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El Boomeran(g)

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Un instinto demasiado básico

En la primera escena de esta película, Sharon Stone conduce un Spider a 160 km/h. A su lado, en el asiento del copiloto, un futbolista agoniza por sobredosis de tranquilizantes. A ella, eso le resulta tan excitante que usa su dedo para masturbarse. No deja de acelerar, claro, aunque no está claro cómo pisa el pedal si lleva las piernas separadas. En el preciso instante en que alcanza 200 km/h y llega al orgasmo, el coche se sale de la autopista y va a parar al río. Cuando llegan los créditos iniciales, tenemos la idea bastante clara: sexo, coches, violencia y Sharon Stone ¿Se le puede pedir más a una peli?

Según los productores de Instinto Básico 2, no. Con eso basta. No hace falta, por ejemplo, pedirles a los personajes que piensen. A lo largo de la película, todo bicho viviente que se acueste con la Stone es asesinado. Ella deja su encendedor en la escena de un crimen y es vista entrando a la escena del otro con la víctima. Su ADN está todo derramado entre las piernas de un tercero y ella misma está presente en el cuarto. Pero nadie considera que haya bases sólidas para acusarla. La razón, según explican, es que ella confunde a los investigadores con su brillantez. Pero a uno le da la impresión de que en realidad está rodeada de idiotas.

El más oligofrénico de todos es el psicólogo que coprotagoniza esta desafortunada secuela. Ya era difícil ocupar el lugar de Michael Douglas, pero es que además lo hace en inferioridad de condiciones. Su personaje, que aparentemente es un profesional ejemplar con una fulgurante carrera, está tan embobado con la Stone que se deja involucrar gustoso en todos los crímenes probados y en algunos que ni siquiera se cometen. El espectador sabe que está hundiendo su carrera y corriendo directamente hacia la prisión. El policía se lo advierte. Un periodista lo persigue. Pero ahí está, al pie de cada nuevo cadáver, dejando sus huellas y atrayendo a todo el mundo en su contra: ¿cómo hay que explicarle, por Dios, que bastaría con que no se moviese de su casa?   

Tanta bobaliconería se explica, claro, por el irresistible atractivo de la fría y cautivadora escritora encarnada por la Stone, que le hace perder la cabeza. Es verdad que a su casi medio siglo de edad tiene un cuerpo que parece hasta natural (aunque esos pechos, hace muchos años que ya no son suyos). Y lo más normal del mundo es que el psicólogo se entretenga mirándole un poco el trasero durante las sesiones. Pero cuando ella intercambia los papeles y se pone a psicoanalizarlo a él, y él no sabe qué responder, empezamos a darnos cuenta de que no es un obsesivo, es sólo un papanatas con déficit sexual. Porque más allá de lo que el bisturí ha hecho por ella, Sharon Stone ni siquiera resulta interesante en este papel. Es una caricatura de sí misma que va ataviada como si fuera a recoger un Oscar un miércoles a mediodía, susurra todo el tiempo como si estuviera mal de la garganta y dice cosas tan estereotipadas como “¿te imaginas corriéndote en mi boca?” o “¿en qué posición piensas cuando piensas en follarme?”. Y él babea profesionalmente. Y todo esto ocurre en un edificio con forma de pene.

De modo que, si quieren, vayan a ver Instinto Básico 2. Pero si les da pereza, también pueden aguantar despiertos en casa y poner el canal porno de la madrugada. Tiene menos pretensiones y más escenas calientes. Y es gratis.

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4 de abril de 2006
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Cómo matar a Dios (otra vez)

En otros tiempos, Michel Onfray habría ardido en la hoguera –y luego en el infierno- por un libro como su Tratado de ateología. Pero hoy en día, ha vendido 200.000 ejemplares sólo en Francia y se ha convertido en uno de los más populares catedráticos independientes. Se nota que Dios anda un poco bajo de forma.

Más que un tratado, el ensayo de Onfray es un panfleto contra Dios, al que acusa de ser una mentira, un “cuento para niños”, una “insensatez”, una “necedad”, una “tontería”, cuyos creyentes son perversamente engañados para desconfiar de la única vida real y procurar una inexistente vida eterna.

