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Escrito por

Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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El futuro es un presente enfermo

 

 

Desde que hay autoridad razonada, se vio que establecer un pasado como referente y definir la perspectiva temporal vinculante era aún más importante que la defensa de las fronteras del reino y la obediencia de los súbditos. No había condición más básica. Los sofistas y oradores ambulantes griegos fueron los inventores del método que aseguraba ese monopolio; ellos fueron los primeros en utilizar la demostración deductiva, el procedimiento decisivo para que, según la preceptiva que rige desde entonces, su discurso se pudiera considerar científico. 

El acta de nacimiento de la ciencia moderna son una cincuentena de versos de Parménides donde prueba de manera deductiva que el ser es único, quieto, y de forma semejante a la masa de una esfera bien torneada. Su adversario Heráclito, quien aseguraba que el ser caduca y se desparrama, no aportaba ninguna prueba deductiva. Los de la peña de Parménides siguieron alumbrando ciencia, y un preclaro miembro, Zenón el dialéctico, a los pocos años de la invención de la demostración deductiva, probó que nada puede suceder, y provocó que durante veinticinco siglos se haya estado intentando refutarlo, habiendo participado en la empresa lumbreras como Aristóteles, Hobbes, Kant, Hegel, Stuart Mill, Bergson o Russell. Por si fuera poco, al calor de la reiterada lid, se han ideado maravillas como la lógica matemática o el cálculo infinitesimal. 

Pero la irresistible ascensión de la demostración deductiva ocurrió casi un milenio después de Parménides. El edicto de Milán significaba la llegada al poder del cristianismo, una secta que reparó antes que nadie en la importancia del arma de la demostración deductiva y que hizo su más efectiva utilización. En ese momento, la Iglesia necesitaba formar su corpus doctrinal y jurídico que, por primera vez, no tenía que estar orientado a corromper desde la clandestinidad, sino a dominar desde la cúspide de la vida pública. Esa fue la labor de la patrística y se llevó a cabo, de manera ejemplar, por los Padres de la Iglesia, todos ellos estudiosos y conocedores de la filosofía griega. Con implacable lógica helena, se fija el dogma fundamental: el devenir del tiempo mundano. Y, a continuación, la organización de la estructura jerárquica y la santa legitimación de la persecución del impío y el hereje.  

Más tarde, con la invención de la escolástica, se dio un paso más y la deducción fue declarada monopolio de la autoridad. Se necesitaba para la importante ciencia jurídica. Ésa es el acta de nacimiento del Estado moderno. Desde entonces se sabe que un cronista oficial, un legislador o un juez, cuando ejercen su función, ostentan la representación de la Demostración Deductiva. 

La prestación principal de la escolástica es la reunión de toda la realidad, presente, pasada y futura, en compendios, llamados summae en la jerga, y construidos matemática y arquitectónicamente. Todo lo que queda en el exterior es irreal. El juez, y sólo él, demuestra y establece lo que sucedió; el legislador, y sólo él, declara lo que deberá suceder. Todos los miembros de la república han de vivir dentro de la realidad así deducida. Los índices de precios, los números de la opinión pública, el campeonato de liga, la termodinámica, la entropía o el nivel de los pantanos son capítulos y artículos del compendio cívico. 

La primera vez que se reparó en la importancia de establecer la relación exhaustiva de lo habido y por haber con la misión de definir la realidad fue en Mesopotamia. Los grandes mojones, llamados kudurru, plantados en el campo o depositados en un santuario, además de públicos registros de la propiedad, eran informes que contenían relaciones minuciosas, y creaban una realidad que ya no se distinguía esencialmente de la actual irradiada por los medios de comunicación. Las listas y catálogos mesopotámicos, que podríamos llamar enciclopédicos, eran la concreción del saber y el modelo perfecto al que se debía circunscribir la realidad.

Pese a los meritorios asertos de Newton o Einstein, la ley física nunca podrá determinar un suceso pasado ni predecir uno futuro, de manera tan absoluta como la ley jurídica. A la hora de crear realidad, la ciencia física es siempre menos eficiente que su maestra la ciencia jurídica. El primer científico moderno, Galileo, no es más que un escolástico, un epígono de la escolástica más tardía. En el fenómeno que los físicos anteriores denominaban impetus y consideraban en precario como un efecto sin causa numerable, inventó la inercia: una causa numerable mediante la deducción. La inercia no existía antes de ser deducida, y su deducción fue una creación de realidad. Tras los trámites y plazos pertinentes, fue declarada real en el compendio cívico, unos años más tarde. En ese mismo sentido, Newton creó la gravedad. 

En el compendio aristotélico, se demuestra por deducción la realidad de cuatro causas y la de cincuenta y cinco motores inmóviles. Más tarde, en el compendio tomista, se demuestra que lo real es una causa y un motor inmóvil. El siglo pasado, en el compendio einsteiniano, el motor y la causa quedaron contaminados de ficción al inventarse la realidad de que materia y energía solo tienen una diferencia modal. 

El futuro es un presente enfermo. Prevenir ya es enfermar, y prever ya es padecer. Cuando el hombre se hizo civilizado, su presente se hizo neurótico porque levantó un cerco en torno a sí que no estaba hecho de piedras ni madera, sino de la terrible lógica del encadenamiento al pasado y el miedo al futuro. Una lógica muy antigua, pero que hasta entonces no había figurado de un modo tan exclusivo en lo más alto de la escala de valores.

Con el asentamiento de la promesa como forma de agresión que consuma el cierre completo del cerco civilizado, se prima el encadenamiento al pasado, y la obsesión por la genealogía, el parentesco y la propiedad. El hombre civilizado es aquel cuyo presente depende de promesas anheladas y temidas de futuro, seguridad, salud, solvencia, vejez y muerte. 

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11 de noviembre de 2010
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Tonterías las justas

 

Durante milenios, las ceremonias mediante las que se proclamaban las categorías de padre e hijo, fueron dos: la más antigua, la covada, donde el padre se encama y es objeto de las atenciones que corresponden a quien acaba de parir, y la que vino despues, el alzamiento a la rodilla, donde el hijo es tomado del suelo por el padre y, puesto sobre sus rodillas, lo nombra por primera vez, con lo cual pasa de víscera innominada a persona.

De la primera a la segunda ceremonia hay un ascenso en la dignidad y, sobre todo, el poder del padre, que pasa de estar tumbado y ser objeto pasivo de atenciones, a estar sentado y determinar la conversión en hijo del producto todavía no humano que evacua la madre.

En las familias lingüísticas indoeuropea y semítica, la rodilla ha generado un especial caudal significativo procedente de la ceremonia de alzamiento y puesta de nombre por el padre. No es casual que en latín genu “rodilla” y genus “familia” se parezcan tanto, y lo mismo vale para el griego gony “rodilla” y genos “linaje”, el celtibérico ken “rodilla” y kentis “hijo”, el alemán Knie “rodilla” y kind “hijo”, el anglosajón cneo “rodilla” y ceneodan “nombrar”. Tampoco es producto del azar que el radical hebreo brk esté amigablemente compartido por “rodilla” y “bendecir”.

Las sociedades de covada eran matrilineales, lo cual no quiere decir que en ellas mandase la mujer, sino que lo hacía su hermano o su tío. Pero sí es cierto que el padre o marido no era propiamente considerado miembro de la familia, sino una suerte de huésped distinguido y necesario para su función. 

El nombre vasco del marido es senar, o sea, “macho del complejo familiar”. Para el nuevo concepto de padre con altar en sus rodillas y poder sacralizante en sus palabras, en aquitano y en vasco se tomó como préstamo el término indoeuropeo aita, que significa “ayo nutricio" o "preceptor”, carente de la preeminencia del pater familias, que de entrada era incomprensible en una sociedad de covada. En la Odisea, por ejemplo, Telémaco llama atta al porquero Eumeo, pero no a su padre Ulises; y en la Ilíada, Aquiles se refiere de ese modo a Fénix, pero no a su padre  Peleo.

Otro indicio claro de que aquitanos y vascos eran de covada se ve en la nomenclatura de los hermanos y hermanas donde se marca con -ba la relación referida a la mujer, mientras los varones relacionados con hombre quedan aislados y sin marca, como relacionados con lo irrelevante: arreba es hermana de hombre, neba es hermano de mujer, y aizpa es hermana de mujer; anaia, hermano de hombre, no tiene marca, queda suelto. Y también asoma la covada en la importancia de la categoría iloba “sobrino”, que expresaba la relación de linaje con los tíos maternos, y al llegar la moda patrilienal, se equiparó con la de “nieto”.

La categoría de esposa o señora no existía en la sociedad matrilineal. Para designar el nuevo estatus, el aquitano y el vasco importaron del celta el término andere. También eran de covada los cántabros y otros pueblos hispanos. En el área mediterránea, consta esa información respecto a corsos y ligures. 

Mientras algunos estudios declaraban a finales del siglo XIX que la extraña moda de que el padre impostara ritualmente el parto, con movimientos y gemidos, y el puerperio, con reposo y comidas rituales, e incluso el embarazo, con restricciones dietéticas y reposo, ya no se llevaba en el “Viejo Mundo”, lo cierto es que hasta mediados del siglo XX, como mínimo, se ha seguido constatando alguna forma de covada en todas partes, de Laponia a Sudáfrica y de Borneo a Brasil. También, por supuesto, en Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania. 

