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El Boomeran(g)

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Propietarios

He tenido mi primera reunión de propietarios. Mi estudio es tan pequeño que apenas me corresponde un 3% de las decisiones y los presupuestos del edificio, pero igual asistí, orgulloso de formar parte del selecto club de los terratenientes urbanos, con ganas de conocer a mis colegas, discutir temas inmobiliarios y defender nuestros intereses de clase.

Yo era el menor de los seis propietarios ahí reunidos, y con solo entrar supe que algún día sería como ellos: gordo, calvo y de sesenta años. Estreché sus manos, me senté con cara de seguridad y me dispuse a participar de nuestras cruciales decisiones. Solemnemente, uno de ellos abordó el primer punto del orden del día:

-El torpedo de la puerta peta -anunció.
-¿Peta? –preguntó otro.
-Ya lo he visto yo –dijo un tercero-. Y se va al de al lado.

Y todos empezaron a comentar apasionadamente el torpedo que peta y se va al de al lado. Realmente parecían saber de qué hablaban. En algún momento, me miraron en espera de algún comentario al respecto. Y yo dije:

-Es que si peta... mala cosa.

Todos se dieron por satisfechos con mi intervención y pasaron al siguiente punto, que el mismo propietario de la vez anterior proclamó.

-El predio está catalogado.
-¿Qué va a estar catalogado? –dijo uno que comía pipas en un rincón.
-Está –defendió el primero-. Pasa por patrimonio.

Y se desencadenó una nueva discusión de la que, una vez más, no entendí absolutamente nada. Durante un momento sospeché que quizá estaban hablando catalán medieval, pero luego, por los pronombres y los artículos, reconocí que era español. Sólo que para mí era como si estuvieran hablando chino.

A lo largo de la hora siguiente fueron sucediéndose los temas. Alguna vez, creía entender. Por ejemplo, cuando uno mencionó la necesidad de pagar una multa por los balcones que no estaban restaurados. Entonces yo, feliz de haber comprendido una oración entera, dije:

-Yo no tengo balcón, así que esa multa no me corresponde.

Y otro dijo:

-Le corresponde a usted también. Los balcones son propiedad de la comunidad.

Y aunque representaba una afrenta para el sentido común suponer que el balcón de un apartamento es propiedad de todos sus vecinos, descubrí que no tenía cómo defender mi posición: no sabía a qué reglamento recurrir ni en qué basarme. Para mi desgracia, no entendía de toda la reunión ni siquiera las partes que sí entendía.

Pero lo peor fue el último punto de la agenda: la elección del nuevo presidente de la comunidad de vecinos. Los propietarios discutieron acaloradamente, y decidieron que el hombre más indicado era... yo. Por mi parte, estaba tan abatido que no tenía fuerzas para resistirme.

Desde ese día, cada vez que llego al edificio, me cruzo con algún vecino que me informa de que “el boroidor de la tubería está plasma” o “la butrefa del cuelifactor no condensa”. Yo finjo comprender para ser un presidente digno y voy a sus casas a arreglarlo. Según me parezca, saco una llave de tuercas o un destornillador y doy algunas vueltas en alguna caja de la pared. Ya he recibido tres descargas eléctricas y sufrí una caída desde el segundo piso. Pero puedo garantizar que, desde que yo soy el presidente de esa comunidad de vecinos, el colarómetro de la fonticia funciona estupendamente.

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26 de febrero de 2007
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La geografía de tu pasado

Siempre que me invitan a una boda pienso: “qué pesado, una boda”. Hay que ponerse elegante. Hay que pasarse la mitad del día preparándose para ella y la otra mitad en ella. Hay que saludar a mucha gente que no conoces, y que quizá no conoce ni el novio. Y a veces, ni siquiera se come tan bien. Por eso, cuando envié las invitaciones para la mía, sospechaba que costaría convencer a la gente de venir. Temía que nos quedaríamos esperando llamadas de confirmación que nunca llegarían, y al final, llenaríamos las mesas de la cena con maniquíes para fingir que teníamos amigos.

Nuestra sorpresa ha sido mayúscula al descubrir que no damos abasto. Los invitados apenas caben en el salón, y hemos tenido que desembarcar incluso a gente ya invitada para dar prioridad a los familiares y amigos que vienen en avión (lo siento, chicos). Viene gente de Valencia, Madrid, París, Dubai, Bruselas, México, Pennsylvania y, claro, Lima. Viene de México el primer amigo que tuve en mi vida y de Bruselas sus compañeras de años locos. Viene de Madrid un amigo de mi colegio y de Valencia, sus primas. La cena parecerá la asamblea de la ONU. 

