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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Javier Marías: el peso de la verdad

El narrador de Así empieza lo malo, la nueva novela de Javier Marías (Alfaguara, 2014), es uno de esos observadores -mirones, voyeurs- indiscretos que tanto le gustan al escritor español. Puede tratarse de alguien que trabaja para el servicio secreto inglés y se dedica a estudiar los rostros de las personas (Jacques o Jacobo o Jaime Deza, en Tu rostro mañana) o una mujer muy observadora de los demás (la narradora de Los enamoramientos); lo cierto es que el núcleo disparador del relato suele ser el de alguien que ha visto algo que no debía haber visto y por lo tanto ha aprendido algo que no debía haber aprendido. La prosa se desplegará inquieta a partir de ese saber, con su sintaxis de bifurcaciones particulares, su ritmo encantatorio, sus ritornellos hipnóticos, tratando de indagar en algún negro misterio de de los personajes. En este escritor, de manera paradigmática, la forma es el fondo: los asedios digresivos a una verdad por parte del narrador son la novela.

Juan Vere o Juan de Vere --"nada tiene de original mi figura"- recuerda el tiempo en que, a principios de los ochenta, en su temprana juventud, fue ayudante de Eduardo Muriel, un conocido director de cine, y supo de su relación extraña con su esposa Beatriz, y de la turbia presencia en sus vidas del doctor Van Vechten. Estamos en el período de la Transición, España se encuentra apurada en dejar atrás el largo período del franquismo, los delatores y traidores de antes van maquillando sus biografías y convirtiendo su pasado deleznable en uno de heroica resistencia al régimen. Muriel le pide un favor al narrador, y así este se entera de que hay algo en el pasado de su empleador y su esposa que afecta a las relaciones del presente; son tiempos en los que no hay divorcio, por lo cual Muriel y Beatriz siguen viviendo juntos a pesar de que todo indica que no deberían estarlo. Así empieza lo malo, entonces, se maneja en varios niveles: por un lado, se trata de enterarse de qué cosa grave ha hecho o dicho Beatriz que ha llevado a Muriel a rechazarla; por otro, la historia individual sirve para una reflexión más amplia sobre la necesidad o no que tienen las sociedades de enfrentarse al pasado, un tema de importancia en países que deben lidiar con el trauma de guerras y dictaduras.

El narrador de Así empieza lo malo es menos ambiguo que otros narradores de Marías: yendo a contrapelo del lugar común de que es buena la verdad aunque duela -el lugar común en el que ha insistido la novelística española y latinoamericana de las últimas décadas--, Juan (de) Vere aprende más bien otra cosa: "Guárdatelo, cállatelo. Me ha costado decidir que ya no quiero saber, sin embargo la decisión es firme desde anteanoche. Tampoco lo cuentes por ahí. Aquí se cometieron muchas vilezas durante muchos años, pero se ha convivido con quienes la cometieron, y algunos hicieron favores también. Se ha de convivir con ellos hasta que nos muramos tantos, y entonces todo empezará a nivelarse y nadie se dedicará a rastrearlas..." Ese es el corazón moral de la novela, aquel que muestra al mejor Marías, el que defiende de manera convicente su intuición de que la literatura tiene una forma de conocimiento propia y particular de aprehender la realidad. Enfrentémonos al pasado, sugiere el narrador -de eso va la novela--, pero no sacralicemos la búsqueda de la verdad a toda costa, porque luego quizás no sepamos qué hacer con ella o lo que aprendamos también termine por hundirnos a todos nosotros.   

Se ha insistido en lo cerebrales que suelen ser las novelas de Marías, en la predominancia de la aventura intelectual en que se embarcan sus narradores, y Así empieza lo malo no se aparta de eso; de hecho, las reflexiones aplastan la historia a grandes tramos --se convierten ellas mismas en la historia--, y personajes clave como el doctor Van Vetchen no terminan de despegar. En todo caso, pierde su tiempo quien quiera encontrar en Marías a un escritor realista al uso. Todas las escenas, tanto las memorables -el narrador observando a los esposos en la alta noche, el narrador observando a Beatriz en una escena comprometedora- como las que no, están contadas con algo de artificio teatral. Hay un director de escena que está moviendo los hilos y que de manera conveniente coloca a Juan (de) Vere en situaciones en que este ve cosas necesarias para el desarrollo argumental.

Así empieza lo malo tiene personajes secundarios caracterizados con maestría, como el cómico profesor Rico, y un lenguaje amplio en registros, desde los acostumbrados cultismos de Marías hasta un nuevo talento para las palabras vulgares, a las que se saca provecho y brillo. Tiene también descripciones certeras de sus protagonistas: "Tenía una nariz muy recta, sin asomo de curvatura pese a su tamaño, y en el cabello tupido, peinado a raya con agua como seguramente se lo había peinado desde niño su madre -y él no había visto razón para contravenir aquel remoto dictamen--, le brillaban algunas canas dispersas por el dominante castaño oscuro". No se suele mencionar este aspecto de la prosa de Marías, su capacidad para captar los colores, olores y sabores de ese su mundo tan singular, en el que casi siempre se narra cómo es que "empieza lo malo y lo peor queda atrás" (pero eso nunca es consuelo). A estas alturas, ya se sabe cómo es que empieza lo malo, pero uno quiere que Marías lo vuelva a contar.  

