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El Boomeran(g)

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Las películas de Fuguet

La primera vez que vi a Alberto Fuguet daba una charla en mi universidad. Yo tenía que hacerle una entrevista para el canal de la televisión universitario, así que asistí con el camarógrafo. Era la primera vez que escuchaba a un escritor hablar como un ser humano normal. Nada de grandes sentencias ni juicios metafísicos. Nada de manuscritos perdidos. Sólo  sentido común, y una gran dosis de irreverencia. Yo no sabía que se podía ser un escritor así.

Tras la charla, me le acerqué y le pedí la entrevista, que él rechazó con educación. Dijo que no tenía tiempo. La universidad le ofrecía un almuerzo, y él ya llegaba tarde.

Pero yo tenía que hacer mi entrevista.

Lo siguiente que recuerdo es a mí y al camarógrafo corriendo los dos al mismo ritmo para que no se desenchufe el micrófono de la cámara. Fuguet trató de huir de la sala de actos, pero conseguimos acorralarlo en una esquina de la facultad de letras. Al verse sin salida, me miró con un profundo odio y dijo resignado:

-Bueno, pregunta.

Yo estaba tan agitado que se me habían olvidado las preguntas. Fue la peor entrevista que he hecho en mi vida.

Con el tiempo, fui sabiendo de él por sus libros, y después por su trabajo como guionista y finalmente director. Al principio, sus narraciones usaban un lenguaje cinematográfico. Ahora directamente hace películas. Su agente está desesperado porque dice que ya no le interesa la literatura, solo el cine. Su editora espera el próximo libro, pero no lo espera pronto. Su última novela se llama Las películas de mi vida. Su último libro de cuentos se llama Cortos.

Al encontrarlo en Chile, me parece que ha perdido por lo menos cinco kilos desde la última vez que lo vi, hace un par de años. Cuando se lo digo, me responde:

-Es el trabajo en cine.

Por lo visto, Fuguet se sumerge obsesivamente en el rodaje, y el proceso de producción y comercialización. Ha fundado su propia productora, Cinépata, y cuida a su equipo como si fueran sus hijos. Celebra los cumpleaños durante la filmación. Tiene una foto de Clint Eastwood a la que todos se encomiendan religiosamente. Según sus propias palabras, el rodaje de una película es “como un colegio”.

La parte que no ha cambiado es su irreverencia. Recientemente en España se despachó públicamente contra la editorial Anagrama, a la que llama, por el color de sus ediciones, “la mafia amarilla”. Según cuenta, el editor Herralde le escribió para preguntarle por qué lo atacaba. Fuguet le respondió “voy a atacarte cuando me dé la gana”. De hecho, su incorrección política puede tener costos. Algunos de sus amigos le atribuyen a ella que el Estado chileno nunca haya ayudado a financiar una de sus películas, a pesar de ser uno de los rostros más visibles del Chile de los años noventa.

El día de la presentación de mi novela en Santiago, comparto mesa con este Alberto Fuguet que se parece y no se parece al que conocí hace casi diez años. Afortunadamente, no recuerda la anécdota en la que lo persigo corriendo con una cámara de televisión. Pero muchas cosas más han cambiado. Los noventa han terminado, y Alberto ya no es un niño terrible. Sólo es terrible. Y es cineasta a tiempo completo. Habla todo el tiempo de las cosas que está produciendo y las que va a producir. En algún momento, le pregunto:

-Creo que hay un error ¿tú no eras un escritor?
-No lo sé –me dice-, quizá eso fue el error.

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31 de octubre de 2006
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Teoría y práctica de Evo Morales

En Bolivia, el Che Guevara está en todas partes. Se le ve más que a las estampitas religiosas, o quizá en vez de ellas. Decora los parachoques de los buses y los pedestales de los monumentos. En un puesto de discos piratas, los grandes éxitos son Plácido Domingo,  los últimos sones de la tecnocumbia y la foto del Che en la portada de un disco de canciones revolucionarias. A Evo Morales, por su cumpleaños, le regalan una imagen del Che. Las brujas andinas le rezan al guerrillero para que sane enfermedades -porque era médico de profesión-, y hay figuras de él en los altares populares.

