Félix de Azúa
En el primer paseo por Valladolid la ciudad se me antojó una fina señorita de traje entallado, pañuelo de seda y bolsito de mano, pero en la iglesia de San Miguel y San Julián me topé con su reverso. Le puse una candela a la atormentada Magdalena de Pedro de Mena, por su saya de arpillera trenzada que la asemeja a un saurio del desierto. Nunca se le concede un perrillo de compañía a la pobre penitente. Me dije que, además de honrar a la misteriosa Magdalena, debía yo comprar el libro que Delibes ha dedicado a sus perros. Al fin y al cabo estábamos en la Feria del Libro y me acompañaban tres destacados poetas castellanos. Ya se sabe que el poeta castellano no se parece a ningún otro. Yo lo tengo por el arquetipo del cual derivan los restantes, como en un árbol de Jesé. Así que, Luis, Tomás, Diego, un brindis. Al instante compré y leí ese librito que además trae acuarelas.
Todos los libros que hablan de perros son dignos de atención, pero más que ninguno el que escriba un cazador letrado. Como ya suponía, retrata Delibes a sus compañeros de caza con la sutileza, respeto y compostura con la que podría hablar un cuñado de la muy admirada mujer de su hermano. O sea, sin que puedan acusarnos de nada equívoco. Clasicismo puro.
Ya en el prólogo de su hijo Germán viene una estampa emotiva. Habla el arqueólogo de la tumba de Ain Mallaha, en Palestina, donde puede verse al difunto tender la mano desde la eternidad para acariciar a su más leal amigo. Hace diez mil años ya se podía señalar esa relación que hará del Paraíso un lugar soportable. Lo digo porque es inconcebible que los buenos no puedan llevarse consigo a sus perros. El Paraíso será un lugar agradable gracias a esos animales de los que Schopenhauer decía: "Cuanto más conozco a los humanos, más amo a los perros".
En cambio, doy por seguro que los malos sufrirán una soledad cenicienta, asfixiante, iracunda. La de quien nunca vio los ojos de un perro alzados en amor y vigilancia hacia su dueño.
Artículo publicado el sábado 16 de mayo de 2009.