Sin pelos en la lengua, el autor deconstruye –más bien destruye- cada elemento del mito divino. Denuncia la obsesión de las religiones por prohibir, ya que cada nueva prohibición crea una posibilidad de fallar y, por lo tanto, deja al feligrés a merced del perdón de Dios, que no es otro que el perdón de sus representantes terrenales. Arremete contra el miedo febril al cuerpo, que atribuye a que la experiencia del placer terrenal podría desvelar la falsedad intrínseca de toda religión. Pone en duda el origen de los libros sagrados como la Biblia, la Torá o el Corán, deliberadamente oscuros en su procedencia y contradictorios en su interpretación. En fin, no deja títere con cabeza.    

A Onfray no le interesa explicar los fenómenos, ofrecer una lectura simbólica de ellos o situarse en el tiempo en que se produjeron. Desde una lógica radicalmente materialista, hedonista y actual, ridiculiza la representación de la mujer en los monoteísmos. Según él, el mito de Adán (“un imbécil obediente”) y Eva sexualiza la culpa y endilga a la mujer el papel de tentación, precisamente porque ella representa todo lo que la religión odia: la inteligencia, el placer, el deseo y la vida. Ese miedo a la mujer deriva en una alabanza de la castración y, en el caso de los judíos, en un ataque generalizado contra los prepucios llamado circuncisión.

Pero evidentemente, sus principales dardos apuntan contra el cristianismo, la religión que mejor conoce, a la que acusa de (prepárense): falsificación, hipocresía, apología de la histeria, antisemitismo, misoginia, contradicción endémica, desprecio por la historia y plagio. El peor parado en todo esto es San Pablo. La teoría de Onfray es que era impotente, y que sólo así se explica su miedo cerval al sexo, miedo que trató histéricamente de extender a toda la humanidad, como quien dice, para no fastidiarse solo. Lo mismo ocurre con su masoquismo. El odio de Pablo contra sí mismo explica la vocación de sacrificio y automutilación, así como la afición por el dolor que caracteriza al cristianismo hasta nuestros días. Y es que, como ocurre con muchos santos y mártires, una lectura freudiana lo hace parecer un enfermo.

La religión según Onfray es, en suma, una psicosis de grupo que podría haber sido canalizada positivamente de haberse dedicado realmente a defender a los débiles, a los desposeídos, a los excluidos. Pero su institucionalización y su poder han desbaratado sus propios principios morales. Para Onfray, el lema “si no hay Dios, toda barbaridad queda permitida” queda anulado por las barbaridades cometidas en nombre de Dios, incluido el apoyo de Pío XII al régimen nazi. Por eso, éste es un libro nada recomendable para novicios en crisis de fe, especialmente en estos momentos en que Dios, el pobre, no puede defenderse.

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3 de abril de 2006
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El saboteador de las manos limpias

John Perkins no era un mercenario armado hasta los dientes listo para asesinar a los presidentes díscolos. Tampoco se colaba vestido de ninja en las casas de sus víctimas. Ni siquiera era un magnate de los negocios prepotente cegado por la ambición. En sus viajes a Indonesia, Panamá o Ecuador, pasaba simplemente por un analista o un pequeño hombre de negocios americano, estudiando el terreno para las inversiones. Y sin embargo, la capacidad de Perkins de hacer daño era mucho mayor que la de un asesino a sueldo, porque su munición disparaba contra países enteros. Perkins era un francotirador económico.

Según cuenta, su rama laboral fue inventada por el agente de la CIA Kermit Roosevelt, el nieto de Theodore. Tras la nacionalización del petróleo en Irán en 1951, EE. UU. descubrió que una intervención militar podría generar una reacción en cadena, involucrar a la Unión Soviética y terminar produciendo una guerra nuclear. Era necesario concebir una estrategia de intervención pacífica, y Kermit tuvo la misión de ejecutarla. El agente compró adhesiones, ofreció prebendas, agitó ánimos, y consiguió desestabilizar y después derrocar al régimen democrático de Mossadegh para reemplazarlo por el más manipulable Reza Shah.

Durante los siguientes años, los desastres militares de Corea y Vietnam persuadieron a EE. UU. de que ésa era la mejor estrategia para controlar gobiernos. El único detalle por resolver era que los agentes no debían estar claramente conectados con el gobierno norteamericano. La CIA los entrenaría, pero debían trabajar nominalmente para compañías privadas.