El presidente Morales es otro de sus admiradores, por supuesto, y en su discurso mezcla la cosmovisión andina con la retórica revolucionaria. A nueve meses de asumir el liderazgo, su mayor reto es conciliar todo eso con la administración de un gobierno real. Como dice el periodista Ricardo Bajo, “yo quisiera que todas las transnacionales se largaran a patadas de este país. La mayor parte del país lo quiere. El problema es que no se puede. Una medida así no mejoraría las cosas a la larga. Evo lo sabe, y camina en la cuerda floja. Para su gente, habla de una nacionalización. Pero de cara a los empresarios, este proceso se llama negociación”.

Por esa indefinición, en las últimas semanas los mayores problemas de Evo han surgido de sus propias filas: las huelgas de maestros, los enfrentamientos entre mineros y las protestas en las cárceles han hecho a los columnistas políticos hablar de un exceso de expectativas que el gobierno no puede cumplir. Pero los periodistas afines al gobierno no piensan igual. Para ellos, la prensa está aprovechando conflictos normales para montar una gigantesca campaña contra Evo en defensa de los grandes intereses económicos de sus propietarios. Una campaña que solo puede contrarrestar el inquebrantable carisma del presidente.

No obstante, ese carisma no funciona igual en todas partes. En la ciudad de Santa Cruz, donde el 74% desaprueba la gestión de Morales, se oyen voces críticas en cada esquina. Una funcionaria cultural cruceña opina: “las líneas generales de Evo son utópicas: quiere favorecer la multiculturalidad, pero eso es demasiado amplio. Más allá del discurso, no hay planes concretos del ministerio, ni indicaciones, ni presupuestos. Lo mismo pasa en todos los ámbitos. Quiere nacionalizar los hidrocarburos, pero eso no es solo una decisión política. Requiere un plan técnico, que no hay. Es como cambiar los proyectos de gobierno por buenas intenciones”.   

En las zonas más altas, en cambio, el apoyo al gobierno es casi total: alcanza el 62% en La Paz y el 86% en El Alto. En Cochabamba, corazón del país, donde el respaldo de Evo es del 51%, también se respira relativo optimismo. Un vendedor me dice: “no se puede cambiar todo de repente. Evo no lleva en el gobierno ni siquiera un año. Y la negociación de los hidrocarburos aún no termina”.

Esa negociación representa el núcleo de la propuesta de Evo, pero también su mayor encrucijada. Su viejo amigo Lula representa en esto a la transnacional Petrobrás. Es a la vez socio y cliente. Ambas partes han tratado de llevar la fiesta en paz para no amargarle la campaña electoral al brasileño. Pero, según un diplomático, “a Lula no le gusta nada que Evo funcione en la órbita de Chávez.  La negociación sería más fácil si Brasil conservase la posición de liderazgo que ha perdido en manos de Venezuela”.

La clave del éxito de Evo reside precisamente en sus alianzas internacionales, alianzas que deben abrir mercado para sus hidrocarburos –y con suerte para su coca- además de proporcionarle un colchón político. Evo no tiene el margen de maniobra de Chávez  porque no tiene tanto petróleo, y necesita un respaldo exterior sólido. Lo natural parece integrarse en el Mercosur, pero además de las tensiones ya descritas, eso plantea el problema de que el gran tema internacional de Bolivia está exactamente del otro lado: en la salida a un oceáno pacífico cuyas costas están íntegramente gobernadas por presidentes más conservadores. Esa fragilidad externa aumenta su dependencia de Venezuela.

En todo ese complejo ajedrez, el gran reto de Evo Morales es el de la izquierda latinoamericana: convertir el discurso revolucionario en políticas concretas que satisfagan a todos los actores. Esto es, convertir la revolución en negociación.

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30 de octubre de 2006
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Qué difícil es ser linda

La calle está cerrada, pero las cámaras de televisión y el público se aglomeran en torno a las rejas con ansiedad y emoción. La ciudad boliviana de Santa Cruz acoge esta semana un encuentro internacional de escritores y una exposición de escultores que trabajan al aire libre, pero la mayor atención del país y el extranjero está concentrada aquí, en el concurso de belleza que premiará a la reina sudamericana. Esta noche, las quince candidatas desfilan en el estrado para elegir a la silueta más atractiva.

Es curiosa la pasión que despiertan. Entre el público hay gente de varios países vecinos que aplaude a sus respectivas compatriotas mientras acometen la compleja misión de caminar. Cada nalga, cada muslo, cada pecho representa a toda una nación y despierta inusitados fervores. No importa que la aspirante de un país andino sea una rubia de 1.80 cm con apellido alemán más parecida a una finlandesa que a la mayor parte de sus compatriotas. La tierra que vio crecer esas extremidades es la beneficiaria de sus triunfos. 

