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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Continuidad de Julio Cortázar

• El primer cuento que leí de Julio Cortázar fue "Carta a una señorita en París". El libro estaba en la mesa de noche de mi hermana mayor. Leí en el tercer párrrafo "Cuando siento que voy a vomitar un conejito, me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta", y me hice de ese mundo para siempre. No le busqué implicaciones simbólicas al cuento ni me pregunté nada sobre el neofantástico. Vomitar conejos era simplemente algo que ocurría allí.

 

• Cortázar era un escritor favorito de los hermanos mayores de mis amigos. Sus libros estaban tirados sobre sillones y escritorios en las casas que yo visitaba. En la de Diego encontré el mayor tesoro: La vuelta al día en ochenta mundos y Último round. En sus páginas había fragmentos de textos, dibujos, recortes de prensa, collages. No entendía algunos textos "patafísicos", pero sí la libertad lúdica con que se movía el autor (a ratos incluso me olvidaba de que había un autor en ese "objeto encontrado").

 

• Leí Rayuela en mis años universitarios en Buenos Aires y no entendí la devoción a esa novela. No era Cortázar el que había cambiado, era yo. Para compensar, conseguí Las armas secretas y la leí de golpe, maravillado. No había una frase fuera de ritmo en ese libro, no había ningún cuento que no fuera perfecto. Durante mucho tiempo me pregunté de qué zambullida del inconsciente había salido una imagen como "Pero los hilos de la Virgen también se llaman las babas del diablo", y convertí en mantra una frase que parafraseaba a mi manera: "Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es escribir".

 

• Cortázar ha sido para mí un gran generador de ficciones: tengo un par de cuentos breves llamados "Casa tomada" y "Continuidad de los parques", a la vez homenajes y reescrituras. Escribí otros cuentos bajo el influjo de "Instrucciones para John Howell" y "La noche boca arriba". No es para menos: durante mucho tiempo mi idea de lo que debe ser un cuento provenía de Cortázar y Borges. Leía buscando los fuegos de artificio sorpresivos del último párrafo. Si faltaba esa vuelta de tuerca sentía que el cuento era fallido (así no pude entender ni a Hemingway ni a Chejov en mis primeras lecturas).

 

• En mis primeros años en Cornell enseñaba un curso canónico de introducción a la literatura latinoamericana. Yo sabía que me nunca me iría mal con algunos cuentos de Cortázar: "Axolotl" "Apocalipsis en Solentiname", "La autopista del Sur", "El otro cielo". Hablábamos de la influencia del surrealismo, del neofantástico (ah, profesor incapaz de escaparse de lo prosaico de explicar las magias de la literatura), de las "continuidades" entre diversos planos de realidad. Mis estudiantes sentían que entendían, y yo también. Quizás por eso es que muchos escritores hoy se han alejado de Cortázar: se ha vuelto demasiado familiar, sus recursos no sorprenden porque ya están instalados cómodamente en nuestro sistema literario.

 

• Anoche releí "Final del juego" y "Torito" y "Circe" y me conmoví por un Cortázar que no visitaba con frecuencia. Uno que no es tan efectista y es capaz de conmover jugando sin cartas marcadas. Pensé que había muchos caminos para rescatarlo de los lugares comunes que hoy convocaba su nombre. Luego recordé mi visita al stand de Alfaguara en la última feria del libro de Buenos Aires, las mesas y las pilas de libros dedicadas solo a Cortázar, y me pregunté si era necesario rescatarlo. Los lectores lo han hecho suyo, y que nos sea tan obvio a veces es porque ha ganado la batalla. Así que ahí quedan, en un estante, mirándome cada que paso a su lado, los dos volúmenes de sus Cuentos Completos. Creo conocerlos, pero, si he aprendido bien las instrucciones, sé que (insertar imagen de un lector que vomita conejitos).   

 

 

 (La Tercera, 24 de agosto 2014) 

 

 

 

 



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24 de agosto de 2014
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Una libreta sobre Federico Falco

            Hace un par de años mi pareja me conminó a leer a Federico Falco. Acababa de aterrizar en Santa Cruz y me contó que durante todo el viaje nocturno había leído su libro de cuentos La hora de los monos y que se largó a llorar con "El pedigrí de los canarios". El cuento era triste, incluso melodramático y algo truculento. Un cuento barroco, lleno de incidentes, de situaciones que funcionaban pese a lo disparatadas que eran. Un cuento que tenía todos los elementos para ser desastroso pero que con el escritor argentino alcanzaba niveles de tragedia. Donde Falco nada, otros se ahogan.

