salvarte la vida.

Artículo publicado el sábado 9 de mayo de 2009.

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11 de mayo de 2009
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Investigación rigurosa y fina

Siempre que se abate sobre el mundo una crisis, los cráneos científicos buscamos un lugar donde constatar con rigor los datos que se publicitan y politizan. La vez anterior trabajé sobre Sanlúcar, de manera que ahora me voy a Cádiz. Sólo en lugares como esa milenaria península, castigada por las finanzas y relegada de la caridad autonómica, se puede medir el grado de espanto y horror de la crisis. Puedo adelantar que el consumo de langostinos ha subido un ochenta y cinco por ciento en los últimos dos meses y el de manzanilla un setenta y tres.

    Es jueves: los bares, tabernas y figones están a rebosar, los restaurantes elegantes más. Me acerco a la calle Columela, el banco de datos más denso de la ciudad porque concentra el negocio refitolero tipo Armani, pero no puedo entrar. Es una corredera de unos tres metros de ancho, pero desde las cuatro de la tarde está tomada por la población toda de Cádiz. Con hegemonía de las madres de cochecito. Cuento en media hora noventa y cuatro cochecitos en feroz competencia con los manteros que extienden su producto (tan nocivo para la ministra) sin compadecerse de las jóvenes madres. Atascos fenomenales.

    Recojo datos con Perico, de la Asociación Qultura y, según vemos, el pueblo gaditano ha elegido una senda feliz para luchar contra la crisis: gastar más. Los cien langostinos extra sirven para que el tabernero se compre zapatos, el zapatero una moto, el gasolinero un pantalón, y así sucesivamente. La crisis, allí, ha sido detenida.

    Para verificarlo, me voy en barco al Puerto de Santa María, lugar muy pavorosamente castigado por la crisis. Todo en orden: el consumo de langostinos, según constato en los cocederos, es superior al de Cádiz. Regreso feliz. Mañana podré explicar a Zapatero o quizás a Carla cómo hay que apañarse para salir de la crisis. Desde el barco veo relumbres blancos de alas como hoces, son los charranes lanzándose en picado sobre las aguas de las que emergen con un boquerón en el pico. En este pasmoso lugar, la Gran Madre Inagotable ha adiestrado a todos sus hijos en la lucha por el pescaíto.   

Artículo publicado el 2 de mayo de 2009.

 

 

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4 de mayo de 2009
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La seriedad de las series

¿Será casual? ¿O un envite de la providencia? El caso es que en la Fundación MAPFRE de Madrid coinciden dos reputadas series de grabados, la que Picasso reunió con el nombre de "Suite Vollard" y la celebérrima "Une semaine de bonté" de Max Ernst. Si la del malagueño reúne cien grabados, la del alemán junta más de ciento ochenta. ¿Se pueden ver en serie casi trescientos grabados?

Que son "series" quiere decir que cada lámina cuenta con las anteriores y posteriores, no es independiente ni autónoma, no tiene sentido propio. Es obligado ir siguiendo las mutaciones paso a paso, como quien ve un filme. La fluctuación (tan temida en la vida real) es el fundamento de la serie y lo que la acerca a nuestra experiencia. ¿Pueden vivirse trescientas variaciones en una mañana? Lo intento.

Empiezo por lo fácil. La "Semana benéfica" de Ernst es obra maestra del surrealismo y por lo tanto arte juvenil. En estos grabados los cambios siguen un despliegue narrativo: actores con cabeza de león, de perro, de pájaro, de dragón, o bien con alas de murciélago, de mosca, de cigüeña, matándose en ámbitos oníricos, agua, barro, fuego, sangre. Me llama al móvil El Bosco: figuras con un ojo en el vientre, una oreja en el ojo o una pierna en el culo, compuestos a los que cuadran todos los simbolismos. La mecánica de estos cambios puede tener mayor o menor poesía, pero creo que se dirige a los adolescentes. Corto.