      

(Letras Libres, noviembre 2014)

 

 

   

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26 de noviembre de 2014
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Ursula Le Guin, la maga de Terramar

La escritora que este miércoles 19 de noviembre recibirá un premio de la National Book Foundation de los Estados Unidos a "Los logros de toda una vida" (Lifetime Achievement Award) es conocida por una novela sobre un adolescente enviado a una escuela para magos, en la que aprende a usar sus poderes y distinguir entre la hechicería "buena" y la "mala"; a partir de ahí se inicia un ciclo de novelas en las que el joven mago descubre que el mundo puede ser ancho y ajeno pero que tiene un papel importante que cumplir en él: es el elegido de las fuerzas del bien para luchar contra las tinieblas del Mal.

No se trata de J. K. Rowling y el mago tampoco es Harry Potter. La escritora se llama Ursula Le Guin (1929) y la novela, Un mago de Terramar (1968), es un clásico de la literatura de fantasía. Por esas cosas raras de la vida -quizás porque no ha habido una buena adaptación cinematográfica--, este libro ganador del Nebula y el Hugo, esta saga -que incluye libros como Las tumbas de Atuán (1972) y La costa más lejana (1974)--, no ha circulado tanto como debiera en América Latina. El mundo de Ged (o Gavilán), el mago adolescente, es el de las leyendas medievales y las sagas nórdicas. Ged vive en la isla de Gont, en medio del "tormentoso" Mar del Nordeste en el mundo de Terramar; de esa isla descrita con magistral vividez saldrá, gracias a su talento precoz, rumbo a la Escuela de Hechicería de Roke, donde aprenderá a usar conjuros y "servir a la necesidad... guiado por el conocimiento".

La doctrina taoista de vivir en armonía con las fuerzas primordiales de la creación está presente en la mirada que Le Guin tiene sobre las cosas. La literatura de fantasía tiene mucho de escapista, pero en manos de esta escritora también llega a otro nivel en el que hay una disquisición profunda acerca de qué podemos hacer con el poder que nos ha tocado en suerte. Así, Un mago de Terramar puede leerse como una parábola sobre los usos del poder: un mal empleo de la magia por parte de Ged desata la aparición de la Sombra, un espíritu siniestro contra quien deberá enfrentarse. Pero ese espíritu es parte de Ged: el mal no está en otra parte -como en las novelas de Rowling- sino en nosotros mismos, y hay que vencerlo, "equilibrar el mundo... ahuyentar las tinieblas con su propia luz".

Le Guin es también una gran autora de ciencia ficción. La mano izquierda de la oscuridad (1969) quizás sea más leída en las universidades que conocida por el gran público debido a sus transgresoras políticas de género y sexualidad: en el planeta Invierno, donde transcurre esta novela compleja, todos los habitantes son andróginos (a veces hombres, a veces mujeres, y otras veces ninguna de las dos cosas). Aquí la perspectiva es más bien antropológica: La mano izquierda está narrada a través del filtro de Genry Ai, un ser asombrado al descubrir los usos y costumbres de un mundo diferente al suyo: ¿y qué hacemos sin las políticas de la identidad sexual que tanto nos definen? En sus respuestas, esta novela intuye cosas  a las que mucho más tarde se enfrentarán los grandes teóricos y teóricas de este tema (Judith Butler y compañía). 

El premio que le darán a Le Guin solo lo han recibido veintiséis escritores, entre ellos John Ashbury, Joan Didion y Toni Morrison. Para Harold Augembraun, director ejecutivo de la National Book Foundation, Le Guin ha "mostrado cómo la gran escritura ha destruido la anticuada y nunca realmente válida distinción entre el arte popular y el literario". Palabras muy bonitas, pero lo cierto es que en el establishment literario hay mucha gente empeñada en mirar en menos a géneros populares como la ciencia ficción y la fantasía. De otro modo, no se entiende que se haya tardado en reconocer tanto a Le Guin. 

 

(La Tercera, 16 de noviembre 2014)
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16 de noviembre de 2014
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Un Booker para Richard Flanagan

Están los premios literarios y está el Booker, uno de los pocos que ha mantenido su prestigio gracias a su impresionante lista de ganadores desde su creación en 1969: Naipaul, Gordimer, Murdoch, Rushdie,  Coetzee, Carey, Ishiguro, Byatt, McEwan, Atwood, Banville, Mantel, Barnes... El de este año se lo acaba de llevar Richard Flanagan, considerado como el mejor novelista australiano de su generación; su novela The Narrow Road to the Deep North mantiene el listón alto del Booker. Flanagan no es tan conocido como los demás, pero ahora quizás lo sea; en español se puede conseguir de él El libro de los peces de William Gould (Literatura Random), una verdadera obra maestra.