A partir de entonces, un grupo de hombres –entre los cuales estaba Perkins– fue preparado para la acción económica. Su trabajo era conseguir que los gobiernos nacionales pidiesen préstamos a los organismos multilaterales o a EE. UU. para desarrollar infraestructuras. Las compañías encargadas de desarrollar esas infraestructuras –como Halliburton– siempre eran americanas, de modo que el dinero simplemente pasaba de una oficina a otra en la misma ciudad. Pero los países contraían deudas millonarias, y quedaban enredados en una pegajosa telaraña.

En su calidad de analistas privados, agentes como Perkins preparaban informes muy alentadores sobre el crecimiento macroeconómico de los países en cuestión, para que los funcionarios y la banca aprobasen esos préstamos. Pero los informes tenían que ser falsos, y aunque no lo fuesen, su situación económica debía empeorar. La idea era que los países no pudiesen pagar sus deudas, y EE. UU. se cobrase las pérdidas en recursos naturales, que continuarían siendo administrados por las mismas compañías. Si los análisis financieros no bastaban para convencer a los gobiernos, llegaba el momento de ofrecerles sexo y sobornos a los gobernantes. Y si ni con ésas, los agentes desaparecían y entraban a tallar los “chacales”. Según Perkins, ellos se ocuparon del presidente ecuatoriano Jaime Roldós y el panameño Omar Torrijos, consiguiendo que las muertes parecieran accidentes. 
    
Esa historia, que parece una novela de espías de John LeCarré, está publicada por Perkins en Confessions of an economic hit man. No sé si ha sido traducida al español, pero sería instructivo hacerlo. El gigantesco tinglado de corrupción que Perkins describe cumple los requisitos formales de una democracia. Conocerlo nos permite estar atentos al pulcro y elegante camuflaje de la injusticia.

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31 de marzo de 2006
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El amargado filosófico

Te levantas por la mañana y te preguntas para qué. Al anudarte la corbata, te parece estarte ajustando tú mismo un collar perruno. Al llegar al trabajo, te das cuenta de que sonríes con amabilidad a gente que no te importa y a la que tampoco le importas tú. Sin embargo, no puedes expresar tus verdaderos sentimientos. Tampoco puedes dejar de asistir sin más. Ya puestos, ni siquiera puedes ir vestido como quieras. Y ahora piensa que la empresa es sólida y el sueldo es bueno. O sea, esa esclavitud es lo mejor que la vida va a ofrecerte. Bienvenido al universo de Michel Houellebecq.

En los últimos años, inesperadamente, Houellebecq se ha convertido en el escritor más exitoso de Francia. No es que tenga frases maravillosas, ni una gran imaginación. Sus novelas tampoco son obras maestras de estructura o investigación. De hecho, lo único realmente característico de Houellebecq es su ferocísima mala leche, la incapacidad de sus personajes de encontrar una vida que valga la pena, sin importar donde busquen.

Parte de eso no es nuevo. El trabajo de un escritor es precisamente descubrir lo que funciona mal en el espíritu de una sociedad. El Quijote habla de una España imperial pero pauperizada y sin ilusiones, que se refugia en las leyendas de héroes de caballería. Los Miserables son la crónica de un mundo en que la ley y la justicia no van de la mano. Conversación en la Catedral denuncia la sistemática demolición de la libertad. Todas esas novelas estaban animadas por la esperanza de un mundo mejor o más justo: aún podía llegar la verdad, o la democracia, o la justicia. Aún se podía construir una sociedad mejor.

Ahora bien ¿Qué haces si eres un francés del siglo XXI? Vives en un país rico con un sistema igualitario y una democracia indiscutible. Puedes pensar lo que quieras, puedes decir lo que quieras y vivir a tu manera sin importar tu origen, religión, sexo u opción sexual. Estás obligado a ser feliz. Y si no lo eres, preocúpate, porque donde ya no hay problemas, tampoco queda la esperanza de resolverlos.

Houellebecq es el escritor del mundo perfecto, que constata que en ese mundo también hay soledad, y tristeza, y mediocridad, pero lo que no hay es una posibilidad de mejorar, una utopía. A sus personajes les han robado hasta el consuelo, porque el bienestar de que gozan les impide culpar a nadie de sus desgracias y los obliga a asumir la total responsabilidad por sus fracasos. Y la libertad los arroja a un mundo de desarraigo y amargura, donde todos son tan iguales y tan libres que nadie tiene nada en común, ningún puente les permite comunicarse en realidad.