Así las cosas, lo más complicado ha sido componer las mesas. Mi novia y yo hemos vivido en diferentes países, y nuestro pasado anda regado por ahí, encarnado por personas de lo más variopintas que representan diversos momentos y lugares en la vida de cada uno. Organizar la geografía de la cena –trabajo que, debo admitir, ha realizado mayoritariamente ella, porque su novio es un inútil- no es sólo un trámite más, sino todo un puzzle con las piezas de nuestra vida. ¿Debo sentar a mi adolescencia limeña con su infancia valenciana o con sus estudios parisinos? ¿Debo colocar en la misma mesa a mi tía abuela madrileña con el gerente italiano de su empresa?

Hemos recortado papelitos con los nombres de cada invitado, que rotan de mesa en mesa para visualizarlas mejor. Cada día, cambiamos una de lugar. A veces, un trozo de nuestro pasado se enferma y llama a avisar que no llegará. Otras veces, un trozo de nuestro pasado se multiplica porque anuncia que llegará con sus hijos y padres. Entonces quitamos o añadimos un nombre a nuestros papelitos.

Pero cada cambio impone otros cambios más: si no llega Marta, tendremos que poner en su lugar a Alonso, que se llevará bien con el resto de la mesa. Si Juana trae a Pedro, habrá que cambiarlos de mesa, porque Pedro se odia con Alberto. Nuestras conversaciones son más o menos así:

-¿Qué te parece si ponemos aquí a Pepe?
-Pepe tiene quince años, y en esta mesa nadie baja de sesenta.
-Pero es un chico muy maduro.
-Mejor lo ponemos con Joanne, que es de su edad.
-Ya, pero Joanne no habla español.
-Son guapos y tienen quince años. No les importará.

Jugando con los nombrecitos, he empezado a preguntarme qué habría pasado si la ruleta de la vida los hubiera sentado antes juntos en algún otro lugar, quizá en la cena de alguna otra boda, y hubieran intimado. Mi padre podría haberse casado con mi suegra, y entonces mi novia y yo seríamos hermanos. O sus tíos podrían ser mis sobrinos. O mi ahijado, su abuelo.

Cada persona es el punto de intersección entre cientos de otras personas, que a su vez la ponen en contacto con miles más. Cualquier cambio azaroso, cualquier descuido o flirteo, cambia la faz del mundo. No dejo de fantasear con un universo en el que todos seamos primos, y a cada boda haya que invitar a una cantidad incalculable de personas. Ciudades enteras se pondrían de fiesta, y por qué no, regiones enteras del planeta. No quiero ni pensar el trabajo que sería componer esas mesas.

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23 de febrero de 2007
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Verdades como puños

Cuando llegó a Japón, en 1945, Wilfred Burchett llevaba sólo una máquina de escribir, un librito de frases útiles en japonés y un revólver Colt. Por entonces, la versión oficial sobre Hiroshima era que la población había muerto en la explosión, como en cualquier explosión. El New York Times ratificó que no había radioactividad en las ruinas de la ciudad. Los corresponsales informaron al mundo que la bomba atómica era segura, limpia y carecía de efectos secundarios. El único detalle contradictorio era que ningún periodista había estado en Hiroshima. Wilfred Burchett, corresponsal del Daily Express, decidió que tenía que ir ahí.

Se apartó del contingente de periodistas y se embarcó en un tren de soldados desmovilizados que no tenían muy buena actitud hacia los occidentales. Durante las veinte horas de viaje, procuró no sonreír para que los soldados no pensasen que los estaba provocando. Tampoco mencionó a dónde iba. Con la ayuda de su librito de frases útiles, en cada estación preguntaba “¿Dónde estamos?” y esperaba que alguien le respondiese “en Hiroshima”.