The Narrow Road es un relato conmovedor de los prisioneros de guerra del Japón que, durante la segunda guerra mundial, fueron obligados a construir La Línea, como se llamaba la ruta del ferrocarril que unía Tailandia con Birmania. En el Ferrocarril de la Muerte trabajaron doscientos cincuenta mil prisioneros, de los cuales murieron más de cien mil a causa de la brutalidad japonesa, las malas condiciones de alimentación e higiene de los campos de concentración, y enfermedades como la disentería y el cólera. El padre de Flanagan fue uno de esos prisioneros, y la novela puede leerse como un homenaje a quienes fueron marcados por ese proyecto desatinado del imperio japonés: "Todo fue para nada, y de eso nada quedó. La gente insistió en buscarle sentido y esperanza, pero los anales del pasado son solo una fangosa historia de caos... De los sueños imperiales y los muertos solo queda la maleza alta".

Flanagan se centra en Dorrigo Evans, un soldado australiano que se convierte, gracias a su trabajo como cirujano, en uno de los líderes entre los prisioneros, alguien que debe negociar con los japoneses la cantidad de trabajadores que debe realizar determinada obra; eso le permite salvar de vez en cuando a algunos de sus compañeros, aunque eso no le impide sentirse culpable: "Jugaba el juego lo mejor que podía, y cada día perdía un poco más, y esa pérdida se contaba en las vidas de otros". Flanagan alterna su novela con un presente donde Evans se ha convertido en un héroe australiano por sus sacrificios durante la guerra; sin embargo, es incapaz de disfrutar de sus hazañas, ya que está marcado por el trauma de la Línea y por un amor imposible por Amy, la esposa de su tío, con quien tuvo una aventura antes de ser tomado prisionero.

Flanagan trata de ser demócratico y se ocupa con detalle tanto de los prisioneros como de los soldados japoneses, a quienes no reduce a una versión unidimensional; hay páginas brillantes sobre Nakamura, uno de los oficiales más brutales, desesperado por evitar que lo declaren un criminal de guerra una vez derrotado el imperio. Pese a eso, las mejores partes son las que muestran la descarnada crueldad japonesa. Flanagan describe con vividez a esos prisioneros que no pueden caminar de tan débiles que están y se quedan tirados entre la maleza, su cuerpo temblando por la malaria, esperando los latigazos de sus captores bajo la lluvia inclemente, resignados a la muerte.

La prosa de Flanagan aspira a la poesía, aunque su lirismo no es tan efectivo al describir las escenas entre Evans y Amy, demasiado sentimentales, como cuando se ocupa de los pequeños actos de humanidad de los prisioneros y del escenario excesivo de la selva, que se lleva a todos por delante. The Narrow Road to the Deep North -la frase viene de un haiku de Basho- es un libro magistral sobre las infamias de la guerra y también sobre lo que viene después, que no es menos infame: el duelo y la melancolía de sabernos vivos después de haber presenciado el horror.

 

(La Tercera, 2 de noviembre 2014)

 

 

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4 de noviembre de 2014
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Veinticinco años sin Simenon

            No leía a Georges Simenon (1903-1989) por los prejuicios que me despertaba saber que había escrito alrededor de cuatrocientas novelas. Pese a los elogios de Faulkner, Céline y John Banville, ¿podía ser bueno alguien que escribía tanto? ¿Era serio un autor capaz de sentarse ante su máquina en una jaula de cristal y escribir un cuento frente al público y contra reloj, como si la literatura pudiera ser también un "reality show"? Tardé mucho en vencer mis resistencias iniciales, pero lo hice hace un par de semanas, acuciado por el entusiasmo popular y la unanimidad crítica con que Francia conmemoró los veinticinco años de su muerte. Hace dos años la editorial Acantilado lo relanzó en español con dos de sus novelas, Pietr, el Letón (1930) y El gato (1966), y decidí comenzar por ahí. Ahora me pregunto por qué tardé tanto.  

            En Pietr, el Letón se inicia la popular serie del comisario Maigret, de la que hay unas ochenta novelas. En las primera páginas aparece el comisario, de pipa y americana, "enorme, con sus hombros impresionantes que proyectaban una gran sombra". Le interesa atrapar al legendario delincuente Pietr el Letón, pero el "caso" es para él un medio para un fin más que un fin en sí mismo: según su teoría de la fisura, todo criminal es dos hombres a la vez; la policía se concentra en uno, el "jugador", el "contrincante", mientras que Maigret busca a otro, que aparece cuando ocurre la fisura, "el momento, dicho de otro modo, en que detrás del jugador aparece el hombre".