Un ejemplo es su concepto de la libertad sexual. Según uno de sus personajes, igual que el liberalismo económico produce desigualdades sociales, el liberalismo sexual produce diferencias: algunos tienen más de lo que necesitan y otros no tienen nada. En un mundo en que estuviese prohibido el adulterio, todos terminarían por encontrar su lugar y su pareja. Pero librar el sexo a las leyes de oferta y demanda es condenar a los feos a la soledad.

Horrendo ¿Verdad? Sí, Houellebecq es un grandísimo reaccionario. Pero resulta que ha sintonizado con la sensibilidad de millones de personas. Quizá, en una sociedad escéptica y satisfecha, la única manera de proyectar el pensamiento hacia el futuro es volverlo hacia el pasado.

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30 de marzo de 2006
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El hombre de Marte

“Mis memorias deberían empezar diciendo que yo era un monstruo” afirma Stanislaw Lem, que era un chico problema. Para obedecer a su padre, le exigía que bailase sobre la mesa. Se negaba a comer si no le permitían hacerlo bajo la cama, y en general, se entretenía haciéndole la vida imposible a todos los que tuviese alrededor. Hasta que la vida se le hizo imposible a él.

En 1940, la ciudad de Lvov donde vivía fue ocupada por tropas soviéticas. Lem postuló al politécnico y aprobó el examen, pero las nuevas autoridades le negaron el ingreso por proceder de una familia burguesa. Merced a los contactos de su padre, entró en la escuela de medicina, casi contra su voluntad. Luego llegaron los nazis. Y luego volvieron los soviéticos. Lvov fue separado del territorio polaco y anexado a Ucrania. Lem ya ni siquiera sabía de qué país era.

Un carácter rebelde como él podría haberse convertido en un héroe de la libertad, y acabar con una bala en la cabeza. También podría haberse inscrito en el partido para cambiar al monstruo desde adentro. O simplemente, podría haber sido médico militar, como estaba inscrito en su destino. Pero Lem tenía claro que la realidad era odiosa, y que no le apetecía comprometerse con ella ni para bien ni para mal. Se negó a rendir sus exámenes finales y escribió una novela. Luego trató de publicarla. De ese tiempo recuerda:

“Cada semana tomaba un tren nocturno a Varsovia para sostener interminables discusiones con los editores. Torturaban mi texto con sus críticas, lo acusaban de contrarrevolucionario y decadente, me ordenaban cambios. Consideraban que la novela era “ideológicamente impropia” y me obligaban a añadir episodios para equilibrar su composición”. 

A partir de ese momento, Lem decidió dedicarse a la ciencia ficción.
Sesenta años después, sus libros están traducidos a 41 idiomas y ha vendido más de 27 millones de copias en todo el mundo. Es, sin duda, el autor polaco más leído del siglo XX.

Su obra más famosa, Solaris, ha sido llevada al cine por dos talentos tan dispares como Tarkovsky y Steven Soderbergh. Cuenta la historia de un científico que llega a una lejana estación espacial y se encuentra con su novia, que se ha suicidado años antes. Al principio, el científico cree que ha enloquecido, o que ha encontrado un fantasma. Luego descubre que esa es la forma de vida de ese lugar, una especie que escanea su cerebro y se materializa ante sí como su mayor miedo o su más fuerte deseo. O ambas cosas. Y empieza a convivir con esa proyección de sí mismo.

Solaris es una fábula sobre el amor y los insondables límites de la realidad. En vez de pistolas láser e invasiones marcianas, muestra los interiores de una aséptica nave y los páramos acuáticos de un planeta muerto. Sus escenarios son una metáfora de la soledad, su historia es un retrato de la persistencia de la memoria y la inevitabilidad de la muerte. En un siglo de utopías científicas, Lem –como Bradbury en sus mejores momentos– consiguió transfigurar la ciencia en poesía, y con ella, escapar de las estrechas restricciones de la realidad, incluso de la rigidez ideológica de la ficción. Si hay algo más allá de la vida, debe parecerse a los lugares que él imaginó. Desde ayer, Lem puede verlo con sus propios ojos, pero ya no nos lo puede enseñar.