            Conseguí La hora de los monos (2010), luego Elefante (2013), la antología personal publicada por El Cuervo en Bolivia, y hace poco Flores nuevas, la magnífica selección de seis cuentos que acaba de lanzar Montacerdos en Chile. Cuando leí el primer libro me deslumbré tanto como mi pareja, aunque, a diferencia de ella, cometí el error de tratar de entender cómo era que funcionaba un cuento de Falco. Ese verano compartía mi oficina con un académico mexicano que hacía sus investigaciones sobre Nabokov en la biblioteca de Cornell. El académico leía novelas de ciencia ficción raras, una sobre hermanos extraterrestres mellizos y otra sobre un cazador de androides albino. Una tarde en la que él no estaba quise anotar algo sobre "Asiático" -uno de los mejores cuentos de Falco y de toda la literatura contemporánea- y, como no tenía nada a mano, usé una libreta del académico que estaba sobre el escritorio. En las semanas siguientes se me hizo costumbre seguir anotando sobre esos cuentos en la libreta. Un día el académico se volvió a su país y yo me quedé sin la libreta y le escribí un correo pidiéndole disculpas por haberla usado y rogándole que me la enviara. No hubo respuesta. Averigüé su dirección en el norte de México y me largué en su búsqueda.

             Llegué una tarde a la casa en la que vivía el académico y toqué el timbre. Me abrió una señora que olía a ajo; me hizo pasar a un saloncito y me contó que el académico ya no vivía ahí y me recomendó no buscarlo porque estaba involucrado con gente de mala calidad y se perdió en la cocina. Me puse a mirar fotos antiguas en los portarretratos. Al rato ella volvió y, al verme observando una foto de dos mujeres que se abrazaban, me contó que una de ellas era su madre y la otra su abuela. Habían muerto calcinadas junto a su abuelo y el asesino era un primo lejano del abuelo de la señora.

Llegó en caballo al campo donde vivíamos entonces, dijo, y mientras dormíamos trancó la puerta y la roció con alcohol y la hizo arder. El primo gritaba que era su forma de cobrarse una deuda de honor del abuelo. Yo escapé por una ventana, atravesé una quinta a oscuras y pasé la noche agazapada en un maizal. Nunca me enteré cuál era la deuda de honor. Mis abuelos y mi madre fueron enterrados en el cementerio del pueblo de al lado, porque en nuestro pueblo no había cementerio.

            La señora me preguntó si quería quedarme a comer y me disculpé explicándole que debía continuar mi búsqueda. En el hotel en el que me quedaba tuve sueños raros. Soñé que iba a un entierro junto a la señora que olía a ajo. Soñé con extraterrestres mellizos y con un cazador de androides albino. Soñé con Federico Falco escribiendo un cuento sobre un hombre obsesionado con construir el cementerio perfecto. El cuento sería una condensación de su obra hasta ahora, la descripción tan minuciosa de un sueño imaginado que terminaría colándose en la realidad. Una descripción a la que no podía faltarle un detalle, porque el "faltante no podía dejar de notarse" y sería como "una obra maestra, sin su remate triunfal".

Al despertar, descubrí que podía volver a casa porque ya no necesitaba mi libreta.

(La Tercera, 26 de julio 2014)

 

 

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26 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Mis mejores derrotas

            Tenía catorce años y jugaba en las divisiones inferiores del Wilsterman de Cochabamba. Había faltado un par de semanas a los entrenamientos y un sábado tuve el descaro de aparecer a la hora del partido. El entrenador Raúl Pino, un chileno que hizo escuela en Bolivia, me puso de suplente. Ingresé en el segundo tiempo. El partido estaba empatado a tres cuando el árbitro marcó un penal para nosotros en el minuto final. Me hice al desentendido, hasta que llegó la orden fatídica: yo debía patearlo. No había entrenado mucho y estaba falto de forma; hubiera sido de valientes reconocer que el miedo me consumía y que era mejor pedirle al entrenador que se buscara otro. No lo hice, y me acerqué temblando al punto del penal. Creo que cerré los ojos a la hora de patear. La pelota tocó en el punto en el que se unían el travesaño y el poste derecho y se perdió fuera de la cancha. Terminó el partido. Lo peor fue el silencio del profesor Pino. Jamás pensé en tatuarme ese penal, pero sí lo recuerdo hasta ahora con una claridad inaudita, mucho más que aquellos penales que convertí.

En general fui afortunado en mis equipos en Bolivia, porque conocí más la victoria. Las derrotas comenzaron a llegar a cantidades cuando me fui a los Estados Unidos con una beca de fútbol, a jugar por la universidad de Alabama. El equipo de la universidad estaba en la segunda división y no era de los mejores. Tenía dos buenos jugadores ingleses, pero el resto andaba en la medianía. Tampoco ayudaba el entrenador, un ruso que te sacaba de la cancha apenas hacías una gambeta (en las ligas universitarias se permitía que un jugador entrara y saliera cuantas veces quisiera). El segundo del entrenador, un chileno llamado Carlos que un año después se haría cargo del equipo, era de pocas palabras y solía dibujar en una pizarra diagramas que no entendíamos.

