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Escrito por

Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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Gaziel, el regreso de un desconocido

La muerte de Manu Leguineche me hizo pensar en los muchos escritores españoles que han arriesgado su vida en guerras lejanas. Algunos escribieron libros de gran calidad literaria y otros simples reportajes, pero todos ellos (o por lo menos los que yo recuerdo) lo hicieron con nervio, rigor informativo e intensidad. Forman un equipo formidable y no entiendo cómo no hay una colección dedicada a ellos en exclusiva.

    Yo diría que el primero y uno de los mejores, aunque en la actualidad sea difícil de leer, fue Pedro Antonio de Alarcón. Sus crónicas de la guerra de África, reunidas luego en el grueso volumen Diario de un testigo de la guerra de Africa, comienzan en 1859 y lo hace con el estruendo de la orquesta sinfónica típica de nuestro muy tardío romanticismo:

    "¡Al fin amaneció el día de nuestro embarque, después de un mes de angustiosa expectativa! ¡Al fin vamos a participar de los peligros y de las glorias de nuestros hermanos que luchan y mueren como leones al otro lado del Estrecho!".

Ya digo que la retórica romántica se hace difícil de digerir si uno no tiene el paladar muy hecho a los exquisitos productos faisandé. Y sin embargo, ese es el tono (o si lo prefieren, la música militar) de uno de los más brillantes escritores actuales de guerras y aventuras, Arturo Pérez Reverte. Ese aire exaltado, de brazo que agita la gorra mientras el buque zarpa hacia la guerra, sollozan las novias y se oyen los metales de la banda, sigue siendo el de los grandes corresponsales.

    Vendrán luego, en años posteriores, varias decenas de estupendos aventureros o incluso de burgueses sin miedo que se meten en conflictos inauditos por pura temeridad. Recuerdo especialmente interesantes las experiencias de Blasco Ibáñez, burgués sensual y acomodado, en la batalla del Marne, aquel matadero donde sucumbieron sin gloria millones de jóvenes europeos cuya desaparición lastraría el futuro del continente. Las recogió en Los cuatro jinetes del Apocalipsis y aunque estaban ya cocinadas en el horno literario, mantenían la frescura de la visión directa, del horror en primer plano.

    Habría decenas de testimonios personales para comentar, casi todos piezas de caza en librerías de lance y suprimidos de los catálogos. El Berlín de Julio Camba, de 1913 a 1915, o el posterior de Augusto Assia. Las soberbias crónicas de Chávez Nogales, afortunadamente reeditadas en los últimos años. Los Cuadernos de Rusia de cuando en 1941 Dionisio Ridruejo se lanzó contra la tundra soviética con la División Azul, un caso a lo Jünger, con poemas grabados sobre el hielo. En este notable batallón de aventureros se encuentra lo más honesto de la literatura española. Sólo algún sinvergüenza decía estar en el frente cuando vaciaba botellas de whisky en los hoteles, como tantos corresponsales extranjeros de la guerra civil.

    Y hete aquí que la admirable casa editorial Los Libros del Asteroide acaba de publicar una de las narraciones de guerra mejor y más difícil de encontrar, De París a Monastir. Su autor es poco conocido fuera de Cataluña, pero jugó un papel muy relevante en las letras y la política catalanas antes y durante la república, yo diría que perfectamente comparable con ese otro genial periodista de La Vanguardia que fue Josep Pla. Agustí Calvet, quien usaba como nombre de guerra el de Gaziel, es un prosista eficaz, elegante, con un sobrio equilibrio entre lo dramático y lo irónico. El reportaje que comentamos cubre uno de los trayectos más inusuales de la primera guerra mundial porque se adentra en zonas muy poco exploradas por los escritores clásicos. Gaziel se percató de la importancia enorme que iban a tener los países balcánicos en la contienda y se internó por lugares en los que conseguir un medio de transporte, un lecho o una comida era algo tan milagroso como sobrevivir.

El grueso de la aventura transcurre entre Grecia y Serbia (la de entonces, no la de hoy) y es tan sagaz al describir un inútil desembarco de la armada aliada como cuando reproduce la curiosísima y extinguida colonia sefardita de Salónica. Su curiosidad es insaciable y su inteligencia no puede menos de acabar en la pura desesperación al constatar la estupidez, la corrupción y la ineptitud de las élites de esos países, abandonados por sus opulentos aliados, fueran éstos Francia, Inglaterra o Rusia. Esta es otra triste historia de un puñado de peces gordos enriquecidos y millones de pececillos aplastados por la razón de estado.

    Publicado en 1917, parece imposible, pero cien años más tarde conserva su frescura, su honradez, su agudeza intacta. Me ha parecido el mejor homenaje a la estirpe de los Leguineche.

 Artículo publicado en Jot Down.

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27 de febrero de 2014
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Filosofía hoy

La revista Filosofía Hoy es una empresa altamente singular. Sale cada mes y llega al kiosco envuelta en una bolsa porque incluye un libro. No cualquier cosa sino Hegel, Nietzsche, Stuart Mill, Platón... Tienen la gentileza de enviármela todos los meses, de manera que la vengo siguiendo desde el principio.