Al llegar, Burchett no sólo descubrió una ciudad devastada, con los “esqueletos de los edificios destripados por el fuego”, sino que entró a un hospital a ver el estado de la población. Los médicos le explicaron que, desde la explosión, la gente se consumía y moría. Sin aviso, sangraban, perdían el pelo y les salían manchas azules en el cuerpo. El personal del hospital no sabía cómo tratar las nuevas enfermedades, y muchas enfermeras perecieron al contacto con los pacientes. Incluso personas que no estaban en Hiroshima al momento de la explosión fallecían súbitamente. Los hemólogos detectaron que la radiación en la atmósfera dañaba los glóbulos blancos. Pero no sabían cómo tratar esa enfermedad. La mayoría de ellos le dijeron a Burchett: “ya que ustedes nos han mandado la bomba, al menos envíennos científicos que puedan lidiar con sus efectos”.

A su regreso a Tokio, el corresponsal asistió a la conferencia de prensa de un científico militar norteamericano. Según él, las bombas habían sido calculadas para no producir “efectos residuales”. Burchett se puso en pie y le contó lo que había visto. El científico, que no había estado en Hiroshima, argumentó que los médicos japoneses no estaban capacitados para tratar una explosión normal. Burchett insistió, pero la última respuesta del militar fue acusarlo de estar “bajo los efectos de la propaganda japonesa”. De todos modos, se lo llevaron a hacer pruebas en un hospital. Padecía una insuficiencia de glóbulos blancos.

Burchett contó todo esto en una crónica que sacudió al mundo, y que ahora se puede encontrar en el libro ¡Basta de mentiras! compilado por John Pilger, junto a otros espeluznantes reportajes de investigación, como la crónica de Martha Gellhorn sobre el campo de concentración de Dachau o la reconstrucción de la matanza de My Lai que hizo famoso a Seymour Hersh. Todas estas historias tienen un denominador común: se tuvieron que realizar a espaldas del poder. Todas siguen una pista que la versión oficial niega de plano y muestran que los gobiernos ocultan el dolor humano bajo máscaras amables.

En un mundo superpoblado por asesores de imagen, las palabras a menudo esconden los hechos: “daños colaterales” sirve para no decir “muertos”. “Defensa preventiva” es “ataque”. “Ejecuciones extrajudiciales” es más cómodo que “asesinatos”. ¡Basta de mentiras! nos recuerda que la función del periodismo es desnudar los hechos de esas palabras. Y plantea una pregunta atroz: ¿Cuántas mentiras sobre la historia se habrán convertido en verdades de la historia sólo porque ningún periodista fue a verificarlas?

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21 de febrero de 2007
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Cartografía en Rosa

Querida:

He trazado un mapa de tu cuerpo, para no perderme cuando esté lejos.

Al principio, me limité a ponerles nombres a las penínsulas de tus piernas y tus brazos. Me parecía suficiente para orientarme en mis exploraciones. Pero con el tiempo, he ido descubriendo nuevos territorios.

Tus piernas, por ejemplo, se han subdividido. Entre los dedos de tus pies han aparecido huellas de un camino que sube por tus muslos hasta la región cálida de tu vientre. Lo mismo ocurre con tus brazos, cuya ruta lleva a las playas de tus hombros.

A menudo me pongo a chapotear en sus orillas. Puedo pasarme varios días bañándome en ellas sin que me importe gran cosa el resto del mundo. De vez en cuando, si no hace tanto calor, desciendo hasta las dunas y tomo el sol en el oasis. Me apetece instalar la tienda y no irme más de ahí. Pero necesito provisiones. Entonces doy un paseo por tu cuello y tus orejas, mordisqueando las frutas que encuentre al pasar. Lo importante es no quedarme quieto, disfrutar del vagabundeo.

Estudiando mis cartas de navegación, he pensado en la posibilidad de tender una hamaca entre las comisuras de tus labios. Ahí sopla una brisa agradable, y se está abrigadito. Pero uno tampoco puede vivir instalado en el placer las 24 horas del día ¿verdad? Hay que ser responsable.

Quizá sea necesario trepar un poco y poner una torre de vigilancia a la altura de tus ojos. Podría ver el mundo desde donde lo ves tú. Quizá me vería a mí mismo ahí, frente a ti, haciendo el tonto para hacerte reír. Debe ser un espectáculo bastante ridículo. Pero me gusta el efecto que produce.
Otra ventaja de colocar ahí la torre vigía es que me quedaría cerca de la jungla de tu pelo. Es divertido marchar por ella, apartando los mechones al andar y acariciándote la nuca con cada paso.