En la primera práctica metí un gol de cabeza y el entrenador me puso de titular para el partido inaugural, contra un equipo de Georgia. Hice dos pases-gol ese partido y me sorprendí al ver que mis compañeros me felicitaban como si hubiera metido los goles. Me sorprendí más al descubrir que los tackles de los defensas eran más aplaudidos que cualquier desborde genial de un atacante. Pese a los pases, deambulé por la cancha sin encontrar mi ubicación. No entendía el estilo del fútbol que se jugaba por allá, en el que se corría tanto, y menos que me hubieran dado una beca tan buena por un deporte que no convocaba a multitudes: los estadios deslumbraban, tan nuevos, pero las tribunas solían estar vacías.

Hicimos una gira por la Florida y perdimos tres partidos al hilo por goleada. Uno de los equipos contra los que nos enfrentamos era de escandinavos que nos sacaban una cabeza; otro era de latinos apabullantes. En el entretiempo, entrenador pronunciaba perlas de sabiduría del tipo "nos metieron cuatro; ahora es asunto de meter cinco". Las universidades no tenían reparos en alinear equipos con once extranjeros conseguidos a través de becas; Alabama confiaba más en el talento local, que por entonces era más físico que técnico, y los extranjeros reclutados tampoco éramos una maravilla. Así nos iba: nos entusiasmábamos a la hora de la charla técnica y nos prometíamos que para ese partido todo sería diferente. Al final, en el vestuario, escondíamos las caras, vapuleados.

Mi segundo y tercer año jugando por la universidad fueron incluso peores. Dicen que la derrota templa el alma. Pues no. A mí me la hundía semana a semana. Trataba de encontrarle el lado bueno y me decía que poder estudiar con la beca al menos justificaba tanto fracaso. Entendí que yo había vivido equivocado en Bolivia y que el fútbol era eso: un deporte que jugábamos muchos y que perdíamos casi todos. 

 

 

 

 

 



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12 de julio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Valter Hugo Mãe: buenas noticias de Portugal

El nombre de Valter Hugo Mãe se me cruzó por primera vez hace un par de meses, cuando leí en el diario El País un artículo que presentaba a la nueva generación de escritores portugueses. El más conocido de ellos es Gonzalo Tavares, de quien he leído cosas maravillosas (Agua, perro, caballo, cabeza) y otras no tanto (Aprender a rezar en la era de la técnica). Conocía a José Luis Peixoto, pero no a Valter Hugo Mãe, Afonso Cruz, Dulce María Cardoso o João Tordo. La casualidad quiso que me encontrara en Brasil junto en el momento en que se acababa de publicar A desumanização (Cosacnaify, 2014), la nueva novela de Mãe. Me dediqué a ella durante un par de días. Eso de "generación" puede ser un invento que solo sirve para los medios y las editoriales, pero Mãe no lo es. A juzgar por esta novela estremecedora, de ahora en adelante oiremos hablar mucho de este autor.

A desumanização está narrada por Halla, una niña islandesa que sufre el trauma de la muerte de Sigridur, su hermana gemela ("Niñas espejo. Todo a mi alrededor se dividió por la mitad con su muerte"). En su mundo solitario y alejado de la ciudad, rodeada de montañas, fiordos y volcanes, Halla encuentra, a partir de las mentiras benévolas de sus padres, la forma de ir construyendo una mitología poética que da sentido a su mundo: "Vinieron a decirme que la plantaban. Había de nacer otra vez, igual a una semilla tirada en aquel pedazo muy guardado de tierra. La muerte de las niñas es así, dijo mi madre... Y yo creí ingenuamente que, de verdad, la plantaron para que germinase de nuevo. Podría ser que brotara de allí un árbol raro para nuestro rincón abandonado en los fiordos. Podría ser que diese flor. Que diese fruto".

En el lenguaje de Mãe se encuentran resonancias del Faulkner de Mientras agonizo; en esa novela, en una de sus escenas más emblemáticas, a Vardaman le cuesta entender que su madre está muerta, y al ver el ataúd flotando en el río se le ocurre que ella un pez. En A desumanização, Halla piensa que Sigridur es, puede ser un árbol. Por cierto, Halla "sabe" que está muerta, pero no termina de asumirlo. Ver a Sigridur como una "niña plantada" es tener esperanzas de que ella regrese. No solo eso; Mãe también saca partido al tema literario del doble. La gemela muerta obliga a Halla a vivir con "dos almas" o con "un fantasma adentro"; es su forma de hacer que la hermana viva.      

La novela trata de otras cosas: de Heinar, el tonto del pueblo, que está enamorado de Halla y trata de seducirla; de la madre loca de Halla; del padre, impotente ante la muerte de su hija ("No escapaba de sí mismo. Andaba singular, y singular se abatía"). Todos ellos van configurando un mundo que puede leerse a la vez como descarnadamente realista y como un relato gótico de fantasmas. Una historia del presente, y también un cuento milenario, una fábula atravesada por los mitos islandeses. Una novela que también es poesía pura. Es cierto que se puede argumentar que, para su edad, el lenguaje de Halla es preciosista, muy literario. Perto también es cierto que a algunos autores, a algunos libros, estás dispuesto a perdonarles muchas cosas porque te rindes a su belleza, a su sabiduría: "Tal vez la muerte sea una manera de simplificar el alma", dice Halla, dice Valter Hugo Mãe en A desumanização, y yo le creo. 

