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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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En la halda de una tonadillera

Sus mensajes han sido tan intensos que han conmovido a este curtido escribidor. Incluso los que suelen insultar veo que han esmerado la sindéresis.

     Este es el plan. Mantengo los artículos mensuales de El País y El Periódico, que no suelen chapotear en el pantano político a menos de que sea imprescindible. Sin embargo, para que no se aburran ustedes con tan sólo dos cambios al mes voy a ir colgando implacablemente cuanto se me pase por la cabeza en forma de tinta y papel, o aquello que tenga la obligación de escribir en eso que los músicos llaman "piezas de circunstancia". También es cierto que las hay "de pompa y circunstancia". No sé si alcanzaré a dar alguna de pompa. Ojalá.

     Ya ven ustedes que estoy rozando los faralaes de la inmortal Lola cuando bramó aquello tan hermoso de "¡Si me queréis, irse!", sólo que al revés. Quedaros por aquí, camaradas, que aún hay gaseosa y altramuces para todos.

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10 de mayo de 2010
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Permitan ustedes que me despida

Han sido tres años y medio, si no me descuento, los que he pasado junto a mis estimados lectores de El Periódico de Cataluña. Tras un repaso a las viejas columnas, me he percatado de lo mucho que ha cambiado, no sólo el país, sino el aire social que respiramos en común. Hace cuatro años la amenaza de ruina era tan sólo eso, una amenaza, de manera que el presidente Zapatero se podía permitir, con su habitual desenvoltura, acusar de antipatriotas a quienes hablaban de crisis económica. Esa fue la expresión que empleó. Tres años más tarde la ruina es absoluta y a día de hoy los más optimistas hablan de "recuperación" dentro de seis años. Seis años de política española son un siglo. Del actual elenco dramático, Zapatero, Rajoy, Montilla, Carod, no quedará nadie. Las quiebras traen cambios lentos, pero inevitables. El cuadro de actores que nos representa es de escasa calidad y será sustituido, quizás por chulos tipo Chavez, pero con un poco de suerte por gente sensata, esos técnicos que tanta falta hacen y que han sido despreciados por políticos ebrios de ideología. No hay nada peor que un político cargado de ideología y sin educación.

    La ruina ha ido oscureciendo la vida en común hasta el punto de que la próxima campaña electoral está derivando nada menos que en un simulacro de guerra civil. De un lado los insensatos que usurpan el nombre del socialismo, del otro los corruptos que dicen ser populares. Ambos puro monigote, títeres sin cabeza, una densa necedad que pagaremos muy caro. En el caso catalán las cosas son aún peores y no merece la pena ni mencionarlas. Bastaba con leer los titulares de la prensa catalana tras la consulta independentista. No soy adulador, pero debo decir que el único diario que tituló con respeto de la verdad ("Pinchazo soberanista", decía) fue éste en el que escribo. Todos los demás mentían de un modo tan estúpido que uno se daba cuenta de que los editores consideran a sus lectores unos perfectos idiotas.

    El estropicio es ya casi insalvable. Como he dicho otras veces, la deriva de España hacia el modelo italiano se acelera. En Italia votar es obligatorio y no se nota el hartazgo de los civiles, pero aquí falta ya muy poco para que la abstención iguale al número de votantes. Da lo mismo, porque los políticos seguirán llenándose la boca con palabras que nunca han entendido como "democracia", "nación" o "libertad". Y no las han entendido porque nuestra clase política no es demócrata. No tiene ni la menor idea de qué quiere decir "democracia". Por eso no respetan a los partidos adversos sino que se empeñan en triturarlos y no creen estar en el poder para resolver los problemas de la gente sino para creárselos porque así lo exige la Causa. Sólo trabajan para su propio partido, como los empleados japoneses trabajaban para su empresa y la yakuza asociada. Así le ha ido al Japón.