Debo confesar que en sus inicios la tomé con cierto escepticismo. Un intento de vulgarización de asuntos que de hecho son enormemente complejos y no admiten su democratización me parecía un tanto inútil. Poco a poco he ido variando de opinión. No es vulgarización, es divulgación y soy cada día más respetuoso con aquella "industria cultural" que ponía de los nervios a Th.W. Adorno. Debemos tomar cada vez más en serio este tipo de publicaciones dirigidas al público más joven o a los aficionados sin especialización porque cubren el vacío que dejan instituciones centenarias como los institutos de enseñanza media en los que han arrasado la asignatura de filosofía y son una excelente ayuda para los universitarios cada día menos capaces de hundirse de codos en textos difíciles.

A buen seguro muchos de mis colegas (no filósofos, que de eso apenas quedan dos o tres, sino profesores de filosofía) deben de tomarla por una publicación amarillista y próxima a las revistas del corazón. Quizás, pero en lugar de interesarse por quién se acuesta con quién, se interesan por lo que piensa éste o aquél antes de acostarse. Hay una diferencia y viva la diferencia. El último número que llegó a mis manos, por ejemplo, trae una entrevista con Jürgen Habermas, un largo artículo sobre la polémica teológica entre Dawkins y Flew, un retrato intelectual de Diderot, el feroz ataque de Günther Anders contra Heidegger, un dossier central sobre identidades políticas y tribales, y muchos otros artículos que resultan ideales para leer en el autobús. No es el Philosophical Quarterly, pero menos da una piedra (filosofal).

Como buena revista popular, incluye secciones de honesto entretenimiento y al poderse consultar por Internet la respuesta del público es espontánea, abundante y divertida. En este número, por seguir en el mismo, preguntan: ¿Con qué filósofo te gustaría pasar una tarde? El resultado me ha provocado una sonrisa. El ganador, con diferencia, es Nietzsche. Mayúscula sorpresa. ¿Qué tendrá él que no tengan los otros? ¿Entusiasmo, sentido del humor, la belleza del maldito? ¿Y es realmente una guía de la actual juventud, tan gregaria ella, aquel solitario empedernido que practicaba la "filosofía a martillazos"? ¡Ojalá!

Vienen luego los esperables, Aristóteles y Platón, pero por este orden, lo que me parece novedoso. Y vean ustedes los siguientes: Heidegger, Foucault, Kant, Hegel, ¡Kierkegaard! Llegados a este punto renació mi escepticismo. ¿Pero alguien lee al temible y tembloroso Kierkegaard, poeta supremo de la angustia, en estos días? Sería sumamente interesante conocer las opiniones de los votantes.

Hay opiniones, claro, no en vano la encuesta vino colgada en Facebook y, aunque breves, algunas son muy graciosas: siendo así que la encuesta estaba encabezada por la frase de Steve Jobs que decía "Si pudiera, cambiaría toda mi tecnología por una tarde con Sócrates", José Manuel Aleixandre comenta: "Es curioso que Jobs quiera pasar una tarde con el filósofo que menos ha escrito en la historia de la filosofía. Convendría concertar una cita con Sócrates y Platón a la vez". Tiene toda la razón y derriba al pretencioso Jobs de su altarcillo.

Al terminar de leer la página me pregunté yo mismo con qué filósofo querría pasar una tarde y como estamos en plena heterodoxia me contesté: con Erik Satie.

 

Artículo publicado el la revista Jot Down

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3 de febrero de 2014
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Las catacumbas y el firmamento

No creo que haya ensayo filosófico más famoso, complejo, influyente y poco leído que la así llamada "obra de los pasajes" de Walter Benjamin. Su nombre obedece a que ni siquiera puede llamarse "libro": es un montón de papeles que acabaron guardados en una maleta, en cuyas páginas hay kilómetros de citas (ajenas) y comentarios (de Benjamin). ¿Un conjunto de ruinas? Así lo describe Giorgio Agamben: es la visión de un superviviente cuando pasea la mirada por los cadáveres y ruinas que se extienden a su alrededor tras un bombardeo.

    La editorial Abada acaba de publicar una nueva versión de este clásico dentro de la ambiciosa obra completa del autor, y tiene como garantía la solvencia de su traductor, el poeta Juan Barja. La desventaja es que hasta dentro de unos meses no aparecerá el segundo volumen. En cualquier caso, es un acontecimiento editorial. Mientras tanto siempre nos queda la edición de Akal.

    ¿Qué andaba buscando Benjamin con tan abrumadora acumulación de documentos fragmentarios? Es casi imposible contestar a esta pregunta. El editor alemán, Rolf Tiedemann, cree que la ambición de Benjamin era escribir una filosofía de la historia que superara la herencia de Hegel y Marx. Otros opinan que es el más sofisticado análisis de los orígenes del capitalismo industrial. También los hay que no la tienen por obra de filosofía sino de literatura, un prodigioso experimento comparable al de Joyce, que usa aquellas técnicas cinematográficas de montaje sobre las que tanto escribió Benjamin. Y no falta quien cree que, por lo menos en su primera parte, es un poema surrealista.