Las formas más evidentes, como que el hombre, además de acostarse con el recién nacido, le pusiera su camisa y quemara la placenta en una gran hoguera ritual —práctica registrada en el Limousin y en Albacete, que resulta de una plasticidad, no ya evidente, sino envolvente—, han desaparecido antes que otras, más estilizadas, como que la mujer lleve los calzones del padre cuando se acerca el parto, o la obligación de que en éste no falte alguna prenda del marido, sea en la espalda o la cabeza de la parturienta, o en la ventana; incluso el sombrero sobre la almohada era suficiente en los países Bálticos, Alabama y Carolina del Sur. 

De una encuesta que organizó en 1901 el Ateneo de Madrid sobre nacimiento, matrimonio y muerte, hay un fichero con los testimonios relacionados con la covada (I-C-f-1 y -2) en el Museo Etnológico y Antropológico. Se concluye enseguida que debió practicarse en todas partes de España y no sólo en Cantabria, de donde párrocos enérgicos erradicaron la “indecente” costumbre en la segunda mitad del siglo XIX, según narraba Telesforo Aranzadi (De la “covada” en España) en 1910. 

En las respuestas de la encuesta del Ateneo, se repite el rasgo clásico de comprobarla en el vecino, mientras en casa ya se ha superado: “No existe en Mallorca […] En donde se ve más marcada es en la vecina Ibiza. Tan pronto como se presenta el parto, el marido se mete en la cama con su mujer, tomando tazas de caldo como ella y colocando al recién nacido entre los dos”. El de Menorca asegura que es algo del pasado, aunque “al padre que, en vez de desplegar su actividad se tumba a la bartola, se le aplica el mote de parterot, masculino de partera (recién parida según nuestro dialecto)”. El de Canarias asegura que ya no se practica el acostarse mientras lo estuviera la puérpera “pero continúan haciéndose agasajar al igual que sus mujeres paridas […] comen y beben lo mismo, las mismas veces y durante el mismo número de días”.

A esa encuesta se debe el más expresivo testimonio nunca habido. Es el remitido desde Tamarite, en Huesca. El informante, cumpliendo la preceptiva del género, empieza por asegurar que no se conoce tal cosa en su pueblo, sino “en la montaña de esta provincia a principio del siglo XIX”. Luego anuncia que lo referirá en latín, porque “el hecho es escabroso y no muy pulcro”. Y, por fin, cuenta lo que sigue: 

Geniale ad convivium, mulierum turba vocata

prope lectum venit, quo jacent conjuges ambo.

Tecti ¡pro pudor! apte sindone parato

apicem phali tantum ut vir ostendet queat.

Alia post aliam eumque digito pulsant

Genitor, ave, clamantes, tu genitor, ave.

Es una lástima que esté en latín, porque seguro que las damas de Tamarite o las de “la montaña”, se expresarían  con un desgarro y justeza que nos ha ocultado para siempre ese comedido “¡genitor, ave!”. Pero mucho más es de agradecer que el maestro latinista se haya decidido a contar de una vez para la posteridad que las vecinas invitadas a festejar el nacimiento se acercaban al lecho donde yacían los dos cónyuges, la que en apariencia había parido y el divo, y éste ostentaba todo lo que podía de su maravilla fálica, graciosamente puesta bajo sedoso lienzo, y las visitantes proclamaban su felicitación admirada. 

Esta ceremonia de reconocimiento que busca aplacar al señor susceptible coincide con lo observado en el rito de la covada en la Guayana Británica, donde el divo hacía dieta especial desde el quinto mes de embarazo, permanecía inmóvil en la hamaca durante el parto y los primeros días posteriores, y, mientras la madre volvía al trabajo con el recién nacido en bandolera, él era solíticamente cuidado por todas las mujeres del poblado. En el alto Paraguay, era lo mismo, pero con el detalle de que, cuando la presunta autora de la parte grosera del milagro, regresaba de lavar al niño la primera vez, no podía hablar, sino sólo mirar con recogimiento al divo.

Respecto a la antigüedad y el arraigo de esta apasionante pieza dramática, basta tener en cuenta su representación por los pobladores precolombinos de América. 

El abandono de la covada en España fue un proceso gradual que se inició con los fenicios y los griegos, muy influyentes en los tartesios y los íberos, y continuó con los celtas y los romanos. Con todo, duró hasta el siglo XX, en el que aún se documentan ceremonias reminiscentes de su antiquísima vigencia en toda la Península. 

En algún momento debio quedar claro que, para implicar al padre en esos arreglos convenidos que llamamos familia y sociedad, era preciso recompensarle con una categoría que lo resarciera de su irremediable envidia y complejo de ninguneado. El  apellido paterno proviene de la invención del padre pos-covada —o sea, del que alza al hijo sobre sus rodillas, lo nombra y, en consecuencia, lo reconoce como suyo—, que a su vez es modelo de las religiones y cosmovisiones elaboradas en la última media docena de milenios.

Hay ahora una proposición legislativa que dice querer eliminar la discriminación que supone la imposición automática del apellido paterno en primer lugar, en caso de desacuerdo. Se le podría objetar que, para que el arreglo antimachista resultara más pedagógico —que es la pretensión de fondo—, la madre tendría que poder imponer el apellido de su madre, y no de su padre, aunque, horror, no dejaría de ser el del padre de la madre de la madre, con lo que el enjuague hecho para liberar a las madres del machismo imperante no haría sino recordarlo. Siempre habrá un apellido paterno que se perpetúe—incluso en el sistema portugués donde se transmite en segundo lugar el segundo apellido del padre, mientras el primero, el materno, se ostenta pero no se transmite— porque, después de todo, el apellido es una invención para implicar al padre: en realidad, para crear al padre según la convención vigente.

Pero lo cómico de la cuestión está en la propia ley actual, convenientemente enrevesada por la proposición alfabetizadora. Hoy, para registrar la inscripción del nacimiento en la localidad de domicilio común de los padres, si es distinta del lugar en que se produjo el nacimiento, se exige que la solicitud se formule mediante comparecencia de los progenitores de común acuerdo. Esto se suele hacer con bastante frecuencia, porque la inscripción en una u otra localidad tiene su interés: aparte de los insondables motivos sentimentales y hasta políticos, hay legados testamentarios vinculados a ese detalle, así como multitud de disfrutes y derechos —caza, aprovechamientos, servicios— que también dependen de esa inscripción. Entonces, ¿por qué la bondadosa ley no contempla en este punto el desacuerdo y su definitivo desarreglo mediante la resolución alfabética? 

Lo mismo sucede con la imposición del nombre propio, que puede ser simple o doble, pero no faltón, ni malsonante. Ahora bien, ¿qué pasa en caso de desacuerdo? ¿Por qué no interviene aquí la apisonadora alfabética? En buena lógica legislativa, debiera aplicarse igualmente, así tendríamos al menos tres causas de líos, y no sólo una. Saltan a la vista dos querellas alfabetizables que se han dejado sin explotar y podrían dar juego. Y ya lanzados, nuestros solícitos legisladores podían proponer el orden alfabético para solucionar todos los desacuerdos de pareja, la casa, la custodia, y demás alegrías. Pero, ¿qué digo de pareja? Nada: para todos los conflictos nacionales e internacionales de la humanidad. ¿Litigios por raya fronteriza? Orden alfabético al canto. ¿Que dónde lo buscamos? Pues donde lo haya, en la toponimia, en el nombre de las naciones, las civilizaciones o sus ministros, donde sea, es omnipresente. Qué maravilla, así tenemos el mundo arreglado y podemos pasar a otra cosa

Ya la ley de 1999 introducía una pedagogía de la insidia, no por imponer una de las dos combinaciones posibles, sino por presentarla como solución para casos de desacuerdo —casos que propone y, en definitiva, promueve la propia ley, y eso es lo peor que puede hacer una ley—. Si no se han previsto soluciones alfabetizadoras para las posibles querellas por el lugar de inscripción y por el nombre propio, porque cualquiera ve que el padre y la madre acuden al registro a inscribir un acuerdo en ese sentido, ¿por qué se prevé una querella ad hoc en la cuestión del apellidamiento, y se remata con una necedad asnalfabética, que no hace sino consagrar la propia insidia? Si él se llama Gómez, y ella, Rodríguez, y disienten en el orden, ¿de qué le sirve a ella hacerlo constar? Puestos a legislar el bostezo, casi sería más salomónico ponerle a la víctima del desacuerdo un nombre de oficio.

Proponer la querella con alevosía leguleya, para imponerle una solución desjuiciada, está muy feo, la verdad. Mucho mejor es no fomentar querella alguna. No contemplar el desacuerdo, como se dice en la jerga —y nunca mejor dicho, porque se trasluce que hay contemplación con regodeo—, y que se inscriba el lugar de nacimiento, nombre propio y orden de apellidos, conforme al común acuerdo de los progenitores.