    El deterioro es supino. Ver cómo Montilla, un gris escalador de la burocracia de partido, condecora a los fiscales que calumnian a sus propios colegas de tribunales superiores es una imagen que remite a los tiempos de Franco cuando la lealtad al Régimen era lo único que contaba. Porque la desdicha es que este país ha regresado a su ser ancestral. La ruina económica nos está devolviendo al lugar de siempre en el tercer mundo. La ruina moral nos devuelve al escenario de toda la vida, el esperpento, la pornografía política, la canallada.

    El sueño ha durado unos años, digamos que de 1982 a más o menos el cambio de siglo. Durante veinte años parecía que España podía convertirse en un país europeo. La gente olvidó los delirios señoritiles del desprecio al trabajo y, con la excepción de los liberados sindicales, comenzó a tomarse en serio la vida. De pronto ya no daba vergüenza trabajar e incluso querer trabajar más horas o más días. Los fondos europeos y una ola de optimismo que ilusionó a los españoles lograron un despegue prodigioso, mientras en el terreno político, con jefes de gobierno adultos como Suárez, González o Aznar, los adversarios no eran enemigos. La oposición podía ser dura, pero no era una chusma despreciable. La diversidad de ideas y opiniones, como en Europa, mantenía viva la libertad. En la actualidad la libertad es una excusa para sacar las navajas.

    Este ambiente tabernario, que a mi modo de ver repugna a casi todo el mundo menos a los partidos políticos y a aquellos que viven de sus privilegios y subvenciones, tiene aspecto de ser duradero. No me imagino yo a los actuales padres de la patria preocupándose por los votantes, esos parias que han venido al mundo para pagar sus sueldos, viajes, negocios, comidas, amantes, coches, parientes, sobornos y trajes.

    En estas circunstancias, la verdad, es inútil tratar de influir en la vida pública, así que me voy a los cuarteles de invierno a ver si logro hacer algo de provecho. Mil gracias por su atención y por su amabilidad.

 

Artículo publicado el 3 mayo de 2010.

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3 de mayo de 2010
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Manuel Chaves Nogales galopa de nuevo

Aunque sus más impacientes lectores lo conocían ya gracias a la apoteósica edición de María Isabel Cintas (Diputación de Sevilla), aquellos cuatro enormes volúmenes de las obras completas imploraban a gritos ediciones más baratas y manejables de cada título. Eso es lo que viene haciendo el sello "Los Libros del Asteroide" que acaba de publicar "La agonía de Francia" con un prólogo estupendo de Xavier Pericay.

    Manuel Chaves es uno de los mejores escritores españoles del siglo XX, aunque perfectamente desconocido porque tuvo el capricho de no ser totalitario. De haberse humillado ante la burocracia estalinista ahora le estarían dedicando plazas. Y de haber galleado con los fascistas ya las tendría. Como era esa cosa tan rara en España, un demócrata con ideas propias, nadie le ha hecho el menor caso hasta que hace una década comenzó la recuperación.

    Tras dejar testimonio de la catástrofe de la República sin mentir sobre la irresponsabilidad de los políticos republicanos, continuó su carrera de periodista en Francia. Allí asistió al hundimiento de otra república, esta vez por la cobardía de las naciones europeas, incapaces de plantar cara a Hitler. La crónica de esa debacle es uno de los mejores reportajes que se han escrito sobre la caída de París. La libertad ideológica de Chaves le permitió dar una descarnada visión del corrupto mundo político francés, tan arrogante como inepto, de una espeluznante actualidad entre nosotros. Cuando por fin llegaron los bárbaros, a nadie le importó demasiado. Desde el primer mes los invasores tenían cola de franceses para denunciar a los judíos cuyos negocios o riquezas codiciaban.

    El gran Chaves murió joven, sin haber cumplido los cincuenta, en la Inglaterra que luchaba contra el nazismo. De habérsele concedido una vida normal habríamos podido admirar algo inusitado en España: un intelectual sin vasallaje de partido. Como dice Pericay: "No se me ocurren más nombres, para acompañar el de Chaves, que los de George Orwell y Albert Camus". Ni a mi tampoco.

Artículo publicado el 25 de abril de 2010.