El policial en Simenon no sería entonces la gran lucha de inteligencias de Poe ni tampoco la versión noir de Chandler en la que el detective es un cruzado romántico en un mundo corrupto; es la visión del crimen como algo de todos los días, en la que las flaquezas humanas pierden al asesino tanto como podían haber perdido a cualquier hijo de vecino o al mismo Maigret. En Pietr, el Letón hay tiempo para que Maigret, una vez atrapado el criminal, se tome unos ponches de ron con él: entre la policía y el culpable, escribe Simenon, "se crea una especie de intimidad. Sin duda por el hecho de que durante semanas, a veces meses, policía y delincuente sólo se preocupan el uno del otro".

            La novela de Maigret es buena, pero El gato está en otro nivel y es magistral. Simenon llamaba "novelas duras" a las que no eran policiales, y esa definición tiene que ver con la maestría con que escarba en las debilidades de sus personajes, hasta entregarnos un retrato brutal de la condición humana. El gato es la historia de un matrimonio de ancianos que no se soportan; la desconfianza instalada entre los dos hace que, a la muerte del gato de Émile, él piense que la culpable es ella, Marguerite. Así comienza entre los dos una contienda silenciosa, cruel, maquiavélica, que es también un juego: "¿Y no habían acabado por obtener así un secreto placer de ello? Los niños juegan a la guerra. Entre ellos dos, ahora, había una auténtica guerra, aun más apasionante".

El escenario de esta novela es el de un callejón de casas viejas, y allí se encuentra, atendiendo un bar, una genial creación: Nelly, la ex-prostituta compasiva que ofrece sexo gratis a sus clientes fieles. Nelly es una adicta al sexo, y Simenon, que podía escribir cuarenta páginas al día, sabía mucho de adicciones y compulsiones. La guerra de Émile y Marguerite es una compulsión por enmascarar la verdadera batalla, que es contra el tiempo y es absurda y despiadada y termina siempre en derrota. Hay pocos escritores más existencialistas que el Simenon de El gato.  

 

(La Tercera, 18 de octubre 2014)

 

 

 

 

 

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21 de octubre de 2014
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Evo Morales: Administrar la hegemonía

La noche del domingo, en su alocución en la histórica plaza Murillo una vez que se confirmó su victoria en las elecciones presidenciales, Evo Morales dijo ante el aplauso de la multitud que su reelección era un triunfo de las fuerzas anticapitalistas y antiimperialistas. Ha sido, sin duda, una victoria notable, contundente, capaz por fin de destrabar una lógica de enfrentamientos que habían dividido el país en dos en las anteriores elecciones. La cuadratura del círculo suele ser imposible, y por lo pronto la habilidad política y el carisma de Evo han logrado que funcione su doble discurso: la retórica sigue siendo de la tradicional izquierda latinoamericana, pero el modelo es el de un capitalismo de Estado que sabe limar los peores excesos neoliberales.

Para Evo y su partido, el MAS, sin embargo, resulta cada vez más difícil atacar al capitalismo y al imperialismo, cuando organismos como el FMI y medios como el Wall Street Journal no han hecho más que destacar en los últimos días los éxitos económicos del gobierno boliviano. Son los riesgos de un proyecto hegemónico, que a medida que avanza e incorpora a sus enemigos derrotados va desdibujando su núcleo ideológico. El desafío para este nuevo mandato consiste entonces en mantener felices a sus bases con el corazón más a la izquierda -los movimientos sociales y populares que lo han acompañado desde el principio- y a la vez los nuevos adherentes del centro y la derecha. ¿Cómo administrar la hegemonía?

Entre las asignaturas pendientes de Evo está la prometida industrialización del país; la buena o mala salud de la economía boliviana no puede estar sujeta a los precios de los recursos naturales. El problema es que en proyectos ambiciosos como el de una fábrica de litio, Evo ha querido evitar pactos con inversores extranjeros y mantener el control total del Estado en su implementación. Los analistas dicen que es poco práctico que un proyecto como este despegue sin capital humano e inversiones de afuera, por lo que no resulta fácil la decisión de Evo: un pacto con capitales extranjeros puede verse como un paso más hacia la derechización del modelo económico, y quizás en este tema la retórica no baste para convencer a los sectores que tradicionalmente han apoyado a Evo de que su gobierno no es un aliado del capitalismo ortodoxo.      

Evo ha logrado una transformación profunda en las estructuras sociales del país, incorporando a la esfera pública a los representantes de las mayorías excluidas, pero el agujero negro de su agenda de cambio es el tema de los derechos de las mujeres; su falta de urgencia no se explica en un país en que la violencia de género ha ido en aumento. Son los límites de un proyecto patriarcal y caudillista; la izquierda, aquí, nunca ha sido revolucionaria (y la derecha tampoco). Puede que sea difícil -el machismo está enraizado en la conservadora sociedad boliviana--, pero Evo tiene el suficiente capital político para lograr cambios fundamentales en este tema, si se lo propone. El problema es que hasta ahora ha sido más bien un representante del retrógrado status quo.  