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8 de noviembre de 2010
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¡Viva Homero!

 

Cuando tenía quince años trabajé en la construcción de la escuela de Santesteban. Fue después del primer curso de griego, yo tenía la manía de escribir cosas en griego. El trabajo era superior a mis fuerzas. Además, con aquellos hombres tan fuertes y acostumbrados, yo me esforzaba mucho por estar a su altura, pero nada. Entonces tuve la idea de que si, por un azar, algo fundamental dependiera de leer una frase en griego, yo tendría una manera indudable de demostrar mi valía. Aquella reflexión me daba moral, aunque la probabilidad de un mundo donde algo fundamental, en griego, me estuviera esperando para que yo lo leyera, equivalía a cero. Así que al griego le tengo gratitud de cepa juvenil. ¡Viva Homero!

Hoy me da duelo Stephen Geoffrey Landesman, que escribió una tesis sobre The anonymus Certamen Homeri et Hesiodi, y murió el pasado mayo, sin saber lo de Homero. Y Anne Jeffery, siempre dedicada a las inscripciones arcaicas griegas, que murió sin saber lo de Homero. También Manuel Fernández-Galiano y Alfred Heubeck murieron sin saberlo. Cielos, ¿cuándo se sabrá lo de Homero?

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2 de noviembre de 2010
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Progreso

 

Después del viaje desde Asturias a Tordesillas para que el rey  Carlos I conociera a su madre Juana, encerrada por loca, vinieron los juramentos varios por las Cortes de Castilla y Aragón, y las fiestas, justas y torneos. Tambien los buenos consejos de los súbditos. En Calatayud, un villano, admirado de los ojos saltones y la boca abierta del rey, le recomendó: “Nuestro señor, cerrad la boca; las moscas deste reino son traviesas”. 

En Barcelona, se hicieron las más sonadas fiestas por la venida a España del rey Carlos I. Y éste ordenó que se celebrara, en la catedral, solemnísimo capítulo de la orden del Toisón de Oro. En la sillería del coro pintaron el lema “Plus Ultra” y se impuso el bonito collar de oro con borrego colgante, a catorce muy principales señores, entre ellos el almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, muy reputado como protector de literatos, iluminados y toda suerte de varones sabios y curiosos, señalado en las letras españolas por haber mandado pasar a romance muchas obras, sin detenimiento en que pudieran ser declaradas malsonantes o heréticas, y, entre ellas, las escritas por Pedro Martínez de Osma.

Cuando mejor lo estaban pasando en Barcelona con las fiestas del Toisón, vino la nueva de la muerte del emperador Maximiliano, abuelo del rey. Éste tuvo, de golpe, gran prisa por hacerse con el vacante título imperial. Así que ordenó el cobro de un tributo especial y zarpó de La Coruña hacia los Países Bajos, donde pensaba hacer otra bonita fiesta, en Aquisgrán, con motivo del solemne encasquetamiento de la corona que ciñó Carlomagno. Mientras el rey estuviera ausente, el Consejo Real, con el almirante don Fadrique como regente consorte, tomó sede en Valladolid. 

Entonces empezó una guerra porque Antonio Acuña, obispo de Zamora, tuvo un acceso de rabia arzobispal cuando supo que la nunca bien ponderada archidiócesis de Toledo se apalabraba para Guillaume de Chièvres, completamente extranjero y sobrino del primer chambelán del rey. Eso merecía guerra y las que suscitan los clérigos son especialmente enconadas. Ya son ellos, de sí, levantiscos y enredadores en cuanto no consiguen la suya, pero lo que les da calidad de tóxicos es que proveen a la plebe de explicación doctrinaria para que no estén quietos, sino agraviados y echados al monte, siempre que sea en su beneficio clerical. Así se dijo que Toledo, donde empezó la sublevación, llegó a pedir autogobierno a imitación de Siena o Florencia, cuando era más verdad que, no Toledo, sino quien tenía trazado arzobispar Toledo, quería una tiranía  para uso propio. Vamos, como un nacionalista actual.

En Barcelona se repartieron collares borregueros a ocho nobles castellanos, eso quería decir que quedaron sin collar, ni arzobispado, una multitud de aspirantes. Éstos hicieron fiero memorial de agravios en la llamada Junta de Ávila, una vez que recibieron la invitación toledana al alzamiento. Y, luego, ya que Tordesillas estaba al lado y encerraba, en otras maravillas, a una reina cesante, se hizo allá junta santa y solemne con la reina doña Juana y su hija Catalina. Decían los junteros que Carlos ya no regresaría a España y que Castilla no sabía estar sin rey.

En la Santa Junta de Tordesillas, representaron a los clérigos agraviados y en expectación de destino, además del belicoso obispo Acuña, fray Pablo de Guzmán, prior de Santo Domingo, Pedro Gómez, abad de Toro, y Juan de Benavente, canónigo supremo de León; por los caballeros a falta de collar, Antonio de Quiñones y Pedro Laso; por los artesanos y licenciados, Diego de Madrid, pañero, y Francisco Medina, médico. El resto de comisionados y tropa innumerable, veterana de África e Italia y en expectación de saqueo, aguardó afuera.

Fue dicho que la reina Juana estuvo lúcida y les dio toda la razón. Tomaron, entonces, decisiones regias y ofertaron el matrimonio de la infanta Catalina con el príncipe portugués, a buen precio. Pero el rey de Portugal no quiso tratar con juntas santas. Al contrario, envió buenos ducados de oro al almirante de Castilla para que comprara fidelidad y pericia de buenos soldados. 

Los junteros santos mandaron luego emisarios a Valladolid, incitando a la villa a prender al Consejo Real. Y como todo se iba en tumultos, enviaron al capitán Padilla, con un fuerte destacamento, para que se apoderara de ellos.

El Consejo Real se trasladó entonces a Medina de Rioseco, y don Fadrique empezó su ofensiva usando la artillería de las buenas letras. Pero no lució nada, porque el clero se había encelado con que, si derrocaban al Consejo Real, habría reparto de prebendas, y el sacristán sería cura; el medio racionero, párroco; el racionero, canónigo; el abad mitrado, obispo; y el obispo de Zamora, lo principal, arzobispo. Y atizaban al vulgo para que guerrease, que luego ellos proveerían. Con tal designio, se puso sitio a Medina de Rioseco.

En vista de lo clerical de la situación, se hizo uso del recurso similia similibus y se envió a fray Antonio de Guevara, temible predicador franciscano, para que desmayara y ofuscara los ánimos alzados. Por siete veces, salió de la villa sitiada y sermoneó con sabrosos y atinados ejemplos en el campamento sitiador. Pero, si bien hizo vistosos efectos en la soldadesca, no causó ninguno en el obispo Acuña, inmune y refractario a la verba clerical, como asiduo usuario de ella, contumaz y pertinaz en sus pretensiones arzobispales.

Al tiempo, un noble descollarado y ofendido, Pedro Girón, pidió entrar al servicio de los alzados, siempre que fuera como capitán general. Ello trajo consigo el apartamiento de Padilla,  que se corroyó de celos y marchó a Toledo, causando no poca confusión banderiza.

Sin esperar a que menguara la confusión de los alzados, el almirante emplazó su artillería ante Tordesillas y, sin olvidar el importante pregón de que se entregaba la villa a saco, con tal se respetaran las vidas, tomó la villa, prendió a los miembros de la Junta y se apoderó de la reina Juana, que casi tenía por hija.

La aventura malparada de Acuña tuvo una consecuencia notable. Aprovechando la confusión de la guerra castellana, el rey de Francia, Francisco I, envió tropas a ocupar Navarra y sitiar Logroño; fue una efímera maniobra de distracción, pero el emperador Carlos se encolerizó tanto, que se alió con el papa para que le bendijera su ocupación de Milán, la cosa que más podía ofender al rey de Francia. A  cambio, el emperador Carlos dio el beneficio del arzobispado de Toledo al cardenal de Médicis, y decretó el destierro de Lutero. Si a este fraile le hubieran concedido entonces algún carguillo o beneficio eclesiástico, habría olvidado tan feliz sus tesis, que todas venían de la implícita primera y principal: “yo también quiero mandar y cobrar”. Pero, por azares de los negocios humanos, la agitación que desencadenó el obispo de Zamora, que a él no le valió para alcanzar el arzobispado, si fue bastante para provocar la guerra, el edicto imperial y el cisma protestante.

La batalla de Noáin, que tuvo lugar durante la retirada de las tropas que Francisco I entrometió hasta Logroño para hostigar a Carlos I, está hoy incensada por la clerigalla rectora del vasquismo querulante como momento crucial de la “guerra entre abertzales y españoles”, fenómeno malvado que data del Neolítico y tiene un tumultuoso club de agraviados. Y los Bravo, Padilla y Maldonado, que querían medrar al arrimo del clero soliviantado por el nombramiento de un flamenco para el arzobispado de Toledo, han sido canonizados como libertadores de la humana condición. ¿Quién dudará, si no es un facha opresor, que las ideas abertzales y comuneras son progresistas y modernas?