 

(La Tercera, 26 de junio 2014)



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28 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un mar propio para Santa Cruz

Hace un par de años llegué a Santa Cruz y a la salida del aeropuerto me llamó la atención un cartelón enorme en el que se veía una pareja feliz con el fondo de un mar turquesa, acompañada de una frase contundente: "Tu propio mar". No entendí muy bien de qué iba la cosa, pero luego, ya en la ciudad, después de ver más carteles publicitarios -una foto de tres niños ilusionados y un pedido a los padres: "comprales un pedazo de mar"-- y hablar con amigos, el panorama se fue aclarando. Todo tenía que ver con la explosión de urbanizaciones de lujo para la clase media-alta y alta en el Urubó -en el municipio de Porongo, al lado de la ciudad de Santa Cruz y ahora prácticamente una extensión de ella--, y con una competencia feroz por parte de los inversionistas inmobiliarios para cubrir o inventarse, de la manera más obvia posible, ciertas aspiraciones de clase, una de las cuales parece ser dejar atrás la ausencia de playas y mar, la molestosa mediterraneidad del país.

Algunos de los condominios de la zona del Urubó tienen nombres asociados al mar: Puerto Esmeralda, Playa Turquesa, Mar Adentro... Por los nombres, se podría pensar que se trata de asociarse al mar de la manera más abstracta y descontextualizada posible. Son muchos los colegios e institutos que en Bolivia tienen nombres como Antofagasta o Mejillones; allí la asociación al mar ha sido dolorosa y ha estado siempre conectada con la pérdida, con la guerra del Pacífico. Mejor, entonces, alejarse de esos recuerdos amargos y buscar lugares más amables: en Playa Turquesa se ofrece a los compradores de casas y departamentos la posibilidad de estar en "una playa del Caribe" sin necesidad de irse de la ciudad.   

Pero no solo se trata del nombre: se calcula que en en el Urubó hay unos diez proyectos de urbanizaciones que ofrecen, junto a áreas verdes y reservas ecológicas, lagunas artificiales donde se podrá nadar, tomar clases de buceo, navegar en kayak o hacer windsurf; también habrá muelles y malecones. Estas lagunas artificiales, de agua cristalina y con arena de playa blanca importada de los Estados Unidos, están siendo construidas por la compañía chilena Crystal Lagoons, que patentó la tecnología. En la década pasada estas lagunas se desarrollaron sobre todo en los países del Medio Oriente, pero ahora se han popularizado tanto que Crystal Lagoons tiene más de doscientos proyectos en todo el mundo. Felipe Pascual, director comercial de la compañía para el Latinoamérica, dijo sin ironía alguna, en una entrevista con un medio chileno, refiriéndose a Bolivia: "llevar este paraíso tropical, sus aguas cristalinas y vida de playa a los habitantes de una nación mediterránea es un orgullo para Crystal Lagoons".

Hace unos días me detuve en las oficinas de venta de Puerto Esmeralda, en el barrio Equipetrol. Había un par de kayaks a la entrada. Me atendió un señor amable, que me llenó de publicidad y cifras: la laguna artificial que proyectaban sería una de las más grandes del mundo. Habría 70.000 metros cuadrados de agua cristalina, 20.000 metros cuadrados de playa, 7.000 metros cuadrados de área para buceo y acuario. Mencioné los riesgos ecológicos de una laguna artificial, pero él respondió que la tecnología utilizada era totalmente eco-amigable. Me mostró la maqueta de la urbanización y me contó que trescientos de los mil doscientos terrenos disponibles ya habían sido vendidos; debía apurarme. Me regaló unas hojas en las que se repetía una frase -"La playa está de moda"- y en las que las fotos presentaban un lugar paradisíaco: arena blanquísima, mar turquesa, verde y azul por todas partes. Era, como dice el folleto de uno de esos condominios, "una perfecta réplica de mar". ¿Para qué demandas marítimas y tortuosas negociaciones diplomáticas que no conducen a nada cuando con cierto poder adquisitivo en la Bolivia de hoy se puede llegar al "mar" de un modo más directo?

 

(Qué Pasa, 18 de junio 2014)

 

 

 

 



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23 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La larga conversación de Eduardo Coutinho

El pasado 2 de febrero, el cineasta brasileño Eduardo Coutinho (1933-2014) fue asesinado por su hijo Daniel. Daniel, que padecía de esquizofrenia, acuchilló a los padres (la madre recibió cinco cuchilladas y sobrevivió); al ver que su padre había muerto, fue a entregarse donde un vecino, a quien le dijo que había "liberado" a Eduardo. La noticia causó conmoción en el Brasil, pero pasó relativamente desapercibida en el resto del continente: los medios reportaban la muerte por sobredosis del actor Philip Seymour Hoffmann.