Finalmente, cuando termino ese recorrido, me gusta dejarme caer por la resbaladera de tu espalda. Es muy suave, y tiene el olor de las naranjas por la mañana. Además, si me dejo caer hasta el final, y continúo bajando por tus piernas, como en una montaña rusa, regreso de nuevo a tus pies.
Y entonces es hora de volver a empezar.

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19 de febrero de 2007
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El bebé gigante

Siempre tuve miedo de Enrique Vila-Matas. Los escritores importantes en general nos intimidan a los novatos, pero éste tiene el agravante de ser un escritor muy distinto a mí, lo cual me inspiró siempre una corazonada aterradora: si él era tan bueno, yo tenía que ser pésimo.

Por eso, tiemblo cuando topo con él en el hotel de un congreso literario en Portugal. Como no se me ocurre nada que decir a la altura de su talento, sólo consigo preguntarle qué está leyendo. Me muestra un volumen de un autor francés y me dice:

-Me han pedido un artículo sobre este escritor, que me gusta mucho. Pero él seguramente se enterará de lo que yo escriba. Así que ahora voy a tener que leerlo.

Demoro en reírme, porque siempre he creído que los escritores consagrados no se ríen. Pero constato con alivio que es una broma. Más aún, con el paso de los días descubro que toda su conversación es un juego. Por ejemplo, cito el siguiente fragmento de la presentación de su libro Doctor Pasavento. Habla Vila-Matas:

-Buenas noches, vengo en nombre del Doctor Pasavento, que no puede ver a nadie. El Doctor Pasavento, harto de las obligaciones públicas del escritor, cansado del éxito, un día decidió huir del mundo y encerrarse a solas en un hotel. Albergaba la secreta esperanza de que el país entero se pusiese a buscarlo presa de la conmoción. Pero nadie lo buscaba. Así que se mudó a otro hotel, donde la gente pudiese reconocerlo, para ver si entonces descubrían su desaparición y lo buscaban. Pero tampoco ahí lo reconoció nadie. De hecho, un día entró en el hotel su editor, y tampoco lo reconoció. Así que el Doctor Pasavento no ha podido abandonar su encierro, y me envía a mí en su representación.

En los días que pasamos en Portugal, Vila-Matas no sale del hotel. No es pedantería. Concede entrevistas y conversa con quien se acerque, pero no da un paso fuera. Una mañana, cuando le menciono su extraña actitud, me confiesa:

-Escribí mi columna semanal sobre este hotel. Hablé del cielo gris y lluvioso de Portugal, y describí hasta las cortinas de mi habitación. Pero lo hice antes de venir. No conocía el hotel. Por suerte, todo ha coincidido con lo que yo imaginaba: la habitación es como la describí, palabra por palabra, y el cielo está encapotado. Así que no he tenido que corregir mi texto. Pero sigo paseando por aquí, para confirmar que todo está como lo inventé.

Cuando dice esas cosas, Vila-Matas no se ríe. Sólo se te queda mirando con una lucecita extraña en los ojos, como si acabase de hacer una travesura. Como los personajes de sus libros, él ha decidido usar las palabras para jugar con la realidad, para reorganizarla a medida de sus deseos. Parece un bebé gigante para quien el mundo no es más que un patio de juegos.

El día de su mayor presentación pública, dedica el tiempo a contar lo mal que habla en público. Confiesa que usa pastillas para contrarrestar los temblores. Recuerda a una viejita que se le acercó después de una conferencia a pedirle que se la repitiese al oído porque era sorda. Durante toda la intervención de Vila-Matas, el público se arrastra de risa. Y eso que no hablan español.

Gracias al tema de lo mal que habla en público, Vila-Matas termina por ser el mejor orador. Pero yo soy escéptico. Empiezo a sospechar que él ha escrito a ese público, y a ese anfiteatro, incluso a mí, y que sólo pasea entre nosotros para ver si seguimos como nos inventó.

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16 de febrero de 2007
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El aborto y el mercado de trabajo

Mi visita a Portugal coincide con el referéndum sobre la despenalización del aborto. Durante días, los diarios y la televisión no hablan de otra cosa. Incluso los escritores invitados al encuentro literario dedican algunas de sus intervenciones al tema, la mayoría de ellas en apoyo a la ley que, de aprobarse, permitirá a las mujeres abortar sin restricciones.

