Eduardo Gil Bera
Cuando tenía quince años trabajé en la construcción de la escuela de Santesteban. Fue después del primer curso de griego, yo tenía la manía de escribir cosas en griego. El trabajo era superior a mis fuerzas. Además, con aquellos hombres tan fuertes y acostumbrados, yo me esforzaba mucho por estar a su altura, pero nada. Entonces tuve la idea de que si, por un azar, algo fundamental dependiera de leer una frase en griego, yo tendría una manera indudable de demostrar mi valía. Aquella reflexión me daba moral, aunque la probabilidad de un mundo donde algo fundamental, en griego, me estuviera esperando para que yo lo leyera, equivalía a cero. Así que al griego le tengo gratitud de cepa juvenil. ¡Viva Homero!
Hoy me da duelo Stephen Geoffrey Landesman, que escribió una tesis sobre The anonymus Certamen Homeri et Hesiodi, y murió el pasado mayo, sin saber lo de Homero. Y Anne Jeffery, siempre dedicada a las inscripciones arcaicas griegas, que murió sin saber lo de Homero. También Manuel Fernández-Galiano y Alfred Heubeck murieron sin saberlo. Cielos, ¿cuándo se sabrá lo de Homero?