Llama la atención que alguien como Eduardo Coutinho, uno de los más importantes documentalistas latinoamericanos del siglo XX, no sea más conocido entre nosotros; es una de nuestras asignaturas pendientes con la cultura brasileña. A lo largo de cincuenta años, desde las primeras tomas que hizo casi por accidente a principios de los sesenta, Coutinho se especializó en captar la agitación del pueblo brasileño, en escuchar a gente de extracción popular y de clase media contando sus dramas; sus documentales se basaban sobre todo en el recurso de la entrevista. En plano medio o en close-up, Coutinho enfocaba a su entrevistado y se largaba a rodar; es sintomático de su estilo que uno de sus documentales más aplaudidos, Edificio Master (2002), en el que cuenta la vida de los habitantes de un edificio en Copacabana, no hay una sola imagen de exteriores: no se ven las bulliciosas calles ni la belleza natural que rodea a ese privilegiado lugar de Río. Todos sus documentales juntos pueden verse como una larga conversación de Coutinho con el pueblo del Brasil.

Coutinho hizo muy buenos documentales, pero es Cabra marcado para morrer (1985) la que le asegura la permanencia en la historia del cine. Simplemente, Cabra es el documental de un genio. Hacia 1962, Coutinho llegó a una región rural en el estado de Paraiba y se enteró de la muerte de un líder campesino a manos de la policía militar, en connivencia con latifundistas. Conmovido por la denuncia de la esposa del campesino, Elizabeth Teixeira, Coutinho pensó que sería una buena idea filmar su testimonio y recrear lo ocurrido utilizando a los mismos campesinos como actores del drama; hacía docu-ficción antes de que este subgénero echara a andar. En 1964, sin embargo, ocurrió el golpe militar, y Coutinho debió interrumpir su filme. Pensó que podría volver a filmar en un par de años, pero se equivocaba: al final, debió esperar hasta el final del período militar, en 1982, para retomarlo.

Coutinho contactó a Elizabeth, que había estado viviendo en la clandestinidad, y a los actores campesinos de las primeras tomas. Los reunió y les mostró lo que había filmado dieciocho años antes: pocas tomas más a la vez posmo y auténticas que las de los campesinos viéndose a sí mismos actuar cuando eran jóvenes. Cabra intercala escenas en blanco y negro de principios de los 60 con nuevas entrevistas a color de los años 80, y cuenta la forma en que los hijos de Elizabeth fueron entregados a parientes y amigos y perdieron contacto con su madre, y los intentos de recuperar ese contacto. El documental es un brillante testimonio del paso del tiempo en la vida de los campesinos, del paso de la historia por el Brasil profundo y luchador que sufre la represión militar y la ausencia de una verdadera reforma agraria. Es también la historia viva del género, desde el realismo social del cinema novo hasta el uso de recursos más vanguardistas en los años ochenta.

 

(La Tercera, 14 de junio 2014)  

    

 

 



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14 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Brasil que yo vi, más allá del orden y progreso

A cien metros del departamento en que me alojaba en la Rua Santa Clara, en Río de Janeiro, había un pasadizo lleno de grafitis y murales. Un día vi un mural nuevo asomar en una de las paredes; contra un fondo rojo, aparecía un rostro y una exclamación: "¿Usted está ciego? No se respetan los derechos de las personas, ¿y va a gritar gol?" Ese mural captaba el tono del momento que vivía Brasil. En el país del fútbol, a poco días del mundial, apenas se respiraba un clima de entusiasmo. Los colores verdeamarillos aparecían, tímidos, en las vitrinas de las tiendas y restaurantes de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana. Marvio, un periodista de O Globo, me dijo que el entusiasmo tardaría en explotar pero llegaría; lo que se estaba intentando era no provocar a los manifestantes opuestos al mundial ("la gente está equivocada: no somos el país del fútbol sino el de la fiesta; y el mundial es una gran excusa para tener varios días feriados y muchas fiestas").

Una noche, en la plaza Tiradentes, en una reunión de organizadores anti-mundial, escuché el resumen de su propuesta: las urgencias del país en materia de educación y salud debían ser más prioritarias que la organización de un evento deportivo. Los manifestantes eran sobre todo de clase media, blancos y de las principales universidades de Rio (querían ser progres y en muchas cosas lo eran, pero, anarquistas y todo, entre ellos discriminaban a las mujeres que tomaban la palabra). Su gran preocupación era establecer lazos con los habitantes de las favelas, pues ellos eran los que más sufrían la pobreza, la discriminación y la falta de infraestructura básica (agua potable, electricidad).  

Había visto cómo funcionaba esa discriminación. Una vez me invitaron a una fiesta en la favela Tabajares, entre Botafogo y Copacabana; costó encontrar un taxi que se animara a subir al morro, y eso que Tabajares es una de las favelas "pacificadas". Otro taxista, camino al aeropuerto, las señalaba mientras pronunciaba un discurso acusador: "vienen los campesinos a la ciudad, y viven en los morros y tienen muchos hijos y como no saben de qué vivir se dedican al crimen". Me dijeron que podía ser hincha de cualquier equipo en Río, menos del Flamengo, pues ése era de "favelados" (esa palabra puede definirse como: "gente ruidosa y vulgar que causa destrozos cuando pierde su equipo").