En los últimos días, estas chicas han revolucionado Bolivia. Las encuentro todos los días en el periódico visitando Sucre, Cochabamba, Santa Cruz. Siempre perfectas, garbosas y altísimas, se toman fotos con los niños, decoran monumentos turísticos y cabalgan sobre alpacas sin que se les despeine la sonrisa ni por un momento. En su hotel, los huéspedes las ven pasar siempre con las bandas que llevan el nombre de sus países. Bajan a desayunar con sus bandas, almuerzan cuidando de no mancharlas, van al baño con ellas.

Esta noche, para lucir sus figuras con soltura, llevan trajes de baño rojos. A mi lado, en la primera fila de espectadores, se sienta otra chica que lleva una banda con el nombre de Bolivia.

-Perdona –le pregunto- ¿tú no tendrías que estar allá arriba en el estrado?
-No –me dice-, estas son las candidatas que van al Miss Mundo. Yo voy al Miss Universo.
-O sea, o ganas un título o el otro. Como las federaciones de box, digamos.
-No, son certámenes diferentes. Miss Mundo es para chicas que se preocupan por el mundo y esas cosas. Hacen labores de caridad y les preguntan cosas sobre la pobreza, por ejemplo. Miss Universo es más profesional.

En todo caso, hoy no hay preguntas sobre el mundo y esas cosas. Se elige a la mejor silueta, no es preciso pensar. Las bocas de las chicas se limitan a sonreír perennemente, como si tuvieran prótesis de sonrisa. Llegado un punto, uno se pregunta por qué sonríen tanto.

Para beneplácito del público local, gana Miss Bolivia. Tras el desfile, las modelos se toman fotos con sus platos nacionales y sus cónsules. A mi lado se sienta Miss Perú, Silvia Cornejo: 19 años, 1.80 de estatura. Con los tacones, es más alta que yo.

-¿Qué tal, cansada?
-Sí. Estuve en un certamen en Polonia, luego en tres departamentos del Perú, tuve dos horas para hacer mi maleta y aquí ya llevamos tres ciudades.
-Por lo menos, conoces bastante.
-No creas. Tenemos que levantarnos a las seis de la mañana, hay sesiones de fotos todo el día y no nos dejan salir por nuestra cuenta.

Quiero creer que, al menos, les queda la noche libre para juguetear. Pero descubro durante la conversación que duermen en habitaciones compartidas. No tienen un espacio demasiado íntimo. Tampoco pueden tomarse fotos con un vaso de alcohol en la mano, o un cigarro. Y en cualquier situación, sin importar lo cansadas que estén, deben sonreír a la cámara. Sospecho que, debajo del espeso maquillaje, debe ocultarse un notable par de ojeras. A las diez de la noche en punto, un empleado del certamen pasa por las mesas haciéndoles señas a las chicas, y todas se levantan al unísono.

-Mañana me levanto a las cinco de la mañana –me dice Silvia-. Se elige el mejor cabello. Y a las siete tengo que estar en la peluquería.

Todas las candidatas con sus vestiditos rojos desaparecen casi en fila india, resplandeciendo al caminar. Yo nunca había imaginado que ser linda las 24 horas del día, un día tras otro, fuese un trabajado tan agotador.

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27 de octubre de 2006
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La renuncia a la verdad

En el último año me han preguntado muchas veces por mi “compromiso” político como escritor. En consecuencia, me lo he preguntado yo también. No suelen gustarme mucho los clichés de izquierda y tampoco los de derecha. Supongo que uno debería estar comprometido en cualquier caso con la verdad. Y ahí empiezan los problemas.

Tendemos a creer que las palabras tienen un solo y unívoco significado, algo que la observación práctica refuta constantemente: “igualdad” no tenía las mismas implicaciones antes que después de la Revolución Francesa. “Democracia” no significaba lo mismo a ambos lados del muro de Berlín. Y, por supuesto, “libertad” no tiene el mismo sentido para un funcionario norteamericano y para un suicida palestino. De hecho, la historia de la humanidad puede entenderse como la lucha por determinar el sentido último de esas palabras. Todos sabemos que queremos las cosas que designan, aunque nunca nos llega respuesta definitiva sobre la naturaleza de esas cosas. Su propia esencia es ser discutidas y reformuladas constantemente.