Me voy a Picasso. Toros, caballos, minotauros, modelos, escultores una y otra vez, ahora con trazo quebrado, ahora curvas, ahora sombreado a lo Rembrandt, ahora manchas. Implacable exhibición de dominio técnico y constatación de que en esas fechas Picasso no tenía nada que decir. Su frialdad, su aplomo, se compadecen con la Grecia de baratija, casi de Cocteau, que propone y que tan bien queda en una vajilla. ¡Cómo se aburría Picasso en los años treinta! El pintor con mayor habilidad técnica desde Rubens, y sin ideas para seguir una carrera agotada. El Guernica le daría un respiro.

Salgo de esta soberbia exposición temiendo que rara vez las series sean serias.

Artículo publicado el sábado 25 de abril de 2009.

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29 de abril de 2009
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Historia e impostura, una fraternidad

Para Demetrio Pin en Saint Julien le Pauvre.
 
Si descartamos el pundonor profesional, virtud de difícil defensa (¿soy honrado o me he acomodado a la "honradez" de mi biotopo?), no hay muchas razones para escribir honradamente la verdad. Los historiadores, como los periodistas, han de verse constantemente asaltados por la duda. ¿Es verdad que los franquistas "ocuparon" Barcelona, o la "liberaron", como decían las grandes familias que todavía hoy controlan el país con nuevas máscaras? Decidir sobre un verbo puede marcar para siempre.
 
En una ocasión, M. McCabe, que se encargaba de la Filosofía Antigua en el King's College de Londres, se las hubo con un historiador astuto y deconstructivo, poco partidario de la verdad. Me quedó un argumento de McCabe en defensa de la historia verdadera: la historia no sirve para nada, si no es para conocernos a nosotros mismos y tomar medidas correctoras. Las mentiras socialmente útiles (las habituales en historiadores y periodistas ideológicos u orgánicos) ocultan y disfrazan nuestros errores, lo que instiga a repetirlos. En cuyo caso es mejor leer o escribir novelas. Son más verdaderas.

No obstante, resistirse a la ficción socialmente útil es asunto de gran dificultad. Voy a presentar tres casos de impostura útil, cada uno de los cuales presenta un contenido moral distinto.

Un fotógrafo amigo mío tuvo la suerte de interesar a unas galeristas de San Francisco cuando éstas entraron por azar en una muestra suya mientras hacían turismo por España. Le contrataron una exposición, tuvo buenas críticas y le pidieron más material al tiempo que le animaban a visitar la galería americana. Así lo hizo, y cuando se presentó ante ellas, abrió una carpeta con fotos similares a las que le habían expuesto. Llevaba, sin embargo, otra carpeta con ejemplares de su obra más arriesgada, quizás calificable de "perversa", en todo caso, turbadora. En el momento de abrirla tuvo una iluminación. "Mirad, dijo, como no me quedaban más fotos, os he traído el trabajo de una amiga que vive en mi ciudad. Se llama Gladys Steiner y a lo mejor os parece un poco atrevida". Las galeristas se lanzaron sobre las fotos gorjeando de placer, compraron al instante la carpeta entera y le exhortaron a facilitar el contacto para contratar a Gladys como estrella fija. En consecuencia, mi amigo comenzó a entrenar a una muchacha de Tarragona para que ejerciera de Gladys. La moza se lo tomó con tanto entusiasmo que ahora mismo está persuadida de ser Gladys y pueden acabar todos en el juzgado.

Uno de los peligros de inventar héroes que nunca existieron, como suelen hacer los historiadores simbólicos en busca de raíces milenarias, legitimaciones medievales y otros arcaísmos, es queluego han de vivir con ellos. Los fantasmas se alimentan de sangre. Hay historiadores que llevan un pequeño Wilfredo o un Pelayo hincado en el cuello para siempre.