Porque en realidad hay dos partes y mantienen grandes diferencias la una con la otra. Nuestro pensador trabajó en su obra de 1927 a 1940. En la primera etapa, de 1927 a 1929, es indudable que quería reconstruir el auge del capitalismo nacido de la Revolución Francesa, haciendo uso de un método sorprendente: vivificando las ruinas que han quedado de aquel primer momento explosivo. Así, por ejemplo, los Pasajes, los Panoramas, los grandes almacenes de París, pero también la publicidad o la prostitución. Estos restos arqueológicos aparecen ante nuestro entendimiento como cadáveres devueltos a la vida (Benjamín usó la palabra "fantasmagoría" para su proyecto) y con capacidad para "despertarnos" del sueño capitalista.

En esta primera parte Benjamin explora un mundo compuesto por mitos eternos que se vuelven a activar en cada etapa de la historia y que como tales mitos son invisibles en el presente, pero pueden intuirse en el pasado. El método no es muy distinto al de algunos surrealistas (en este caso Aragon) cuando describen un surtidor de gasolina como si fuera un tótem salvaje de los tiempos modernos. "El capitalismo es un producto natural junto con el cual le sobrevino a Europa un nuevo sueño en cuyo interior las fuerzas míticas se vieron nuevamente reactivadas", escribe. Y este fue el problema. Su mentor y protector, el filósofo Th.W. Adorno, marxista ortodoxo y simpatizante del partido comunista, no podía admitir que Benjamin pusiera en modo onírico lo que para los creyentes era una superestructura racionalmente deducible de la infraestructura material. Benjamin tenía que cambiar de método si quería mantener la protección de Adorno.

Así que a partir de 1929 Benjamin interrumpió su obra y se puso a estudiar la de Marx. Tanta humildad no se vería recompensada porque nunca alcanzó a ser un comunista aceptable y aún en la actualidad sólo los muy conservadores lo siguen presentando como filósofo marxista. El caso es que no reemprendió su obra hasta 1934 y ya no la abandonaría hasta 1940, cuando la persecución nazi le obligó a escapar de París. Como es sabido, acabaría suicidándose en Port Bou.

En su segunda parte la música tiene otro programa, otra armonía, y aunque continúa siendo palmariamente benjaminiana sopla en ella un fuerte viento materialista que impone al texto nuevos mitos y fantasmagorías sin por ello disminuir la fuerza analítica. Son ahora los fantasmas de la Comuna, del París de Haussmann, de la Bolsa, de los ferrocarriles, de la gran banca. Y es también el fantasma de Baudelaire, luminoso aparecido lírico, primer poeta de la ciudad industrial que insufla sentido a la acumulación de mercancías, con gran irritación de Adorno.

Baudelaire será una obsesión de Benjamin y logrará arrancar al poeta del Olimpo francés, donde mueren los grandes, para devolverlo a la vida verdadera. He aquí una iluminación perfecta: Benjamin dio vida nueva a una poesía que había sido condenada a gloriosa ruina y languidecía convertida en mármol. La misma editorial Abada acaba de publicar, dentro de sus obras completas, el conjunto de ensayos que Benjamin dedicó a Baudelaire. Una edición imprescindible.

En su segunda parte, el concepto clave de los "Pasajes" será el fetichismo de la mercancía, noción que tomó de Lukacs, no de Marx, y que ha ido adquiriendo fuerza a medida que el capitalismo se ha ido haciendo cada vez más agresivamente fetichista. Las "imágenes del deseo" que se ocultan en las mercancías eran de nuevo, para Benjamin, espectros míticos que se filtraban desde el pasado en la vida del presente para hacernos caer en un sueño. Iluminarlos conducía a nuestro despertar. A nosotros, que no sólo vivimos el fetichismo de las mercancías de un modo absoluto, sino que lo aceptamos como lo propio de "la Naturaleza", es decir, que ya no queremos despertar, esta segunda parte nos puede parecer casi melancólica. Lo que Benjamin intuía en 1935 se ha convertido en un monstruo colosal que cubre con su sueño narcótico el globo entero y contra el que carecemos de herramientas críticas decisivas tras el hundimiento de la izquierda en su propio sopor arcaico.

Eso no hace menos interesante la segunda parte, en la que asistimos al ascenso de la mercancía (el fantasma por antonomasia) desde las catacumbas (los pasajes) hasta los palacios (los grandes almacenes) y finalmente a los templos (las exposiciones universales). La mercancía y su deseo fantasmagórico nace enterrada en los subterráneos iluminados por gas del Paris ochocentista, sube impetuosa a los escaparates lujosos de los grandes bulevares y acaba por asentarse en un pedestal parecido al trono de San Pedro a partir de las exposiciones universales. Esta segunda parte requerirá, seguramente, un nuevo comentario cuando aparezca el segundo volumen de Abada.

