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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Dos puertas dan al infierno

Confusiones inaceptables

 Hace muchos años Alfonso Paso escribió una comedia titulada "El pez gordo" en donde se tomaba a chacota aquella figura tan típica del franquismo. Un señor de Bilbao se dio por aludido y le puso un pleito. Esto es histórico y daba mucha risa, pero el otro día un gallego escritor se dio por aludido en un artículo mío sobre novelas españolas republicanoides y ya no me pareció gracioso. El tipo daba por sentado que el mundo entero iba hablando de sus novelas y que yo (que no le he leído ni una línea) tenía que referirme a él, sin la menor duda, ¿a quién si no? Narcisismos nacionales. Proyecciones de la aldea al mundo.

    Y ya, el colmo de la imbecilidad, un corresponsal me advirtió sobre los comentarios que aparecían en este blog a propósito de un suelto mío sobre la memoria histórica. Según dice, unos amigos de Almodóvar quieren que se dé por aludido. Dicen ellos que yo me refería a quienes protagonizaron aquella publicidad institucional sobre fusilados y asesinados, dándoles el nombre de "mercaderes de la muerte". Y eso ya no me hace ninguna gracia. Así que me veo en la obligación de afirmar que entre los buhoneros del dolor a los que hacía yo referencia no se encuentra Almodóvar.

***

Dos puertas dan al infierno

Va a comenzar la carrera y la joven maestrita dispone a los niños (no llegan a la docena, pero son muy ruidosos) en dos filas, los mayores detrás. "Cuando suene el silbato, salid corriendo y a ver quien es el primero que llega a Auschwitz". Suena el silbato y los niños salen disparados pasillo arriba. Estamos en el cruce de caminos de la Diáspora. Los pasillos forman ángulos obtusos. No hay ni un solo ángulo recto en el Museo Judío de Berlín. Los muros, las escaleras, los techos, las diagonales que hacen de ventanas, tienen la vertiginosa expresión que hizo famosa la cinta muda "El gabinete del Doctor Caligari". En este museo inspirado por Walter Benjamin los niños disputan una carrera entre el espacio dedicado a la Diáspora y el de Auschwitz.

    El museo de Libeskind, que debería producir en el visitante un agobio abrumador con sus vacíos, sus túneles, sus laberintos, las subidas y bajadas entre pisos irregulares, la caótica asimetría que representa la historia del pueblo judío, es en realidad un patio de colegio donde el visitante se siente más bien regocijado por el bullicio, las carreras, los gritos, las risas. Ciertamente, casi todo lo que ve es espantoso: la más exacta medida de la crueldad humana, de su perversidad, la estupidez impenetrable que nos separa de los otros animales. En este museo se exponen con densidad plomiza las torturas, los asesinatos, las humillaciones, las expulsiones, los exterminios a que hemos sometido a las gentes de religión o raza judía, con la peculiaridad de que también les hemos perseguido y destruido y saqueado cuando se convertían al catolicismo o se comportaban como patriotas alemanes y héroes de las guerras alemanas. No hubo escondite o disfraz para ellos. No hubo compasión. Ni siquiera cuando renunciaron a ser ellos mismos, negándose y aniquilándose en su corazón y adoptando el porte y la religión de sus verdugos, ni siquiera entonces dejamos de asesinarlos.

    Este museo de la maldad, del horror y de la verdad más insoportable de los humanos, sin embargo, ha sido construido y pertrechado por judíos para celebrar su cultura. El resultado es asombroso. En las salas ves los documentos del espanto: miserables judíos centroeuropeos en sus ghetos, sucios barrios comerciales de los judíos tolerados, retratos de familias enteras destruidas, la vida de millones de personas que anduvieron por este mundo con un precario permiso de existencia expedido magnánimamente por alguna autoridad. Y sin embargo en el museo no hay queja, no hay humillación, no hay derrota. Todo lo contrario. Son supervivientes, es cierto, pero invictos. No han podido con ellos, nadie los ha vencido.

    Creo yo que esta genialidad es específica del pueblo perseguido. La impregnación literaria judía es tan potente que todo el horror se sublima en historias particulares que, como cuentos, narraciones, novelas o breves películas, dan cuenta de miles de vidas privadas y particulares. Es el genio literario judío lo que impide que la historia de la destrucción se convierta en una aniquilación del pueblo judío. Muy al contrario, aquí vivimos las desgracias particulares o singulares de cientos de miles de individuos. Uno ve al cambista de largas trenzas contando zlotis polacos, dinares serbios, hellers húngaros o leis rumanos. O al muchacho que se inicia junto al rabino en la lectura del Talmud. O dos mujeres del gheto de Varsovia con escuálidas bolsas de las que asoma un rabo de apio. Y entonces cada uno de ellos se salva. Tal era el deseo de Benjamin: ¡no volváis a matar a los muertos! La memoria, la narración, salva a los muertos de seguir muriendo.

    En una vitrina están las gafas de un rabino de Moabit, en un cilindro perforado vemos como por el ojo de la cerradura un costurero, la mesita de noche con el libro abierto, un viejo sillón de orejas, en una salita hay retratos enmarcadas en madera blanca, en una galería de desaparecidos recorremos filas y más filas de fotos familiares. En exposición está la máquina de escribir de Nelly Sachs, el álbum familiar de los Burchardt, los vestiditos de alguna niña que en cierto momento se llamó Miriam, el tintero de Mendelssohn. Y así vas avanzando hacia el Tercer Reich, pero cuando llegas a él, ¡sorpresa!, ya no hay objetos, fotos o recuerdos, no aparece ni una sola imagen de los asesinos nazis. Este es el museo de los judíos, no el de sus plagas y verdugos. La muy sobria documentación final, con un curioso reportaje sobre Fassbinder, conduce hasta el vertiginoso "Memory Void", un patinejo de veinte metros de altura donde se acumula una montaña de piezas metálicas en forma de rostro humano. Puedes caminar sobre ellas. El chasquido hiela la sangre.

    Hay otra puerta del infierno, pero no es la de los judíos sino la de los cristianos. Es un espacio recién inaugurado que lleva por nombre "Topographie des Terrors". Como su nombre indica, ahora estamos en el lado contrario, el de los asesinos. Si en el museo de los judíos sonaba un violín, olía a sofrito y pachulí, parejas vestidas con ropa vieja bailaban alzando las piernas y los niños corrían alrededor de las tumbas, ahora entramos en el espacio de los verdugos filosóficos. Son homicidas ilustrados, respetuosos con la ciencia, el arte y la cultura. Sus ropas son inmejorables y cuando bailan lo hacen vestidos de frac en rápidos giros que sofocan a la rubia pareja y palpita su pecho rosado. En este museo los niños (los hay) no corren ni ríen. Tampoco sus padres. Aquí se impone un silencio de muerte, de verdadera muerte, un silencio que no tiene nada de literario. Es el silencio de la maldad expuesta en vitrina y cuantificada.