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29 de marzo de 2006
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Ampliación del campo de batalla

Hace unos años, mientras trabajaba como periodista en Lima, un turista japonés desapareció en la selva. Su familia viajó al Perú a buscarlo y ofreció una conferencia de prensa, a la que asistí con mi fotógrafo. El padre del desaparecido estaba consternado. Conforme hablaba, se le quebraba la voz. Y aprovechaba las pausas de la traducción para tragar saliva. Sus ojos enrojecían. En un momento, cuando estaba a punto de terminar, tuvo que detenerse. Su mandíbula empezó a temblar. Mi fotógrafo y yo nos sorprendimos pensando al mismo tiempo: “llora, llora de una maldita vez”.

En cuanto el japonés derramó la primera lágrima, una ráfaga de flashes estremeció la sala de prensa. Todos teníamos la foto que esperábamos. Todos salimos satisfechos.
A veces, la práctica periodística te obliga a ser ciego para ver con claridad. No debes sentir, no debes pensar, no estás tratando con personas sino con titulares potenciales. Cubres a un niño mutilado y al día siguiente comentas: qué bien, el periódico me dio la primera página.

De eso habla la última novela de Arturo Pérez Reverte, El pintor de batallas, la más reflexiva de su autor. De hecho, el argumento implica ya una reflexión sobre la responsabilidad del autor de imágenes: el protagonista es un fotógrafo de guerra que se retira y se encierra solo en una torre a pintar una gran batalla. Pero su pasado lo alcanza, y le exige responsabilidades por sus fotografías, que han determinado la vida –y la muerte– de personas reales.

Los periodistas no somos inocentes de las imágenes que escogemos. Nuestras imágenes y textos no son sólo cosas que encontramos y enseñamos. Están diseñados para causar reacciones, y a menudo no controlamos las reacciones que puedan producir. No sólo hablamos sobre la realidad. Creamos nuevas realidades.

Los que leemos el periódico tampoco somos inocentes. Las fotos nos traen el horror a casa, pero por eso mismo nos relevan de verlo con nuestros propios ojos. En realidad, generan más conciencia de lo bien que vivimos nosotros que de lo mal que viven los demás. Pero a la vez, nos permiten fingir que nos importa cómo viven los demás. No sabemos qué periódico es más veraz. Compramos el que nos haga sentir mejor con nosotros mismos, y lo comentamos con los amigos, con una cerveza.

La metáfora más bonita del libro de Pérez Reverte es la del efecto mariposa: el batir de las alas de una mariposa en América puede producir un huracán en África. En nuestro mundo interconectado, el clic de una cámara de fotos en Bagdad puede movilizar a miles de manifestantes en todo el planeta. Y también puede dejarlos indiferentes. Lo aceptemos o no, las imágenes del dolor ajeno amplían el campo de batalla hasta la puerta de nuestras casas, hasta nuestro tarro de mermelada, hasta nuestro café.

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28 de marzo de 2006
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Criaturas repugnantes

Quizá hayas leído algún libro de H. P. Lovecraft, y muy probablemente lo hayas detestado. El terror de sus historias no tiene nada que ver con atmósferas psicológicas o amenazas verosímiles, sino que es del tipo “monstruo del pantano”: criaturas repugnantes descritas al milímetro que representan el mal en estado puro, como Hastur del Destructor, el amorfo Azathoth que echa espumarajos o Nyarlathothep, el caos reptante, ese tipo de bichos repelentes.

Claro, ya estás cansado de eso. Se llame extraterrestre o Satanás, lo has visto en miles de películas viejas y comics baratos. Pero precisamente, si puedes estar cansado, es porque Lovecraft lo inventó, y su influencia ha marcado hasta el tuétano la literatura y el cine del siglo XX. Todas esas alimañas nacieron con él.

A setenta años de su muerte, aparece en las librerías españolas Contra el mundo, contra la vida, un ensayo sobre Lovecraft escrito por Michel Houellebecq (Siruela). El libro tiene el atractivo de presentar a un degenerado hablando de otro degenerado. Pero además, es interesante cómo dos autores tan opuestos pueden alimentarse del mismo odio por la humanidad.