He aquí lo que escribía Jean Mabire en National-Hebdo, periódico del Front National, hace poco más de veinte años (4-10-90): “Con la detendión de “Waldo”, ETA militar ha sido golpeada en la cabeza. Periódicamente, se nos anuncia la captura de un gran jefe del nacionalismo vasco. Pero aunque los detuvieran de cinco en cinco, como a Ben Bella y sus amigos en octubre de 1956, eso no cambiaría el problema. La lucha armada no es más que la prolongación de un combate político de varios milenios. Los vascos estaban en su casa incluso antes que los inmigrantes indoeuropeos como usted y yo. Terroristas para unos y patriotas para otros, los militantes vascos, legales o ilegales, a veces sin darse cuenta, testimonian una lucha planetaria. Si la resistencia triunfa, serán héroes y Euzkadi emitirá sellos con su efigie. Si pierden, un pueblo faltará a la llamada de la historia.”

O sea que la cosa no es de anteayer, ni siquiera de la batalla de Noáin: ya hace milenios que los grandes jefes del nacionalismo vasco ordenaban pegar patrióticos hachazos de sílex vasco en la nuca de los inmigrantes indoeuropeos como usted y como yo. Y ahora, si usted tiene la suerte de dar con algún despotenciado que razone, lo entenderá como alguien que dice tener una mara de tatarabuelos que llega a la batalla de Noáin y procede de uno que se portó bien y estuvo en el bando adecuado, y como consecuencia quiere un Estado confesional de esa religión de pichiglás, y usted, vasco descreído o inmigrante indoeuropeo, o camito-semítico, o algo peor, tendrá sitio si se adhiere a la historieta de la mara de tarabuelos transmisora de milenarias bondades vascas, si no, tiene usted la opción de que lo extirpen como prolongación de un combate político de varios milenios. Debemos por lo tanto creernos la mandanga de que los vascos existían antes de la inmigración indoeuropea, y otra no menor, consistente en que “los grandes jefes del nacionalismo” representan a esa mística grey de antepasados, y, en fin, anhelar el advenimiento del Estado confesional de esa religión tétrica, por amor al progreso, y para que puedan mugir con la deseada unanimidad.

Sólo con que los cocine el Mabire de turno —quien expresaba sobre los asesinatos y el embrutecimiento de los vascos un parecer muy común y aceptado entre los actuales fabricantes de opinión, y por eso lo he escogido como su representante—, los sedicentes hechos históricos tienen esa entretenida virtualidad que los hace útiles para azuzar a la tropa, y hacer que mate y muera bien cargada de razón.


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1 de noviembre de 2010
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Desde que profesé tristeza

 

No se sabe en qué consiste el prestigio de la tristeza, porque no está acreditado que el triste deje de mentir, dé provecho, o se vuelva genial. Lo seguro es que, aprovechando la confusión, la raza irritable de los poetas exhibe patente de tristeza. También los historiadores, según Guicciardini, deben tener su hito y referencia en la expresión del “justo dolor ante la desgracia pública”. O sea que hay, creamos a los expertos, una elocuencia de la queja que se cotiza para mejor aliño del papel.  Esa quejumbre de alioli es viejísima en poesía, tanto como la métrica. El dístico elegíaco consiste en hacer un segundo verso con un pie menos, de manera que se imita el desaliento, como si viniera del alma un hipío, y hace el efecto de estar transido por el dolor y “no tener palabras”.

El gran Camões, muy malicioso conocedor de los tópicos del género quejoso escandidos desde Ovidio a Garcilaso, compuso hacia 1550, cuando tendría unos treinta años, Escrita de Ceuta, una carta fingida que contiene un ensayo magistral sobre el poeta y su tristeza, que es como decir su fondo de armario. La pieza es insólita porque trata de lo que hoy se llama metaliteratura, un género cuya inauguración se atribuía hasta hace poco a Lope de Vega, con aquel soneto que le mandó hacer Violante. Al poco de empezar, Camões sirve este mote travieso:

No quiero y no quiero

Jubón amarillo,

Color que muestra dolor

Quiero, y no quiero

Jubón amarillo

Plano secuencia de Camões matinal, con su laurel ceñido, en calzas y coleto, tañe la cítara de clara sonoridad, hecho un Aquiles dubitativo, y entona muy tenor y tristoso quero e não quero jubão amarelo, ante su ropero. El vestuario áureo, como saben los profesionales, es para hazañas de armas y hallazgos de tesoros. El mote aquí  trasladado en primicia absoluta ha sido, sostiene Camões, “escogido en la manada de los rechazados; y cuido que no es tan dedo quemado que no sea de los que el rey mandó llamar”.

Este pasaje ha sido objeto de debate enconado entre los expertos camonianos. Hernãni Cidade propuso famosamente: “dedo quemado es lo mismo que cosa rechazada”. Yo, disculpen la certeza, creo más bien que en el dátil socarrado va la imagen del moribundo con la candela en la mano, símbolo litúrgico de la iluminación por la fe, y método científico forense de la época: cuando el muerto ya se había muerto bastante, la vela le quemaba el dedo, lo cual probaba su estado de fiambre. Camões se burla así de los cadáveres rimados, epopeyas en salmuera y redondillas en espera de destino, que el poeta guarda en la despensa para cuando sea menester. El mote, aun siendo fiambre, no era tan desechable que no quisiera verlo el rey Juan III. Esto último quizá sea farol, porque los reyes no quisieron ver a Camões sino tarde, mal y nunca. Dicho Juan III se molestó regiamente por unos pasajes camonianos de la comedia El rey Seleuco. Y más cosas de reyes: cuando Felipe II adquirió Portugal, fue a Lisboa, y ordenó presencia y audiencia de Camões; pero hacía un mes que al poeta le habían puesto la candela en la mano. Os Lusiadas se había publicado poco antes y traía un curioso lance profético: en la especiada Calicut, el dios Baco había tomado la forma de Mahoma para sublevar a los musulmanes y de ahí, del dipsómano capitán de abstemios, venía la cebada.

Escrita en Ceuta tiene un principio memorable, irónico hasta la deconstrucción, donde Camões, siglos antes de Gogol, Kafka, y los superagentes secretos, propone la quema y cuidadoso olvido de sus propias líneas para que la posteridad no tuviera noticia:

“Ésta va con la candela en la mano a las de vuestra merced; y, si de ahí pasara, sea en ceniza, porque no quiero que de mi poco coman muchos. Y si todavía quisiera meter más manos en la escudilla, mándole lavar el nombre, y vaya sin cuños.”

Lo genial del pasaje está en que ha sido tomado al pie de la letra por cuatro siglos de lusitanismo severo. Desde su primera impresión en 1598, a ninguna generación lusitanista le ha faltado su crítico empeñado en descifrar con profesional melancolía —ya está dicho en otros sitios que la poética querencia por la melancolía y la desdicha, la nostalgia y el anhelo de maravilla, siluetean la literatura portuguesa, pero no se ha dicho que igual de importante es la ironía, esa particular cortesía de los grandes autores que ven la luz en la bellísima boqueada final del Tajo, desde Camões a José Bandeira — descifrar, decíamos, por qué querría el poeta, oh dolor, que el desconocido destinatario quemara su carta. Las teorías propuestas se pueden amontonar en dos: la carta original tendría una tinta secreta que se leería al trasluz de una vela, y Camões temía a los plagiarios que le pirateaban las epopeyas. Respecto a lavar el nombre, no ha habido otra que recurrir a la humildad sobrehumana del genio.

Pero, a la luz de recientes excavaciones, nos hemos visto arrempujados a concluir que “Ésta va con la candela en la mano a morir en las de vuestra merced” no quiere decir que la carta ya se va muriendo porque os mando que en cuanto llegue ahí la queméis, sino todo lo contrario: proclamo que nace ahora mismo para la posteridad gloriosa y haréis saber a todos que es mía, y vaya con cuños. Camões lo dice al revés, porque se trata de una ironía de retrogusto, algo que se nota al ver que la carta es un inventario genial de los plumajes y pies de verso del poeta que ha de hacerse el humilde y el triste.

Después vienen unas catas de Garcilaso, y luego Séneca, Ovidio, Boscán, Manrique, muy bien traídos, ligados, y emulsionados con bellos versos de Camões, emprosados y en rincles cortas, grandes reservas y recién presos. Y todo muy triste, y de morirse. 

Llegan luego los confites de ahorcado, celebradísimos, de donde Quevedo sacó su chiste de los pasteles de fiambre en el Buscón. Así nació la leyenda barroca de que los confiteros hacían pasteles de cuatro maravedís con carne de ajusticiado. Pero Camões en Escrita de Ceuta sólo juega con una locución cuando dice “Atended que no son malos confites de ahorcado para los que están con la soga al cuello”. Confites de ahorcado es sinónimo de halago, mimo o fiesta a la que sigue pésimo trago, disgusto y maltrato, todo junto; y viene del último capricho concedido al condenado. Este pasaje, como otros muchos de la pieza, recuerda que el lusitanismo, noble especialidad legendariamente nacida en 1580 para trasladar al español Os Lusiadas por urgente mandato del rey Felipe II, ha coronado cumbres, pero aún nos debe la lectura de Escrita de Ceuta.