    La "Topografía del terror" es un gigantesco espacio en donde antes se alzaban el cuartel general de la Gestapo, la jefatura de las SS, su servicio de seguridad (SD) y el del Reich (RSHA). Estamos en el corazón de las tinieblas, la sima de los aullidos inaudibles. Aquí la sangre ha empapado de tal modo la tierra que los gobernantes alemanes prefirieron derribar todo lo que quedaba en pie y sobre el gigantesco solar esparcieron una capa de piedra trizada, un manto fúnebre. En un rincón de esa lámina triturada se levanta un rectángulo de vidrio casi invisible los días grises en cuyo interior se guarda la documentación de una de las mayores matanzas del género humano. Elegantes paneles informan a los visitantes (silenciosos, contritos, las manos a la espalda) sobre la destrucción que allí tuvo lugar. Datos, nombres, estadísticas, jerarcas, textos.

    Contraste excepcional. El museo judío es un ente vivo, un organismo que baila sobre incontables entierros, pero diferenciados. Allí palpita la voluntad de los humanos para resistir la persecución y el horror colectivos, allí constatamos la garra con que nos aferramos a la vida propia cuando somos amenazados por una masa. El museo alemán, en cambio, es abstracto, es conceptual, es un "centro de documentación", es la fría intelección de hasta qué repugnante hondura somos capaces de caer cuando nos hinchamos de soberbia religiosa, engreimiento nacional, superioridad racial e imbecilidad moral.

    "Muchos de nosotros luchamos en la guerra, muchos murieron. Hemos escrito por Alemania, hemos muerto por Alemania. ¡Hemos cantado la Alemania real, la auténtica! Y por eso hoy Alemania nos quema". Esto escribía en 1933 Joseph Roth, tras conocer la primera hoguera nazi. Estaba ya en el exilio parisino y resbalaba por su propio barranco de alcohol y desolación. Ellos, los judíos de Alemania, habían sido lo mejor de Alemania.

El huracán de cadáveres que azota al Ángel de la Historia, esa tempestad que Benjamin llamaba "progreso", sigue teniendo su ojo clavado en Berlín.

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23 de junio de 2010
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La memoria histórica

Lo vemos a veces en reportajes televisivos con vocación geográfica: hay lugares en el planeta tan pobres, miserables y raquíticos que los nativos rascan la tierra, escupen sobre ella y clavan un grano de cereal robado. Luego, esperan. Al cabo de cierto tiempo nace una espiguilla escuálida de la que vivirá una familia entera durante semanas.

Nosotros somos más civilizados y nos habita un alma santa y trascendental. También nuestra tierra es un secarral, está cubierta por pedrizas cortantes, la habitan víboras y hormigas rufas, pero aún contiene algún cadáver de hace setenta años al que se le pueden sacar unos duros sin mucho trabajo.

Hombres de galana presencia buscan esos cuerpos momificados dando un jornal a quienes cavan con ahínco en periódicos e informativos audiovisuales, para venderlos luego en el zoco, si alguno encuentran, secos como pieles de lagarto y adornados con banderolas. No hay mucha demanda, pero siempre anima la feria un conjuntillo con vocalista en idioma vernáculo.

Si salgo de paseo, oigo todos los días a escritores y periodistas vocear por las esquinas la venta de momias a bajo precio mientras observan de reojo al rufián que desde la esquina panóptica controla el tráfico de los muertos por la Idea. A veces una familia se acerca, foto en mano, a constatar si el muerto es uno que ellos conocieron hace muchos, muchísimos años. Casi nunca coinciden. Los escurridos esqueletos se parecen tanto entre sí que las familias dudan. Quisieran creer, pero no es fácil traicionar al corazón. A veces se quedan con unos huesos por no perder el día y llevarse algo. Los feriantes cuentan los billetes dándole saliva al pulgar.

Si la duda es resistente y ven que se les escapa una venta, tratan de convencer a la familia para que se quede con un muerto que algún parecido tiene y también merece una familia que lo lleve consigo para enterrarlo en sagrado. Pero si, decepcionados y molestos, arrancándose a la obstinación de los esbirros, los familiares se alejan del mercado de los muertos, aquellos les gritan palabrotas, les acusan de infamia y de no amar a sus padres. Toman nota de sus nombres y algunos funcionarios de baja estatura apuntan los números de las matrículas en los aparcamientos cubiertos de polvo.

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21 de junio de 2010
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Congreso en Berlín: ‘El arte y la crisis’. Conferencia inaugural II

En todo lo que acabo de comentarles está, omnipresente y oculto, auténtico Mefistófeles de las sucesivas crisis que componen el desarrollo de esta novela, el inquietante Theodor W. Adorno, a quien Mann otorga el explícito papel de Satanás en el cap.XXV de la novela: aunque el diablo cambia constantemente de aspecto, como los insectos miméticos, Mefistófeles aparece al comienzo de la escena como un intelectual bajito, con gafas de aro y hablar pausado aunque incesante, tocado con una gorrilla, etcétera, al que en otro momento de la novela cita por su nombre secreto: Wissengrund. Todo lo que Mann pone en la cabeza de Serenus, el cual lo pone en la cabeza de Leverkühn, lo había puesto Adorno en la cabeza de Mann.

Es suficientemente conocido el conflicto que tuvo lugar tras la publicación del libro. Baste decir que el enfado de Schoenberg y el griterío mediático consecutivo ligaron perdurablemente a Adorno con la pedagogía del dodecafonismo a Mann, pero había mucho más. Lo que Adorno le transmitió fue su propia visión de la crisis final del arte, su inevitable extinción y la aparición de unos modos de producir espectáculos que difícilmente podían mantenerse dentro de la palabra "arte" porque eran sus enterradores. En ese punto Adorno no hacía sino asimilar pro domo suo lo que su amigo Walter Benjamin había pensado de modo mucho más radical.

Sin duda que Adorno creyó en la posibilidad de un arte propiamente negativo, posteriormente asociado a figuras como Rothko, Paul Celan o Samuel Beckett. Sin duda que no pudo de ninguna manera llegar a entender que su "estética negativa" iba a destruir también estas últimas producciones burguesas de la vanguardia. Y que llegaría muy pronto un día en el que las obras de Beuys, de Walter de Maria, de Judd, de Boltansky, de Haacke, harían que Beckett y Rothko parecieran Flaubert y Delacroix respectivamente.

Estas son algunas de las palabras con las que Adorno cerraba su célebre artículo sobre la modernidad de Schoenberg:

"El sentido de clase de la música tradicional era proclamar, a través de su compacta inmanencia formal, lo mismo que a través de lo agradable de la fachada: que en esencia no había clases. La nueva música (...) toma contra su voluntad posición (...) al renunciar al engaño de la armonía que se ha hecho insostenible frente a la realidad que marcha hacia la catástrofe. (...) (La nueva música) ha tomado sobre sí todas las tinieblas y culpas del mundo. Toda su felicidad estriba en reconocer la infelicidad; toda su belleza en negarse a la apariencia de lo bello. (La nueva música tiende) al olvido absoluto. Ella es el verdadero mensaje en la botella" (pp.117/119)

A mi modo de ver, la absoluta negatividad que Adorno exige del arte no se realiza en las composiciones de Schoenberg o en las grandes telas de Rothko o de Pollock, objetos indudablemente auráticos que exigen culto de latría, aislamiento y concentración sino en el silencio de John Cage y en el insondable urinario de Duchamp.