El segundo caso es el de otro amigo, excelente escritor y hombre muy competente en las más diversas y duras disciplinas, como la arqueología grecolatina, la filología clásica, las lenguas semíticas, la historia de los imperios orientales, en fin, aquellos saberes que caracterizaban al sabio alemán del siglo XIX. Sin embargo, esos conocimientos son el resultado de la pasión: su título universitario es el de Derecho. Tras muchos años de estudio, pagándose viajes a lugares remotos (y peligrosos), rebuscando en bibliotecas e incluso comprando en subastas, ha conseguido reunir la documentación suficiente como para presentar la hipótesis de que "Homero" es una atribución que corresponde a otro gran nombre de la antigüedad (que no puedo revelar), auténtico recopilador de la Iliada. Una propuesta de este calibre (¡habría que cambiar cientos de miles de escritos donde aparece "Homero" para poner "XYZ"!) no pudo asumirla ningún editor. Armándose de valor, impostó como autor del ensayo a un profesor alemán exiliado en Noruega durante el dominio soviético, le añadió una bibliografía impecable y, en fin, lo construyó de arriba abajo. El profesor alemán ya ha recibido dos ofertas de edición.

He aquí una variante de los falsos poemas de Ossian, en los que un patriota escocés se hacía pasar por rapsoda ancestral para dar lustro a la historia nacional. Los poemas que se inventó eran buenos, aunque no, desde luego, antiguos. El que presento es un caso más sutil: también precisa inventar un autor inexistente, pero no para expandir la mentira sino para que se sepa la verdad. De todos modos, las impostaciones siempre terminan mal. El falso Ossian acabó exasperado, frenético, ridiculizado por los ataques que recibió, sobre todo, de los irlandeses. Mi amigo tiene serias dudas de que pueda mantener la impostación, si llega a publicar el libro. ¿Qué dirán los macedonios?

El último caso lo conozco mejor. Hace unas semanas y en este mismo periódico me inventé una falsa biografía de Francis Bacon para justificar sus pinturas. Irritado por la importancia que daban los medios de comunicación a la santidad del artista como "explicación" de su obra (homosexual, sadomasoquista, un amante suicidado en el retrete, alcohólico, en fin, una vida ejemplar), le atribuí una vida que huyera del sentimentalismo. Felizmente casado (con Doris), dos hijos, votante del Partido Conservador, empleado de seguros y turista en la Costa Brava. Le di esos atributos escasamente románticos como si fueran decisivos para entender sus pinturas, en imitación de lo que habían escrito tantos otros sobre "la verdad" de Bacon. A pesar de todo, y por si algún despistado se lo tragaba sin pillar la ironía, añadí, a modo de escudo, una biografía imposible de Velázquez. Ni a tiros. Recibí una ola de mensajes, algunos interesándose por la esposa de Bacon (destaca el que exclama: "¡Ya era hora de que alguien sacara de la oscuridad a esa mujer!"), otros preguntando por el municipio portugués donde se guardan los documentos sobre la transexualidad del sevillano, y no faltaron lectores emocionados por el sufrimiento de Bacon al ser amonestado en su compañía de seguros. Los mejores, unos cuantos de seriedad apostólica insultándome por mentir como un bellaco.

He aquí una última enseñanza de por qué es peligroso mentir cuando se escribe la historia: es bastante probable que mucha gente te crea, sobre todo, si es algo por completo increíble. Y entonces, si eso va a suceder, ¿no es mejor decir la verdad? ¿Aunque sea por modestia o por sentido del humor?

Este dilema, sin embargo, tiene un recurso: es casi seguro que si digo la verdad (piensa el mentiroso) me expulsarán del biotopo político en el que me alimento. Tendré que buscarme la subsistencia en tierras extrañas, muchas de ellas dominadas por otros mentirosos. En cambio, en mi biotopo estoy bien alimentado, mis hijos tienen amigos, me han otorgado una distinción y me bendice la prensa patriótica. Además, mi nación ha sufrido mucho y está rodeada de enemigos, así que bueno es ayudarla aunque sea mintiendo. Es lo que hacen algunas personalidades con la Cuba de Fidel, por ejemplo.

Contra este argumento no hay defensa. Tiene razón el historiador ideológico, hay que conservarse. Sólo cabría recomendarle que escriba novelas porque, de seguir aceptando la denominación de "historiador", dentro de unos años la gente se reirá de sus mentiras como ahora nos reímos de los libros de historia escritos por franquistas de nómina. Es cierto que con un poco de suerte eso sucederá cuando ya esté criando malvas y la vergüenza sólo caerá sobre sus hijos. Pero eso a él ¿qué más le da? Viven las patrias eternamente. Efímeros son los patriotas.