El humor es de ahorcado à la Villon, y la textura, milhojeada. Toda la obra está ceñida por un jaretón disimulado donde trabaja, tensa y vibrante, la ironía de un poeta extraordinario que se burla del oficio. Una líneas antes del mote cantado al jubón amarillo, sostiene Camões: “Vos, si viene a mano, esperáis de mí palabritas risueñas, ahorcadas de buenos propósitos. Pues desengañaos, que desde que profesé tristeza…” Nadie esperó jamás de Camões palabritas de ésas, sino palabras gravísimas, y la mención al lector falsamente esperanzado es otra ironía tan bien plantada que aún quieren identificar al destinatario. Ahorcadas de buenos propósitos quiere decir trenzadas en una horca, como los ajos y las cebollas, y también guindadas por el cuello. Ahora, en lo de profesar tristeza, ahí le dio la risa.

Aunque no supiéramos otra cosa de Camões, y Os Lusiadas se hubiera perdido en el verde mar de Mozambique o en la desembocadura del Mekong, sólo leer Escrita de Ceuta y saber que se ha tomado por carta real, escrita por un poeta muy triste a un señor concreto, nos probaría que se trata de la obra extraordinaria de un gran poeta.

 

 

 

 

 

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28 de octubre de 2010
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Sexo explícito

 

 

El dramaturgo Marivaux decía que el estilo tiene sexo y que él era capaz de reconocer a una mujer sólo con leer una frase. Y un hombre tan agudo nunca notó que Las memorias del conde de Commninges, El sitio de Calais y Las desgracias del amor, tres novelas de grandísimo éxito atribuidas a los señores Argental y Pont de Veyle, ambos mediocres actores y fatuos hasta el ridículo, eran obra de su tía, la marquesa de Tencin, cuyos juicios y forma de escribir el señor Marivaux se preciaba de conocer “a la perfección”. Nadie sospechó la verdadera autoría de esos libros; ni el experto conocedor del sexo de las frases, ni el resto de los literatos que fueron víctimas de la acerada crítica de la marquesa. Si hubieran sabido quién las escribió, se habrían apresurado a encontrar las novelas pésimas y típicas de dama pedante.

La marquesa de Tencin era implacable y llegó a hacer una crítica displicente del suicidio de su amante, el señor de Fresnaye, que se voló la sesera en plena tertulia de su salón. Se limitó a comentar: “¡Este hombre, siempre tan pesado!”

De las piezas teatrales del señor Marivaux, la marquesa de Tencin decía que todas tenían “enredo de punto bobo”, porque las damas y los caballeros siempre se enamoraban de quien debían, según su rango y situación, y, desde la lectura de la relación de personajes, eran previsibles las bodas finales. 

El señor Marivaux se hubiera ofendido terriblemente. Él consideraba que disfrazar de criada a la dama protagonista, avisando con antelación al público y a todos los personajes, salvo al galán, también disfrazado de criado, y hacer que se enamorasen de esa guisa para casarse al final, era el colmo del ingenio y la sutileza analítica, algo inalcanzable para las escritoras.

En aquellos tiempos de los pelucones, también el señor Giacomo Casanova gozó de gran reputación como conocedor de las mujeres. Toda la Europa culta y galante aguardó su veredicto cuando se supo que había cenado con el caballero d’Eon, en casa del conde de Guerchy, embajador de Francia en Londres.

El caballero d’Eon era entonces el agente secreto más conocido del mundo. Se aseguraba que era una mujer, aunque también se sostenía lo contrario. Hacía veinte años que en Londres se cruzaban apuestas. El señor Casanova decretó que: “Pese a su aire ministerial y sus modales masculinos, no necesité ni un cuarto de hora para reconocer que era una mujer sin lugar a dudas: su voz no es como la de los castrati, ni sus redondeces pueden ser de un hombre. La ausencia de barba no la tuve en cuenta: puede ser un defecto accidental en un hombre tan bien constituido como cualquiera en cuanto a lo demás”.

Por entonces, el caballero d’Eon confesaba ser una mujer que se había vestido ocasionalmente de hombre. Como buen diplomático, el caballero d’Eon mentía una vez más: era un hombre que fingía ser una mujer que admitía haber hecho de hombre, y se veía obligado a hacer de mujer porque ya no se le permitía volver a ser hombre.

En sus últimos días, con todo su gran talento, el caballero d’Eon cayó en la miseria. No podía volver a Francia, mientras toda Inglaterra se burlaba cruelmente de él. Arrastraba su vejez lamentable en Londres, reducido a sus actuaciones de saltimbanqui espadachín. Siempre había alguien dispuesto a pagar por ver a una anciana batirse con el sable mientras algunos intentan levantarle las faldas. Entonces vivía con una rusa; unos decían que eran hermanas, y otros, madre e hija. 

La marquesa de Pompadour fue decisiva en su vida. Sin su intervención, el caballero d’Eon hubiera sido un personaje gris. De joven, él deseaba, por encima de todas las cosas, adelantarse en el escenario. Lo consiguió, y luego no pudo sustraerse a la atención del público. Eso se convirtió en un terrible castigo que no le abandonó ni en la muerte: se habían cruzado importantes apuestas pagaderas el día en que se pudiera inspeccionar legalmente su cadáver. 

El caballero d'Eon publicó libros, pero los conocedores del sexo de las frases tampoco se ponían de acuerdo sobre si era hombre o mujer. Hizo la guerra como capitán de dragones, estuvo en la cárcel, en el hospital, y en las cortes de Francia, Rusia e Inglaterra, casi cuarenta años como hombre, y otros tantos como mujer. 

En Francia se le prohibió vestir de hombre; en Inglaterra, vestía de mujer por su voluntad. El señor Adair, ministro británico de interiorismo y decoración, hizo que le siguieran mientras se paseaba por el parque, y todos sus espías coincidieron en que, llegado el caso, se acuclillaba como lo haría una mujer. El caballero d’Eon seguía cultivando su vieja pasión de engañar al público y llevaba sus precauciones al último extremo para hacer creer que era una dama. Los informes hechos al respecto contribuían al aumento de las apuestas que las compañías de seguros ya negociaban en Bolsa.

Su padre fue abogado, y su madre, la única heredera de la condesa de Chavanson, dama célebre por sus chifladuras. Por una excéntrica disposición testamentaria de la condesa, la madre del caballero d’Eon heredaría una cuantiosa fortuna si tenía un hijo capaz de recitar de memoria los poemas de Joachim du Bellay. El juez de la proeza debía ser el párroco de Tonnerre. Si el niño  recitador no conseguía superar la prueba, la herencia pasaría a su hermano de sexo opuesto, y si no había tal hermano o hermana, la beneficiaria sería la parroquia.

Cuando era bebé de cristianar, al caballero d'Eon le impusieron los nombres de Charles Geneviève Louis Auguste André Thimothée, masculinos y femeninos a discreción, y luego su madre lo vistió como una niña hasta los siete años. Era un astuto plan para heredarse a sí mismo, en caso de no superar la prueba memoriosa. Charles Geneviève d’Eon recitó los poemas impecablemente, una vez como niño y otra, como niña; el párroco de Tonnerre creyó que eran dos personitas diferentes y firmó ante notario su aprobación. Pero la esperada herencia de la condesa resultó ser un fiasco consistente en deudas tan antiguas como el propio Joachim du Bellay.

La siguiente apuesta importante en la vida del caballero d’Eon consistió en hacerse pasar por una dama, durante toda una velada, ante la marquesa de Pompadour. Lo hizo a la perfección, nadie tuvo la mínima duda, y, cuando aquella simpática dama que se hacía llamar señora de Beaumont descubrió a las señoras presentes que en realidad era el censor real Charles d’Eon, todas rieron a gusto. 

–¿No se reiría la zarina igual que nosotras? ¿Por qué no enviarlo a Rusia? —se preguntaron las traviesas amigas de la Pompadour. 

El propio caballero d’Eon, allá mismo, tal y como estaba vestido y empolvado de señora Beaumont, aseguró con firmeza varonil que para él sería un honor servir a Francia en tan atrevida empresa.

Así comenzó la buena fortuna del caballero d’Eon. La zarina Elisabeta Petrovna había pactado con Inglaterra y se negaba a tener relación con Francia, que entonces arbitraba Europa, gracias al entendimiento entre la emperatriz Maria Teresa de Austria y la marquesa de Pompadour. Fueron ellas dos quienes acordaron, contra el parecer de cancilleres y ministros ineptos, una alianza contra Federico de Prusia y lo forzaron a respetar las fronteras. El rey prusiano concibió tal odio contra la Pompadour que puso su nombre a uno de sus perros.

Aquella misma velada que actuó ante las damas del entorno de la Pompadour, el caballero d’Eon ingresó en el servicio secreto y recibió instrucciones para su primera misión. Llegó a San Petersburgo como “señorita Lia de Beaumont, dama audaz en viaje de estudios”. Y tuvo un éxito asombroso. Consiguió entrevistarse con la zarina y la convenció para que cambiase las alianzas de política exterior. Además fue nombrada lectora privada de Elisabeta Petrovna y, según los maliciosos, se convirtió en la Pompadour de Rusia.

