Lluís Bassets
Estamos en un mundo cambiante, pero hay cosas que nunca cambian. No hay reunión europea sin pelea. No hay acuerdo europeo en la cumbre, como sucedió la pasada semana, sin previo acuerdo entre alemanes y franceses. Tampoco hay acuerdo franco-alemán sin un malestar enorme entre todos los otros socios, sean la ristra inacabable de esa Europa de 27 socios actual o los Seis originales del Tratado de Roma: nadie quiere que un directorio de países sea el que lleve las riendas en vez de la Comisión Europea. Ni siquiera hay unión de los europeos, en lo que la memoria nos alcanza, sin una perpetua crisis que parece más combustible que obstáculo. Y no hay crisis que no termine resolviéndose con un complicado pasteleo que hace más intrincado e intransitable el laberinto de las instituciones y de las leyes.
Este es un funcionamiento fatigante, que desgasta a las opiniones públicas y alimenta los sentimientos antipolíticos, ya de por sí suficientemente excitados por la crisis económica. Recordemos que cada elección europea recorta un poco más la participación, cada reforma de los tratados suscita mayores complicaciones y cada reunión o cumbre abre un poco más la distancia entre gobernantes y gobernados. No es extraño por tanto que a los gobiernos europeos se les erice el cabello ante la eventualidad de una nueva reforma del Tratado de Lisboa cuando no se ha cumplido un año de su entrada en vigor para poder encajar la creación del fondo de rescate financiero del euro.
Lisboa ha ocupado a los europeos casi la entera década, pues no hay que olvidar que a mitad del camino se halla la descarrilada Constitución Europea, de la que este Tratado es la versión aligerada. Su aprobación, llena de obstáculos hasta el último minuto, condujo a pensar que habría al menos 15 o 20 años de tregua reformista. Aunque el diseño de la Unión Europea pudiera quedar corto para las necesidades del nuevo mundo globalizado y escorado hacia Asia, a nadie se le podían ocurrir nuevas reformas que nos complicaran la vida de nuevo a todos los europeos. Íbamos a trabajar a ?tratado constante?, según feliz expresión de Javier Solana.
Hasta que llegó la crisis financiera y se planteó la necesidad de convertir en permanente e institucionalizar el fondo europeo de rescate de 450.000 millones de euros. Alemania adujo inmediatamente la jurisprudencia de su Tribunal Constitucional para exigir una nueva reforma del tratado, cosa que levantó todos los temores del resto de socios, e incluso las peores suspicacias. Vista la experiencia reciente, muchos han querido interpretar cualquier propuesta de nueva reforma como una apuesta por la paralización de la UE. Por el pacto entre París y Berlín, los alemanes renuncian a las sanciones automáticas a quienes superen el 3 por ciento del déficit público establecido por el plan de estabilidad financiera, mientras que los franceses acceden a que se reforme el tratado como exige el Constitucional alemán.
Se ha dicho muchas veces que Europa se ha hecho de crisis en crisis. Pero la actual es muy especial, porque coincide con otra crisis, ésta económica, considerada la mayor desde los años 30, antes del Tratado de Roma. Además de ser, por tanto, la mayor crisis económica de la UE, es también una crisis del euro, que no es tan sólo la moneda única sino el cemento político que une a 16 de los 27 socios. Pero siendo una crisis mucho mayor, nuevamente ha sido el combustible que ha obligado a los 27 a realizar este año los pasos que no habían hecho en la última década para dotar al euro de un gobierno económico y de unos mecanismos e instituciones para la vigilancia presupuestaria y el mantenimiento de la estabilidad monetaria.
En pocas ocasiones como ahora Europa se ha encontrado ante un déficit de liderazgos y de dirección política. Los grandes partidos se hallan todos en dificultades e incluso decrecidos en fuerza parlamentaria, mientras ascienden fuerzas populistas y xenófobas y se fragmenta el espacio político. En casi todos los países avanzan la desafección y la antipolítica, en muchos casos a caballo de poderes mediáticos que saben explotar las más bajas pasiones. En mitad de este panorama desolador, que hermana a Europa con Estados Unidos, los europeos estamos realizando ahora, a pesar de todo, pasos importantes hacia una unión más estrecha en el capítulo de la política económica. Si estos pasos no estuvieran acompañados del éxito y el euro no consiguiera salir del agujero, podemos prepararnos los europeos porque entonces la crisis no actuará como el combustible que nos propulsa sino el líquido en el que nos ahogamos.