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26 de abril de 2010
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La letra ya no entra ni con sangre

No le había visto en los últimos cinco años. Comparto con él la inicua pasión libresca, esa bibliopatía que nos ha llevado a acumular toneladas de libros cuya lectura ocuparía cinco largas vidas. Tenía muy buen aspecto y estaba sumamente simpático. Sólo en un momento de la conversación, justamente cuando tratamos sobre los libros, mostró cierta preocupación. Coincidimos en que nadie pone ya en duda que nuestras bibliotecas personales, conjuntos de diez, doce o quince mil volúmenes, son ya las últimas que podrá poseer un particular. En el futuro será cosa de locos o de millonarios reunir en casa más de mil libros. Mi generación es la última que ha logrado tener al alcance de la mano la totalidad del saber y de la literatura. La electrónica y el precio de la vivienda, aquí y en todo el mundo, matarán las grandes bibliotecas particulares.

    Muy contrariado me dice que los libros le están costando mucho más caros que la familia que nunca tuvo. Una parte la guarda en el piso de su propiedad, pero ha tenido que alquilar otros dos para disponer el resto. Gasta todo lo que gana en su biblioteca. Otro amigo mío se vio obligado a alquilar su piso lleno de libros para poder seguir pagándolo. El inquilino convive con ellos, por cierto, muy a gusto. Otros amigos se han ido a vivir a lugares casi salvajes para poder disponer de espacio libresco.

    Quienes padezcan esta pasión carísima y postrera se divertirán leyendo "Bibliotecas llenas de fantasmas" que ha editado Anagrama. Su autor, Jacques Bonnet, sufre la misma enfermedad y los mismos temibles conflictos. ¿Y por qué razón soportamos tan terrible losa? ¡Qué pregunta más ociosa! Cuenta Bonnet que en las carretas que llevaban a los nobles franceses a la guillotina, cierto testigo pudo observar a uno de ellos perfectamente ajeno a su muerte inmediata, apenas apoyado en las tablas laterales y leyendo absorto un libro en octavo. Y así subió al cadalso, sin dejar de leer y pasando página.

    ¡Lo que daríamos cualquiera de nosotros por tener ese libro en nuestra biblioteca!

 

Artículo publicado el domingo 18 de abril de 2010.

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19 de abril de 2010
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Oigo los clarines de la Fama

Hace unos años, cuando yo aún iba al colegio, era habitual que a los poetas los persiguieran a pedradas por los pueblos y si eran sodomitas les hincaran una ducha de playa. Ya que no educado, al menos nos hemos domesticado. Asisto con admiración al nacimiento de un ídolo: el poeta Jaime Gil de Biedma. Es muy desconcertante haber conocido a alguien que sería elegido por la Gloria.

    Digo bien, la Gloria, porque en pocos meses han emanado de Jaime Gil: la biografía de Dalmau, la película de Monleón, la historia de su amistad con Joan Ferraté (Acantilado), sus obras de poesía y prosa en un bello volumen del Círculo de Lectores, y por último la correspondencia (casi) completa muy bien editada por Lumen. Por si fuera poco, en un libro de memorias de J.M. Castellet recientemente publicado en catalán, la inquietante figura del poeta y ejecutivo de Tabacos de Filipinas circula incesantemente por los entresijos de sus coetáneos.

    Si Gil de Biedma lo está viendo desde el valle de Josafat seguro que se pregunta "¿y por qué yo?". Es de observar que ningún poeta español, ni siquiera los malos, han tenido semejante tratamiento. Para hacerse una idea: la biografía oficial de García Lorca es de un irlandés (Gibson), no hay biografía de Machado, o de Jiménez, o de Cernuda realmente definitiva. Sus correspondencias duermen el sueño eterno. De los poetas posteriores, ni eso.