Para asegurarse de que las confidencias de la zarina y la correspondencia oficial con Francia eran fiables, el caballero d’Eon hacía de señorita Lia Beaumont ante la zarina y la corte rusa; y de Charles Beaumont, tío carnal de la misma señorita, en la embajada francesa. 

Además, le hacía saber su doble juego a la zarina, como prueba suprema de complicidad. Pero le aseguraba que su papel de hombre era el impostado, por necesidad de su labor diplomática. Aumentaba las dificultades del engaño hasta extremos increíbles, por puro placer. Tenía gran inteligencia y excelentes dotes de interpretación. Además, estaba ayudado por la naturaleza que le dio un cutis envidiable, baja estatura, voz atiplada y complexión redondeada.

Después de su éxito en Rusia, el rey Luis XV temía que revelase lo mucho que sabía sobre sus manejos en política exterior y, para anularlo, le prohibió vestir de hombre si quería vivir en Francia. El caballero dEon, después de haber hecho de mujer durante media vida, encontraba insoportable tener que serlo por orden gubernamental, y se estableció en Londres, donde daba exhibiciones de espadachín vestido de señora. Un día, la hoja rota del sable de un contrincante le perforó el costado y se vio reducido a pasar dos años en cama, sumido en la miseria, malvendiendo sus cosas de valor, para que la casera que lo cuidaba mantuviera su secreto: ser un hombre travestido, que fingía con gran éxito ser una mujer, que admitía haber hecho de hombre. Era su medio de vida y su condena, mientras una multitud de apostantes de toda Europa aguardaban la autopsia londinense que finalmente lo peritó como un hombre corriente en todos sus extremos.

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25 de octubre de 2010
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Invención del ajedrez moderno

 

 

Lessing empezó a estudiar español en 1750 y lo practicaba con su primo Mylius, a saber qué dirían. Ese mismo año planeó emprender una traducción memorable, y dudaba entre La vida es sueño de Calderón y las Novelas Ejemplares de Cervantes. Tenía entonces veintiún años, llevaba dos matriculado en la facultad de medicina de la universidad de Wittenberg, y fustigaba la mediocridad de la especie humana con poemas inspirados en Juvenal.

Al principio de 1751, acometió sin previo aviso la primera página de las cuatrocientas cincuenta que abarcó su traducción al alemán del Examen de ingenios de Huarte. Disponía de un ejemplar en español de la edición de Amsterdam de 1662, y utilizó como rompehielos la traducción latina Scrutinium ingeniorum de Joachim Caesar. El motivo del súbito interés despertado en Lessing por la obra de Huarte fue el ajedrez. El Examen de ingenios era la primera obra científica que se ocupaba del significado del ajedrez, de las facultades mentales de los jugadores, e incluso de su dieta. Hasta entonces, 1575, sólo se habían publicado reglamentos del juego. Como recordarán los aficionados, Lessing fue un ajedrecista apasionado, y el centro de gravedad de su obra capital, Nathan el sabio, es un tablero de ajedrez. 

En su época de bibliotecario, Lessing se ocupó de la literatura sobre el ajedrez y comprobó que había un máximo de concentración de publicaciones sobre el “nuevo” juego que se situaba en España, a finales del siglo XV y los primeros años del siglo XVI. Aunque no podía acceder a las obras originales, muchas de ellas raras o perdidas, Lessing deducía que la forma de jugar al ajedrez había experimentado entonces un cambio radical.

Hoy sabemos que ese cambio sucedió el 7 de noviembre de 1489, día en que llegó al cerco de Baza la reina Isabel de Castilla. La partida se prolongaba desde el verano; y el largo y ostentoso desplazamiento de la reina desde Jaén  supuso el jaque mate. Cumpliendo el anuncio pregonado a la población sitiada en Baza, se suspendió el bombardeo de la artillería para que todo el público pudiera contemplar la recepción y los festejos desde la muralla, y la reina, a su vez, admirara la ciudad, el dispositivo guerrero, y la multitud de súbditos presentes y futuros. 

Llegó Isabel de Castilla montada en una mula blanca, y la gualdrapa carmesí y oro casi tocaba el suelo, la silla estaba recamada en oro y plata, y las bridas eran de raso bordado con letras áureas. Desde gran distancia se percibía el acercamiento de la reina en la inclinación de los estandartes de los batallones y las aclamaciones de la muchedumbre. Llegó ella primero al real del noroeste, donde estaba la artillería, y venía acompañada de la infanta Isabel y el cardenal Mendoza, los dos bien guarnecidos, forrados y enguantados con terciopelos, púrpuras y brocados. Su esposo el rey Fernando de Aragón salió a recibirla desde el real del sureste al frente de sus nobles. Vestía jubón carmesí, calzas de raso dorado, gran balandrán florido, cimitarra de precio excesivo, y redecilla de seda en los cabellos. Las gualdrapas del séquito regio eran azules con estrellas de oro. El rey y la reina se hicieron tres reverencias, y cuando ella levantó su sombrero y mostró la cara, el rey la besó en la mejilla, y luego hizo el mismo gesto con la infanta Isabel.

A continuación empezaron los festejos, que duraron tres días, y las negociaciones para la rendición de Baza, que dieron lugar a las capitulaciones más generosas. Durante meses, el rey había dirigido las operaciones militares en el cerco, mientras la reina organizaba la intendencia desde la retaguardia en Jaén. Por fin, el festejado desplazamiento de la reina hasta Baza causó la debida impresión en sitiados y sitiadores, y cerró la partida. Entre las piezas cantadas y representadas durante las fiestas por la entrada en Baza, estaba el célebre romance del cerco

Sobre Baza estaba el rey,

lunes, después de yantar

de cuyo artífice todo lo ignoramos, así como del ajedrecista que homenajeó a la reina con la introducción del movimiento que revolucionó  la forma de juego. En el ajedrez antiguo, la pieza que estaba junto al rey se movía con apocamiento oblicuo en desplazamientos de un solo cuadro. Desde la toma de Baza, esa pieza se llamó “reina”, y se convirtió en la más fuerte sobre el tablero, de modo que el juego adquirió trazas nunca vistas.

También nació entonces la literatura sobre el ajedrez. Entre las obras que se ocupaban de la explicación del juego renovado, se tiene noticia del Llibre dels jochs partits dels schacs en nombre de 100, de Vicent, impreso en 1495, en Valencia; y Repetición de amores e arte de axedrez con 150 juegos de partido, de Lucena, que se publicó en 1497, en Salamanca. 

El nuevo modo de jugar con reina poderosa tuvo un éxito arrasador. En el manual de Damiano Questo libro e da imparare giocare a scacchi et de le partite, editado en Roma en 1512, el moderno estilo de juego se describe como alla rabiosa, lo que da idea del cambio que trajo respecto al antiguo.

En los festejos de la coronación del papa Pío IV, a primeros de 1560, se quiso dar relieve a la nueva relación con Felipe II, mediante la celebración de un campeonato mundial de ajedrez donde debía dirimirse la supremacía de los jugadores españoles o los italianos. Ganó un cura de Zafra llamado Ruy López, reputado campeón de España, que batió a los maestros italianos. 

El propio Ruy López publicó al año siguiente en Alcalá el Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez, traducido, copiado y adaptado en multitud de otros libros, en particular en Das Schach- oder König-Spiel de Selenus, libro gordo que hizo gemir la imprenta en Leipzig en 1616, y reputado como primer manual de instrucciones sobre el juego de ajedrez en alemán. El señor Selenus, seudónimo de un duque godo vergonzante, se preguntaba con mucha pertinencia de dónde vendría la función suprema de mariscal otorgada a la reina en el juego descrito por Ruy López, y el motivo de que tan alta función fuera desempeñada por una dama.

Pocos días antes de la segunda bancarrota de la Hacienda real, en el verano de 1575, se organizó otro campeonato mundial en Madrid, con victoria del italiano Leonardo da Cutri, recompensado por Felipe II con mil ducados, una capa de armiño, y una cadena de oro con bello colgante en forma de torre. Ese mismo año había aparecido el Examen de ingenios donde Huarte sostenía que la imaginativa es la facultad que más se descubre en el jugador de ajedrez, y citaba a Juvenal. ¿Qué más hacía falta para interesar a Lessing?

 

 

 

 

 

 

 

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18 de octubre de 2010
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Displicencia

 

Aunque el purgatorio lo inventó Sinibaldo Fieschi en 1245 —con la excusa de que era el papa—, durante los dos primeros siglos se ignoró su potencial económico y social. Sólo funcionó a fuego lento, quemando muy poco a las ánimas, que se aburrían mortalmente por falta de noticias del exterior. Según Dante, que fue el primero en usarlo como escenario, era como el graderío de un estadio, pero sin partido, ni merienda. El purgatorio no interesaba a nadie, quitando a cuatro pesados que exigían que la iglesia definiera el lugar de residencia de las almas de los mártires, en el más allá, mientras aguardaban a que les devolvieran los cuerpos.