Un aviso final: los tres casos que he relatado son verdaderamente históricos. He cambiado nombres y lugares para proteger a mis invitados.

Artículo publicado el lunes 20 de abril de 2009.

 

 

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27 de abril de 2009
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Silencio, estallido y estupor

En 1999, el crítico de arte Robert Hughes, uno de los más leídos y respetados del globo, tuvo un tremendo accidente de automóvil mientras seguía una soporífera e interminable autovía diseñada con tiralíneas en el occidente de Australia. No se mató de milagro, pero quedó atrapado durante muchas horas en una jaula de hierros retorcidos. Sufrió luego doce intervenciones quirúrgicas, así como dos años de continuas idas y venidas por una decena de hospitales. Hacia el año 2002 ya podía usar las manos, aunque sus piernas seguían siendo animales ajenos. Según cuenta, mientras estaba atrapado en la garra de la muerte y tras perder la orientación temporal, se sintió poseído por una idea cuya luz le permitió resistir hasta que un indígena que cruzaba el desierto lo halló agonizando entre hierros. La idea le prohibía morir sin antes escribir un libro sobre Goya. Así lo hizo: el libro se editó en 2003 y lo tradujo Galaxia Gutenberg.

    Nada más parecido a un accidente de autopista que esa explosión que solemos llamar "Goya" y quedarnos tan anchos. En la exposición "La Sombra" del Thyssen/Caja Madrid acabo de toparme con una hojalata de 1794 que no es fácil de ver porque se conserva en Dallas. Representa un corral de locos agitándose bajo una lucerna cegadora. Si uno pasa revista a lo que se pintaba por aquellas fechas en Europa, se percata de que el arte europeo era la autopista y Goya el tipo que acababa de darse un tremendo tortazo contra la nada. Ni siquiera los franceses, que habían decapitado a su rey y chapoteaban sobre sangre caliente, iban más allá de las figuras gélidas, especulativas, augustas de David. ¡Y éste era un agitador de guillotina! Mientras tanto Goya, en el corral de locos de España y bajo un cielo de fuego, trazaba en dos manotazos las figuras lelas, vesánicas, frenéticas de nuestra vida futura. La que nadie antes se había figurado.

    El libro de Hughes es excelente, pero habría querido yo entrar en su cráneo para ver los Goya que con uñas de plata acariciaron su cerebro, dándole consuelo mientras se moría lenta y dulcemente.

Artículo publicado el sábado 18 de abril de 2009.

 

 

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22 de abril de 2009
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Volver a leer los nuevos libros

A una edad temprana, cuando la arcilla todavía húmeda sólo se sostiene si gira velozmente, conocí a un personaje notable. Era el heredero del pintor Rusiñol y aunque quizás entonces no contara ni cincuenta años, me parecía un anciano al borde de la muerte. Coincidíamos en verano, época en la que mis abuelos me llevaban consigo a un balneario del Pirineo. Rusiñol júnior, larguirucho, filiforme, de presencia gótica, era allí celebrado por hablar con los gansos del estanque. Más tarde me diría que tenía por más inteligente la conversación de los gansos que la de los veraneantes. Conmigo hacía una excepción. Al parecer mis abuelos habían comentado con aquel caballero que la familia andaba inquieta porque yo no hacía más que leer cuando mis compañeros destacaban ya en el fútbol y los Ejercicios Espirituales. Creo que llegaron a preguntar, a él que era hombre de lecturas, si se le ocurría algún remedio.

    Lo que le hacía más gracia es que yo leyera en francés (los motivos no vienen al caso), pero de aquella amistad entre niño y anciano me vino el tener a disposición su biblioteca, una de las pocas de Barcelona saturada de libros prohibidos. En domingos alternos me acercaba hasta la Diagonal y tras una breve conversación durante la cual era tratado como una persona mayor, Rusiñol tanteaba los rimeros y al fin daba con un libro que me cedía, siempre con la misma advertencia: "Sobre todo, que no lo vean tus padres". Así pude leer, sin apenas enterarme, a Sartre, a Camus, a Aragon y tantos otros con los que volvería a coincidir al cabo de los años como si fueran amigos del colegio. Ninguno, sin embargo, le avivaba tanto como Malraux.