En efecto, la mayoría de intelectuales y periodistas que conozco apoyan la norma, que ya existe en casi toda Europa. Y sin embargo, a la hora de hacer campaña, los antiabortistas lo tienen más fácil. Por toda Lisboa hay carteles con el eslogan: “Aún estás a tiempo de salvar muchas vidas: vota no”. ¿Es posible una publicidad más contundente? En el telediario, un hombre nos presenta a su hija –una quinceañera saludable e inteligente- diciendo que su madre la quería abortar. Un correo electrónico masivo y apócrifo te pregunta si considerarías autorizada a abortar a una mujer en caso de que fuese sifilítica, miserablemente pobre y ya tuviese once hijos. Si dices que sí, te responde: “Felicidades. Acabas de matar a Ludwig van Beethoven”.

Sin duda, desde un punto de vista moral, la idea de causar la muerte de un feto indefenso resulta difícil de defender. Pero ¿son inmorales las mujeres que abortan? ¿deben ser consideradas asesinas?

La mayoría de las que aparecen en los telediarios son mujeres sin recursos y con ominosas cargas familiares. Pero también las hay de clase media o alta que sencillamente quieren decidir en qué momento ser –o no ser- madres. La maternidad determina a una mujer para el resto de su vida, y muchas prefieren esperar a tener las condiciones deseadas. Una me dice: “no estoy a favor del aborto. Sólo estoy a favor de que no me metan en la cárcel por sufrirlo, como si no fuera ya bastante difícil tomar esa opción. La gente no va por la vida abortando de puro vicio”.

En el plano moral, la decisión es qué valor debe primar: la vida o la libertad. Hay razones para defender ambas posturas. Ahora bien, la discusión sobre cualquier ley debe considerar otra pregunta, y es: ¿qué tipo de sociedad se construye con ella?

En una sociedad sin aborto, más que los niños no deseados, se multiplican las profesionales no deseadas. Ellas pueden amar a sus hijos y educarlos bien, pero encuentran más dificultades para desarrollar una vida fuera de la familia, su nivel de formación es menor, y el tiempo que pueden dedicarle al trabajo también. Eso las vuelve más dependientes de los hombres. Y, por cierto, resta competitividad al mercado. Las democracias capitalistas más desarrolladas son aquellas en que la mujer se ha puesto a producir y a consumir en mayor grado. Y eso sólo es posible desde que existen métodos de contraconcepción e interrupción del embarazo que permiten a las mujeres controlar la maternidad.

En una sociedad con aborto, en cambio, las personas tienen menos necesidad de formar familias. Michel Houellebecq hace notar en una de sus novelas que el occidente contemporáneo es la primera sociedad de la historia de la humanidad en que la gente no quiere reproducirse. Y es verdad. Las tasas de natalidad son más bajas en los países en que la realización individual de las personas no pasa por criar hijos. En un país con aborto, los profesionales –sobre todo las profesionales- dedican su energía a producir.

¿Es preferible un país de trabajadoras o de madres?

Eso es lo que Portugal ha votado este domingo.

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14 de febrero de 2007
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Sexo en Zurich

-Buenas tardes, quisiera un látigo y un cinturón de castidad, por favor.

-Tenemos cuatro modelos de látigos, pero los cinturones son de la colección antigua. Si no le importa esperar, en una semana nos llegará la nueva colección desde Londres. Hay algunos rojos.

-¿En serio? Qué audaz. Yo siempre usé los negros.

-Los rojos le van a encantar. Y vienen con anillos para el pene a juego. Una monada.

Las dos señoras que sostienen esta conversación en el mostrador de la tienda parecerían dos venerables ancianas de no ser porque una de ellas es un señor. Se llama María, y es la dueña –o dueño, según su humor de cada día- de la tienda suiza de accesorios sadomasoquistas Extrem Design. La clienta en cambio sí es mujer las 24 horas del día, y lo ha sido toda su vida, desde hace unos sesenta años.

De hecho, la mayoría de la clientela que viene a comprar máscaras y cadenas está formada por parejas mayores con hambre de nuevas experiencias, aunque también hay algunas parejas jóvenes. Incluso hay familias que pasan por la tienda después de recoger a sus niños del colegio. Mientras ellos revisan las existencias, los niños juegan entre los juguetes sexuales, con cuidado de no romper nada.

Le digo a María:

-Tengo una relación satisfactoria con mi chico, pero a veces me gustaría que fuese un poco más… no sé… un poco más mujer. ¿Tienes algo que me pueda servir?