Podría decirse que estoy tratando de poner a Adorno de pie buscando un sentido a su filosofía de un arte absolutamente negativo, del mismo modo que Marx quería poner de pie a Hegel quizás con igual escaso éxito. En cambio, Thomas Mann no necesita que le den la vuelta. Basta con leerle atentamente. Esa es la diferencia entre los filósofos y los artistas. Los primeros se ven en la obligación de llenar de sentido los angustiosos vacíos que producen las crisis. Los segundos se acomodan perfectamente en ellas y allí levantan sus tiendas.

Así regresamos al comienzo. No podríamos hablar de arte contemporáneo si no hubiera tal cosa como crisis, la cual es tan sólo el nombre que adopta el arte moderno a medida que va sedimentando la historia de sus propias negaciones. Porque lo más contradictorio de este "arte del fin del arte", como lo llama Arthur Danto, es que ya es tan histórico, tan museístico y tan conservador, como aquel contra el que alzó sus armas. El surgimiento de un nuevo marco conceptual que enviara al pasado histórico nuestro post-arte sería, por seguir con la metáfora que vengo utilizando, el equivalente a la aparición del mundo cristiano y las primeras creaciones románicas. Me parece que estamos lejos de ver tal acontecimiento.

Sin embargo, anima a sostener un cierto optimismo el hecho de que el arte de los últimos años vaya pareciéndose cada vez más a aquel conjunto de actividades que formaba el entramado de los oficios medievales, las ars, con una considerable especialización técnica en la cada vez más abundante producción electrónica. Es posible que gracias a la hibridación de las tecnologías y los oficios ("artísticos") se produzca una nueva crisis que nos libere de la actual e inacabable crisis de la negatividad. Algo así como un nuevo "románico" en un mundo, por cierto, cada vez más feudal.

Por el momento, casi medio siglo de estética negativa nos instiga a creer que la etapa terminal del arte es definitiva y ya no habrá nuevas crisis sino la institucionalización de la última, lo que indicaría, en efecto, su desaparición como concepto. Da que pensar que sea la financiación estatal e institucional la que mantiene con vida el grueso de la producción post-artística, como si ésta formara parte de los engranajes del estado, entre el ministerio de sanidad y el de educación.

El final del final, en todo caso, exigiría un nuevo marco conceptual opuesto a la negatividad petrificada desde hace cuarenta años. Las palabras de Adorno nos traen a la memoria un párrafo famoso del comienzo de "Así hablaba Zaratustra":

"He conocido algunos hombres nobles que perdieron sus más elevadas esperanzas. Y a partir de ese momento comenzaron a calumniar las altas esperanzas".

¿Acabará algún día la pesadumbre, el remordimiento y el resentimiento del siglo XX, la calumnia de la vida? ¿Se acabarán "las tinieblas y culpas del mundo" como único objeto del arte? ¿Algún día logrará el arte rechazar que "su felicidad estriba en reconocer la infelicidad; toda su belleza en negarse a la apariencia de lo bello"? ¿Habrá algún día un arte que permita gritar un "sí" contundente que derrumbe los espantajos de la sumisión? Seguramente faltan aún muchos años para eso.

En todo caso, para averiguar cuáles son las condiciones actuales de este arte instalado en la crisis global, o si lo prefieren, el arte cuya condición de posibilidad es la crisis misma, tenemos todos los días del congreso.                           

 

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Nota: Las citas entre paréntesis hacen referencia a:

Thomas Mann, Doctor Faustus, trad. Ervino Pocar. Mondadori, 1980.

Theodor W. Adorno, Filosofía de la nueva música, trad. Alfredo Brotons. Akal, 2009.

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14 de junio de 2010
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Congreso en Berlín: ‘El arte y la crisis’. Conferencia inaugural

El día 27 de mayo tenía yo que inaugurar el congreso "Kunst und Krise" en la Akademie der Künste de Berlín. Una huelga de controladores aéreos salvajes lo impidió. En mi lugar leyó el texto Ibon Zubiaur, director del Cervantes de Munich y excelente rapsoda. Tan bien lo hizo que el "Die Zeit" subrayó las dotes dramáticas de Félix de Azúa, a quien no imaginaban tan joven para el año de nacimiento que figuraba en el programa. Eso no es nada comparado con el siguiente paso, porque, habiendo logrado llegar a Berlín y mostrado mi disposición para cumplir con alguna obligación, el excelente director Gaspar Cano me invitó a sustituir a Estrella de Diego, a quien los controladores salvajes habían dejado en tierra. Así que me vi en una mesa con coleccionistas millonarios y directores de museo. Para mi desaliento, "Die Zeit" esa vez no comentó nada, seguramente para no remarcar que la señora Estrella de Diego se estaba dejando barba. La mesa fue una delicia, sobre todo gracias a los millonarios, que son los que de verdad entienden de arte.

El texto que sigue es el que leyó con gracia suprema Ibon Zubiau:

 

Conferencia inaugural

Señoras, señores, es un honor para mí abrir este congreso cuyo asunto, "El arte y la crisis", se presta a una infinidad de perspectivas, sean éstas históricas, económicas, sociológicas, políticas o estéticas. Por ello mismo me voy a permitir una breve glosa de las relaciones entre el arte moderno y las múltiples crisis que lo han ido configurando a lo largo de los últimos dos siglos. Y lo haré con una analogía perfectamente desacreditada, la de los órdenes clásicos: dórico, jónico y corintio, cada uno de los cuales se corresponderá con una crisis. Añadiré luego unos comentarios sobre la célebre novela de Thomas Mann "El Doctor Faustus" y también algo sobre Theodor W. Adorno.

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Dos son los presupuestos hipotéticos de los que parto:

El primero es que estamos viviendo en el inicio de una era que comenzó hacia 1950 y de la que el arte dio cuenta de inmediato. No vivimos un cambio de "época", como el salto que va del románico al gótico, sino de "era", como el que va del paleolítico al neolítico. Puede parecer una exageración, sin duda lo es, pero más vale poner énfasis en la radicalidad del cambio.

El segundo es que somos primitivos de esa era, carecemos de experiencia, información y tradición. Nuestros conocimientos, así como nuestros productos, son, en este sentido, toscos y primarios. Meros tanteos.

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Lo que habitualmente llamamos "crisis" referido al actual reordenamiento económico global y al hundimiento de los valores del mercado, ha sido consustancial al arte moderno desde su fundamento romántico, es decir, desde que la actividad artística, a partir de la revolución francesa, comienza la exploración de lo negativo. La historia del arte moderno y contemporáneo está constituida por el sucesivo hundimiento de los valores admitidos y la constante reconstrucción del marco teórico de valoración. Hablar de "arte y crisis" es otro modo de hablar del arte moderno, el cual es inseparable del concepto de crisis.