La grandeza de esta obra catastrófica permite tantas interpretaciones que los comentaristas siempre nos quedamos cortos, pero no quiero dejar pasar un elemento de cierta importancia para algunos lectores. Indirectamente, en esta obra se encuentra oculta o sumergida una defensa romántica del arte, tan original como oscura. Es evidente que Benjamin luchaba contra la filosofía de la historia "progresista", la de Hegel, la de Marx, pero también la del cristianismo. Él no creía en la continuidad temporal y escatológica que permite deducir leyes y sentido a los acontecimientos, como si el tiempo se dirigiera hacia algún lugar. Aun cuando simuló ser un materialista dialéctico tenía demasiada inteligencia para someterse a un dogma. Veía el curso de la historia como una secuencia siempre interrumpida, un cataclismo enigmático que amontona cadáveres y que a veces se ilumina con el relámpago de un "acontecimiento". Sin embargo, en ese momento de iluminación, lo que aparece a nuestro entendimiento es un mito que regresa en un renacimiento perpetuo. Lo que vemos durante los escasos momentos en que despertamos de nuestra ensoñación son arquetipos originarios que dan brevemente sentido a una existencia banal mediante la unión perfecta de presente y pasado. Esos momentos de iluminación no los producen las guerras, las revoluciones, los inventos o las luchas sociales, lo producen las obras de arte.

En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas, pero muchas de ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros sólo llega su fantasma. Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros navegar por el mar de la existencia.

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22 de enero de 2014
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Los diez libros de 2013

La revista digital JotDown me pidió una selección de libros del año 2013. Esta es la que les envié. Podría haber sido otra, pero quise incluir sólo aquellos libros que realmente hubiera leído.

 

Walter Benjamin. Obra de los Pasajes. Ed. Abada

Primer volumen de un estudio esencial sobre el origen de la modernidad. En este mítico ensayo W.B. reúne citas y reflexiones en un collage sólo comparable con algunas obras maestras del arte contemporáneo. Traductor de lujo: Juan Barja.

W.H. Auden. El arte de leer. Ed.Lumen

Magnífica antología de escritos del último gran poeta americano y una de las mentes más perspicaces sobre el fenómeno poético, recopilada por el imprescindible Andreu Jaume.

Walter Burkert. Homo Necans. Ed. Acantilado

Aunque ya queda poca gente preocupada por el origen de los sacrificios (vegetales, animales y humanos), estos se producen sin cesar y Burkert es de los pocos que saben la razón. Es mejor conocerla.

D. Diderot. Suplemento al viaje de Bougainville. Ed. Siglo de las Luces.

Dado que estamos metidos en pleno siglo de las oscuridades es bueno volver a nuestros abuelos ilustrados. Diderot plantea en este breve ensayo algunos dilemas morales básicos todavía para nosotros. Al cuidado de la edición, Jaime Rosal, director de la serie.

E.H. Gombrich, Lo que nos cuentan las imágenes. Ed. Alba

Didier Eribon conversó con Gombrich durante más de un año sobre la vida de este emigrante judío que llegó a ser la más alta autoridad del ensayo artístico europeo. Equivocado en casi todos sus principios, Gombrich es, sin embargo, uno de los grandes de la historia del arte.

H.E. Enzensberger. Europa en ruinas. Ed. Capitán Swing.

El gran Enzensberger reunió una antología escalofriante de testimonios oculares del arrasamiento de Europa entre 1944 y 1948. Para mantener en vida a los muertos, no olvidar los efectos de la maldad y recordar a dónde conducen los nacionalismos.

Jon Juaristi. Miguel de Unamuno. Ed.Taurus

Sobre Unamuno sólo puede escribir alguien que conozca muy bien Bilbao o que haya nacido allí. Juaristi es uno de los mejores prosistas españoles y es de Bilbao. Una biografía muy notable, sobre todo del joven Unamuno.

Instituto Cervantes. Las 500 dudas más frecuentes del español. Ed. Espasa

No es sólo para aprender a hablar, es también para divertirse en sociedad. Por ejemplo, ¿podemos decir "una camisa a rayas"? ¿Y "arregostarse"? ¿Es lo mismo incumplimiento que no cumplimiento? Pues así hasta quinientas.

David Abulafia. El gran mar. Ed. Crítica

El gran mar es pequeño. Es el nuestro, el Mediterráneo. Hoy parece una enorme cloaca, pero ha tenido un pasado glorioso. Abulafia nos cuenta su biografía con rigor y amenidad.

Andrés Trapiello. Miseria y compañía. Ed. Pre-Textos

Este es el volumen nº18 de la más descomunal obra literaria española. Lleva por subtítulo: Salón de pasos perdidos. Una novela en marcha. Cuando se le acabe la marcha, o sea, cuando se termine (¡Dios no lo quiera!) será la más larga de nuestra historia, lo cual podría parecer pintoresco si no la estuviera escribiendo uno de los mejores talentos de nuestra literatura.

 

Artículo publicado en Jot Down.

 

 

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13 de enero de 2014
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Avive el seso y despierte…

Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C'est la faute a l'Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.

 Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de setenta millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.

 Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizás la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es sólo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.

 No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizás hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.

 La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La Segunda Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan sólo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.

 Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstoi. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.

 Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.
Sólo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.

 ¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero sólo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. "Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad". Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.