Los periodistas conocen bien la lucha por el significado que se desencadena ante cada conflicto. Un grupo armado que ataca un cuartel militar suele recibir el nombre de “terrorista”, “combatiente” o “guerrillero”, no según sus acciones concretas, sino según la línea editorial de cada medio. Los publicistas podrían añadir que cualquier cosa que se repita constantemente termina por convertirse en verdad. Pronunciar cualquier oración equivale a darle existencia a un estado de cosas. No necesariamente es verdad todo lo que decimos, pero al decirlo se convierte en algo posible, un hecho que otras personas pueden repetir, como “el detergente X lava mejor”, “el champú Y deja tu cabello sedoso” o “mi partido político es la única opción verdadera”. 

En esas condiciones, es difícil definir la verdad. De hecho, es difícil saber si dos personas que están de acuerdo en algo le atribuyen el mismo sentido. Todo el mundo está en contra de la pobreza, por ejemplo, pero cuando se habla de cómo combatirla, las cosas dejan de ser tan fáciles. A todos nos gusta la buena literatura, pero es increíble lo difícil que resulta hacer una lista de ella. Hay gente que está muy segura de encontrarse en posesión de la verdad, tanto que está dispuesta a morir por ella, y a esos solemos llamarles fundamentalistas. Más útiles –y más escasos- en los conflictos son los mediadores, que dan por sentado que la verdad es la parte de una historia que todos sus protagonistas estén dispuestos a dar por cierta, y tratan de ampliar sus márgenes. La verdad se ha vuelto negociable.

¿Tiene sentido defender rabiosamente a una de las partes en cada conflicto? Parece fácil y no muy productivo. Ha habido intelectuales defendiendo tanto a Franco como a Stalin. Pero creo que uno puede construir versiones del mundo que no nieguen sino, por el contrario, recojan las demás perspectivas. Nadie es tan idiota o tan siniestro como para defender el mal en estado puro. Por eso, por lo general, me incomodan los escritores que opinan demasiado. Prefiero a los que escuchan y analizan, sin darse demasiada importancia. Quizá, si algo podemos hacer los escritores es aportar a las discusiones un granito de sentido común.

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25 de octubre de 2006
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Lapsus microphonus

El pequeño exabrupto de Vladimir Putin ante la Unión Europea, cuando manifestó su envidia por el presidente de Israel porque “ha violado a diez mujeres” se suma a una larga lista de desencuentros entre mandatarios y micrófonos encendidos por sorpresa. Dicen bestialidades con tanta frecuencia que uno se pregunta si en realidad saben que los micros están encendidos, y es la única vía que les permite expresar sus verdaderas opiniones.

Recordemos si no a George Bush en plena reunión del G8 durante la última crisis de Líbano diciéndole a Blair que “lo que vamos a hacer es llamar a Siria para que detenga esta mierda” (Y no sé si cuenta la tarjetita que le pasó Condolezza Rice en la ONU preguntándole si podía ir al baño. Al menos, no se llevó el micrófono con él).

A veces, estas metidas de pata son inocentes y sin consecuencias. Pero otras, ponen en crisis  un gobierno, como la filmación que se filtró a los medios húngaros, en la que el presidente Ferenc Gyurcsany admitía con dudosa elegancia que “la hemos cagado, y no un poquito, mucho… Hemos mentido durante los últimos dieciocho meses. Y no hemos hecho nada en cuatro años. No hay un sola medida de la que podamos estar orgullosos…”. Al día siguiente, hordas de manifestantes de derecha pedían su cabeza en una bandeja. Y casi la consiguen. Los incidentes violentos y las manifestaciones fueron los más intensos que veía Budapest desde los tiempos de la cortina de hierro. 

Una de las más brutales pasadas de lengua la cometió el jefe israelí del Estado mayor Shaul Mofaz durante la operación Rempart, una ofensiva contra Cisjordania en 2002. Mientras los periodistas tomaban sus lugares para una conferencia de prensa junto a Ariel Sharon, a Mofaz se le escapó, en clara referencia a Yassir Arafat: “Nos lo tenemos que cargar”. En la grabación, Sharon se sorprende, y Mofaz insiste, “no tendremos otra oportunidad”, hasta que el primer ministro admite que sí, pero que no lo ve claro. Luego, comenzaron la conferencia y les contaron a los periodistas que sus intenciones eran buenas y puramente defensivas. 