La industrialización del país y un programa serio de apoyo a los derechos de las mujeres podrían ser las bases del nuevo período de Evo y el MAS; ayudarían, sin duda, a administrar la hegemonía. Eso sí, en el camino la ideología original del partido de gobierno seguirá desdibujándose.    

      

                       

 (El País, 14 de octubre 2014)

 

 

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17 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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"Una alucinación sin la alucinación": la Duna de Jodorowsky

Vi Duna en un cine desvalido de Buenos Aires a mediados de los ochenta. Del director, David Lynch, me había encantado El hombre elefante (1980), pero lo cierto es que quise ver la película porque allí actuaba Sting, que ese entonces yo adoraba sin filtros. No había leído la novela de Frank Herbert, que cuenta la historia de Paul Atreides, el hombre llamado a ser el Mesías y a liberar a su planeta Atreides (Duna) de la opresión de los Harkonnen, así que cuando terminó la función salí a la calle más confundido de lo normal. Me esforcé por rescatarla, pero la película era tan mala que no se podía. Lo que más quedó en el recuerdo fue el obeso Barón Vladimir Harkonnen flotando con la cara llena de pústulas y la mediocridad de los efectos especiales.

Son muchas las leyendas en torno a la fracasada adaptación de Duna al cine. Una de ellas, la más interesante, tiene que ver con Alejandro Jodorowsky y se cuenta en el magnífico documental Jodorowsky's Dune (2013), de Frank Pavich. La tesis de Pavich es la de muchos otros: la versión delirante y ambiciosa que planeaba Jodorowsky a mediados de los setenta es "la mejor película jamás filmada". En principio, Jodorowsky no parece el hombre adecuado para filmar una opera espacial de dimensiones épicas, sobre todo después de películas tan experimentales como El topo (1970); de manera inteligente, sin embargo, Pavich inicia el documental con una entrevista al realizador chileno, en la que cuenta que con su película quería que el espectador experimentara los efectos del LSD sin necesidad de haber probado la droga -"una alucinación sin la alucinación"--, y entendemos de inmediato qué le atrajo de esa novela que había decidido filmar sin siquiera haberla leído. Para un surrealista tardío como Jodorowsky, la historia de un planeta que produce una droga capaz de producir distorsiones en la realidad y expandir la conciencia podía verse como una historia necesaria.

El documental muestra también, quizás sin querer, otra de las razones de la atracción de Jodorowsky por la novela de Herbert: el nada humilde director podía proyectarse en la historia de un líder como Paul Atreides, destinado a liberar su planeta. Desde el principio, Jodorowsky concibe su versión no como una película más sino como un proyecto mesiánico, destinado a liberar a los espectadores. Así, los creadores de primer nivel que recluta para la causa -Moebius, Giger, Dalí, Orson Welles- son vistos como "guerreros"; Douglas Trumbull, el especialista de efectos especiales de películas como 2001, es rechazado porque el chileno ve en él a un hombre técnico sin las cualidades espirituales del "guerrero". Para el papel de Paul Atreides, Jodorowsky elige, por supuesto, a su hijo, a quien le da dos años de entrenamiento en artes marciales: no era suficiente actuar de líder, había que serlo.

Jodorowsky's Dune se deleita ofreciendo, a partir de los dibujos de Moebius en el extenso libro que Jodorowsky y su productor enviaron a los estudios de Hollywood buscando financiamiento, reconstrucciones admirables de escenas de la película que pudo ser y no fue, con detalles de cada una de las tomas (hay pruebas convincentes de que muchas películas posteriores, desde Terminator hasta Cazadores del arca perdida, se robaron escenas de ese libro). Queda la sensación de que quizás lo mejor es que no fue filmada; Jodorowsky no quería hacer concesiones y la película podía haber alcanzado fácilmente las doce horas. Humano, demasiado humano, el chileno asiste al estreno de la Duna de Lynch y se alegra de que haya salido tan mala. A su favor queda el hecho de que, con los años, también se alegra de que su versión se haya quedado ahí, con ese estatus mítico de lo que pudo ser y no fue.

    

(La Tercera, 4 de octubre 2014)

 



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4 de octubre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Literatura boliviana: Una irreverente solemnidad

La literatura boliviana contemporánea tiene como referentes fundamentales a Jaime Saenz y Jesús Urzagasti. La obra de Saenz (1921-86) no solo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida de "maldito" es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: "La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./[...]/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá".