    ¿Por qué Gil de Biedma se está mudando en El Poeta de la postguerra civil? En el soberbio prólogo a la correspondencia de Lumen, Andreu Jaume dice que sus cartas son la autobiografía que siempre quiso escribir Gil de Biedma. Aquel gran lírico y fino letrista (estoy persuadido de que su deseo más profundo era alzarse hasta las sarcásticas canciones de Cole Porter) no valoraba su vida, era demasiado inteligente como para darse importancia, y se suicidó asiduamente. Pero en las cartas y en los diarios juveniles se observa algo inesperado: en contraste con sus amigos y colegas, Gil de Biedma sí creía en la Gloria. Y la Gloria, a diferencia de aquellos que dijeron amarle, le ha sido fiel.

Artículo publicado el domingo 11 de abril de 2010.

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12 de abril de 2010
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La modestia de los más grandes

Cuando comparamos nuestros héroes habituales con los antiguos, es imposible no sonreír ante la paradoja de que todo siga igual siendo por completo distinto. Hoy me refiero a los héroes de las multitudes. En el origen de los actuales (y actualas) acaparadores de la adoración social, sean figuras del rock, maniquíes, futbolistas o similares, se encuentra aquel magnífico personaje, Lord Byron, que fue el primero en abrir el espectáculo.

    Me lo ha recordado el delicioso libro del gran Giuseppe Tomasi di Lampedusa publicado por Nortesur y que en apenas cien páginas da un retrato exacto, irónico, encantador y sagaz del primer gran ídolo de masas. Hoy puede parecer un disparate que el mundo entero adorara (o bien odiara) a aquel aristócrata cojo y guapo, rico y pobre, inteligente y descerebrado, revolucionario y conservador, seductor de mujeres y seducido por hombres, poeta inmenso y versificador mediocre, aquel nudo de contradicciones que exaltó a la juventud europea y la condujo a los excesos de entonces, que eran tan peligrosos como los nuestros aunque más sanos. El Pete Doherty del romanticismo nos parece hoy un ser tan fabuloso como el ave fénix y sin embargo tenía ya todos los ingredientes de la popularidad mediática.

    No obstante, lo que más me ha emocionado del libro ha sido el tono de voz, la presencia casi física del inmenso artista que fue Lampedusa. En 1954, fecha de redacción, le quedaban tres años de vida. No lograría ver editada su obra maestra, El Gatopardo, rechazada por todos los editores italianos. Casi al final de este librito, escribe: "Lo que le haría falta a nuestra sociedad sería un Byron, es decir, un poeta que no fuera esclavo del público ni de los editores". Lo decía como si hablara de algo imposible, pero muy discretamente él lo había realizado, no con la poesía sino con una prosa que es lo más cercano a la poesía de los tiempos prosaicos. Su modestia no le permitía admitir que había escrito, sin esclavitudes editoriales o populistas, la novela decisiva de la Italia moderna. Tan libre como Byron, más sabio.

 

Artículo publicado el domingo 4 de abril de 2010.

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7 de abril de 2010
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Salvarse del expolio por sutileza

El castillo se empina arriba de un roquedal en pirámide que cae hasta cien metros sobre una rotunda hoz del Júcar. Alarcón es uno de los conjuntos guerreros más sensacionales del medioevo, aunque no es sólo un castro; frontera al castillo se levanta la torre astronómica del marqués de Villena, el mayor nigromante del renacimiento.

    Dentro en Alarcón y entre otras monumentales fábricas está la iglesia de Juan el Bautista, bello templo herreriano en cuya nave ha tenido lugar un alto lance artístico este fin de siglo. Lo descubrió ya desafectado Jesús Mateo en 1994 y decidió que él tenía que pintar aquel recinto de proporciones perfectas. El asunto merece una novela, pero lo resumo groseramente. Tras conseguir, no sin esfuerzo, la venia eclesiástica, logró persuadir a un grupo de mecenas y comenzó la obra de reparación y luego de pintura. Tardó seis años en acabarlo, durante los cuales malvivió en cuchitriles y se afanó muerto de frío o de calor. El conjunto suma mil quinientos metros cuadrados de figuras. A medio acabar, en 1997, la UNESCO ya lo declaró de interés artístico mundial. Ha recibido luego mucho reconocimiento, incluida una sinfonía de Eduardo Rincón.