Así como los lapsus linguae manifiestan nuestro subconsciente, los lapsus microphonus, son, en buena medida, la única ventana real que nos muestra a nuestros líderes al desnudo. Y significativamente, al creer que no hay micrófono siempre dicen exactamente lo opuesto que en público. Los presidentes de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, y de México, Vicente Fox, cayeron en la trampa durante una cumbre iberoamericana-europea en España. Su diálogo, susurrado en una esquina del palacio de congresos, es una delicia de ciencias políticas:

FH: Cómo ha crecido España ¿verdad?
VF: Sí. Cuando yo vine por primera vez, en los sesenta, el PBI español era igualito al mexicano.
FH: Ya, pero luego…
VF: Pero es que aquí la factura la pagaron Francia y Alemania. En América Latina, el único que podría hacer eso es EE. UU.

Y entonces se miran a los ojos con escepticismo.

FH: Pero eso no va a pasar.
VF:Ya.

Es el mejor y más sucinto diagnóstico político que oí en mi vida. En el fondo, deberíamos dejar de escuchar lo que los políticos nos dicen voluntariamente. La verdadera información está en sus baños, en sus alcobas, en todos esos lugares a los que no nos dejan entrar.

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23 de octubre de 2006
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Un mundo sin bebés

Antes, las películas de ciencia ficción tenían escenarios sofisticados. La gente vestía trajes elásticos como de neopreno y circulaba en vehículos voladores. Los edificios se superponían elefantiásicamente unos a otros. Todo el mundo usaba máquinas constantemente, para lavarse los dientes, controlar el tráfico o disparar a los alienígenas. Hoy en día, en cambio, los escenarios de ciencia ficción son las calles actuales tal cual están. Al parecer, en algún momento llegó el futuro, y ahora vivimos instalados en él. Acomódense. Esto era.

Al menos eso sugería el director Michael Winterbottom en Código 46, y ahora, eso es lo que se trae Alfonso Cuarón en su nueva entrega: Hijos de los hombres. Ambas películas están rodadas en lugares sin exceso de maquillaje, tal y como son. Ambas ponen de manifiesto el muro global entre ricos y pobres, cuyas manifestaciones son cada día más físicas y tangibles. Ambas hablan de la preocupación del ser humano por reproducirse. Y ambas, de más está decirlo, presentan un panorama más bien negro al respecto. Pero por si te aburre la filosofía, Hijos de los hombres añade al tema una buena dosis de tanques, fusiles, guerrilleros y campos de concentración para mantener atentos hasta a los fans de Silvester Stallone.

Y es que Cuarón –que por lo visto es capaz de salir bien parado de cualquier género, sea la fantasía de Harry Potter o el realismo cachondo de Y tú mamá también- ahora luce sus talentos en una fábula de ciencia ficción, cuyo mayor valor, como ha sido siempre, no es predecir el futuro sino observar con lucidez el presente. Y la pregunta que plantea es bastante significativa: “Si no somos capaces de convivir sin asesinarnos ¿Para qué queremos reproducirnos? ¿Qué futuro tiene nuestra especie en manos de sí misma?”. Porque, si en algo concuerdan los últimos ejemplos literarios y cinematográficos de ciencia ficción es en que el villano ya no viene de otro planeta –como los marcianos o los klingon-, ni siquiera ha sido construido por el ser humano –como los replicantes o la bomba atómica-. No. Ahora los malos somos nosotros, igual de desnudos y escuetos que los escenarios, sin más armas que nuestra proverbial ceguera y algún que otro obsoleto AKM.

Lo fácil era llevar esta historia por los derroteros convencionales: unos rebeldes buenos quieren huir del estado malo para salvar al último bebé del planeta. El protagonista se enamora de la madre y juntos refundan la humanidad. Pues bien, Cuarón –y el autor de la novela original, P.D. James- optan por contradecir todos y cada uno de los modelos posibles: el estado es bastante malo pero los guerrilleros son casi peores, el protagonista pasa de todo y acaba metido en este embrollo de pura mala suerte, y la madre del bebé detesta a ese tipo desde que lo ve por primera vez. No contaré el final, que no es precisamente triste, pero diré que tampoco es un lecho de rosas.

Al hacerlo así, Cuarón retrata uno de los aspectos más importantes del presente: la confusión moral de nuestro tiempo. Antes, en esa época en que los personajes del futuro usaban los trajes de plástico, el mundo estaba dividido en dos y todos sabían, según en qué mitad vivieran, quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos: quiénes usarían los paneles solares y quiénes andarían por sus ciudades con máscaras de oxígeno. Hoy en día, se nos ha descuajeringado la estructura moral. En el dodecaedro ético del siglo XXI suele haber malos y peores, y nosotros mismos no tenemos claro de qué lado estamos. Si el cine debe ofrecernos un mundo que parece más real que el nuestro, Hijos de los hombres no solo lo logra, sino que construye un espejo deformante de nuestra propia desidia, de los fallos con que nuestro mundo se precipita torpemente hacia el abismo.