María sonríe y se desplaza hacia un rincón de la tienda haciendo sonar sus aretes y sus collares de joyas. Cuando regresa, lleva en la mano un par de pechos con lazos de seda negra.

-¿Qué te parece? –me dice radiante-. Prótesis de busto de silicona a sólo 498 francos. Si no eres mujer con esto, no lo serás nunca.

Toco la prótesis y la aprieto un poco. Es blandita y cálida. María la recomienda combinada con un uniforme militar (735 francos) o un corsé de látex con máscara incluida (1049 francos).

La tienda de al lado, Macho City Shop, es más especializada: sólo se ofrecen productos para hombres. Las bolas anales cuestan 79 francos, y por sólo 39, te dan un pene de medio metro con un glande en cada extremo. También hay una cosa llamada Anal Developer, pero no pregunto qué es para no quedar como un ignorante. Al salir, el vendedor me da un mapa con todos los bares de ambiente de la ciudad.

Zurich me parece una ciudad abierta, tolerante y liberal. En el periódico aparece la noticia de un cineasta amateur que recluta gente por la calle para improvisar películas porno en los baños de los bares. Según él, la mitad de los hombres aceptan el desafío. Entre las mujeres, el porcentaje desciende a un 20%.

Almuerzo con un amigo ecuatoriano que lleva un año viviendo acá. Me cuenta que se siente muy solo. Que lleva seis meses sin sexo, porque no termina de entenderse con las mujeres suizas. Dice que la única con que salió le resultó incomprensible, y él a ella.

-Qué extraño –le respondo, y le cuento todo lo que he visto durante la mañana. Las tiendas, las películas. Uno pensaría que los habitantes de esta ciudad viven en una orgía perpetua.

-Ya –me dice-, pero esas son tiendas para aficionados al tema. Los que van ahí se dedican a esto como otra gente juega fútbol o hace alpinismo. Tienen sus clubes, sus lugares de reunión, sus temas de conversación…

-Con más razón –le digo-, debe haber gente que quiera acostarse contigo, al menos por curiosidad. En todas las sociedades, los heterosexuales aburridos hemos sido mayoría. No debería ser tan difícil.

-¿Un polvo rutinario y hetero? –me pregunta, y después de meditar un rato, añade-. No. Creo que eso aquí está considerado como perversión. Quizá hasta sea delito.

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12 de febrero de 2007
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Paris

A mi amiga María le gusta Paris Hilton. Ha forrado su habitación con fotos de ella: Paris teniendo sexo. Paris visitando a la abuela Hilton. Paris aspirando cocaína sobre el torso desnudo de un amiguito. Paris escribiéndole una carta de amor a uno de los Backstreet Boys. María ha pagado $40 para inscribirse en la página www.ParisExposed.com, y todos los días descarga nuevo material para su colección. Hasta ha leído el libro, porque Paris ha escrito un libro.

Paris hace que mi amiga se sienta acompañada. Todas las noches, antes de dormir, pone el video casero de Paris y su ex novio haciendo el amor. Cada vez que aparece un nuevo amante de Paris –un par de veces por semana-, compra alguna foto de él y la pega en su cuaderno. En su cocina nunca falta la marca de lavavajillas que Elijah Blue Allman usó después de acostarse con Paris para prevenir el herpes genital. Con todos esos artilugios, María se imagina que ella también duerme con alguien.

Lo que más le entusiasma es la amistad de Paris con Lindsay Lohan y Britney Spears. Hay que ver lo bien que se lo pasa con esas chicas. Cada vez que Britney pierde la ropa interior, María se ríe pícara. Cuando la policía detiene a Paris por conducir ebria, María se divierte con el ingenio de sus respuestas. Su afecto por ellas no disminuye cuando tienen problemas. Cuando Lindsay entró en una clínica de rehabilitación, María se preocupó seriamente por ella, porque las quiere en las buenas y en las malas.

María se mira en el espejo de Paris, y siempre sale perdiendo. En vez de ser secretaria de 9 a 5, le gustaría ver su nombre en perfumes y clubes nocturnos. En lugar de vivir en un estudio de 30 metros cuadrados, le gustaría ser la heredera de un imperio hotelero. Y sobre todo, le gustaría salir en la tele haciendo de sí misma, sin actuar siquiera. Ha leído que en su próximo reality show, Paris y una actriz porno acosarán a un grupo de hombres vírgenes atrapados en una isla. No puede esperar a verlo.