Entonces surgió la idea de Alfonso Borja, el hábil financiero valenciano que convirtió al purgatorio en el artefacto que remodeló Europa. Aprovechando que también era el papa Calixto III, escribió en abril de 1456 una bula donde legisló sobre el conducto y forma de pago de las relaciones entre los fieles vivos y las almas del purgatorio. Por doscientos maravedíes se podía sacar a un alma del purgatorio y mandarla al cielo. La tarifa se acomodaba a las posiblidades de los pobres de solemnidad, y también se admitían prestaciones artísticas, como edificar, pintar, esculpir, o ir a la guerra contra la secta mahometana que oprimía Belgrado, Granada, Jerusalén o Constantinopla. A cambio de esas acciones piadosas, el fiel podía redimir sus propios días de purgatorio, o los de algún pariente que tuviera allá metido. Los predicadores de las indulgencias también cobraban su comisión, igual que los agentes de seguros y bolsa. 

El primer éxito de la nueva legislación sobre el más allá se verificó apenas tres meses después de su entrada en vigor: el 14 de julio de 1456, una turbamulta cristiana de campesinos, estudiantes y ermitaños se lanzó temerariamente contra el ejército turco que sitiaba Belgrado, con tal furia que rompieron el cerco y arrasaron el campamento invasor. 

El éxito se campaneó por toda la cristiandad. Europa pasó a ser una gran penitenciaría donde los convictos ganaban su reinserción celestial y redimían millones de días de purgatorio, acometiendo toda suerte de empresas artísticas, civilizadoras, militares y financieras, justamente ésas que definen “lo europeo”. Con aquella gigantesca terapia colectiva puesta en marcha por el papa valenciano, el cristianismo encontró el modo de superar al enemigo mahometano, que motivaba a sus muchachos con un sistema de allendismo binario, mucho más tosco: infierno o paraíso.

Pero no todo el mundo estaba contento con la burbuja indulgente. Hubo expertos financieros que la despreciaron desde sus cátedras. El más señalado fue Pedro Martínez de Osma. Era este señor soriano muy sabio en materias aristotélicas y teológicas, e hizo carrera en Salamanca. Estaba enchufado por Fadrique Enríquez, almirante de Castilla, cobraba por racionero y maestro en Salamanca, por canónigo en Córdoba, y por varios cargos sapienciales, y suyo fue el primer libro teológico impreso en España, un comentario sobre el “Quicumque” —una especie de Credo espeso— editado en Segovia en 1472. Como ya era el más sabio de Salamanca, pensó que era hora de ingresar en el cuadro de mando que administraba el gran poder generado por la compraventa de días purgatoriales, y echó los papeles para ser canónigo de Toledo.

La imponente catedral estaba entonces recién terminada y cobijaba a un cabildo muy poderoso, conectado con las principales familias aristocráticas, poseedor de grandes propiedades con exención tributaria, y opulento a más no poder. La renta de un canónigo toledano no bajaba de 400.000 maravedíes al año, el triple que un canónigo sevillano, que le seguía en la clasificación cobradora. Además, la canonjía de Toledo estaba en el camino de la púrpura cardenalicia y de Roma.

Pero el sabio Osma no contaba con sus enemigos salmantinos y con que su protector don Fadrique se fuera a morir cuando más falta le hacía. Sus despreciados colegas de la universidad no informaron a su favor, y hasta intrigaron en su contra, y se vio sin canonjía  toledana, ni posibilidad de mandato sobre la cristiandad ignorante y desagradecida.

Cuando aún no tenía cincuenta años, Osma comprendió que no saldría de Salamanca, y que aquello había sido todo. Entonces escribió un tratado e impartió unas lecciones magistrales sobre los días del más allá y el fraude financiero que suponía su compraventa por el papa de Roma. Cierto es, decía, que hay un purgatorio, pero el papa no manda en él. Por lo tanto, desaconsejaba la inversión, y recomendaba no preocuparse por los pecados, porque se borraban con la “sola displicentia”. 

Para que no lo destituyeran, se jubiló de la cátedra, pero ese inicio de huida no hizo más que animar a sus adversarios. La denuncia partió del claustro de la universidad de Salamanca, y el arzobispo de Toledo, que antes no le había hecho caso en su petición de canonjía, solicitó y obtuvo facultades del papa para procesarlo como “hijo de iniquidad” en Alcalá de Henares. Osma se puso muy malico, y alegó una grave dolencia para no asistir. Su tratado se declaró herético. Hubo un auto de fe donde se quemó, y se concedieron treinta días al acusado para comparecer en Alcalá y abjurar de su maldad. Osma acudió muerto de miedo y sufrió el desprecio de sus colegas, tuvo que marchar en mitad de una procesión vejatoria con una vela en la mano, subirse al púlpito y abjurar de sus errores. Hay informaciones contradictorias sobre si se quemó o no su cátedra, como pedían algunos. Se le impuso la penitencia de no pisar Salamanca, ni arrimarse a menos de media legua de la ciudad, durante un año. Osma sufrió en efecto el gran poder de la displicencia y, en 1480, antes de cumplir el año de alejamiento, murió de melancolía en el hospicio de Alba de Tormes.

 

 

 

 

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14 de octubre de 2010
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Sangría para el pueblo

 

 

 

En materia de matar reyes y progreso de la ciencia médica, nada como los dos siglos del barroco francés. El primer hito fue el imparable lanzazo en el ojo que el capitán Montgommery, de la guardia escocesa, le dio a Enrique II el 30 de junio de 1559, en un torneo amistoso con motivo de la boda de su hija Isabel con Felipe II de España. El rey era muy aficionado a romper un par de lanzas con los amigotes, a pesar de que los astrólogos de corte le desaconsejaban el ejercicio. Por aquel entonces, el tratamiento de las novedosas heridas de bala consistía en colmar cuidadosamente el orificio con aceite hirviendo, y todos los síntomas invitaban a pensar que el agujero dejado por la lanza allá donde estuvo el ojo y que alcanzaba hasta donde reside la sesera debía ser inundado de óleos ardientes, sin miramiento si se desbordaban por la cara o fluían por la nariz entre humazos de chicharrón.

Fue entonces cuando tuvo lugar uno de los puntos de inflexión de la historia de la ciencia médica. El gran Ambroise Paré apartó la sartén humeante que le tendía su ayudante y decidió inventar la medicina experimental. El mundo, se sabía desde los sabios griegos, era una concatenación de causas similiares aunque extravagantes. En las Hipotiposis de Sexto Empírico, entonces recién traducidas al latín y que Paré citaba con gusto, se leían algunas de ellas: “La cicuta engorda a las codornices, y el acónito, a los jabalíes que, además, comen salamandras, así como los ciervos devoran animales ponzoñosos y las golondrinas, tábanos. Si el hombre come hormigas y piojos, padece malas consecuencias; pero cuando el oso enferma, se cura ingiriendo esos mismos animales. La vibora se duerme al contacto con la rama de una encina; así como el murciélago con la hoja de plátano. El elefante huye al galope de la compañía del carnero; el león, de la del gallo; y la ballena, por su parte, del ruido de moler habas.” Quién lo pensara; sin embargo, cuando la causa de las habas molientes se aproximó al efecto de la ballena galopante, el fenómeno quedó probado. 

Así era como había que conducirse con la herida del rey. Al parecer de Ambroise Paré, la cauterización con hierros rusientes y aceites socarrantes, pese a su óptima reputación, no correspondía como silimia similibus, ni como contraria contraribus. Ya en su volumen Des monstres había escandalizado Paré a los sabios al recordar que “cuando la princesa parió un niño negro, fue acusada de adulterio, pero se libró gracias a Hipócrates, quien explicó el fenómeno por la influencia del retrato de un hombre negro que estaba junto a la cama.” Se trataba, por lo tanto, de reproducir el fenomenal lanzazo en alguna otra cabeza humana provista de ojos y demás particularidades, y después probar hasta dar con el tratamiento acertado que, salvadas las distancias, también serviría en el agujero de su majestad. Había lanzas y esforzados caballeros, y no faltaban condenados, de modo que pronto dispuso Paré de alguna que otra docena de malas cabezas científicamente alanceadas en el ojo. Había tantas que fue preciso hacer venir de Bruselas a Vésale, el mayor anatomista del momento, para atenderlas a todas científicamente. Cierto es que todos los condenados murieron pese los cuidados médicos, y lo mismo sucedió con Enrique II, al cabo de diez días de atroces dolores, pero la medicina experimental quedó bien encaminada.

Cuarenta años después, Enrique III estaba sentado en su silla perforada cuando el dominico Jacques Clément lo engañó con el viejo capote de ir a enseñarle un papel, y le dio una cuchillada tendida en el vientre. “Me has matado”, dijo el rey, y dio inicio a su lenta y dolorosa agonía, que duró hasta el amanecer. Los guardias celosos trincharon concienzudamente al dominico y luego lo tiraron por la ventana. No se le pudo interrogar, aunque en compensación fue descuartizado y quemado.

