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El futuro es un presente enfermo

Por 11 de noviembre de 2010 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

 

Desde que hay autoridad razonada, se vio que establecer un pasado como referente y definir la perspectiva temporal vinculante era aún más importante que la defensa de las fronteras del reino y la obediencia de los súbditos. No había condición más básica. Los sofistas y oradores ambulantes griegos fueron los inventores del método que aseguraba ese monopolio; ellos fueron los primeros en utilizar la demostración deductiva, el procedimiento decisivo para que, según la preceptiva que rige desde entonces, su discurso se pudiera considerar científico. 

El acta de nacimiento de la ciencia moderna son una cincuentena de versos de Parménides donde prueba de manera deductiva que el ser es único, quieto, y de forma semejante a la masa de una esfera bien torneada. Su adversario Heráclito, quien aseguraba que el ser caduca y se desparrama, no aportaba ninguna prueba deductiva. Los de la peña de Parménides siguieron alumbrando ciencia, y un preclaro miembro, Zenón el dialéctico, a los pocos años de la invención de la demostración deductiva, probó que nada puede suceder, y provocó que durante veinticinco siglos se haya estado intentando refutarlo, habiendo participado en la empresa lumbreras como Aristóteles, Hobbes, Kant, Hegel, Stuart Mill, Bergson o Russell. Por si fuera poco, al calor de la reiterada lid, se han ideado maravillas como la lógica matemática o el cálculo infinitesimal. 

Pero la irresistible ascensión de la demostración deductiva ocurrió casi un milenio después de Parménides. El edicto de Milán significaba la llegada al poder del cristianismo, una secta que reparó antes que nadie en la importancia del arma de la demostración deductiva y que hizo su más efectiva utilización. En ese momento, la Iglesia necesitaba formar su corpus doctrinal y jurídico que, por primera vez, no tenía que estar orientado a corromper desde la clandestinidad, sino a dominar desde la cúspide de la vida pública. Esa fue la labor de la patrística y se llevó a cabo, de manera ejemplar, por los Padres de la Iglesia, todos ellos estudiosos y conocedores de la filosofía griega. Con implacable lógica helena, se fija el dogma fundamental: el devenir del tiempo mundano. Y, a continuación, la organización de la estructura jerárquica y la santa legitimación de la persecución del impío y el hereje.  

Más tarde, con la invención de la escolástica, se dio un paso más y la deducción fue declarada monopolio de la autoridad. Se necesitaba para la importante ciencia jurídica. Ésa es el acta de nacimiento del Estado moderno. Desde entonces se sabe que un cronista oficial, un legislador o un juez, cuando ejercen su función, ostentan la representación de la Demostración Deductiva. 

La prestación principal de la escolástica es la reunión de toda la realidad, presente, pasada y futura, en compendios, llamados summae en la jerga, y construidos matemática y arquitectónicamente. Todo lo que queda en el exterior es irreal. El juez, y sólo él, demuestra y establece lo que sucedió; el legislador, y sólo él, declara lo que deberá suceder. Todos los miembros de la república han de vivir dentro de la realidad así deducida. Los índices de precios, los números de la opinión pública, el campeonato de liga, la termodinámica, la entropía o el nivel de los pantanos son capítulos y artículos del compendio cívico. 

La primera vez que se reparó en la importancia de establecer la relación exhaustiva de lo habido y por haber con la misión de definir la realidad fue en Mesopotamia. Los grandes mojones, llamados kudurru, plantados en el campo o depositados en un santuario, además de públicos registros de la propiedad, eran informes que contenían relaciones minuciosas, y creaban una realidad que ya no se distinguía esencialmente de la actual irradiada por los medios de comunicación. Las listas y catálogos mesopotámicos, que podríamos llamar enciclopédicos, eran la concreción del saber y el modelo perfecto al que se debía circunscribir la realidad.

Pese a los meritorios asertos de Newton o Einstein, la ley física nunca podrá determinar un suceso pasado ni predecir uno futuro, de manera tan absoluta como la ley jurídica. A la hora de crear realidad, la ciencia física es siempre menos eficiente que su maestra la ciencia jurídica. El primer científico moderno, Galileo, no es más que un escolástico, un epígono de la escolástica más tardía. En el fenómeno que los físicos anteriores denominaban impetus y consideraban en precario como un efecto sin causa numerable, inventó la inercia: una causa numerable mediante la deducción. La inercia no existía antes de ser deducida, y su deducción fue una creación de realidad. Tras los trámites y plazos pertinentes, fue declarada real en el compendio cívico, unos años más tarde. En ese mismo sentido, Newton creó la gravedad. 

En el compendio aristotélico, se demuestra por deducción la realidad de cuatro causas y la de cincuenta y cinco motores inmóviles. Más tarde, en el compendio tomista, se demuestra que lo real es una causa y un motor inmóvil. El siglo pasado, en el compendio einsteiniano, el motor y la causa quedaron contaminados de ficción al inventarse la realidad de que materia y energía solo tienen una diferencia modal. 

El futuro es un presente enfermo. Prevenir ya es enfermar, y prever ya es padecer. Cuando el hombre se hizo civilizado, su presente se hizo neurótico porque levantó un cerco en torno a sí que no estaba hecho de piedras ni madera, sino de la terrible lógica del encadenamiento al pasado y el miedo al futuro. Una lógica muy antigua, pero que hasta entonces no había figurado de un modo tan exclusivo en lo más alto de la escala de valores.

Con el asentamiento de la promesa como forma de agresión que consuma el cierre completo del cerco civilizado, se prima el encadenamiento al pasado, y la obsesión por la genealogía, el parentesco y la propiedad. El hombre civilizado es aquel cuyo presente depende de promesas anheladas y temidas de futuro, seguridad, salud, solvencia, vejez y muerte. 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

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