 En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un Príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó "A pity" y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que "se parecía a Moscú", el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R.Thompson Pell, Fráncfort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.

 Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!

 En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos cincuenta años.
A los pies del Ángel, setenta millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.

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16 de diciembre de 2013
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Enseñar la lengua

A los españoles nos encanta zurrarnos la badana con cualquier excusa, pero últimamente tiene mucho éxito lo de agredirse por cuestiones lingüísticas. Desde los rancios catalanes que aún usan como arma de ataque lo de "la lengua del imperio", hasta los chavistas americanos que proponen eliminar el español de las escuelas para que los niños sólo hablen en indígena, parece como si las inquisiciones lingüísticas hubieran suplantado a las teológicas.

 Todo lo cual no es sino ignorancia de lo que en realidad es el lenguaje y de las diferencias entre el lenguaje, las lenguas y las hablas. Mi generación estudió bastante lingüística (sobre todo la estructural, que es la más aburrida) porque en los años setenta parecía la ciencia del futuro, la que lo explicaría todo, como en la actualidad los divulgadores de la ciencia cognitiva. No lo fue, afortunadamente, pero ahora las lenguas se estudian en los colegios como si fueran animales al borde de la extinción. Pura zoología analfabeta, o sea, política.

No es precisamente la extinción lo que amenaza al español, con sus quinientos millones de hablantes, pero sí la ignorancia. La mayor parte de la población menor de cuarenta años no tiene ni idea de qué clase de objeto, cosa, ente o quimera es la lengua española. Entre otras cosas, ignoran que no es española, sino multinacional, y tan de los bolivianos y chilenos como de los catalanes y vascos.

 Un espléndido remedio a tanta burricie es la muy notable exposición de la Biblioteca Nacional de Madrid que conmemora los trescientos años del Diccionario de Autoridades. O lo que es igual, los tres siglos de la Academia de la Lengua Española. Comisariada por Carmen Iglesias y José Manuel Sánchez Ron, resume en siete capítulos la historia de la cristalización moderna de nuestra lengua.

La labor de la Academia, contra lo que creen los más simplones, no es la de momificar el idioma, sino precisamente la de mantenerlo con vida. Observen a su alrededor y verán que los países con mayor número y calidad de diccionarios son justamente los que mayor potencia lingüística, literaria y política poseen. De hecho, el caso español es similar al de la Gran Bretaña, donde una pequeña sede metropolitana hace de centro geométrico de un universo centrífugo. Los diccionarios de inglés pueden incluir aportaciones australianas, jamaicanas o canadienses, del mismo modo que en el diccionario español figuran palabras argentinas, mejicanas o cubanas.

La historia de la Academia es paralela a la de España. Sufrió las mismas represiones, guerras y enfrentamientos, creció cuando el país se liberaba de los yugos militares y eclesiásticos, decaía cuando sucedía lo contrario, y se ha tecnificado cuando también nosotros hemos introducido cientos de aparatos en nuestra vida común. La Academia es un organismo vivo cuya labor tiene algo de novela de fantasía: un conjunto de sabios (muchos de ellos barbados) que se reúnen en enormes mesas para discutir y dirimir el destino de las palabras. Podría ser una escena de Tolkien.

O también de la Biblia porque, como bien sabemos, en el principio fueron las palabras. Una vez Yahve hubo creado a Adán, lo llevó de paseo por el Edén para que pusiera nombre a cada animal, planta o cosa que le interesara. Aquellas palabras son las causantes de que haya camellos y cocodrilos, arcilla y manzanos, ríos y estrellas fugaces. Luego los entes bautizados fueron tomando muchos otros nombres y también ellos variaron lentamente, pero ya nunca más se separaron de su nombre original, porque fuera del nombre no son nada, un amasijo de vísceras que se mueve durante unos años y luego desaparece.

En realidad, los únicos que en verdad a veces parece que nos separemos de nuestro nombre somos los humanos. Por ejemplo, cuando peleamos por cuestiones lingüísticas. En cuanto la interpretación de la lengua cae en manos de bárbaros y represores, los humanos pierden su nombre y dejan de existir, como sucedió en el Tercer Reich según cuenta el gran Klemperer. Agárrense a las palabras. Son nuestro flotador en el océano de la aniquilación.

Publicado en Jot Down.

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9 de diciembre de 2013
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Bajo la mirada de Goya

El último sábado de octubre, con un cielo de nubes amenazadoras, me fui al mitin del Movimiento Ciudadano convocado por Albert Rivera. El teatro Goya, un edificio con empaque, está en una esquina de Madrid, cruzado el Manzanares y alejado de cualquier centro clásico. Amenazaba lluvia, pero a pesar de todo, no cabíamos. El teatro tiene capacidad para 800 personas y otras tantas se habían quedado fuera siguiendo el acto por las pantallas. Muchos más se volvieron sobre sus pasos.

El origen del Movimiento es el partido catalán de Ciutadans, apenas conocido fuera de la región, aplastado por los medios conocidos como "el Pesebre", y al que las encuestas colocan ya como tercera fuerza política de Cataluña en intención de voto. Ahora quieren ampliar su reforma radical al resto de España. Quieren abrir ventanas en el bunker de la partitocracia.