    El grupo de mecenas y el propio pintor habían invertido casi dos millones de euros, pero pronto comenzaron a afluir los visitantes que suman hoy varias decenas de miles al año. Eso avivó el amor de la iglesia católica por su templo, ay, tantos siglos olvidado, de modo que decidió apropiarse de las pinturas. Por fortuna Jesús Mateo, que es un artista pero no tiene un pelo de tonto, ya se había asesorado legalmente. El templo es del clero, sí, pero las pinturas son suyas. El argumento jurídico es magnífico y merece ser conocido para futuros pleitos.

    Si Mateo hubiera elegido la pintura al fresco habría sido despojado de su obra, pero pintó con acrílicos sobre las capas de imprimación con que se aísla la piedra, de manera que la pintura no penetra en el muro sino que está como suspendida entre el muro y la nada. Eso le ha salvado. Una milésima de milímetro. O sea, Dios.

 

Artículo publicado el domingo 28 de marzo de 2009.

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5 de abril de 2010
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Arte para nobles caducos

No fue necesario ir derribando con artillería de asedio todas y cada una de las ciudades europeas para que de común acuerdo los acaudalados burgos renacentistas demolieran sus murallas. Bastó con que una de las mil urbes fortificadas fuera bombardeada para que todos entendieran que las murallas eran ya mero ornamento. De ese modo se expandieron y ampliaron las ciudades hasta entonces recluidas en el cascarón almenado. El horizonte entró en la ciudad.

    Podríamos decir lo mismo de nosotros, los que vivimos las secuelas de la bomba atómica. Bastó con arrasar Hiroshima y Nagasaki. Nunca más estalló una bomba atómica en lugar habitado, no era necesario. A partir de aquellos dos avisos, la vida de los humanos en la tierra cambió por completo: ahora ya era evidente que podíamos suicidarnos y se cumplía el sueño de un cosmos libre de humanos. Hasta Hiroshima las matanzas sólo podían ser parciales, ahora el Día del Juicio ya no era una figura bíblica. Las consecuencias han sido gigantescas y aún no las conocemos más que por su efecto superficial, ese que suele denominarse "ausencia de Dios", "fin de la historia", "muerte del arte" y otras similares. En un mundo donde es probable la extinción de la especie humana, la vida no puede seguir siendo la misma.

    Cuando tiene lugar alguno de estos sucesos que sin escándalo transforman la vida entera del planeta, se producen a gran velocidad y de modo espontáneo lo que los sismólogos llaman "réplicas". Son casi imperceptibles. La artillería que destruye las ciudades fortificadas es la causa de esas tablas flamencas en las que sobre un paisaje idílico de viñedos y pastores aparecen ciudades fabulosas donde apuntan decenas agujas entre muros almenados. El deseo viene al rescate de la vida que desaparece.

    Fue la creciente masificación urbana y la entrada de la maquinaria en el agro lo que forzó a los pintores románticos a inventar un paisaje apasionado. En pocos años se pintaron toneladas de tempestades marinas, negruras selváticas, remotas lagunas, arboledas atravesadas por un sol mortecino. No estaban copiando montes, ríos, bosques o prados verdaderos y de singular belleza, sino soñando un modo de vida que estaba muriendo y al que sólo se podía aludir mediante metáforas.

    En la soberbia exposición que ha inaugurado el museo del Prado, titulada El arte del Poder, puede vivirse otro ejemplo de metáfora consoladora. Se exponen allí algunas de las más bellas piezas de la Armería Real y los retratos en que figuran al completo o por partes tales armaduras. Son radiantes. La preciosa borgoña de acero y oro que los Negroli construyeron para Carlos V, su celada de parada con el barbote figurando la barba del emperador, la rodela de la Medusa también de los Negroli, oníricas bardas de caballo, sencillos capacetes o armaduras enteras, todas y cada una de las piezas expuestas son magistrales. Sin duda los monarcas pagaron mucho más por ellas que por cualquier tiziano o velázquez y las atesoraron como objetos únicos, preciosos, originales y simbólicos. Es decir, como obras de arte.