Saenz anclaba su obra en la exploración del mundo marginal, siguiendo la estela de Arturo Borda (1883-1953), autor de la inclasificable El loco (1966); por esa senda siguió Víctor Hugo Viscarra (1958-2006), el "Bukowski boliviano" -o mejor: Bukowski como el "Viscarra gringo"-- que, en sus memorias Borracho estaba pero me acuerdo (2002), lee la realidad nacional desde los márgenes de los márgenes, aunque, a diferencia de Saenz, no hay en él una búsqueda mística del individuo sino una clara conciencia lumpen.

Otro referente esencial es Jesús Urzagasti (1941-2013), nacido en el Chaco boliviano. Narrador y poeta, Urzagasti es dueño de una cosmovisión poética que explora las continuidades entre la vida y la muerte y presenta un universo en el que incluso las figuras malignas tienen un lugar respetable. Las reglas de juego están en las primeras páginas de una de sus mejores novelas, De la ventana al parque (1992): "Los muertos que no se conocieron en vida, traban amistad en el más allá, pero sus aventuras nos están vedadas"; "los muertos... sólo cantan en las noches de luna y en los días de ininterrumpidas lluvias con una voz que conmueve incluso a los sordos y desorejados". De la ventana al parque no como un inquietante cuento de fantasmas a la manera de Pedro Páramo, sino como una visión celebratoria del más allá. Mejor: una celebración de la vida, siempre y cuando uno sepa asumir su cercanía con la muerte. A través del tiempo y del espacio son más los muertos que los vivos, y esos muertos -chaqueños y andinos, argentinos y bolivianos-- están contándose historias y pueden no haberse cruzado sus caminos en vida, pero para eso ahora nos usan a algunos de nosotros y al narrador: somos intermediarios, cajas de resonancia en torno a la cual confluyen muchos de ellos. Nuestros muertos se sirven de nosotros para dialogar, para conocerse entre ellos. Y los poetas son seres privilegiados (Urzagasti es un ser privilegiado), porque a sus seres más queridos los hacen "saltar por la ventana rumbo al parque... porque ese aire del alba y esa vegetación jamás podrían dañar a los personajes que algún día se sintieron mágicos e inmortales".

***

Los críticos consideran que la novela que da inicio al momento actual de la literatura boliviana es Jonás y la ballena rosada (1987), de Wolfango Montes (1951), un escritor de Santa Cruz afincado en el Brasil y miembro de una generación que tiene entre sus nombres importantes a Adolfo Cárdenas (1950), Ramón Rocha Monroy (1950), Homero Carvalho (1957) y Claudio Ferrufino (1960). La grave solemnidad de la narrativa boliviana, que se resquebraja un poco en la década del setenta, se hace trizas en Jonás y da paso a la irreverencia, al humor sin tapujos; el pudor a la hora de representar la sexualidad es reemplazado por una descarnada y liberadora franqueza. Ganadora del premio Casa de las Américas, la novela tiene como escenario a Santa Cruz, polo dinámico del progreso en la Bolivia contemporánea. Aparecen nuevos temas como la presencia del narcotráfico en la sociedad boliviana y la representación de la problemática de la clase media. Simbólicamente, la novela muestra un desplazamiento importante: ya no es el mundo rural de occidente el que nos revela la esencia de la identidad nacional, como ocurre en buena parte de la narrativa de la primera mitad del siglo XX, sino el mundo urbano, la pujante burguesía del oriente.

Otra novela clave es De cuando en cuando Saturnina (2004), de Alison Spedding (1962), una escritora y antropóloga inglesa nacida en 1962 que, después de publicar novelas en inglés en el género de la fantasía, se mudó a Bolivia en 1989 y comenzó a escribir en español. De cuando en cuando Saturnina (2004), una obra de ciencia ficción con perspectiva feminista e indigenista, escrita con mucho humor y una notable capacidad de exploración lingüística (la autora mezcla libremente el español con el inglés, el aymara, etc.), es considerada por algunos críticos la mejor novela boliviana contemporánea.

 

***

La nueva generación -escritores nacidos en las décadas del setenta y el ochenta- ha iniciado su andadura con obras ambiciosas y prometedoras, y está colocando a Bolivia en un lugar relevante en el panorama de la literatura latinoamericana. Se debe señalar, entre otros, a Giovanna Rivero (1972), Wilmer Urrelo (1975), Christian Vera (1977), Fabiola Morales (1978), Maximiliano Barrientos (1979), Juan Pablo Piñeiro (1979) Rodrigo Hasbún (1981), Liliana Colanzi (1981) y Sebastián Antezana (1982). Casi todos ellos publican en editoriales de prestigio en América Latina y España y han recibido distinciones importantes en su carrera. También están siendo traducidos: Piñeiro y Hasbún al francés, Urrelo al italiano, Barrientos al portugués.