Un guía que hace tours de favelas -prohibidas por el gobierno de Río-- cuenta que los cariocas saben menos de ellas que algunos turistas; puede que sea cierto, que muchos habitantes se desenvuelvan dándole la espalda a esos cerros que salpican la ciudad y que están al lado de los barrios más lindos, los hoteles cinco estrellas, el hedonismo playero (de hecho, se recomienda no visitar las más grandes, como Alemão o Maré, en las que la policía militar se halla en plena guerra contra el narcotráfico). Pero las favelas no son invisibles, por más que uno se esfuerce en no verlas; están muy imbricadas en el día a día de la ciudad, desde el trabajo hasta el placer.

Los habitantes de las favelas se quejan del constante maltrato policial. Hablan de abusos por parte de los policías militares, mal entrenados y de gatillo fácil. A mí me sorprendió la forma en que los policías desenfundaban sus armas en lugares públicos; vi tres incidentes -uno de violencia doméstica, otro una infracción de tránsito y el último un robo a transeúntes--, en el que policías vestidos de civil aparecieron muy rápidamente para restaurar el orden. Sí, la policía estaba por todas partes, quizás en exceso, para asegurarse de que no habría incidentes que lamentar durante el mundial; pero no tranquilizaba nada la forma en que los policías sacaban el revólver y apuntaban a culpables e inocentes apenas se sucedía algo distinto a lo habitual (por cierto, también vi una manifestación de policías llevando a sus hijas en brazos y con pancartas en las que se quejaban de la violencia contra ellos).

El mito del Brasil es el del "hombre cordial" (una expresión acuñada por el historiador Sérgio Buarque de Holanda). Cordial, sin embargo, no significa solo "amable", como se suele entender, sino movido por sus pasiones, por intuiciones viscerales que van más allá de la razón (algo que Buarque entendía como producto de la mezcla de la cultura portuguesa con la negra y la indígena). Eso puede verse todos los días en el Brasil, a pesar de que en su bandera se lea la frase positivista "orden y progreso". Una noche asistí a una ceremonia de umbanda y vi a esos brasileños tan atildados durante el día, tan en traje de oficinistas, entrar en trance al compás de los tambores, cerrar los ojos, desmayarse. Hubo un momento de la ceremonia en que tanto desorden de los sentidos me perturbó; la matrona de la casa de oración se sentó en una silla en medio del recinto, fue coronada de flores, y regresó la paz. El Brasil turístico está al alcance de la mano, pero para encontrar al Brasil profundo no se necesita escarbar mucho.   

Los brasileños a veces actúan como si no supieran que viven en un imperio, que a pesar de sus problemas son una nación poderosa. Cuando les digo que estoy leyendo a uno de sus escritores, se sorprenden, como si no se sintieran merecedores de tanta atención. Se saben un gran país, pero de ahí a concitar la atención del mundo por el solo hecho de ser Brasil hay un largo trecho. Ahora los medios están pendientes de ellos, al menos por las próximas semanas. Hay quienes quisieran que Brasil solo mostrara su cara amable, pero no será así, por suerte. Veremos un Brasil más complejo del que se suele conocer. Un Brasil cada vez más capaz de mostrar su descontento ante un estado de cosas que podría ser mejor para mucha gente.

 

(El Deber, 8 de junio 2014) 

 

 

 



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13 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Teju Cole vuelve a casa

Teju Cole pertenece a una de las diásporas más enriquecedoras de la literatura contemporánea, la nigeriana (incluye entre otros a Helen Oyeyemi, Taiye Selasi y Chimamanda Ngozi Adichie). Cole se convirtió en un autor central gracias a Ciudad abierta, su segunda novela, que expandía el territorio abierto por W. G. Sebald a la vez que se alejaba de ciertos tópicos de la literatura de la inmigración. Su primera novela, Every day is for the thief (2007), acaba de ser publicada en los Estados Unidos. Ambos libros tienen puntos en común, sobre todo la presencia de un narrador que construye su relato a partir de su inquieto deambular por una ciudad: allá, Nueva York, aquí, Lagos. Hay, sin embargo, una diferencia central: si la Nueva York de Ciudad abierta se abre a múltiples posibilidades para el narrador, la capital nigeriana de Every day parece abierta a todos excepto para el narrador; el retorno a casa es la imposibilidad del retorno a casa. 