    Lo más curioso es que ese ingenioso trabajo, esa riqueza de materiales nobles, esa imaginación creativa, no tenía ningún uso de guerra. Hacía ya muchos años que había pasado el tiempo de la caballería acorazada. Las bombardas que decidieron la batalla de Crècy en 1346 o la artillería de Azincourt en 1415 fueron avisos cada vez más sonoros. En el siglo XVI las nuevas armas de fuego perforaban las placas de acero y es en ese momento, justamente, cuando se desarrolla la locura por las armas ornamentales, las corazas de parada, el espectáculo de una caballería fantástica ataviada con armaduras de poema medieval, sin más uso que el artístico, teatral y simbólico. Podríamos decir que formaba parte de la propaganda de los grandes monarcas, pero sería equívoco porque esas maravillosas esculturas del deseo sólo las podían admirar los mismos caballeros que las coleccionaban.  

    La transformación, sin embargo, a la manera de la artillería destructora de fortalezas urbanas o de la bomba atómica que ha devastado la fe en la inmortalidad humana, trajo también sus réplicas imperceptibles. Una de ellas es la aparición de un retrato ecuestre de suprema grandeza. En su colosal retrato de Carlos V en la batalla de Mühlberg, Tiziano se ve en la necesidad de crear un mundo entero donde acoger a este rey acorazado que aún perteneciendo al desaparecido mundo de la caballería, sigue siendo el más poderoso del mundo. Asombrosamente lo sitúa en un suave prado próximo a un denso roble, paisaje ideal con una luminosidad que tanto puede ser de aurora como de crepúsculo. Quizás en la idea del pintor este fuera el crepúsculo de los luteranos.

Los retratos ecuestres hasta ese momento carecían de mundo propio. El guerrero se alzaba único y feroz mostrando su potencia en una soledad agresiva. El modelo había cristalizado en la Roma imperial y así son las estatuas y retratos del Gattamelata, del Colleone, de Giovanni Acuto, de Paolo Savelli. Pero ahora el guerrero acorazado en su caballo rampante se dispone como una ninfa en el ámbito de una pastoral, de una égloga que pudo firmar Garcilaso, el paisaje que Poussin elevará a categoría de poema.

    He aquí que el guerrero se ha transformado muy profundamente. De hecho, su hijo, Felipe II, que durante el aprendizaje vistió y se hizo pintar como caballero acorazado, en cuanto llega al poder absoluto renuncia al sueño de la Tabla Redonda y se hace retratar sobriamente de negro. Podríamos confundirle con un notario de Amberes si no fuera por el Toisón que cuelga de su cuello y el rosario solapado entre los dedos.

    He aquí que, como dice Burckhardt, la artillería y las armas de fuego habían democratizado la guerra. El poderoso ya no estaba obligado a soñarse como un caballero medieval, ni siquiera como un condottiero veneciano. La burocracia comenzaba a pesar sobre los hombros del monarca y la valía personal, la fuerza, el vigor, el arrojo, la nobleza animal, tenían menos importancia que la administración del tesoro. "Desde la aparición de las máquinas que mataban a distancia constataron, no sin dolor, que el valor individual era cada vez menos relevante", escribe burlón y melancólico el gran Burckhardt.

    En efecto, aquellos que como Carlos el Temerario no se resignaron al impetuoso avance de las máquinas, de los mosquetes, de los arcabuces, de las bombardas, fueron arrasados por los pragmáticos reyes ingleses. La valía individual, esa exhibición del cuerpo del guerrero victorioso que desde Aquiles había marcado a la nobleza de todos los países, era ahora un engorro y una torpeza y una estupidez. Todo lo más se podía tolerar su simulacro en una parada, en un retrato, en un espectáculo, como cuando Felipe II entró en Lisboa ya coronado rey de Portugal y ataviado con unas armas de las que podemos ver en el Prado la sensacional barda del caballo.