La exploración de lo negativo comienza con los primeros románticos, los cuales vienen a ser la crisis dórica de la modernidad. Así Goya, por ejemplo, cree necesario, por primera vez en la historia del arte, representar el horror, la locura, los crímenes, los cadáveres mutilados, en fin, la barbarie, sin redimirla mediante la sublimación de la forma, algo que, en cambio, está presente aún en el Delacroix de "La masacre de Chios" o en el Gericault del "Radeau de la Meduse". Con Goya desaparece la exoneración de lo negativo o la idealización del horror que se mantenía intacta en el "Asesinato de Marat" de J.-L. David, posiblemente la primera representación del mundo negativo dirigida a las masas, aunque todavía muy alejada de la modernidad.

Alcanzado el momento de la plena dominación burguesa, lo que sería la crisis jónica de nuestra metáfora, ya no será necesario representar asesinatos o masacres, no será preciso acudir a temas y motivos tan explícitos. La "Olimpia" de Manet, por ejemplo, no expone ningún suceso criminal concreto (lo que sí hacen los dibujantes, encabezados por Daumier) sino una presencia de la negatividad sin inhibición, el nihilismo en figura de cuerpo femenino, la ausencia de idealización estética contra la Venus de Urbino. El escándalo, o lo que es igual, el horror público ante la representación de lo negativo (recuérdese que la Venus tendida pasa a interpretarse como una prostituta en activo, según opinión unánime de la crítica), marca el fin del romanticismo bajo la forma de su último avatar cuyos actores son las vanguardias que cubren la primera mitad del siglo XX.

La crisis corintia vendrá después de la Segunda Guerra Mundial cuando la herramienta atómica confirme que ya hemos alcanzado la posibilidad empírica de un suicidio universal y que la especie humana puede, finalmente, ser eliminada del cosmos por su propia mano, es decir, como un ejercicio supremo de libertad. Las a veces llamadas "post-vanguardias" cortarán de raíz con el idealismo aún presente en las vanguardias y procederán a la sistemática representación del fin del arte como encarnación del fin del mundo, más exactamente, del mundo burgués y revolucionario. Conceptuales, land-art, body-art, performance, happening, video-art, minimal... Una multitud de escuelas que aún llamamos "artísticas" exponen entre 1960 y 2000 el momento final del arte, momento del que aún no hemos emergido. Ésta última y quizás definitiva crisis, cuyos albores pueden rastrearse en el precedente esencial de Duchamp, es abismalmente superior a la que separa el Antiguo Régimen del mundo burgués y revolucionario. Podría decirse (pero precisar la frase necesitaría media hora de charla) que el arte se disuelve en el magma democrático.

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Querría ahora referirme al país que nos acoge, a Alemania. Sorprendentemente, este proceso crítico estaba ya presente, aunque fuera de un modo intuitivo, en el "Doctor Faustus" de Thomas Mann, publicado en 1947. Me ha parecido que es Berlín un lugar adecuado para verlo con un poco más de detalle.

La gran novela de Mann se ha tomado casi siempre como la representación del maridaje entre maldad, arte y política. Y es indudable que Mann vio en la tragedia alemana una correspondencia con la tragedia del arte moderno. Sin embargo voy a tratar de mostrar que aquello que Mann intuye va mucho más allá de Schoenberg y la segunda escuela de Viena, o de Joyce y la vanguardia literaria, o de Kandinsky y cualquier otro representante de las vanguardias pictóricas. Creo que Mann, insisto, con una notable intuición, describe lo que se produciría unos años (pocos) más tarde, ya a finales de los cincuenta: un arte del acabamiento del arte, un post-arte. Quiero decir que la descripción del artista que nos propone su novela está más cerca de Duchamp, de Smithson o de Beuys, que de Rothko o de Pollock.

El ocaso del arte y la aparición de algo enteramente novedoso que no puede identificarse con las vanguardias históricas están presentes en todos los capítulos de la novela. Les pondré algunos ejemplos:

A Leverkühn, el músico que protagoniza el relato, le disgustan las palabras "arte", "artista" o "inspiración" (IV, 35) y sobre todo la odiosa palabra "belleza" (IX, 107, XXI, 245). El arte ha de abandonar la idealización del mundo sensible y pasar a expresar conceptos (XXI, 246). Se detecta en este rechazo de lo bello sensible el inconfundible tufillo mefistofélico de Th. Adorno, al que luego aludiremos.

A Leverkühn le contraría el aspecto religioso que ha ido tomando el arte, su ambición de sustituir a las desaparecidas iglesias cristianas en la educación moral de la humanidad, una de las más claras herencias románticas de la Revolución Francesa (VIII, 80) y que se exacerba en las vanguardias.

Leverkühn ve la totalidad de la producción artística de su tiempo "como una parodia" (XV, 181). La dignidad, el decoro, los sentimientos elevados son ya imposibles frente a la potentísima fuerza de la ironía (XXI, 439). Obsérvese que esta proposición cuadra perfectamente con Duchamp o incluso con Warhol, pero en absoluto con Rothko o Pollock, ambos fundamentalmente "serios, dignos y elevados".

La música, dice Leverkühn, ha concluido su tarea y ahora comenzará una nueva música puramente negativa (XXV, 327/329) y todo lo que no sea negatividad será parodia (330). Una vez más uno ve aquí una considerable intuición de la música conceptual, por ejemplo la de John Cage, y las parodias de aquellos músicos actuales que se empeñan en mantener la tradición clásica o barroca.

Las composiciones de Leverkühn, descritas minuciosamente por Serenus, suelen adscribirse a una tradición que va de Mahler a Schoenberg, pero yo creo que miradas con seriedad son algo completamente distinto: son burlas, sarcasmos y parodias del "arte bello", más próximas a ciertos momentos crispados de Shostakovich que al absolutamente severo Schoenberg. Así, por ejemplo, la composición "Las maravillas del universo" es "cómica y grotesca" (según sus propias palabras) y tiene "un tono sardónico infernal" (XXVII, 375). El "Apocalipsis cum figuris" usa la disonancia para lo serio y elevado, pero la tonalidad clásica para lo siniestro y demoníaco (XXXIV, 512). La pieza concluye, además, con "una carcajada infernal" (517). La última de sus obras, la "Lamentatio Doctoris Fausti" es un verdadero disparate sin pies ni cabeza, un "negativo de la Novena", presentado por Serenus como una obra maestra de la gran tradición musical europea (XLVII, 667 y ss.).

Creo que Thomas Mann debió de reír satánicamente al "componer" estas piezas. No he podido averiguar cómo recibió los comentarios críticos consecutivos a la edición de la novela, algunos de los cuales tomaron absolutamente en serio sus ironías. Tengo para mí que Mann debió de reír malévolamente cuando algún profesor comparó la "Lamentatio" con la Octava de Mahler. No muy lejos de este malentendido se encuentra el conocidísimo conflicto con Schoenberg. Estoy persuadido de que el músico no comprendió en ningún momento la carga de profundidad que había lanzado el novelista.