El Movimiento Ciudadano exige una renovación radical de los fundamentos establecidos y va a chocar con los abrumadores intereses de los grandes partidos y del aparato administrativo. Antes, a semejante desafío se le llamaba revolucionario. Constatada la juventud de los afiliados y sus votantes, podría serlo.

    Esta es gente harta del inútil griterío de PP, nacionalistas y PSOE, gracias a cuyo barullo siguen dominando los resortes de la financiación y las listas clientelares. Los Ciudadanos quieren empezar de nuevo mediante un programa estrictamente práctico de cinco puntos básicos que, de llevarse a cabo, transformaría por completo la vida política en España. Enumero las propuestas de Rivera.

Una reforma de la Administración que elimine los hasta seis niveles burocráticos que ahora soporta el contribuyente. Una nueva ley electoral que no conceda privilegios a algunas regiones sobre otras o al mundo rural sobre el urbano: cada hombre un voto. Una ley de financiación de los partidos que acabe con las abyectas corrupciones actuales. La más estricta separación de poderes y la destrucción de los pasajes secretos entre el poder político y el judicial. Finalmente, una reforma pactada de la Educación que acabe con la miseria de los estudios en España y no dependa de los compromisos sindicales de cada partido y cada legislatura.

Es una reforma tan radical que parece imposible, pero el manifiesto que expone este proyecto ha pasado a la firma popular hace sólo unos días y lleva ya recogidas treinta mil adhesiones en una semana y sin publicidad. La ocultación del mismo por los medios de comunicación sectarios se da por descontada: el partido de Rivera confía sobre todo en la comunicación personal. Su seguridad es tanta que al final del discurso puso un colofón audaz. Dijo que si los grandes partidos aceptan su propuesta, disolverá el movimiento, pero si no, "nos veremos en la urnas". Es un anuncio de que el Movimiento de los Ciudadanos puede ampliarse como partido a toda España. Imagino que Rosa Díez ha de estar tentándose la ropa.

Ante semejante desafío, el escepticismo es grande entre la gente mayor, pero quizás dentro de cinco años el movimiento supere a los partidos tradicionales. En Cataluña lo han conseguido. Todas las prospecciones lo sitúan ya por delante del partido de los socialistas catalanes y sólo superado por los nacionalistas.

Lo más euforizante es que en realidad todo depende de nosotros. El eslogan de Rivera es un punto salsero: "¡Muévete!". El baile ha comenzado. Se puede elegir pareja.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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19 de noviembre de 2013
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Juventud de un centenario

Sobre Proust se ha escrito ya casi todo, pero sobre la Recherche no, porque es un clásico y lo propio de los clásicos es su misteriosa capacidad para cargarse de nuevos contenidos en cada sucesiva generación. Lo que hoy significa esa obra no es lo que significó en 1913. Ahora hace cien años aparecía la primera parte, Por el camino de Swann, traducido a veces, con mayor exactitud, como Por donde vive Swann.

El inmenso retablo se presentó al juicio de los lectores anteriores a la primera guerra con un fragmento que hacía imposible adivinar el conjunto. Su escala iba a ser desmesurada, más de tres mil páginas y habría sido quimérico predecir que aquellas inaugurales teselas se insertarían años más tarde en un mosaico gigantesco donde jugarían un papel esencial, pero impredecible. Es lo único que justifica el error inmenso de Gide al rechazarlo para la editorial Gallimard.

Y tras aquella primera aparición estalló uno de los más sangrientos conflictos que ha conocido la muy sanguinaria sociedad europea. La guerra del 14/18, como la llaman los franceses, influyó decisivamente en el proyecto de Proust y no hay nada tan estremecedor como El tiempo reencontrado, la última parte de la Recherche, en forma de baile de máscaras o de danza de cadáveres que reúne a los personajes tras la contienda y cierra una vida que había comenzado con la luminosidad gótica de la duquesa de Guermantes. Tras la guerra no hay héroes, los bellos militares, las hermosas damas, los sutiles aristócratas, las seductoras adolescentes de la fureur de vivre son ahora macabros restos de una sociedad difunta. El ciclo de la vida y la muerte se había completado con aquella última y lúgubre escena.

La obra estaba acabada y si bien Proust no alcanzó a corregirla hasta el final, el lector puede hoy leerla sorteando los bloques de mármol aún no esculpidos o inacabados, como La Prisionera o La Fugitiva, los más imperfectos. Eso no quiere decir que deba evitarlos, son de lectura obligada, pero admiten un seguimiento menos atento que el resto del material.

Esta perpetua actualidad de la Recherche se debe, entre otras causas, a que no es exactamente una novela, aunque es una de las más grandes que se hayan escrito, pero es también mucho más. Sus cientos de personajes tienen la realidad verosímil del mejor retrato realista y sin embargo encarnan iconos anímicos de la misma intensidad que Odiseo o don Quijote, es decir, mitos que reúnen en sí un resumen exacto, estremecedor, de los modos de ser del humano contemporáneo y sus distintos destinos. Leer la Recherche no es sólo introducirse en un universo de ficción extremadamente inteligente, es también aprender a reflexionar sobre nuestros vicios y virtudes, modos de amar, creencias falsas, esclavitudes, holgazanerías, o verdades hipócritas. Es una auténtica enciclopedia de la humanidad moderna, de su gloria y de su estupidez.