Pruebas al canto: a Houellebecq le encanta hablar de sexo y de lo que la gente hace con su dinero (a menudo, comprar sexo). Lovecraft elude esos dos temas sistemáticamente, y en sus cartas, se manifiesta abiertamente en contra de escribir sobre ellos. Houellebecq escribe sobre lo detestable de la existencia cotidiana. Lovecraft prefiere a Azathoth y su jauría babeante. Houellebecq enfatiza que la vida no tiene sentido. Lovecraft añade que la muerte tampoco.

Y sin embargo, al menos según este ensayo, ambos comparten una visión completamente oscura de la existencia. La de Houellebecq está bastante clara, pero lo sorprendente es la de Lovecraft, un hombre ignorado por el éxito, incapaz de conseguir trabajo o de conservar su matrimonio, ni tan siquiera de sobrevivir fuera de la casa de su vieja tía Lillian, un racista, un reaccionario, un tipo convencido de que el mundo no hace más que involucionar para olvidar que, haga lo que haga, será devorado por las fuerzas oscuras que habitan en su interior desde los orígenes de la especie y hasta antes, en suma, un batracio él mismo.

Tratando de escapar de la humanidad, a la que desprecia altivamente, Lovecraft construyó un retrato exacto de ella tal y como la veía. Al ignorar el sexo y el dinero, simplemente describió los dos elementos que lo ignoraban a él, que son los que definen el éxito en un mundo material. El horror de sus historias era precisamente un horror material y tangible, porque Lovecraft no se sentía atormentado por alguna sutileza metafísica, sino por el mundo tal y como es en todos sus detalles visibles.

Mario Vargas Llosa afirma que la literatura es un acto de rebeldía contra “la insuficiencia de la realidad”. Fiel a su estilo, Houellebecq prefiere decir que la literatura es para los que “están un poco hasta el gorro”. Hasta el gorro de la realidad, Lovecraft trató de crear una ficción para refugiarse de ella, y sólo consiguió la fiel descripción de un mundo de monstruos. Un mundo en el que, paradójicamente, la única criatura extraña e inadaptada era él.   

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27 de marzo de 2006
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Vuelve Almodóvar

La primera película de Pedro Almodóvar, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, comienza con Carmen Maura sembrando marihuana en el balcón de su casa. Un policía la descubre y la amenaza, pero ella le ofrece sexo a cambio de su silencio. Ella le autoriza a hacérselo por todos los agujeros, “pero no por el coño, que estoy guardando mi virginidad para venderla”.

El policía no le cree, y brutalmente, le roba a la Maura su único capital. El resto de la historia es una larga venganza en la que ella seduce a la reprimida esposa de él. “Seducción” significa hacerle pis en la cara, llevarla al concierto de los drogadictos de Radio Futura y mostrarle todas las perversiones posibles. El número musical de la película se titula “murciana, eres una marrana”.

Un cuarto de siglo después, las cosas han cambiado un poco. En Volver, estrenada en España el viernes, no hay transexuales con problemas de identidad, ni heroinómanos angustiados. Nada de felaciones ni ninfómanas. No figuran oscuros clubes nocturnos ni noches de cocaína. Sólo mujeres. Y para colmo, oriundas de un pueblito perdido en algún lugar de La Mancha.

Todas las protagonistas de esta película son madres, hijas o tías entre sí. En cambio, los dos únicos hombres de la historia –uno de los cuales ni siquiera aparece físicamente-, se limitan a cumplir la función de detonar la acción con sus abusos, depositan el espermatozoide de los problemas y luego desaparecen. En el fondo, Volver no es una historia tan distinta de Pepi, Luci, Bom.... Es una fábula sobre mujeres cómplices que se protegen mutuamente en un mundo de machos agresivos.

La diferencia es que Volver, desde el título, es una historia sobre el pasado, y lo difícil que resulta librarse de él. El daño producido por los hombres marca la vida de las mujeres para siempre, pero no se repara mediante la venganza –que la hay- sino mediante la honestidad. Las verdaderas víctimas no son los merecedores de esa venganza a menudo sangrienta, sino sus viudas y huérfanas. Las mujeres de Almodóvar no se disculpan por sus crímenes sino por haberles mentido a sus amigas para ocultarlos. Y no se sienten responsables por los muertos sino por las mujeres a las que esa muerte ha salvado.