[Por razones de longitud se colgará la totalidad del texto de la conferencia el lunes 14 de junio]

 

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9 de junio de 2010
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Cuando cruzábamos fronteras

Los estudios de la televisión catalana caen en las afueras, pero el terreno es amable y los céspedes, cosa rara, están cuidados. Hacía siglos que no pisaba un estudio porque suele ser un trago amargo, pero en esta ocasión el piloto del programa, Emili Manzano, era un buen amigo y con su equipo da gusto hablar, incluso bajo los focos.

Como temía, el paso por los sistemas de seguridad avivó la memoria de las fronteras de antaño, cuando cruzar a Francia era un albur. Ya podías ser Teresa de Calcuta, que si se te cruzaba un agente de aduanas mal dormido, lo pagabas. Como aquella vez (¡lo he contado tantas veces!) en que a Virginia se le ocurrió decir, «Bueno, llevo esto» a dos metros del primer control y esto era un pastillazo de resina marroquí de la mejor calidad. «Pero no os preocupéis porque tengo la documentación en regla, me la hicieron en Beirut» añadió. «¿Dónde?», exclamamos nosotros al unísono. Y entonces, con gesto de «hay que ver lo tontos que son los tíos», mostró un papelín un poco roto, escrito en árabe y con la foto medio despegada. Los nervios nos perdieron. De inmediato adivinaron que no éramos trigo limpio y el habitual índice fatigado nos ordenó aparcar. Nos preparamos para una sesión de masaje intelectual y corporal.

Por fortuna, al salir del coche me percaté de que habíamos aparcado sobre una alcantarilla de La Jonquera, tan holgada como las francesas. Le pedí con urgencia la pastilla a Virginia y me dio tiempo al bajar, apenas unos segundos, a colarla entre los barrotes de modo que entramos en comisaría muy aliviados, lo que desató nuestra euforia y aún resultamos más sospechosos.

Debo decir que razón, la había. Alberto, alias El Troyano, pertenecía al Partido Comunista. Fernando era Savater y la policía le tenía más ganas que a El Lute. En cuanto a Virginia, Dios me condene, ¿qué puedo decir de Virginia? Era más peligrosa que la Baader-Meinhoff, aunque, por fortuna, sin la conocida eficacia alemana.

Nos hicieron pasar uno a uno al despacho del comisario, tipo flemático y paciente, muy buena persona. Sin embargo, al comprobar que por nuestra estupidez era de todo punto imposible dejarnos marchar, se hartó (era sábado) y lo dejó todo en manos de un funcionario, hombre enjuto y con marcado acento de Girona. El interrogatorio se volvió tan insulso que nos aburrimos hasta nosotros. Supongo que estaban ganando tiempo mientras telefoneaban a Madrid para averiguar lo que allí tenían contra nosotros. De modo que el lance se alargó. Y eso fue lo malo. A la caída de la noche llegó el cambio de turno, entró un oficial de la guardia civil joven y vigoroso que se hizo con el mando al grito de «¿pero no hay aquí nadie con nerrrvio?». Daba gusto ver que por fin estábamos en manos de un profesional.

Nos desnudaron a los cuatro. Entramos sucesivamente en un cuarto cuyas losetas amarillas recordaré toda la vida, porque sobre ellas tuve las palmas de las manos durante horas. Era noviembre y no había calefacción. A Virginia, nos contaría luego, se la llevó una señora enorme y sentimental que la trató con dulzura porque, según dijo, tenía una sobrina emigrada en Ginebra y se quejaba mucho de la policía suiza de fronteras. «Aquellos sí que son malas bestias», le comentó familiarmente.

El guardia civil ordenó que volvieran a revisar las maletillas que llevábamos (eran breves porque iban preparadas para la subasta de Beaune que dura dos días), pero esta vez con nerrrvio. Como es lógico, no llevábamos nada, pero el guardia civil, después de hurgar en la maleta de Fernando, que era por quien tenía mayor aprecio, alzó la mano con gesto triunfal y agitando un libro gritó: «¿Eh? ¿Nadie lo había visto? ¡Pues aquí está! ¡Un panfleto de Klotroski!». Y dio un giro torero con el ensayo sobre Nietzsche de Pierre Klossowski a modo de montera. Nos quedamos paralizados ante la belleza de la escena y ni siquiera Fernando hizo un chiste.

Así pasamos la noche. Es de suponer que desde Madrid no llegaron órdenes muy rigurosas o quizá siendo sábado no había allí un retén ilustrado. Antes la vida era más llevadera. Nos devolvieron a España a pesar de nuestras protestas y lo celebramos como ricachos en el restaurante de Nestor Luján.

Todo ello me vino a la memoria cuando crucé la seguridad de la televisión catalana. Luego, avanzando por los pasillos, divisé una habitación con un cartel extraordinario. Decía: Distensió invitats. Fue como si me bañara una nube de felicidad. Solo en Catalunya se puede concebir una dicción tan de tía soltera, tan de beso húmedo. Me imaginé de inmediato en aquel cuarto, distendido como un lagarto, quizá pulido por una asistenta social de dulce acento mallorquín. Yo sabía que allí no podía pasarme nada malo.

En efecto, fue el programa más agradable de mi vida. Si algún día Laporta pone fronteras en Fraga, pensé, seguro que habrá una habitación para la distensió invitats en donde reposarán los Fernandos y los Albertos del futuro. Me juego 10 euros. Escritor.

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7 de junio de 2010
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La novela europea o un baile de disfraces

Cada país produce su propia atmósfera literaria. Es impensable, aunque las haya, una novela de Italia ahogada por la lluvia y cubierta de espesa tiniebla; sería una grosería. En las novelas italianas ha de sonar un fondo de mandolina, tienen que corretear adolescentes semidesnudos por la playa y el relato ha de culminar con la deshonra de alguna mujer madura que ha cuidado en exceso su virginidad. La Italia gélida, tenebrosa, batida por el maléfico Boreas queda circunscrita a la escuela socialista milanesa y algún desusado triestino.

La agotadora variedad sociogeográfica de Francia, capaz de acoger la penuria bretona, la holgazanería provenzal y la pomposa futilidad parisina, no impone un decorado, pero sí un refinamiento formal inevitable. La novela a la francesa ha de tener un componente estilístico de alto copete, ha de mostrar con toda probidad que el autor es muy inteligente, o por lo menos ingenioso, ya que no hay modo de traducir la palabra esprit. Otra condición sin la cual no puede reclamar respeto es que haya leído a Barthes.

Los ingleses, por el contrario, detestan mostrarse en lo que escriben y seguramente por eso las autobiografías inglesas son las más impúdicas. Tantos años ocultándose tras una prosa sobria, elegante, escéptica, distanciada, llega un momento que provoca un desmelene glorioso. Lo que más teme un escritor inglés es que le confundan con un intelectual francés, raza por la que siente mayor aversión, si cabe, que contra los gritones turistas sureños. En una novela a la inglesa hemos de ir descubriendo muy poco a poco que el personaje que parecía imbécil es, en realidad, el único inteligente, aunque el final del relato nos devolverá a nuestra primitiva consideración.