    Aquiles despreciaba a quienes no combatían con el cuerpo. Los guerreros griegos no concebían otra lucha que la de un cuerpo contra otro cuerpo. Apolo, el dios más perverso del Olimpo, es el que mata de lejos, sea con la peste que asolaba la Tebas de Edipo, sea con las flechas de los arqueros, sus infames protegidos. Si el dios que mata desde lejos puede derribar al noble guerrero con un mísero disparo, entonces hay que representarlo en un prado crepuscular con armas de oro y bronce, melancólica figura de un poema pastoril.

    Nosotros, súbditos de un dios que no sólo mata de lejos sino que puede eliminarnos del cosmos, carecemos de representación. En las imágenes de los últimos cincuenta años sólo aparece un niño paralizado de espanto en su cuna, haciendo gestos obscenos y riéndose de sí mismo.

Artículo publicado el sábado 20 de marzo de 2010.

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25 de marzo de 2010
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En busca del Teotocópulo perdido

Lo mejor de visitar Toledo es haberlo visitado. No porque sea un timo sino porque está pensado para destrozar las piernas. Nadie sabe cuántas colinas lo forman, aunque los primados se mostraban partidarios de que fueran siete para arrimarse a Roma y darse pisto. Así que visitar Toledo es subir y bajar cuestas y costanillas hasta que los gemelos se mineralizan y cae uno al suelo como herido por el señor de Orgaz.

Es admirable ver a cientos de miles de turistas escalando o rodando por una montaña rusa hecha a mano, o sea, a pie, agonizando en directo. Sin embargo, si uno tiene pasión por ver lo que El Greco llegó a colocar en aquella ciudad, no tiene más remedio que acudir a verlo en vivo y dejarse los bofes.

Hay allí grecos por todas partes. En las iglesias, en los hospitales, en los palacios, en los conventos, quizás también en alguna casa de huéspedes. Esto es muy chocante porque lo que pintaba el griego sigue siendo anómalo ahora, así que imagínate en la amena sociedad toledana del siglo XVI. Las explicaciones que se pueden leer son siempre escasas. Nada en este mundo puede justificar que los brazos se enrosquen como cuerdas, las piernas cuelguen como congrios y los rostros se aplasten como bandejas. O que los cuerpos luzcan cabecitas de guisante sobre torsos de Maciste. No entonces. Luego sí. En el siglo XX algún pintor, especialmente Soutine, que encima de eslavo era dipsómano, se le acerca con provecho. Deberíamos decretar que El Greco iba de pareja con Picasso. Darle una nueva biografía con nacimiento en Elche en 1891 y muerte en Madrid hacia 1963 y así se le comprendería mucho mejor.

Los del 98 fueron de los primeros en tomar en serio al insólito pintor. Baroja lo puso de paisaje en "Camino de perfección". Varios noventayochistas llegaron a ir en romería pedestre de Madrid a Toledo para rendirle tributo. Supongo que al llegar a la Bisagra ya no podían subir ni una mísera calle y se volvieron a Madrid baldados, pero en carreta.

Lo peor es que a día de hoy no me imagino yo una romería de entusiastas ni por Marcel Duchamp.

Artículo publicado el 21 de marzo de 2010.

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22 de marzo de 2010
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Odiosas comparaciones de un turista

Aunque sólo he podido estudiarlo durante un trimestre tengo la convicción de que va siendo casi imposible llegar a ser madrileño. Millones de personas lo intentan cada año, pero sólo un puñado y al cabo de una entera vida lo consigue. Eso sí, en la más completa soledad. Ni por el porte, ni por su expresión se les distingue. Quienes alcanzan la calidad de madrileño guardan para sí mismos tan alto conocimiento y lo disuelven en su interior a la manera de Las Cuatro Nobles Verdades a las que sólo acceden los iniciados en niveles supremos del budismo.

    A lo largo de mi vida he conocido miles de madrileños en curso o en trámite, en estadios más o menos avanzados de ese saber extático. No puedo asegurar, sin embargo, que ninguno haya alcanzado la meta y se pueda decir de él que es un madrileño realizado. En esta disciplina hay que resignarse a conocer suplicantes, pretendientes, postulantes, aspirantes o becarios de la materia, pero jamás al madrileño logrado. Es cierto que hay personajes que, acodados a la barra de la cervecería y moviendo mucho los pies entre cáscaras de gamba, afirman con acento truculento que ellos son madrileños "castizos". Son falsificaciones, muchas de ellas irlandesas.

