Vicente Molina Foix
Con un nombre que es en sí mismo una promesa novelesca, C.H.B. Kitchin resulta algo más que un excéntrico de talento. Tuvo una vida (entre 1895 y 1967) llena de incidencias, en la que tal vez la literatura no fue lo crucial. Como a Lord Berners, con quien tiene otras afinidades, la música le ocupó tanto como la prosa, y también parecen importantes su vida social, en los aledaños de Bloomsbury, y su vida sexual, en la ‘coterie’ gay formada con sus amigos Francis King y J.R. Ackerley, escritores más substanciales que él. ‘A toda vela’, su primera novela, traducida aquí recientemente por Periférica, la publicaron (en 1924) Leonard y Virginia Woolf, a pesar de que la autora de ‘Orlando’ se muestra despectiva al describir a Kitchin, diez años después, en una entrada de su diario: "un hombre más bien engreído y susceptible, supongo; tiene una buena opinión de sí mismo y es ligeramente vulgar". La Woolf, que aparte de editarle dos libros le trató bastante, bien podía tener razón, pero a juzgar por ‘A toda vela’, su autor da la impresión de persona de refinada cultura, de una mordacidad inteligente ("Yo he ido a Copenhague nueve veces -añadió la señorita Gweller-. Una menos que a Madame Butterfly") y un temperamento con toda la melancolía y toda la insolencia del ‘fin de siglo’; más que del grupo de Bloomsbury, parece un rezagado del Decadentismo, algo así como un Ronald Firbank con la gracia para dialogar y el oído ‘social’ de Ivy Compton-Burnett.
La novela nos cuenta (y es un decir, pues Kitchin no relata: esboza) la frustrada y a la postre trágica historia de amor que una joven independiente, Lydia Clame, siente por un huidizo caballero, Geoffrey Remington, sin por eso dejar de moverse intensamente en sociedad dentro de un círculo de señoritas de sobrados medios. El mundo de las solteras emancipadas y locuaces es muy sugestivo, hay una sub-trama de referencias culturales, que cubren desde Goethe a Mallarmé, pasando por Saint-Simon, Leopardi y Richard Strauss, pero hacia el final del libro, como si Kitchin quisiera mostrarnos que su tejido de novelista no se detiene sólo en el bordado, hay un capítulo, el XVIII, vigoroso, trepidante y de un patetismo verdadero. Es muy interesante asimismo el uso de una tercera persona narrativa que a veces se explaya en la digresión, en el comentario al margen de la peripecia y en una forma de monólogo interior sin conciencia que enriquece notablemente el trazo de los personajes.