Víctor Gómez Pin, quien ha dedicado a Proust dos libros en verdad filosóficos, afirma que el único personaje de la Recherche es el lenguaje mismo y que por esta razón va mucho más allá de las peripecias y avatares de la alta burguesía parisina del ochocientos. El lenguaje tal y como lo poseemos nosotros, es decir, nuestra esencia, lo que nos hace humanos, está derivando de un modo universal e inexorable a puro instrumento, a utensilio práctico. A medida que el lenguaje se hace instrumento nosotros nos convertimos en meras herramientas. No obstante, el lenguaje de la Recherche es perfectamente ajeno a toda instrumentalización, incluso aquella que obliga al novelista a respetar la acción o el suspense, de ahí la longitud pertinaz de las frases y esa dificultad que pone nerviosos a los lectores apresurados. Podríamos decir (pero ese sería otro artículo) que el lenguaje de Proust es estrictamente poético en su sentido más riguroso y por eso exige nuestra esforzada colaboración.

Cuando uno busca, como Proust, el lenguaje en su labor poética, entonces el habla, el lenguaje de la gente en su vida corriente, se transforma en un encantamiento que permite llegar a lo más recóndito del hablante. El modo de hablar es una representación fiel del alma de cada individuo y la Recherche es, por encima de todo, un repertorio de modos de hablar. Cada modo de hablar es una posibilidad de vivir.

En una útil antología de pensamientos de Proust, recogida por Jaime Fernández en El almuerzo en la hierba, figura esta frase: "Las palabras no me informaban sino a condición de interpretarlas como se interpreta una afluencia de sangre al rostro de una persona que se azara, o también un silencio repentino".

Para Proust las palabras del habla cotidiana, en ocasiones significativas, toman una función mágica capaz de provocar reacciones involuntarias del cuerpo. Esta capacidad enigmática del lenguaje es lo que hace de la Recherche una obra que transforma al que la lee, no sólo anímicamente, sino con frecuencia también físicamente. Si se hace con seriedad, la lectura de la Recherche no es una lectura, sino una transfusión de lenguaje, análoga a las transfusiones de sangre que reviven a un moribundo. Es posible que esa sea, hoy en día, la mejor forma de preparar nuestro cuerpo para la mortalidad.

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13 de noviembre de 2013
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Una deriva

Enel año 2001 las autoridades neoyorkinas cerraron al público la corona de la libertad. No es una metáfora de periodista pretencioso, es pura realidad. Como muchos sabrán, en la cabeza de la estatua de la Libertad, a la entrada del puerto de Nueva York, hay una corona que podía accederse si uno era capaz de subir 354 escalones para divisar un panorama majestuoso: la acristalada cordillera de rascacielos de Manhattan. Ese acceso se cerró en 2001. Es infrecuente encontrarlo abierto desde entonces.

Antes de convertirse en una atracción turística, la estatua había servido de faro para orientar a las embarcaciones en la maniobra de acceso a la bocana, pero la luz de la antorcha confundía a las aves y éstas acababan chocando contra la corona. En el registro administrativo de la estatua figura una excepcional mañana de 1888 en la que los funcionarios hubieron de sacar mil cuatrocientos pájaros muertos. Tras una semana tormentosa se habían acumulado innumerables cadáveres. Los empleados recogían los leves cuerpos muy a gusto porque luego los vendían a los sombrereros de la ciudad.

Esta es una de las historias que cuenta Teju Cole en su notable Ciudad abierta. La editó hace un año la editorial Acantilado, pero no pude hincarle el diente hasta ahora. Teju Cole es un escritor singular. Aunque creció en Nigeria, su familia se instaló en Nueva York cuando él había
cumplido los 17 años (nació en 1975) y es más neoyorkino que el Empire State. Como es negro, allí pasa inadvertido y puede meterse en barrios y lugares que un blanco no osaría husmear. Porque su libro es precisamente eso, un conjunto de paseos y excursiones por la enorme ciudad, siguiendo el consejo de Baudelaire en El artista de la vida moderna. Teju Cole es el ejemplo más inteligente y poético que he leído de eso que Baudelaire llamaba le flâneur, una de las nociones más mencionadas en todos los ensayos acerca de la modernidad, sobre todo desde que Walter Benjamin le sacó punta al concepto.

El paseante desocupado sólo aparece cuando crecen las gigantescas metrópolis burguesas en el siglo XIX. Baudelaire intuyó, genialmente, que ese paseante era hermano gemelo de otra figura que iba a desplegarse desmesuradamente, el detective privado. Y que ambos se relacionaban con el asesino en serie. El asesino, el detective y el paseante ocioso, unidos en esa institución omnipotente del mundo actual que es el periodista, nacieron en el cerebro de un sutil poeta neoclásico y reaccionario. Honor a él.