    No puedo asegurar que entendiera gran cosa de La condición humana, aunque la fascinación es algo ínsito en los niños y cuando se une al juego imaginativo da unos resultados explosivos. Debí de leerlo como si fuera una película de Fu Man Chu. La fe de Rusiñol en las futuras generaciones, sin embargo, llegaba tan lejos que cuando le devolví la gran novela indochina, algo hubo en mi comentario que iluminó su fino rostro. Tomó un volumen, lo puso solemnemente en mis manos y dijo: "Este da lo mismo que lo vean". Era El museo imaginario, de Malraux en la edición de 1947.

    No recuerdo haber entendido gran cosa, pero de inmediato advertí que en aquellas páginas se encerraba una sabiduría que había seducido a gente tan imponente como el señor Rusiñol y si algo define a los niños es el deseo de apropiarse de todo cuanto de valor ven en sus mayores. Lo leí con ahínco, tropecé, despellejeme, me fui de bruces sangrando por ojos y oídos, quizás no logré terminarlo. No siendo un volumen fácil de disimular, me contrarió que mis padres no se alarmaran sino que incluso vieran mi dedicación con indulgencia. De modo que no cejé porque adivinaba la ironía con la que tratarían de reducirme: "¡Ah! ¿Pero ya lo has dejado?". No lo dejé. Sin duda porque era un volumen muy bien ilustrado (la soberbia selección fotográfica la había dirigido Malraux en persona) y es admirable lo que se puede desatar en la fantasía de un crío cuando ve unas fieras devorándose según el arte de las estepas asiáticas del siglo primero. En mi cuarto, junto a las inevitables fotos de Brigitte Bardot, figuraba un descendimiento de Van der Weyden en igualdad de condiciones, aunque con diverso ensoñamiento.

    Pasaron los decenios y acabé como profesional de la teoría del arte . Para entonces ya conocía el descrédito que había caído sobre Malraux a partir de la colaboración con De Gaulle y su desprecio por Mayo del 68. Para los expertos, además, los trabajos sobre arte eran un capricho de aficionado y aquel ensayo que me hizo sudar tinta había sido machacado por profesores ingleses (Gombrich) y franceses (Duthuit) hasta no dejar ni ruinas. El método, tachado de "impresionista" a pesar de que Merleau-Ponty lo había alabado, carecía de valor científico. El viejo Malraux, patético morfinómano que apenas podía controlar los ataques nerviosos que le contraían el rostro de modo grotesco, era pasto de burlas y crueldades por la izquierda de salón apoltronada en el poder, excepto Bernard-Henri Lévy, lo que le honra.

    Esta Semana Santa hizo frío y llovió con impertinencia en Madrid. Procesiones muy populares, la del Cristo de Medinaceli en particular, hubieron de suspenderse. La gente lloraba desconsolada. Habrá quien se burle de estas masas devotas que poco tienen que ver con la religión católica y mucho con el arte primitivo. A mi no me provocan ningún sentimiento de superioridad sino más bien lo contrario, la certeza de haber perdido la inocencia del dolor, esa capacidad para mudar el sufrimiento inútil, la pasión absurda, en fuente de sentido que alivie nuestra desesperada mortalidad.

    Tenía conmigo Las voces del silencio, al que no había regresado en el último siglo y del que forma parte aquel Museo imaginario del señor Rusiñol. Sobre los rostros contritos de los creyentes oía la potente voz de Malraux contándome con esa intensidad cegadora que sólo da el resplandor de la verdad, cómo transformamos a los dioses una y otra vez, infatigablemente, porque el dolor, el sufrimiento, la insensatez y la desesperación son nuestros peores enemigos. Y contra ellos sólo cabe alzar la dignidad de la poesía.

 

Artículo publicado el domingo 19 de abril.

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20 de abril de 2009
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El Boomeran(g)
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