Si hubo un momento en que la literatura boliviana se enfocó en el indígena y otro en el que se olvidó de él, los narradores de las nuevas generaciones han optado por insistir en otro camino: representar una Bolivia en la que distintas tradiciones culturales conviven e impregnan la mirada tanto urbana como la rural. Esa mezcla está presente en la compleja Cuando Sara Chura despierte (2003) de Juan Pablo Piñeiro, que nos presenta a una La Paz chola y ha asimilado como pocos la influencia de Saenz y Urzagasti, y en los cuentos inquietantes de Rivero (Tukzon, 2008) y Colanzi (La ola, 2014). A esa mezcla la acompaña la indagación en las raíces históricas del presente que llevan a cabo Rivero en 98 segundos sin sombra (2014) -una novela chispeante sobre el peso de la cultura del narcotráfico en una ciudad de Santa Cruz en los años 80- y el vargasllosiano Urrelo de Fantasmas asesinos (2006) y Hablar con los perros (2011). Otra forma de narrar el presente se encuentra en la potente El profesor de literatura (2014), de Christian Vera, que dinamita las bases de un sistema educativo alienante a través de un narrador neurótico rebelde a ese sistema a pesar de su aparente pasividad (o quizás por ello mismo).

La literatura, por supuesto, no tiene la obligación de atender al presente. Su desfase con ese presente puede ser una de sus características más reconocibles: a veces llega tarde y en otros momentos se adelante y es visionaria. También suele ser oblicua: ¿para qué narrar lo que ocurre ante nuestros ojos cuando podríamos ocuparnos de las ríos subterráneos, los temblores apenas perceptibles en la superficie? Así, los cuentos tan rigurosos como sutiles de Maximiliano Barrientos (Fotos tuyas cuando empiezas a envejecer, 2011) y Rodrigo Hasbún (Los días más felices, 2011) insisten en la dislocación, la sensación de incertidumbre, la confusión de la clase media boliviana ante un panorama cambiante. De manera indirecta, al bucear en el aprendizaje hacia nuevas sensibilidades, estos escritores están narrando el cambio social y político. Su obra es la intimidad de una crisis que aparece cotidianamente en los periódicos.

 (Revista Eñe, Clarín, 21 de septiembre 2014)

 

 

 



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23 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La fiesta química de Stanislaw Lem

 

Hubo un tiempo en que creí que el polaco Stalinslaw Lem era autor de una sola novela, Solaris. Después descubrí los libros de reseñas de libros inexistentes, un amigo me recomendó los cuentos del piloto Pirx publicados en Alianza, cayó en mis manos la brillante El hospital de la transfiguración, conseguí en España Golem XIV y Máscara... y terminé entendiendo por qué Philip Dick alguna vez creyó que el polaco Lem no era una persona sino un comité inventado por el partido comunista (Dick llegó incluso a escribir de sus sospechas al FBI).

Como Lem es inagotable, esta semana me tocó descubrir El congreso de futurología (1971), novela que sirve de inspiración a la película El congreso (2013), del israelí Ari Folman (autor de la intermitente Vals con Bashir). En la novela, Ijon Tichy, un personaje recurrente de Lem, es invitado a un congreso de futurología en Costa Rica, para hablar sobre las grandes crisis que asolan a la humanidad (el hambre, el crecimiento demográfico, etc). Al rato, gracias a agentes psicotrópicos en el agua que toma a su llegada, Ijon comienza a sentir cambios en su cuerpo que lo llevan a un estado de exagerada alegría y "beatitud": "Todos mis reflejos analíticos estaban sumergidos en un grueso jarabe, envueltos en una mezcolanza de autosatisfacción, goteando con la miel del optimismo más idiota".   

El congreso de futurología es una sátira gruesa: la humanidad ha aprendido a ocultar sus problemas gracias a los avances químicos. El ego ya no existe, uno es lo que quiere ser gracias a diferentes sustancias lisérgicas. Lem profundiza en la sombría pista de Aldous Huxley y explora estos temas al mismo tiempo que el pesadillesco Dick, pero su tono es diferente, más bien farsesco: los avances tecnológicos no nos servirán para crear una vida más "auténtica" sino para entregarnos a una fiesta psicotrópica en la que perderemos la noción de lo que es real -todo puede parecer una alucinación consensual--; pero, ¿que tiene de malo eso si lo único que buscamos es el placer inmediato? Lem, burlón, sugiere que viviremos en una realidad alterada y que nos encantará vivir en ese engaño.

La novela de Lem puede leerse como una crítica al totalitarismo soviético. Fulman la adapta al momento actual y dirige sus dardos a la industria cinematográfica. El congreso, una película visionaria y absolutamente recomendable que en realidad es dos a la vez -la primera parte es con actores, la segunda es animada-- es la historia de Robin Wright, una actriz que se encarna a sí misma y a quien se le ofrece dejar el cine a cambio de que un estudio compre su identidad, la digitalice y luego utilice su avatar para cualquier proyecto que se le antoje. El futuro soñado por Fulman no está alejado de lo que podría ocurrir: ¿para qué preocuparse de los problemas de los actores -su narcisimo, su adicción a las drogas, el hecho de que envejezcan-- si con una versión digital de ellos esos conflictos podrían evitarse?