Hay sin duda una novela rusa con personajes que lloran desolados mientras sus madres tratan de cubrirlos con un mísero gabán de la II Guerra Mundial para que no mueran congelados en medio de la nieve rodeados de botellas de vodka vacías, pero es un género en desuso que va siendo sustituido por la novela de agentes secretos al servicio de cinco países (Estados Unidos, China, Italia, Rusia y Panamá), la de mafiosos georgianos que son, en realidad, los dueños de San Pedro del Vaticano, o la de humoristas aldeanos a quienes Dios se les aparece bajo el aspecto de un reno con chistera. Esto ha hecho casi indistinguibles la novela rusa y la norteamericana, por lo que las dejamos de lado.

La más entera, sin embargo, la más sólida, como no podía ser menos dada su escasa aportación al género, es la novela alemana. En ella hace un frío que congela las arterias y la bruma impide ver más allá de dos me-

siguientetros, pero no hay que decirlo. El protagonista vive rodeado de vecinos que parecen gente amable y aburrida, pero a lo largo del relato iremos constatando que uno está reconstruyendo la Baader-Meinhoff, otro llevó el negocio de jabones de Auschwitz y una cuarta ha escrito una tesis doctoral sobre los fundamentos matemáticos de la torta Sacher.

Los modelos europeos se han ido mineralizando en los dos últimos siglos con la humildad del carbono y en estos momentos no hay un solo inglés que escriba novelas inglesas (escribe novelas italianas, como las de Martin Amis), ningún ruso que no esté escribiendo novelas inglesas, los suecos escriben como suizos, etcétera. Todos menos los franceses, los cuales siguen escribiendo novelas francesas.

¿Y los españoles?, se habrá preguntado más de uno. En la novela española mineralizada ha de aparecer un comisario que entra en su hogar gritando: "¡Soy un cerdo franquista y ahora mismo voy a someter a mi mujer a violencia de género!". O bien un maestro de pueblo que habla con un niñito adorable y le dice: "Como soy un maestro republicano voy a mostrarte las virtudes de la democracia y el humanismo mediante el bello ejemplo de las mariposas". Este modelo tiene variantes, el comisario puede ser un empresario neocon del PP que por las noches se disfraza de obispo afro, o bien el maestro es un transexual gaditano que salva a un niñito adorable de la lujuria del párroco. El modelo, es bien sabido, se encuentra en estado catatónico.

Debe remarcarse, sin embargo, que justamente por tener una historia de la novela tan machacona, los escritores españoles se han ido especializando en novela extranjera y en la actualidad producen cada vez mejores ejemplos de literatura foránea, hasta el punto de que se da el efecto contrario y ahora son los escritores ingleses quienes imitan perfectas novelas inglesas escritas por españoles.

Como solo voy a mencionar amigos íntimos me permito poner algunos ejemplos con la certeza de que no van a apreciar el menor asomo de ironía en mis palabras, sino tan solo reconocimiento y afecto. Así, por comenzar con la novela francesa, ¿acaso algún francés puede mejorar las de Vila Matas o las de Molina Foix? Lo mismo debo decir de Javier Marías y Eduardo Mendoza, cuyas novelas vienen siendo copiadas por los ingleses para desesperación de Paco Umbral, que lo ve todo desde el Cielo e intercambia pareceres con Pérez Galdós. "¡Cómo nos luce el pelo, don Francisco! ¡Aquella prosa suya tan rica en matices y en timbres sonóricos!", dice Galdós. "Pues ya lo ve, don Benito, de esto no sale una Fortunata, ni por decir una Jacinta!", responde Umbral deslizando el pulgar por sobre el grueso volumen de Tu rostro mañana.

La novela italiana debemos reconocer que es ahora un producto que se trabaja exclusivamente en las islas Baleares, con la excepción de la novela triestina tan bien defendida por José Ángel González Sainz, el cual no en vano se ha ido a vivir a aquel apartado puerto del Adriático a jugar a las tabas en un polvoriento café con Claudio Magris, quien no solo le plagia sino que le hace pagar las consumiciones.

Bien, podría seguir, pero todo lo anterior es un engaño. Un Mac Guffin. Una distracción artera destinada a retener la atención del lector con trucos baratos, para llegar a la parte seria del artículo que es un peán del que para mí es ahora el más destacado de los novelistas jóvenes, pero yo me acabo de enterar. Hablo de Patricio Pron, cuyo El comienzo de la primavera es una obra maestra. He utilizado un torpe artificio para ensalzar esta densa y perfecta novela porque no quería mancillar su lectura y creo que lo más resumido sería decir que se trata de una novela alemana en su sentido más noble. Lo cual, en la tradición española, es un hápax.

Si ahora añado que Pron está a la altura del mejor Sebald, del primer Hanke, que se tutea con Bernhard o que ha superado a la Jelinek, no me van a creer, de ahí el tono bufo del artículo, mera cobardía. Y, sin embargo, es cierto. Tan cierto que me ha parecido de justicia afirmarlo en público a la manera del sacamuelas que junta a la clientela para vender jarabe. Un excelente jarabe porque la historia que cuenta Pron es sobrecogedora y forma un tejido muy bien trabado en el que un indagador persigue por media Alemania la huidiza figura de un filósofo discípulo de Heidegger, hasta que la persecución del hombre se convierte en una persecución del concepto y nos deslizamos de la emoción a la reflexión sobre esa frágil sustancia que nos permite creer que somos algo y que los demás pueden llegar a conocerlo. Al final, sin embargo, solo somos una vieja fotografía de la que nadie guarda memoria.

No hay mayor placer que saludar a un joven maestro y decirle "¡Salve! Ahora nos toca aprender de ti". El segundo mayor placer es aprender de los jóvenes.

 

Artículo publicado el 27 de mayo de 2010.

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31 de mayo de 2010
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Motivos para la decadencia de Occidente

El primero y principal es que Oriente está en decadencia desde que comenzó a amanecer el primer sol de la civilización, por eso no merece la pena hablar de decadencia ni de un lado ni del otro, aunque sí de la que conocemos los de esta parte porque nos ocupa desde hace siglos. Y si me preguntan cuál es la causa primera de la actual decadencia de esta parte yo les diría que el paidofilismo. O si lo prefieren la extravagante valoración de lo adolescente.

    Todos sabemos que la adolescencia es esa pesada etapa de la vida en la que los humanos de todos los sexos se encierran en una burbuja, sólo se tratan entre ellos, comparten mitos grotescos, se gustan muchísimo, creen estar en posesión de verdades colosales y odian a todo aquel que les lleva la contraria o trata de impedirles que se destruyan estúpidamente. Pues bien, acabo de definir la casi totalidad de la prensa, la radio y la televisión españolas. De paso, también acabo de definir el carácter general de los políticos españoles de cualquier tendencia.