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20 de octubre de 2006
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Permiso para viajar

Los aeropuertos son los únicos lugares de los que todo el mundo está a punto de irse. A menudo tienen hoteles al costado, pero eso no les roba su esencia. Si estás en el aeropuerto, en cualquier caso, eres alguien a punto de huir.

Cada aeropuerto es la primera estampa que el viajero recibe de su país. El de Tegucigalpa es tan pequeño que la pista de aterrizaje es interrumpida por una calle. Cuando estuve, de las paredes colgaban fotos narrando la historia del aeropuerto. En una de ellas aparecía la orquesta que lo inauguró: un caballero con un xilófono y otros dos con maracas. Fue todo un acontecimiento.

En México y Quito los aeropuertos no están afuera sino adentro de la ciudad. Desde la torre latinoamericana o el teleférico respectivamente, se aprecia la cola de aviones que se precipitan sobre la ciudad, como si estuvieran a punto de estrellarse contra ella. Pero luego, nunca pasa nada. Es decepcionante la eterna frustración por la expectativa del incendio.

El aeropuerto de Bogotá está cercado: nada más llegar a las salas de embarque, los militares te registran, te cachean, te esculcan a ver qué llevas. Los aeropuertos de Estados Unidos también funcionan así, pero ellos tienen máquinas. Es como pasar por la cadena de montaje de una fábrica de bicicletas.

Fuera de esos detalles, se parecen. Las tiendas, por ejemplo, son iguales en todos: la gente siempre viaja con más dinero del que necesita. Y luego tiene que deshacerse de él. Los duty free son estaciones de rescate al servicio de los que tienen demasiado, lujosos basureros fronterizos para  billetes extranjeros. La gente recorre las tiendas con cara de lástima preguntándole a los dependientes: “¿Le molesta si dejo mi dinero aquí? ¿Puedo abandonar en esta tienda mis $1000? No sé qué hacer con ellos. No quiero que se queden solos”.

Los puntos más sensibles de cada aeropuerto son las salidas y llegadas. En los aeropuertos de América Latina siempre hay al menos una legión familiar con los niños en traje y corbata, reunidos para el evento de despedir al padre, la madre o el tío que emigra. La solemnidad de la ocasión –y las lágrimas- tiene cierto aire fúnebre. Pero luego, en las llegadas de todas partes, está es el espectáculo de los reencuentros. La gente se besa, se abraza, se da regalos, se sonríe. La película Love actually arranca mostrando la puerta de llegadas de Heathrow. Quizá sea manido, pero es efectivo. Es el tipo de escena ante la cual, si no lloras, no tienes corazón.
 
Aunque para mí, la parte más nostálgica es la sala de espera frente a la pista de aterrizaje, cuando ya no hay marcha atrás. La gente se amodorra en los asientos y espera, espera, espera. En las salas VIPS suele haber bebidas, sillones y ordenadores para trabajar, pero la cara de la gente es la misma. Es el espectáculo de la inmovilidad. El camarero saca hielos de una cubeta y, a su alrededor, el tiempo se detiene.

Mis favoritos son los aeropuertos en los que se puede caminar de las salas de espera al avión. El de Marrakesh es así. Uno se siente como en casa. No me importa que haya que caminar en tubos, siempre que se pueda caminar. Lo que odio de verdad es llegar al avión en un autobús. Es como una escala más en el viaje, como si te fueses más lejos.

Lo único que ningún aeropuerto te ofrece es un lugar a dónde ir. Preguntaré en el próximo duty free, pero no me hago demasiadas esperanzas.

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18 de octubre de 2006
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Beethoven para niños

Un Beethoven excéntrico, insoportable y grandilocuente que se divierte atormentando a la poca gente que lo aprecia, un explosivo genio de la música, un director de orquesta sordo, un personaje que ya encarnó Gary Oldman. ¿Qué más puede desear Ed Harris? ¿Qué papel le sienta mejor al actor que fue Jackson Pollock y el poeta con SIDA de Las horas? Si hasta parece que Beethoven hubiese existido sólo para que Harris pudiese conseguir el papel.