Si invirtiésemos los roles de esta película, sería estrepitosamente machista. Si la directora fuese una mujer la acusaríamos quizá de misógina. Pero los personajes de Almodóvar resplandecen. La mala educación era un film de hombres, y resultaba oscuro y frío. En su última entrega, en cambio, el director manchego no sólo vuelve a las mujeres, sino a sus mujeres de toda la vida –Maura, Chus Lampreave, Penélope Cruz-, y construye con ellas un hermoso homenaje a la fuerza que esconde la fragilidad, y a la luz que brilla en el corazón de la oscuridad.

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24 de marzo de 2006
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¿Qué ha dicho ETA?

Por primera vez en cuarenta años –y tras casi 900 muertes-, ETA ha anunciado el fin del fuego. O quizá no. O quizá sí pero no. El día de ayer ha sido uno de los más confusos desde que vivo en España. Y sin embargo, toda la confusión surge de un solo comunicado, y muy breve: el que al mediodía de ayer ha dado a conocer la banda terrorista.

El primer punto discutible es la declaración de un “alto al fuego permanente”. No está claro qué significa eso. Los altos al fuego son temporales. Si son permanentes se llaman propuestas de paz o, en todo caso, rendiciones. “Alto al fuego permanente” es una contradicción en sus términos. Y sin embargo, en el contexto histórico en que está planteado, el término “alto al fuego” implica una diferencia con la historia anterior. La última vez que ETA ofreció dejar de matar llamó a su propuesta “tregua”. Su terminología actual quizá sea semánticamente igual pero, políticamente, implica que no es lo mismo. Y el añadido “permanente” en vez de “indefinido” supone que hay una intención declarada de perpetuidad. 

La cuestión entonces es bajo qué condiciones será perpetuo ese alto al fuego. Significativamente, el término “autodeterminación” no aparece en el comunicado, que habla más bien de “un proceso democrático” al final del cual, “los ciudadanos vascos deben tener la palabra y la decisión sobre su futuro”. El Partido Popular y la Asociación de Víctimas del Terrorismo consideran que eso es una llamada al referéndum por la independencia. Pero la definición de ETA parece ofrecer ubicarse entre dos umbrales extremos: el referéndum y la legalización de Batasuna, el brazo político de ETA. Lo más probable es que la negociación con el Estado lleve a algún punto intermedio de ese espectro.

Si bien esos son los límites políticos, los legales son más estrechos. ETA pide que las autoridades de España y Francia –que ha hecho todo lo posible por no sentirse aludida- respondan “dejando a un lado la represión”. Éste punto es el más claro. Su mínimo de negociación es el regreso a las cárceles del país vasco de todos los presos etarras –más de setecientos- repartidos por todo el territorio español. El comunicado sugiere que ése es el primer paso que esperan. Su liberación –al menos parcial- es el segundo. Lo habitual no sería indultarlos, sino promulgar legalmente nuevos beneficios penitenciarios cuyos beneficiarios serían estudiados caso por caso por una comisión.
Referéndum o legalización de Batasuna, acercamiento de los presos o liberación total, parecen ser los dos niveles y los cuatro umbrales que comenzarán a negociarse a partir de este comunicado. El camino será largo y lento. El gobierno y los periodistas han insistido en este punto.

En este contexto, sorprenden las declaraciones del líder del Partido Popular, Mariano Rajoy, que se declara decepcionado por que los etarras no hayan anunciado su disolución o su rendición ni hayan pedido perdón a las víctimas. Antes, el Partido Popular exigía que se negociase sólo si ETA anunciaba que dejaba las armas. Ahora que anuncia que las deja, el PP quiere que además se humillen, se denigren, se rindan.

Moralmente, el PP quizá tenga razón. Pragmáticamente, buena parte de los españoles parecen dispuestos a aguantar que los etarras no lloren de rodillas si están dispuestos a dejar de matar. Pero políticamente, El PP podría reclamar que esta negociación es posible gracias a los golpes militares que ellos dieron a ETA, golpes irrefutables que la debilitaron al punto de permitir una negociación favorable al Estado español. Y sin embargo, el PP ha optado por mostrarse amargado, antipático, intransigente. Ha tomado la opción maximalista: todo es horrible si no lo hacemos nosotros.