    En un viejo artículo de Richard Davenport-Hines, escritor muy admirado por un lector del blog, recorté este párrafo:

    "Con toda seguridad el objetivo de los calumniadores británicos es negar o destituir cualquier autoridad que no sea la suya: desacreditar la precisión técnica, a los expertos especializados, a los profesionales desinteresados, a quienes tienen una educación superior, de tal manera que cualquier miembro de ese público suyo algo histérico, chillonamente enfático y muy maleducado, pueda creer que su opinión, incluso en los más abstrusos asuntos, es tan valiosa como la de cualquier otro".

    Lo escalofriante es eso de "que su opinión es tan valiosa como la de cualquier otro". Un efecto catastrófico de la, por así decirlo, democracia del idiota. A veces he contado que un alumno mío de filosofía, cuando estaba en el País Vasco, contestó un alud de sandeces en un examen sobre las críticas kantianas. Luego protestó por el suspenso y cuando le dije que allí no decía ni una sola palabra sobre Kant replicó que claro que no, que a ver si él no podía exponer su opinión, que tenía tanto derecho como Kant para hacerlo, y que a ver si es que yo estaba en contra de la libertad de expresión. Le di un sobresaliente. A estas horas ya debe de estar en la cárcel.

    El autor inglés usa una curiosa expresión que he traducido malamente por "los calumniadores": él dice "the smut-hounds", los cazadores de inmundicias, porque está hablando de los tabloides británicos, de la prensa amarilla, del infame populismo que adula a la chusma. La idea, sin embargo, está clara. Se trata de desacreditar cualquier fuente de autoridad o de legalidad para poder imponer la de los cazadores de basura, los ignaros pero codiciosos propietarios de medios de persuasión masiva, los jefes de partido, los barones autonómicos, los amarillos. En el Reino Unido eso cuadra con la repugnante prensa populista, pero quizás entre nosotros pueda aplicarse incluso a la más pomposa de las rotativas y a los más ilustres parlamentos.

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26 de mayo de 2010
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Lo que uno se puede llevar y lo que no

Un leve temblor en el calcañar me hizo temer algún terrible desastre orgánico. No era el roce del calcetín, tampoco el borde del zapato, era una palpitación espontánea de la carne en un lugar cercano a donde Aquiles podía ser muerto. Como si el tendón cantara con un exagerado trémolo que ya nadie usa, o como si me treparan hormigas desde el tacón.

     ¿No había sido un picor inexplicable, una comezón general de los muslos, antebrazos y plexo solar, lo que había conducido a Nani Moretti hasta el médico y la certificación de que padecía cáncer de sangre?

     En la habitación silenciosa, la proximidad de la muerte y la presencia de los libros amontonados por las estanterías acusan una ligazón inexplicable, aunque incuestionable. Desde sus lomos me rocía la lluvia fina de la extinción. Cinco mil ojos distribuidos por los títulos verticales lloran levemente sobre mí. ¿No iba yo a abandonarlos? A los más amados y también a los desdeñados, a los leídos y a los que aún no han entregado sus páginas a mirada ninguna, libros cubiertos de sucias anotaciones y libros que iban a conocer el desamparo en una amarga virginidad, todos por igual. No por culpa mía. Obligado a desaparecer.

     Así que fui hasta los anaqueles y cogí el primer libro que cayó en mi mano. Inesperadamente era de un autor condenado al más sordo olvido, Anthony Burgess. Abrí el segundo volumen de sus Confesiones, una mendacísima autobiografía, y leí hacia el final su alegato contra la muerte que ya sentía próxima (y no se engañaba),como arañándole los pulmones. Dice Burgess:

     "No es por los libros que jamás escribiré, sino por todo aquello que ya nunca podré aprender. He comenzado a estudiar el japonés, pero es demasiado tarde. He tratado de leer en hebreo, pero mis ojos ya no divisan los acentos y las tildes. ¿Cómo va uno a esfumarse pacíficamente, arrastrando una monumental ignorancia hasta la ignorancia total?"

     El agujero inconmensurable de la absoluta ignorancia es lo más fastidioso de la finitud. Aquello que no aprendas bajo la luz del sol ya nunca lo sabrás. Sin embargo, el dolor intenso no viene de no poder hablar en japonés, creo yo, ese es un dolor discreto, o de no saber leer en hebreo, dolor un poco más consistente pero baladí, sino de no saber si la flor del tilo saldrá más fuerte el próximo año o seguirá paliducha por falta de hierro. ¿Y quién barrerá las hojas de yedra que cada otoño alfombran la entrada de la casa? ¿Se pudrirán sin que nadie libere los terrazos del suelo, tan hermosos como humildes? Hay que juntarlas en un montón y prenderles fuego procurando que la espesa columna de humo no entre por los ojos. Ese es el saber que no tendremos ya nunca más. Serán asuntos que ya no competan a nuestro aprendizaje, hacer el montón, darle lumbre, oler el acre aroma del otoño, su especial calidad en este nuevo año incomparable. A otros pertenecerán, de ellos será este saber del tiempo sucesivo y sus repeticiones, el humo siempre igual y nunca el mismo.

     Devolví el libro a su hueco. Burgess, casi olvidado, se fue de este mundo muy pesaroso por no saber japonés ni hebreo, pero libre de la negra desesperación, el viscoso líquido de la melancolía. Debía de importarle un rábano quién barriera las hojas de yedra al año siguiente de su entierro si no podía nombrarlo en japonés.

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24 de mayo de 2010
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Entrevista

 Recibí por correo, hace cinco semanas, unas preguntas. Las enviaba un estudiante en trance de escribir su tesis doctoral o algo por el estilo. Nunca obtuve respuesta ni noticia de recepción. Creo que no era lo que él andaba buscando. Las he vuelto a leer antes de enviarlas a la papelera y no me parecen tan exageradas. Son estas:

 

¿En qué afecta la crisis, la falta de financiación, la contención del gasto, a los grandes proyectos urbanísticos y arquitectónicos?

    Muy positivamente. A la arquitectura le sienta estupendamente la pobreza. La peor arquitectura es la que se hace con toda clase de medios, financiaciones y subvenciones. El mejor ejemplo, el Berlín de Speer/Hitler.

 -Se percibe un cambio en las prioridades políticas: ¿menos proyectos pero más grandilocuentes?

    Tal y como van las cosas los que mandan en estos asuntos son los poderes regionales en alianza con las mafias locales. La arquitectura de la mafia es asombrosa, basta con darse una vuelta por Sicilia o por la costa valenciano/catalana. No parece haber otro futuro.

 -¿Qué credibilidad, y a qué intereses responden, los grandes anuncios de proyectos como el de Sarkozy o Berlusconi? ¿Son factibles?

    Mientras sigamos pagando impuestos, son factibles. ¿Llegará un día en que nos neguemos a la dictadura de los partidos? Es dudoso.

 -No es un argumento recurrente ese de ilusionar a la ciudadanía con grandes obras, algunos utópicas, que luego nunca se hacen realidad?

Sí, pero ya ve usted que la gente sigue votando.

 -En tiempos de crisis, ¿qué proyectos deberían ser los prioritarios? ¿En qué consiste la arquitectura de crisis?

