Edmundo Paz Soldán
A cien metros del departamento en que me alojaba en la Rua Santa Clara, en Río de Janeiro, había un pasadizo lleno de grafitis y murales. Un día vi un mural nuevo asomar en una de las paredes; contra un fondo rojo, aparecía un rostro y una exclamación: "¿Usted está ciego? No se respetan los derechos de las personas, ¿y va a gritar gol?" Ese mural captaba el tono del momento que vivía Brasil. En el país del fútbol, a poco días del mundial, apenas se respiraba un clima de entusiasmo. Los colores verdeamarillos aparecían, tímidos, en las vitrinas de las tiendas y restaurantes de la Avenida Nossa Senhora de Copacabana. Marvio, un periodista de O Globo, me dijo que el entusiasmo tardaría en explotar pero llegaría; lo que se estaba intentando era no provocar a los manifestantes opuestos al mundial ("la gente está equivocada: no somos el país del fútbol sino el de la fiesta; y el mundial es una gran excusa para tener varios días feriados y muchas fiestas").
Una noche, en la plaza Tiradentes, en una reunión de organizadores anti-mundial, escuché el resumen de su propuesta: las urgencias del país en materia de educación y salud debían ser más prioritarias que la organización de un evento deportivo. Los manifestantes eran sobre todo de clase media, blancos y de las principales universidades de Rio (querían ser progres y en muchas cosas lo eran, pero, anarquistas y todo, entre ellos discriminaban a las mujeres que tomaban la palabra). Su gran preocupación era establecer lazos con los habitantes de las favelas, pues ellos eran los que más sufrían la pobreza, la discriminación y la falta de infraestructura básica (agua potable, electricidad).
Había visto cómo funcionaba esa discriminación. Una vez me invitaron a una fiesta en la favela Tabajares, entre Botafogo y Copacabana; costó encontrar un taxi que se animara a subir al morro, y eso que Tabajares es una de las favelas "pacificadas". Otro taxista, camino al aeropuerto, las señalaba mientras pronunciaba un discurso acusador: "vienen los campesinos a la ciudad, y viven en los morros y tienen muchos hijos y como no saben de qué vivir se dedican al crimen". Me dijeron que podía ser hincha de cualquier equipo en Río, menos del Flamengo, pues ése era de "favelados" (esa palabra puede definirse como: "gente ruidosa y vulgar que causa destrozos cuando pierde su equipo").
Un guía que hace tours de favelas -prohibidas por el gobierno de Río– cuenta que los cariocas saben menos de ellas que algunos turistas; puede que sea cierto, que muchos habitantes se desenvuelvan dándole la espalda a esos cerros que salpican la ciudad y que están al lado de los barrios más lindos, los hoteles cinco estrellas, el hedonismo playero (de hecho, se recomienda no visitar las más grandes, como Alemão o Maré, en las que la policía militar se halla en plena guerra contra el narcotráfico). Pero las favelas no son invisibles, por más que uno se esfuerce en no verlas; están muy imbricadas en el día a día de la ciudad, desde el trabajo hasta el placer.
Los habitantes de las favelas se quejan del constante maltrato policial. Hablan de abusos por parte de los policías militares, mal entrenados y de gatillo fácil. A mí me sorprendió la forma en que los policías desenfundaban sus armas en lugares públicos; vi tres incidentes -uno de violencia doméstica, otro una infracción de tránsito y el último un robo a transeúntes–, en el que policías vestidos de civil aparecieron muy rápidamente para restaurar el orden. Sí, la policía estaba por todas partes, quizás en exceso, para asegurarse de que no habría incidentes que lamentar durante el mundial; pero no tranquilizaba nada la forma en que los policías sacaban el revólver y apuntaban a culpables e inocentes apenas se sucedía algo distinto a lo habitual (por cierto, también vi una manifestación de policías llevando a sus hijas en brazos y con pancartas en las que se quejaban de la violencia contra ellos).
El mito del Brasil es el del "hombre cordial" (una expresión acuñada por el historiador Sérgio Buarque de Holanda). Cordial, sin embargo, no significa solo "amable", como se suele entender, sino movido por sus pasiones, por intuiciones viscerales que van más allá de la razón (algo que Buarque entendía como producto de la mezcla de la cultura portuguesa con la negra y la indígena). Eso puede verse todos los días en el Brasil, a pesar de que en su bandera se lea la frase positivista "orden y progreso". Una noche asistí a una ceremonia de umbanda y vi a esos brasileños tan atildados durante el día, tan en traje de oficinistas, entrar en trance al compás de los tambores, cerrar los ojos, desmayarse. Hubo un momento de la ceremonia en que tanto desorden de los sentidos me perturbó; la matrona de la casa de oración se sentó en una silla en medio del recinto, fue coronada de flores, y regresó la paz. El Brasil turístico está al alcance de la mano, pero para encontrar al Brasil profundo no se necesita escarbar mucho.
Los brasileños a veces actúan como si no supieran que viven en un imperio, que a pesar de sus problemas son una nación poderosa. Cuando les digo que estoy leyendo a uno de sus escritores, se sorprenden, como si no se sintieran merecedores de tanta atención. Se saben un gran país, pero de ahí a concitar la atención del mundo por el solo hecho de ser Brasil hay un largo trecho. Ahora los medios están pendientes de ellos, al menos por las próximas semanas. Hay quienes quisieran que Brasil solo mostrara su cara amable, pero no será así, por suerte. Veremos un Brasil más complejo del que se suele conocer. Un Brasil cada vez más capaz de mostrar su descontento ante un estado de cosas que podría ser mejor para mucha gente.
(El Deber, 8 de junio 2014)