Every day is for the thief es la historia de un inmigrante nigeriano que vuelve a Lagos después de vivir quince años en el exterior. Cole no se esfuerza mucho por construir una "novela" en el sentido tradicional del término: el género es más bien un medio para un fin. En su estadía en Lagos, el narrador se encuentra con familiares, viejos amigos y amores pasados, pero no hay esfuerzo por extraer un gran conflicto de esos (des)encuentros. Pese a que hay escenas memorables, la psicología de los personajes no se complejiza lo suficiente. Todo sirve para que el escritor vaya armando una tesis sociológica sobre la Nigeria de hoy. Ahí Cole está en su elemento, y sus observaciones son agudas, mordaces, poéticas, tragicómicas, elegantes (las fotos en blanco y negro que acompañan el relato son también suyas y muestran su gran ojo para la composición).

La estructura de cada capitulo es similar: el narrador observa algo del nuevo Lagos que le llama la atención y extrae conclusiones. Ese nuevo Lagos crece de manera imparable, pero su creatividad parece sobre todo dirigida a buscar nuevas formas de practicar la corrupción. Están los jóvenes que en los cafés internet piden millones de euros por email ("los que cuentan las mejores historias son muy bien recompensados"); los policías que te detienen para pedirte unos dólares; la vendedora de la estación de gasolina que te da menos de lo que te cobra; para los nigerianos, "dar y recibir sobornos... no es visto en términos morales. Es una leve irritación o una oportunidad". Nigeria se desarrolla, pero la suya es más bien una modernidad falsa, que no produce nuevas formas de pensar: "no existe el material filosófico para lidiar con los bienes materiales que los nigerianos consumen. Volamos en aviones pero no los producimos... usamos celulares pero no los hacemos" (la forma en que Cole piensa Nigeria es un buen punto de partida para preguntarnos qué estamos haciendo en el continente con el progreso económico de los últimos años).

El ethos del narrador está cerca de la sinceridad brutal e incorrección política de un Naipaul: puede admirar muchas cosas de Lagos y conmoverse ante los recursos con que los nigerianos afrontan el día a día, pero no esconde su mirada pesimista de snob a esta ciudad carente de buenas librerías e incapaz de apreciar el arte occidental (los museos son patéticos, y tampoco es fácil conseguir un buen profesor de piano o violín). Reconoce que Nigeria es una mina de historias para un escritor como él, pero su nivel de tolerancia es muy bajo como para sobrevivir en un ambiente tan precario (los primeros días disfrutaba de los intempestivos cortes de luz; al final es superado por ellos). Así Lagos se cierra para el escritor expatriado; o quizás fue el escritor el que, al irse, se cerró para Lagos.

 

(La Tercera, 1 de junio 2014)    

 

 

 



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4 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Fogwill nuestro que estás en los cielos

Conocí a Fogwill en Montevideo muy poco antes de su fallecimiento. Estaba pálido y se veía mayor de sus 69 años, pero no perdía el entusiasmo. Una noche hablé con él y me contó que durante un tiempo había estado a cargo de la publicidad de cerveza Paceña y que admiraba a Jaime Saenz. Tosía mucho y mencionó su enfisema, pero eso no le impidió seguir fumando. Al día siguiente dio una conferencia patética, en la que hizo lo que se esperaba de él atacando a todos. Era una parodia, una triste imitación de sí mismo. Poco después me acerqué a que me firmara un libro, pero él solo le prestó atención a mi pareja, Liliana Colanzi; le regaló un ejemplar de los Cuentos completos, y cuando ella le dijo que ya tenía uno en casa, Fogwill respondió: "regálaselo al boliviano" (ese era yo).

Recuerdo todo esto mientras leo Fogwill, una memoria coral (Mansalva), el excelente libro de testimonios preparado por Patricio Zunini, que recupera algo del fuego del "dandy malvado" de la literatura argentina. Zunini ha elegido hacerse invisible y edita y ordena los testimonios (Pauls, Chejfec, Shua, Gandolfo...) para armar un Fogwill posible, construyendo una trayectoria que va desde su aparición en la escena cultural porteña, a fines de los setenta, hasta su muerte el 2010. A juzgar por el libro, Fogwill tenía en verdad, como escribió Daniel Link, "una inteligencia alienígena", y era tan admirado como temido. Su paso de tres décadas por la literatura argentina lo consolidó como un escritor central, triunfante en la guerra diaria que libraba por armar un canon en el que su obra tuviera pleno sentido: fue uno de los primeros en hablar de Levrero, y apostó por escritores jóvenes que hoy son importantes (Sergio Bizzio, Daniel Guebel, Iosi Havilio...). "En la literatura argentina no hay nadie con la generosidad de Quique", dice Daniel Tabarovsky, "porque la suya era una generosidad con poder".

En plena época de la dictadura, Fogwill trabajaba en una agencia de publicidad en Buenos Aires, le daba duro a la cocaína delante de todos, cantaba ópera a voz en cuello y era conocido por sus juicios salvajes sobre otros escritores; Elvio Gandolfo dice que era agresivo pero "tenía algo de bufón, hasta de atleta: no había mala onda profunda". Fogwill aparece en estas páginas como un ser complejo y contradictorio que podía ser de izquierda y derecha a la vez (Daniel Molina dice que "le gustaba el autoritarismo de la izquierda que sirve para desenmascarar a los ricos, y por otro lado le gustaba la represión de la derecha"). Era un francotirador y no se hizo de amigos cuando, al retorno de la democracia, criticó la política cultural de Alfonsín como continuadora del proceso militar; manejaba como pocos el arte de la provocación y podía ser capaz del gesto iconoclasta de quedarse solo con el apellido para convertirse en marca ("una operación de marketing llevada a la literatura", dice Sergio Chejfec).