Hace un par de meses, María decidió ser como Paris. Se tiñó el pelo de rubio y se compró un perro chihuahua. Y lo más importante, buscó publicidad: colgó en Internet sus fotos haciendo las compras y visitando a una tía. Escaneó un par de antiguos exámenes escolares de literatura y también los puso ahí. Para darle morbo al asunto, añadió una foto de su primer novio en la que casi no se le nota el aparato dental. Esa es su manera de exhibirse ante el mundo.

El paso más importante para María fue conseguirse una vida sexual extravagante. No es fácil. La mayor parte de los chicos no cantan en grupos famosos ni son amigos de Madonna. De hecho, por lo general ni siquiera les gusta que los filmen durante el sexo. Pero lo peor de todo es que la mayor parte de los chicos no soportan a su chihuahua. Es normal. Yo tampoco lo soporto.

De todos modos, a fuerza de empeño, María lo está consiguiendo. Estoy orgulloso de ella. Ya conduce ebria, y aunque le cuesta algún trabajo, está practicando su adicción a las drogas. Un día de estos, si se esfuerza lo suficiente, hasta conseguirá su herpes genital.

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9 de febrero de 2007
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Matrimonios

Me voy a casar. Siempre pensé que era una decisión reposada de gente estable. Pero a veces parece un deporte de alto riesgo.

Cuando anuncio que me caso, muchos amigos antes de felicitarme me preguntan “¿por qué?”. Hace unos años bebía todos los días hasta caerme muerto, y nadie me preguntaba por qué. Era normal. Por lo visto, el alcoholismo es un pasatiempo bastante más extendido que el matrimonio.

Los que sí se muestran fascinados son nuestros parientes mayores: los padres y tíos son tan felices que parece que son ellos los que se casan. Cuando se casó mi papá –que militaba en la izquierda latinoamericana de los años 70- se negó a imprimir invitaciones para la boda por considerarlo una espantosa señal de burguesía. Ahora, mi papá me ha pedido que le mande invitaciones para sus amigos. Y me ha regalado la corbata y los gemelos. Y ha empezado a preguntar cuándo le voy a dar un nieto.

Los mayores conservan una actitud hacia el matrimonio en vías de extinción. Una encuesta publicada por The New York Times establece que, por primera vez, el número de mujeres solas supera a las casadas. En 1950, las mujeres que vivían solas eran el 35%. En el 2000 aumentaron hasta el 49%. Y acaban de llegar al 51%. Como la mayoría de las cosas que ocurren en EE UU, la tendencia prefigura al resto del planeta.

En buena medida, la pérdida de popularidad del matrimonio se debe a las mujeres, para quienes el placer de la independencia es aún relativamente nuevo. Cuando estuve en Noruega, uno de los países más avanzados en temas de igualdad de género, muchas chicas me decían:

-Los noruegos jóvenes ya son los hijos de una generación de mujeres que valoraba la igualdad y los crió para ocuparse de las cosas de la casa y la familia. Como resultado, ahora los chicos quieren casarse y formar familias, y las que se oponen son las mujeres. La mayoría de nosotras sólo queremos echar un polvo. Son muy normales las relaciones de convivencia, pero el matrimonio implica una promesa de eternidad que las mujeres ya no quieren asumir.

En América Latina, los hombres aún sueñan con que una mujer diga eso. Pero en Noruega, como me dijo una amiga:

-La tasa de natalidad sólo se ha salvado porque el Estado financia a las parejas con hijos. La maternidad perjudica especialmente la carrera profesional de las mujeres, porque tenemos que dejar de trabajar durante el embarazo. El estado ha tenido que “sobornarnos” para que aceptemos formar familias.

Hay una excelente novela de John Updike llamada Parejas, en la que un grupo de matrimonios que vive en un pequeño pueblo empieza a hacer intercambios de parejas. En un momento, uno de ellos expresa sus reservas ante la posibilidad de dejar embarazada a su amante. Ella le responde que no hay riesgo, y le dice: “bienvenido al paraíso de la píldora”. La novela apareció en los años 60. En efecto, no es casualidad que las cifras de mujeres independientes se disparen a partir de los años 50. Con la llegada de los anticonceptivos, las mujeres descubrieron que somos bastante prescindibles.