Teju Cole pone al día el flâneur y en su libro leemos veinte paseos que nos muestran zonas ricas, pobres, miserables, lugares arruinados o lujosos, grandes ejecutivos, vagabundos, prostitutas, madres odiosas, viejas amantes, viejas, viejos, hoteles, bares, restaurantes, negras
jóvenes, negras maduras, porteros, estudiantes, médicos, profesores, agonizantes, locos, resumiendo, el universo expandido del paseante del siglo XIX llevado hasta el abigarrado siglo XXI. Hay incluso un curiosísimo viaje a Bruselas de ida y vuelta.

¿Es realmente un diario? ¿Dice la verdad? ¿Es periodismo? Hace tiempo que vengo
defendiendo que todos los géneros literarios han desembocado en el mar del periodismo
y que ya sólo existe este género, aunque se mantengan destacadas singularidades literarias. Si se ha convertido en un monopolio es, entre otras cosas, porque el periodismo ya sólo tiene una ligera y vidriosa relación con "la verdad". Casi todo lo que leemos en los periódicos nacionales es, sencillamente, mentira, o una media verdad distorsionada por los intereses del partido o la oligarquía que paga ese diario. No menciono a la televisión ni las redes sociales o los diarios digitales (como el nuestro) porque no parece que la verdad se vaya a salvar a su través.

El libro de Teju Cole, como el que comenté hace pocos meses de Ignacio Vidal-Folch, como la monumental labor autobiográfica de Trapiello (aunque ésta tiene más querencia clásica), como tantos otros diarios falsoverdaderos que se publican constantemente, son la gran herencia del flâneur y uno de los subgéneros del periodismo más interesantes del momento. Eso sí, para que merezca la pena leerlos han de tener la sagacidad y el arte de Teju Cole.

Artículo publicado en la revista Jot Down.

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30 de octubre de 2013
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Insisto

Me han gustado tanto algunos comentarios que los lectores han tenido la amabilidad de enviar a mi artículo anterior (aquel sobre la filosofía y la ciencia) que no puedo por menos de recomendar dos lecturas a los partidarios de la religión (científica u otra) que asoman la nariz en dichos mensajes.

    La primera es la reciente edición en España de la Filosofía natural de Paul Feyerabend (Debate) y en especial el capítulo titulado: "Aspectos fundamentales de las concepciones de la realidad y del lenguaje de la ciencia". Es éste un curiosísimo trabajo del célebre físico que se dio por perdido y ha sido hallado en los archivos de la universidad de Constanza, aunque en modo fragmentario. Su finalidad era contraponer los mitos religiosos y los mitos científicos. Data de los tiempos de Levi-Strauss y de Althusser, por lo que leerlo suscita una cierta añoranza tornasolada, como la música de Debussy. Es importante porque permite entender su evolución en asunto tan peliagudo.

    No es que yo sea muy partidario de Feyerabend, más bien tiendo a creer que su relativismo anarquizante puede conducir a estupideces como las que se vienen cometiendo en universidades irresponsables (sobre todo norteamericanas) en las que se pone en igualdad de condiciones los orígenes mitológicos del mundo según los Bororo y los trabajos de la astrofísica contemporánea. Su ideología no me parece seria, es verdad, pero sí muy conveniente para adentrarse y profundizar en las ambigüedades de una "realidad" que los discípulos de la religión científica toman por indiscutible. Conviene dar algo más de peso a la duda. Conviene apartar a los científicos de la especulación metafísica. Dejen eso para los filósofos.

    La segunda recomendación es el conjunto de columnas que viene publicando Víctor Gómez Pin en el blog del Boomeran(g) bajo el título "Asuntos metafísicos". Va por la número once. Aunque es catedrático de ontología, el objeto de estudio de Pin en la última década es la física cuántica, de la que es un experto. No por eso ha descuidado el aprieto intelectual de que la filosofía sea la única capaz de definir un marco para esa "realidad" que la propia física no puede definir, que quizás convenga no definir, o que sea imposible de definir. No en vano Pin (ya me perdonará la reducción) viene explicando, desde su tesis doctoral en la Sorbona hace cuarenta años, que hay que regresar una y otra vez a Aristóteles.

    Es muy frecuente en este país que la mera suposición de una diferencia se tome como un agravio, por ejemplo, que la filosofía, pero no la ciencia, se ocupe de la definición de "realidad". Aquí todos hemos de ser o de papá o de mamá, o fachas o paleomarxistas. Sin considerar que quizás es mejor que la ciencia no se ocupe de este asunto porque el concepto de realidad es una categoría metafísica. De ahí que la frase "la ciencia no piensa, sólo describe" (que, por cierto, es de Heidegger), está en la base de la grandeza y dignidad de la ciencia aunque haya sido tomada por algunos novicios con la tonsura aún fresca como un insulto al señor obispo.

    Pero en la actualidad incluso el Papa se llama, simplemente, Francisco.

 

Artículo publicado en la revista Jot Down.

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10 de octubre de 2013
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El Boomeran(g)
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