Pero por si Harris no destacaba lo suficiente, la directora de la nueva película sobre el músico, Copying Beethoven, se aseguró de ponerle al lado a una Diane Kruger etérea, casi diría uno que sosita, para que no le haga sombra durante sus exabruptos y sus pedos. Es inevitable pensar en Amadeus cuando uno ve esta película, y comparar el punto de vista del narrador: en la película de Milos Forman, la historia está contada por un Salieri viejo, envidioso y enfermo que habla del niño impertinente, escandaloso y peliparado que es Mozart. Los celos, la humillación, la certeza del fracaso, destilan su veneno por la historia y la revisten de una atractiva malicia. En cambio, la lamentablemente casta discípula de esta película se limita a admirar a Beethoven durante dos horas con toda la gracia y la sensualidad de una monja de clausura, sin siquiera regalarnos un asomo de tensión sexual.

Eso le da un aire innecesariamente sacerdotal a un Beethoven, por lo demás, despojado de más atributos que el de genio loco. Y mira que había material para explotar: el hombre era un borracho, no tenía un céntimo, nadie creía en él, estaba decepcionado de la revolución francesa, estaba pasado de moda, llevaba una vida sexual desordenada –con todas sus discípulas menos ésta, por lo visto-; la verdad, daba para un poco más de lo que le sacan.

Pero no nos amarguemos. Copying Beethoven cuenta con una admirable puesta en escena de época: el vestuario y las locaciones son impecables. La banda sonora, por supuesto, inmejorable y algunas escenas, memorables. Hay una arriesgada secuencia de doce minutos que narra el estreno de la novena sinfonía de un modo totalmente inverosímil –y según parece falso- pero visualmente impactante. Y hay una chica rubia, que nunca usa un escote pero tiene unos ojos bonitos.

Lo que no hay es una película. En Copying Beethoven asistimos sólo a un largo homenaje sin verdaderos conflictos, ya que la adoración de la discípula es tan férrea que no deja lugar a dudas o puntos de giro. Así que, en vez de contemplar un interesante fresco de comienzos del XIX encarnado en una personalidad atormentada, nos topamos con un falso documental perfecto para que algún profesor de música lleve a sus alumnos: un cuento didáctico con un regodeo de Ed Harris que, al salir del cine, nos dejará la certeza de que ya sabemos al menos distinguir la novena sinfonía y un par de sonsonetes más, para cuando sus versiones muzak suenen en los supermercados.

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16 de octubre de 2006
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El psicópata aplicado

Brian de Palma no mata a la gente de cualquier manera. Si necesita un tiroteo, por ejemplo, no se limita a poner a dos personas en un callejón: las coloca en los extremos de una escalera con un carrito de bebé cayendo por los escalones. Si opta por abrirte la cabeza, no te da un martillazo: hace que caigas desde un décimo piso y te des de cara contra una fuente de mármol. Si quiere algo más impactante, puede rajarte el rostro de parte a parte o ametrallarte después de que aspires una montaña de cocaína. Así que agradece que de Palma se limite a hacer películas, en vez de buscar un espacio más real para sus fantasías.

Su última película, La dalia negra, tiene todos los elementos morbosos que hacen feliz al director, incluso un cadáver partido por la mitad con los intestinos arrancados. Y todos flotan en la cenagosa atmósfera de la novela original de James Ellroy, una ácida Los Ángeles como la que lucía L.A. Confidencial, con actrices de cuarta prostituyéndose por dos centavos, polis corruptos, boxeadores derrotados y rubias fatales fumando con boquillas. El mundo de la película es duro y torcido, pero afortunadamente, un policía duro y recto está dispuesto a hacer las cosas bien, aunque eso signifique hacerlas mal. En suma, la orquestación habitual del cine negro, con la cámara de De Palma planeando virtuosamente de un cadáver a otro sin cambiar de plano.   

El único problema quizá sea esa manía de embutir las complicadísimas tramas de la novela en una película sin pasarse de las dos horas reglamentarias. Llega un punto en que el espectador está tan ocupado tratando de desenredar el ovillo que ya no puede asimilar más información y se pasa media hora preguntándose: “¿el último muerto corresponde al caso de la chica rajada o al del mafioso que maltrataba a la novia del policía que le tumbó los dientes al protagonista en el cuadrilátero después de los disturbios de los marineros?” Para cuando llega el grand finale y convergen todas las historias, tienes la sensación de que pueden estar diciéndote cualquier cosa porque tampoco te darías cuenta. De hecho, el final llega con tal carga de incestos, deformaciones múltiples y balazos imprevistos que haría falta toda una película nueva sólo para explicarlo.