    La arquitectura de la crisis y de la no-crisis debería ser la misma, una actividad destinada a guarecer a las gentes lo mejor posible en ciudades habitables. Pero eso no sale muy bien en papel couché.

 -Arquitectos estrellas y poder político, ¿cuánto durará ese matrimonio?

    Hasta que nos demos cuenta de que el fascismo ha regresado disfrazado de democracia.

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17 de mayo de 2010
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La filosofía en el vertedero

Hace ya muchos años que la expresión "pensamiento filosófico" resulta de tan mal gusto como "esposa honesta" o "probo funcionario". No sin razón. Fue el propio Heidegger quien rechazó que le llamaran "filósofo" y no admitía otra denominación para su oficio que la de "pensador". No son momentos populares para la filosofía, reducida como se encuentra al campo de concentración universitario, pero de vez en cuando alguien asoma la cabeza por una ventana de la facultad y grita cuatro frescas. Entonces uno siente un gran alivio. Este es el caso del libro que comentamos.

    Junto con otros brillantes colegas suyos, José Luís Pardo pertenece a un grupo de ensayistas cuya hazaña es considerable: han logrado que haya pensamiento en España, e incluso pensamiento filosófico. No lo tenían fácil y para constatarlo el lector puede comenzar por el artículo titulado "Literatura y filosofía", en donde comprobará la dureza del territorio. Con una muy grata ironía, expone Pardo los bandazos de la filosofía en los últimos años y la patética necesidad (y necedad) de que todo, desde la gastronomía hasta los usos sexuales, tenga que ser de derechas o de izquierdas, incluida la Verdad. El relato de cómo la filosofía más reaccionaria ha podido pasar por progresista en los medios de persuasión (y viceversa) es de lo más hilarante del libro, si no fuera porque hace llorar.

    Pero he usado la palabra "ironía" en razón de que Pardo es un escritor dedicado a la filosofía y no lo contrario. Su voluntad narrativa (excepto en algún artículo muy técnico) está siempre presente en el texto, el cual no aspira a ninguna neutralidad objetiva, ni (líbrenos Dios) a la exigencia científica. Lo cual no obsta para que los asuntos de que trata Nunca fue tan hermosa la basura sean contundentemente serios, es decir, filosóficos. Que ello es posible, que el pensamiento serio exige una forma literaria igualmente seria, es una de las columnas de la obra.

    El título, naturalmente, señala el camino. Este endecasílabo de Juan Bonilla resume el argumento. Se trata de la súbita y totalitaria estetización de absolutamente todo, típica de nuestra sociedad, y la substitución de los códigos éticos por sucedáneos estéticos. Pardo marca con exactitud la frontera entre la estetización general (o política) y la "obra de arte", fenómeno no sólo perfectamente ajeno a lo anterior sino además (y por paradoja) su opuesto absoluto. Dicho con una simplificación imperdonable, Pardo expone desde diversas perspectivas y con múltiples objetos que allí donde hay "obra de arte" hay experiencia del sentido del mundo y del significado humano, pero allí donde hay estetización sólo hay nihilismo.

    Así, por ejemplo, la invasión de la basura en el conjunto completo de nuestras vidas (ciudades-basura con edificios-basura para habitantes-basura) que fuerza una estetización universal de la basura (sólo lo reciclable es bello) y en consecuencia impone un valor políticamente correcto a los detritos gracias a su virtual reciclado. Las viviendas reciclables pueden mudar en hoteles, hospitales, aeropuertos o iglesias. Los trabajadores reciclables están en un perpetuo reciclado laboral. Los humanos reciclables tienen pechos, rostros o hígados de recambio. Pero sumados todos los casos, siendo la basura lo propiamente reciclable, la extensión del vertedero se ha hecho escalofriante.

    Es en verdad chocante que la sociedad más rica, acomodada, lujosa y potente de toda la historia conocida, sólo pueda alimentarse de basura (es mejor que no sepamos lo que de verdad comemos), deba vivir acariciando el cáncer en ciudades venenosas (veo a los escolares chupando tubo de escape en la parada del autobús) o matarse en un mundo laboral residual y putrefacto (que da justo para las pastillas y el botellón del sábado). Menos mal que la tele-basura, con su tono tan jacarandoso y positivo como el del jefe de gobierno y sus señoras, nos convence de que somos los más ricos y guapos y sanos de la historia. O sea, que somos sostenibles y progresamos en la sociedad del conocimiento. Ideología-basura.

    A partir de este juicio (que he esbozado brutalmente) las ilustraciones que ofrece Pardo son muy variadas. Están los niños cuyos juguetes tecnificados (y reciclables) les tecnifican a ellos mismos, de modo que aprenden, como Buzz Lightyear de Toy Story, que ya nunca más habrá resurrección y que es dudoso que siga habiendo niños. O están los escribientes y copistas, como Barthelby, que habían sido la condición de posibilidad de lo que nosotros llamamos "literatura", cuya desaparición es necesaria a medida que se impone la literatura-basura. O los cuerpos-basura que deben ser reciclados constantemente mediante implantes, inyecciones, cirugía, culturismo, o con tatuajes y piercing si son económicamente débiles. Está también la enseñanza-basura, definida por Pardo como "gelatina de conocimiento" (¡esos créditos universitarios!), que es lo que ahora reciben los estudiantes como preparación para sus trabajos-basura, junto con una ideología apropiada para la sumisión al feudalismo local. O bien la defensa teológica de los mitos-basura (el caso Che Guevara), mercancía de ínfima calidad que se vende como reliquia santa de una religión que se avergüenza de sí misma.

    Cuatro son los nombres que aparecen una y otra vez en estos textos, Nietzsche, Benjamin, Heidegger y Sánchez Ferlosio. Son los expertos jugadores con quienes Pardo se juega los cuartos. Todos ellos unen la precisión conceptual con un talento literario fuera de lo común. En algunos casos (Ferlosio) la fibra creativa nos tensa con tanta fuerza que casi no advertimos el vigor del pensamiento. En otros (Benjamín) se da el efecto contrario y la profundidad de la mirada (de la theorein) nos distrae de la precisión de la prosa. Los cuatro elegidos forman parte de la casta menos académica, menos mercantil, menos institucional de los siglos XIX y XX. Son outsiders del vertedero que viven en él como el anarco de Jünger vivía en el palacio del dictador.

José Luís Pardo, que ya dio lecciones de simbiosis entre filosofía y literatura en La Regla del Juego y Esto no es música, vuelve a permitirnos hablar de pensamiento filosófico en otra excelente pieza literaria. El lugar desde donde habla, en la peligrosa frontera entre dentro y fuera, terreno frecuentado por predicadores con un colt en la Biblia, vendedores de crecepelo, indios alcohólicos, sacamuelas, mujeres ultrajadas y caza recompensas, allí, no muy lejos de las puertas de la Universidad y del Parlamento, a pesar de todo también puede crecer la verdad, según dijo Hölderlin, otro outsider. Hay lugares peores: hace dos siglos y medio la filosofía estaba en el boudoir.

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12 de mayo de 2010
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