Si se confirman las tendencias, el futuro estará plagado de hombres suplicando matrimonio a mujeres reacias. Tendremos que darles dinero para que se casen con nosotros. Tendremos que ocuparnos de la casa y llevarles sus cervezas mientras ven fútbol y eructan con sus amigotas. Tendremos que aguantar sus ronquidos en la cama cada vez que tratemos de hablar sobre nuestra relación. De momento, sin embargo, los hombres también son reacios. Yo empiezo a sospechar que casarme es lo más vanguardista y contracultural que he hecho en mi vida.   

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7 de febrero de 2007
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Gentuza

Hola. Me llamo Jorge Mata, y tenía un vecino que se llamaba Abdul. Pero la verdad, yo odiaba a ese canalla.

No siempre lo odié. De hecho, al principio nos llevábamos bien. Colaborábamos como buenos vecinos. Cuando alguien del barrio hablaba mal de mí, yo le compraba a Abdul bates de béisbol y hondas para que fuese y le partiera la crisma. Entre nosotros reinaba la armonía. El problema surgió cuando Abdul ya tenía suficientes bates y hondas, y empezó a hablar mal de mí él mismo. Habráse visto un desagradecido peor.

En fin, que decidí contratar a mis propios matones para que le peguen. Era lo justo. Los demás vecinos me preguntaron por qué iba a atacarlo: yo les expliqué que Abdul era muy peligroso para el barrio porque tenía un montón de bates y hondas. Los vecinos no estaban seguros de eso, pero yo lo sé bien porque yo se los regalé. Respondí:

-Créanme. Tiene bates y hondas. 

Una noche, mis matones entraron a su casa, lo zurraron, y lo metieron en el sótano. Luego se quedaron a vivir ahí para asegurar que todo estuviese en orden. La esposa y los hijos de Abdul se quejaron, pero mis chicos les han explicado que es por su bien.

Nunca se encontraron los bates y las hondas. ¿Pueden creer qué tipo tan ruin ese Abdul? ¡Ni siquiera los usó para defenderse! Eso se llama ganas de hacerme quedar mal. De todos modos, como le he explicado al resto de vecinos, el barrio es un lugar más seguro sin esa mala bestia rondando por aquí.    

Lo que no es seguro, por lo visto, es la casa de Abdul. Esa familia es francamente insoportable. Ahora que no está él, los hijos se pelean por cualquier cosa. Y sus hermanas se pasan el día gritándose. Y cuando se enojan, lo primero que hacen es arrojarles los platos a mis chicos, como si ellos tuviesen la culpa de su espantoso comportamiento. A veces, para calmarlos, mis chicos los amarran, los abofetean y los encierran en el baño. Y los otros tienen la desfachatez de quejarse ¡Vaya gracia! Si quieren que mis chicos no los sacudan, que se porten bien ¿No creen?

Mi propia familia está empezando a cansarse. Dicen que gasto demasiado a los matones. La vez pasada, mi hija menor se enfermó, justo cuando yo había dejado de pagar su seguro médico para dedicar ese dinero a comprar un par de bates de acero. En consecuencia, yo he hecho lo que haría todo buen padre y vecino responsable: he enviado más matones a la casa  de Abdul para arreglar la situación de una maldita vez.

Inexplicablemente, el comportamiento de la familia de Abdul no ha mejorado. Peor aún, sus vecinos directos se están contagiando de su actitud. Están empezando a comprar bates y hondas. Y la vez pasada vi a otro recogiendo piedras en el parque. Se dice que uno de ellos tiene un cuchillo de cocina muy muy grande. Ellos dicen que quieren los bates para jugar béisbol, las hondas para cazar palomas y el cuchillo de cocina para la cocina. Pero yo no me chupo el dedo.

Me preocupa especialmente la familia de Abdul. Aunque sean unos salvajes incivilizados, no puedo dejarlos a merced de estos vecinos. Es mi responsabilidad imponer un poco de paz en este barrio. Así que he llamado a más matones, he comprado un par de manoplas de acero y un aparatito muy mono que suelta descargas eléctricas. También he advertido a los vecinos seriamente que se están buscando un problema muy gordo. La próxima vez que los vea con un bate, dizque jugando béisbol, me veré obligado a tomar acciones más drásticas. Realmente, creo que hasta ahora he sido demasiado blando con ellos. No es fácil hacer el Bien en un barrio lleno de gentuza.    

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5 de febrero de 2007
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