Y sin embargo, claro, eso no es lo más importante. Dedicarse a descifrar el argumento es la opción del control freak, como tratar de seguir el árbol genealógico de Cien años de soledad. Puedes perderte en eso o disfrutar de lo demás, que no es poco. La película no va a cambiar tu vida, pero se regodea con eficiencia en las virtudes del género, virtudes que paso a enumerar: 1) Scarlett Johansson con el cuerpo marcado a hierro -como las vacas- en el centro de un triángulo amoroso entre dos policías amigos. 2) Hilary Swank contando cómo se acostó con una descuartizada solo por el morbo de que se parecía mucho a ella. 3) John Kavanagh sentado frente a su esposa esquizofrénica y diciendo “Hitler era un poco excesivo”. Un ramillete de detalles tiernos, en fin.

De Palma, pues, sabe lo que busca y conoce bien el terreno que pisa. La película tiene momentos absolutamente vibrantes, delineados con la mano segura de un maestro torturador que pasa revista a los calabozos en los que encierra a sus personajes. Ante la cantidad de violencia sin sentido estético que destilan las pantallas últimamente, es agradable encontrar de vez en cuando un psicópata que hace sus tareas.

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13 de octubre de 2006
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Hembras reproductoras

El cine ha parido mujeres de todo calado: como las de Almodóvar, por ejemplo, que son luminosas y dulces, llenas de ganas de vivir a pesar de habitar rodeadas de hombres salvajes que violan a sus hijas. Y como las de Tarantino, que son capaces de violar a sus hijas ellas mismas: llevan sables samurais, armas de fuego y pechos como dos misiles a punto de dispararse. Ahora, bajo el aura de Michel Houellebecq, han llegado a salas españolas las mujeres de Las partículas elementales
   
Las mujeres de Houellebecq siempre son perfectas: interesantes, guapas y dotadas de una gran iniciativa sexual, a menudo se encargan del tema por sí mismas. Los hombres se limitan a acostarse en pelotas mientras ellas lo hacen todo. En esta película, las dos coprotagonistas se mantienen fieles a esa esencia y también al otro rasgo que les inocula su autor: están profundamente solas. 

Eso no sorprende, ya que en la obra de Houellebecq todos los personajes –machos y hembras- están terriblemente abandonados a sí mismos. Si tuviesen una familia en el sentido antiguo de la palabra, o una religión o un colectivo, podrían sentirse parte de algo y atenuar su vacío existencial. Pero como son europeos del siglo XXI, viven en una sociedad demasiado individualista para resultarles soportable. Son ricos y libres, viven en democracias estables y prósperas, pero no consiguen comunicarse con nadie, ni encontrar un sentido vital fuera de sí mismos. La única ilusión de unión que les queda es el sexo.

La diferencia entre hombres y mujeres en Houellebecq suele ser puramente biológica. La obsesión del novelista francés tanto en Las partículas elementales como en La posibilidad de una isla es la clonación, es decir, la reproducción asexual de la especie, que liberaría a los seres humanos de cualquier necesidad de comunicarse y, en consecuencia, de su propia humanidad. Pero las mujeres, en su universo, están diseñadas para la reproducción, un proceso en que el aporte y la carga de responsabilidad masculina es francamente desigual al de ellas.

Los dos varones de esta historia tienen dificultades para conseguir sexo, uno porque nadie se quiere acostar con él, otro porque no se quiere acostar con nadie. Pero ambas historias se resuelven cuando encuentran a la insaciable amante del campamento hippie y a la amiga de infancia respectivamente. Entonces cada uno descubre para qué servían los órganos sexuales, y la extraña relación que tienen con los sentimientos. Ellas dos, que ya habían probado todo tipo de gimnasia acrobática sexual, también encuentran en esas parejas una nueva vida para sus cuerpos. 

Pero la historia de las mujeres dará otra vuelta de tuerca. El problema de ellas no es la falta de sexo, sino la incapacidad de reproducirse: por razones médicas, ambas pierden la posibilidad de tener hijos, y con ella parte de lo que las hace ser mujeres. El giro que precipita el desenlace no es emocional sino clínico.

El final de la película no coincide con el de la novela, pero los perfiles de los personajes sí: básicamente, estas parejas no sólo están limitadas por sus problemas para comunicarse, sino también por sus cuerpos, esos envases físicos a menudo deficientes o estropeados desde los que tenemos que lidiar con el mundo de afuera y, el más implacable, el de adentro.

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11 de octubre de 2006
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El Boomeran(g)
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