    La razón es que las condiciones resultan insoportables. Tanta exigencia pone cuerpo y espíritu en una tensión que sólo se relaja horas antes de la muerte, cuando uno debe confesar sus mayores fracasos. Son muy pocos quienes reúnen tanta excelencia física e intelectual, lo que no impide que año tras año caigan sobre Madrid cientos de miles de individuos dispuestos a todo. Los rastros del desengaño pueden verse a centenares por las calles de la ciudad. Patética visión la de esos individuos que musitan cantinelas por lo bajo, hacen gestos groseros con súbita ira, o miran tercamente al paseante. Algunos visten jirones del uniforme que, años atrás, tanta ilusión despertaba: bedel, ujier, cartero, párroco, ordenanza... Ni siquiera los más encumbrados están libres de desolación aunque es infrecuente ver en plena calle a desesperados almirantes, prelados o embajadores, ya que suelen aliviar sus penas en establecimientos exclusivos.

    Debería escribirse un tratado entero, pero no siendo ello posible resumamos un poco: la primera y más difícil exigencia es la de haber nacido lo más lejos posible de Madrid. Si se ha nacido en Cuenca o en Toledo, el fracaso está asegurado, pero si el aspirante viene de Tenerife, de Vigo o de Olot, alguna posibilidad de llegar a ser madrileño sí tiene, como demostró aquel presidente de la Primera República, el gran Pi Margall, sobre quien los expertos aseguran no tener dudas: llegó a ser madrileño e incluso murió de ello. Tan curiosa peculiaridad se debe a que el nacido en Madrid, apenas librado de la placenta ya abomina de su condición y renuncia a ella con soeces expresiones; maldice la ciudad, sus habitantes, el clima y el cocido. El nacido en Madrid (e incapacitado para ser madrileño), es uno de los tipos más conspicuos del arco antropológico junto con los massai, los nilotas o los maories. Esta condición maldiciente y relapsa del nativo causa estupor en el turista de Barcelona ya que por aquella parte los ciudadanos ostentan un amor mariano por su localidad y van diciendo a todo el que quiera oírles que no hay en el mundo nada semejante y que aquello es la envidia de París. Como es natural, esa libido flotante hace innecesaria la constricción por ley de cualquier desafección o mengua del amor, de modo que allí y de manera espontánea todo el mundo rompe a cantar himnos nacionales en cuanto la autoridad desplaza su augusta mirada sobre ellos. No así en Madrid, donde el nativo suele proferir las mayores intemperancias sobre su destino autonómico y sobre lo municipal como execrable categoría del ser.

    Se entiende pues que sean escasísimos los que antes de morir logran decir de sí mismos que han alcanzado a ser y bien pueden asegurar que son madrileños no refractarios o amortizados. También se entiende que los pocos que lo han conseguido no lo manifiesten y resulten, por así decirlo, insondables. Como los samuráis del shogunato Kamakura tras una vida de ascesis su poder físico es tan desmesurado y poseen una tan elevada moralidad que nunca osarían exhibir su fuerza. Antes se dejarían matar.

    Contraste grande con el de quienes, como es mi caso, fuimos paridos en ciudades donde basta con nacer en ellas para poseer un estatuto superior al de la mediocre humanidad y convertirse en estrella de la historia sostenible, solidaria y progresista. Además, si uno obedece a la autoridad en cuestiones de atuendo, emoción, envidia, enseñanza, acento, resentimiento, cultura, rencor y diversiones, puede convertirse de inmediato en miembro social distinguido, haya nacido donde haya nacido y aunque se dedique a la ablación de clítoris con martillo. Basta con obedecer. Mira tú que es fácil ser, y cómo se complican la vida los de Madrid para no ser.

 

Artículo publicado el 17 de marzo de  2010.

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17 de marzo de 2010
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El Boomeran(g)
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