Fogwill vivía en departamentos sucios y desordenados; a veces tenía merca en los bigotes; su cultura era vasta y alcanzaba lo práctico (sabía de herramientas, lanchas, materiales para la construcción, "era un Google antes de Google"); estuvo en la cárcel durante un tiempo; prestaba manuscritos de sus novelas y los perdía (todavía no aparecen tres o cuatro); como lector, no tenía rivales y podía darse cuenta de cuándo a un poema le faltaba un verso; fue un célebre editor (en Tierra Baldía publicó entre otros a Osvaldo Lamborghini y Perlongher); siempre andaba mal de plata; adoraba a sus hijos; hay quienes creen que su muerte es un chiste y en cualquier momento, a la vuelta de la esquina, se van a encontrar con él. A juzgar por este libro, tienen razón: Fogwill no se ha ido.

 

(La Tercera, 18 de mayo 2014)



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23 de mayo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Río, entre la "pacificación" y la violencia

Vicky, una estudiante cruceña del doctorado que vive en el barrio de Copacabana en Río de Janeiro, estaba en su departamento la noche del pasado 22 de abril cuando escuchó disparos y gritos. Valeria, su compañera de cuarto, la llamó para decirle que había un enfrentamiento entre la policía y pobladores de la favela Pavão-Pavãocinho (la más cercana a donde ellas viven), y que los accesos principales al barrio -el túnel, la avenida Nossa Senhora de Copacabana- estaban cortados. Valeria le sugirió que saliera del departamento y se fuera bordeando la playa a encontrarse con ella en Ipanema. Así lo hizo. Vicky y Valeria se quedaron allá hasta un poco después de la medianoche, cuando la policía abrió los accesos.

El enfrentamiento entre la policía y los pobladores de la favela se debía a la muerte del bailarín Douglas Rafael Pereira la noche anterior, en circunstancias confusas. Hay versiones que indican que la policía habría confundido a Douglas con un narcotraficante y, al dispararle, provocado la caída que le ocasionó la muerte. Para la gente que vive en Pavão-Pavãozinho, la policía militar es la culpable. La favela está "pacificada", un eufemismo que indica que la policía militar ha limpiado de narcotraficantes el lugar y se puede circular sin problemas; a cambio, hay UPPs (Unidades de Pacificación Policial) en la favela. Se trata de una relación tensa y desamorada: la favela no quiere a la policía, y la policía desdeña a la gente de la favela.

A un mes del mundial, la tenue paz alcanzada por Río amenaza con quebrarse. En los primeros tres meses de este año ha habido cerca de 1500 homicidios en la ciudad (el año pasado, en la misma época, hubo 1150), y los policías tienen el gatillo más fácil que nunca: ya han matado a 153 personas este año (96 el año pasado). Muchas de esas personas eran inocentes como Douglas, que en el momento de los disparos se encontraban en el lugar equivocado. Las favelas ya no están dispuestas a tolerar los abusos: este año, en Rocinha, hubo ocho autobuses quemados cuando la policía mató a un inocente; también hubo disturbios en Maré -que no está "pacificada"- después de dos muertes.

Las embajadas de Estados Unidos, Alemania, Inglaterra y Argentina han emitido comunicados para alertar a sus ciudadanos de los riesgos de Río de Janeiro durante la Copa. Preocupado por esas repercusiones, el Gobernador del estado ordenó la semana pasada sacar a toda la policía a las calles, y ha contratado 2000 efectivos más.

Quizás uno de los problemas de la violencia en Río, el de las favelas, se deba a que, como dice el analista Frei Betto en el periódico O Dia, su "pacificación" nunca estuvo acompañada de un proyecto educativo, cultural y de mejoramiento de la infraestructura. Las favelas siguieron siendo pobres, un lugar tentador para los narcotraficantes y para que la violencia rebrote en cualquier momento; también continuaron siendo discriminadas, tanto en el trato policial como en el imaginario de la ciudad (alguien me dijo que yo podía ser fanático de cualquier equipo excepto del Flamengo, porque eso significaría ser un "favelado").

Valeria y Vicky, las amigas cruceñas que viven en Copacabana, dicen que el barrio es tranquilo y que el último año solo ha habido disturbios dos veces. Lo más probable es que Río tenga un mundial tranquilo y triunfe su espíritu acogedor y amable. Lo complicado será acometer cambios estructurales que permitan que la ciudad rompa de una vez por todas con sus ciclos de violencia y la "pacificación" sea verdadera. 

 

(El Deber, 11 de mayo 2014)

 



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11 de mayo de 2014
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