La apuesta es arriesgada. Si el proceso de paz fracasa, Rajoy recogerá los frutos. Pero si se llega a la paz, el PP habrá perdido la oportunidad de formar parte de ella. De hecho, toda la política de Rajoy ha sido maximalista. Si no funciona, el PP se convertirá en el partido que anunció la disolución de la familia con la ley del matrimonio gay, la ruptura de España con el Estatut catalán y la impunidad de los asesinos en el país vasco. De momento, las familias ahí siguen y Cataluña no se ha independizado. Y en el tema vasco, el Partido Popular ha dejado su suerte en manos de ETA. Sólo por eso, y sin quererlo, ha colaborado con el proceso de paz. Nada podría complacer a ETA más que fastidiar al partido de Aznar.

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23 de marzo de 2006
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Toros

Nunca he sido un gran fanático de las corridas de toros, y siempre las consideré un evento cruel e innecesariamente sangriento, y un combate injusto contra un animal indefenso. Pero el domingo fui a una, sobre todo para verlo con mis propios ojos y así criticarlo a mis anchas. Además, era una corrida de rejoneo, a caballo. Y me gustan los caballos.

El primer torero que salió me hizo arrepentirme de haber ido. Se pasó un largo rato dándole al toro estocadas que le dejaron la espalda bañada de sangre. Y ni siquiera lo mató. Acabó bajando del caballo con una espada y, flanqueado por dos tipos con capas que mareaban al animal, procuró darle el golpe de gracia. Pero ni aún así, de cerca, consiguió matarlo. Cuando por fin logró tumbarlo, los otros dos se arrojaron sobre el toro con puñales a ver si se moría de una vez. Más que un arte, parecía un linchamiento de borrachos. Yo quería irme y ahorrarme ese espectáculo repulsivo, inhumano.

Luego llegó un torero que era una especie de David Beckham de la plaza. Joven, guapo y vistoso, hacía cabriolas en el caballo, jugueteaba con el toro, describía acrobacias sobre la arena y realmente daba un espectáculo. Además, no era tan brutal. Al contrario, sus estocadas eran precisas, sin escandalosas hemorragias, y practicaba algunas de ellas con pequeños punzones que lo obligaban prácticamente a poner la mano sobre el lomo del toro. Eso le ofrecía al animal oportunidad de matarlo al primer error. Me pareció más equitativo.

Más adelante, llegó un torero igualmente joven, impulsivo y brioso. También jugueteaba pícaramente con el toro entre banderilla y banderilla, y arriesgaba. Hasta que el toro se le fue encima.

La cosa fue muy rápida, pero cortó la respiración del público. El toro le dio al caballo en un costado, y el jinete rodó por el suelo. Se quedó inmóvil boca abajo, pero la bestia esa de casi 600 kilos corrió a darle de cornadas. Si hubiese estado boca arriba, o alguna cornada le hubiese acertado en el riñón, no se habría levantado nunca.

Pero se levantó, y continuó con la corrida. Minutos después, el toro se cayó y no consiguió levantarse. Entonces el público empezó a pedir que llevasen otro toro, uno sano. Yo quería gritar: “¿pero no han visto que a este hombre casi lo matan hace cinco minutos? ¿por qué no dejamos las cosas como están? ¿van a mandarle a un toro fresco para que lo asesine de verdad?”

El torero continuó la corrida contra el toro nuevo. Lo más increíble es que lo hizo muy bien, arrancó aplausos del respetable. Pero una vez más, la muerte del toro fue una sangría. El hombre tuvo que apearse del caballo, y se pasó un rato buscando el punto por dónde clavarle la espada a un animal arrinconado que echaba sangre por la boca y al que la lengua le colgaba. Entonces, el público empezó a abuchearlo. El torero pasó de estar a punto de morir a ser un héroe y a ser pifiado en menos de veinte minutos. Luego, al fin, consiguió matar al toro.

Después de todo eso, aún pienso que la corrida es un evento cruel e innecesariamente sangriento. Pero ya no creo que sea un combate tan injusto. Es verdad que, si un imbécil me tuviese arrinconado y con la lengua afuera y no fuese capaz de darme la estocada final, con gusto le perforaría los riñones. Pero también es cierto que, si yo hubiese estado tirado boca abajo, con un toro de más de media tonelada corneándome el costado, me preguntaría por qué tenía que enfrentarme a semejante monstruo.

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22 de marzo de 2006
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