Cuando Ravaillac apuñaló veinte años más tarde a Enrique IV, los jueces destinaron al autor del “inhumano parricidio” a ser “atenazado en el pecho, brazos, muslos y pantorrillas; y su mano derecha, que sostuvo el cuchillo con que cometió dicho parricidio, será quemada con fuego de azufre, y sobre los sitios atenazados se le verterá plomo fundido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundido, todo junto. Luego, su cuerpo será estirado y descuartizado por cuatro caballos. Sus miembros serán consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y arrojados al viento.”

El aceite hirviente no parece tener en este caso un propósito curativo. Se puede concluir que la medicina había progresado en ese campo. Y más que lo hizo, porque cuando Damiens decidió atentar contra Luis XV, dijo haberse encontrado abocado al regicidio al no haber podido obtener de ningún médico que le practicara una sangría. La investigación corroboró que, en efecto, Damiens estuvo alojado en un tugurio donde solicitó con insistencia una buena sangría calmante, como las que los sabios cirujanos hacían al rey y las personas principales. Despechado por la falta de una sangría, de la que tantas cosas buenas había oído, decidió atentar contra el rey, la víspera de Reyes de 1757, cuando Luis XV marchaba en medio de sus guardias, rodeado de los grandes oficiales de la corona y en presencia de su hijo.

Caía la noche y el rey avanzaba entre antorchas para subir a su coche que debía conducirlo al Trianon. De la multitud habitual de cortesanos y ociosos ávidos de ver al monarca, salió un individuo, le dió un pinchazo desprendido en un costado, entre la cuarta y la quinta costilla, se guardó el arma en el bolsillo y retrocedió tranquilamente. Se habría escapado con la mayor facilidad, confundido con la gente, si hubiera tomado la precaución de quitarse el sombrero ante el rey, como todo el mundo. Pero, como se mantuvo cubierto, antes y después de su acción, fue fácilmente identificado.

El rey conservó la sangre fría, pero no pudo hacer lo mismo con la caliente. El hábil cirujano Hevin, el mismo que se olvidó la jeringa de plomo en el pecho del señor Montagu y lo mató sin merma de su reputación, se apresuró a practicar una sangría al rey herido hasta conseguir que perdiera el conocimiento.

Cuando Luis XV abrió los ojos, el espanto se apoderó de él. Los cirujanos Senac y La Martinière sondeaban la herida, examinaban el cuchillo, y discutían la calidad de los venenos y los simples. Convinieron en que el corte era superficial y, en el caso de que el agredido fuera un particular, podría levantarse ya mismo y asistir al baile. 

Pero se trataba del rey. El cuchillo podía estar envenenado. Se imponía, a modo preventivo, una adecuada puesta en escena: la presencia del notario del reino, los santos óleos, el confesor de Su Majestad y la celebración de un consejo médico.

El regicida inhábil se llamaba Damiens, y era lacayo de profesión. Había servido a jesuitas, jansenistas, magistrados y consejeros parlamentarios. Las habladurías, soflamas, quejas y murmuraciones escuchadas mientras servía la sopa o empolvaba una peluca fermentaron en su pobre cerebro trastornado. El quería una sangría para calmarse, como los grandes personajes. Y no quiso matar al rey, sino recuperarlo para Dios y la nación. Eso dijo, y el examen del arma le dio la razón en ese punto. 

Era una navaja que de un lado tenía una hoja larga y puntiaguda en forma de puñal, y del otro, un cortaplumas de cuatro pulgadas. Era cierto que si hubiera querido dar un golpe seguro y mortal habría empleado el lado del puñal, y no el cortaplumas. También fueron indicios de su demencia su manía con que le hicieran una sangría, el no quitarse el sombrero, y el galimatías entre volteriano y jansenista que escribió en una carta al rey, donde le decía que si se alejaba del pueblo, podrían morir él y sus herederos. 

Para Damiens, el público deseaba, como es habitual, una ejecución aparatosa. París registró una afluencia extraordinaria. Acudieron gentes de provincias y extranjeros como en las grandes fiestas. Los miradores, buhardillas y chapitelas de la Grève se alquilaron a precios de locura. Los tejados bullían de espectadores; hubo cuatro muertos y multitud de lisiados en las caídas y tumultos. 

La tarde del 27 de marzo empezó el suplicio. Primero, le quemaron hasta el hueso la mano derecha, que tenía sujeto el cuchillo. Se tuvo cuidado de repetir el mismo profeso que con Ravaillac, a fin de mostrar que no se trató de un atentado político, sino del acto de un fanático religioso. A continuación, se le atenazó con herramientas al rojo vivo, para luego echar el consabido mejunje derretido en las heridas. Siguió vivo todo ese tiempo con firmeza estoica. Lo ataron luego a cuatro grandes caballos, pero los poderosos animales no consiguieron descuartizarlo tras sesenta intentos agónicos. Hubo que recurrir al hacha para despedazar su cuerpo palpitante, que por fin sangraba. Luego se quemaron sus miembros y las cenizas fueron esparcidas al viento. Su padre fue condenado a la Bastilla y luego al destierro perpetuo. Su mujer y parientes tuvieron que cambiar de nombre para que no quedara rastro de él. Que hubiera tocado y hecho sangrar al rey por un motivo político impresionó a todos de tal manera que, casi un siglo más tarde, Michelet y los tremendos historiadores decimonónicos encontraron profética toda la actitud de Damiens, sobre todo su petición de  que la sangría no fuera privilegio de los grandes y se le practicara con profusión al amado pueblo.

 

 

 

 

 

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11 de octubre de 2010
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Filología cargada de futuro

 

En esta nación de filólogos armados destinada a maravillar al mundo, todavía no ha comparecido un alto mando que explique por qué habríamos de decir “Nafarroa” en lugar de Navarra, y por qué usar semejante término sería progresista, o incluso vasco. Aunque esté fuera de discusión que donde cocea la eficacia incontestable de la aleación de ignorancia y brutalidad sobran las explicaciones, podríamos, para variar, hacer como si fuéramos razonables.

La moda de decir “Nafarroa” no sólo es advenediza y carente de fundamento histórico y lingüístico, sino que también es contraria a la fonética histórica vasca, que no tiene /f/ en su alfabeto. El origen del término es francés y su primer empleo figura en las crónicas de Froissart, donde sale “navarrois” (o sea, nafarroá) que es el progenitor de todos los nafarroás que corretean por la actualidad. Su primer registro en vasco es de 1571, cuando aparece en la dedicatoria de una traducción calvinista del Nuevo Testamento que no fue conocida ni siquiera por los especialistas —aunque sí por Montaigne, que le veía “más peligro que utilidad” — hasta 1900, cuando se editó por Linschmann y Schuchardt en Estrasburgo. Hay otro antecedente de 1643, en un manual piadoso editado en Burdeos y que tampoco fue de público acceso hasta la edición franciscana de 1964. De modo que “Nafarroa” no ha sido conocido hasta anteayer por el politburó de clérigos lingüistas que lo ha designado para derrocar al término original, declarado antivasco y objeto de lapidación revolucionaria.

Mientras tanto, sin salir del archivo de Pamplona, en todos los documentos medievales y posteriores, de mil años a esta parte no se lee más que “Navarra”, “Nauarra” y “Nabarra”. El significado genérico es “abigarrado” y en toponimia debe entenderse como “dehesa” (cfr. Ariznabarreta: dehesa de robles; Zuaznavar: bosque adehesado). Era el nombre de una comarca en la cuenca del río Ega, aguas arriba de Estella, que se unió al reino de Pamplona.

Puede que los forasteros caritativos, e incluso algunos paisanos benevolentes, se pregunten: estos vascos tan ofendidos porque le vayan a tocar el burka a su vasquidad, si ya tenían nombre, y encima era vasco, ¿a qué flagelan al personal vindicando uno francés que estaba mandado recoger? ¿Es ignorancia o hay alguna otra patología asociada? Ah la ingenuidad, avive el seso y medite: sin la preceptiva flagelación revolucionaria autodespreciativa, ¿donde actuaría la impactante ciencia de la filología armada? ¿Qué sería del terrorismo de lenguaje? ¿De dónde se obtendrían la ignorancia y borreguez imprescindibles para la construcción del artefacto?

No es una singularidad, porque en todas las lenguas hay palabras que han pasado al uso por ocurrente decreto de la superioridad, por miedo, por racismo, o por ignorancia consensuada. En ese sentido, tanto da que digan Nafarroa como Capadocia Citerior. A lo sumo, sería otro complejo para su admirable colección que ya tiene pasmada a la comunidad científica internacional. Ahora, lo particular del caso radica en que no es precisamente de libro, sino que se está usando ahora mismo para intimidar y acomplejar. De modo que permite un estudio en vivo sobre los mecanismos lingüísticos del miedo. Ahí están los pregoneros de la actualidad, periodistas, políticos, poetas, historiadores y derivados que corean “en Nafarroa”, “a nivel de Nafarroa” o flores parecidas para hacerse perdonar, y mostrarse cómplices y comprensivos con la tétrica cuadrilla. Forman la avanzadilla del miedo, son justo aquellos de quienes Chamfort aseguraba: “Las personas débiles son las tropas ligeras del ejército de los malvados. Causan más daño que el propio ejército, porque infectan y estragan.”

 


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7 de octubre de 2010
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