 

Durante los primeros cincuenta minutos, Fulman no sabe si hacer un drama familiar con la impecable Wright o satirizar los excesos comerciales y el culto a la juventud de la industria cinematográfica. Luego comienza la parte animada y el director israelí logra transmitir de forma deslumbrante el sentido de la maravilla de la mejor ciencia ficción: el ingreso de Wright a la "zona animada", al Congreso Futurista, es dibujado como un mal viaje en ácido, con momentos finales sublimes y una posibilidad de redención en medio de un mundo fantasmágorico, siempre y cuando se entienda por redención esa terrible verdad de Lem: no hay más acceso a la "realidad" sino solo la posibilidad de reinventarla.

 

(La Tercera, 21 de septiembre 2014)

 

 

 



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22 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Germán Marín y la basura de la historia

Cada vez que llego a Santiago pido que me recomienden libros que no podría conseguir en otros países. Así, invariablemente, en cada visita, he ido adquiriendo libros de Germán Marín, un autor sugerido por amigos de diverso perfil y todavía secreto en América Latina. Una década atrás adquirí Carne de perro; luego vinieron Ídola y Basuras de Shanghai; en el último viaje, El Palacio de la Risa. Cada país tiene sus autores secretos y a veces es difícil entender por qué algunas obras circulan mejor que otras (de Bolivia apunto un nombre: Jesús Urzagasti; de México, Inés Arredondo; de Uruguay, Felipe Polleri). En el caso de Marín, creo que ya es tiempo de no quedarnos con el secreto.

            Para mí, la mejor puerta de entrada al mundo de Marín ha sido El palacio de la risa (1995), una novela que me ha sorprendido por los paralelismos que se pueden trazar con el Nocturno de Chile (2000) de Roberto Bolaño. Tanto Marín como Bolaño utilizan una casa particular reconvertida en centro de torturas de la dictadura de Pinochet como escenario para hablar del destino fracturado de la gran familia chilena: no hay distancia entre lo privado y lo público, el Estado golpista se ha inmiscuido en la vida de sus ciudadanos, es esa misma intimidad. En esa fusión de espacios, hay poco espacio para la lealtad, para la resistencia.

            En el caso de Marín, el relato de la decadencia de la lujosa Villa Grimaldi, desde su construcción a mediados del siglo XIX hasta su rebautizo burlón como El Palacio de la Risa y su posterior apropiación por parte de la dictadura, es el de la decadencia del país, una broma pesada de la historia: "Villa Grimaldi era la casa de Chile, donde nadie dejaba de reírse, ni de día ni de noche". La prosa elegante de Marín, de frases con complejas resonancias alegóricas, va cargando de significados esa degradación presente y no asumida, pues el país vive en un presente celebratorio, incapaz del enfrentamiento con la memoria y los recuerdos traumáticos: "Yo no venía del extranjero, sino del pasado, el que al parecer nadie quería, pues, de acuerdo a lo que había captado, aquel tiempo ya no representaba nada en la vida actual de los chilenos".

Hay en El Palacio de la Risa, a un nivel más básico de la trama, una intriga por resolverse, un intento de entender qué pasó con Mónica, una pareja del narrador, si es que son ciertos los rumores acerca de su complicidad con la dictadura. A un nivel simbólico, el narrador que regresa a país y va en busca de esa casona en la que pasó días felices durante la infancia propone su viaje como un acto de restitución. Ante la actitud colectiva de esconder la infamia, el narrador prefiere, en su viaje al corazón del trauma, el enfrentamiento con la verdad, por más que este termine llevándose por delante el mundo idealizado por la nostalgia; así la casona "impóluta" del recuerdo es devorada por "la pesadez corrupta e indecible de la basura".

Los últimos dos capítulos son maravillosos por su descarnada y a la vez poética crudeza. Para enfrentarse a lo atroz, hay que hacerlo así, con los ojos bien abiertos. "La literatura no es, si se observa, por completo inútil", dice el narrador al pasar, pero podemos entender estas palabras como el punto de partida para una poética: en Marín, la novela es el discurso crítico, necesario para una sociedad, que indaga en nuestras abyecciones -las privadas y las públicas--, que hurga en las heridas, que se niega a pasar página y celebrar reconciliaciones huecas.             

 (La Tercera, 7 de septiembre 2014)



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8 de septiembre de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Esos incómodos futuristas

  No hay momento adecuado para ver una exposición de los futuristas. La más ambiciosa en mucho tiempo, la del Guggenheim en Nueva York --con más de 350 cuadros y objetos reunidos--, la vi hace un par de semanas, cuando llegaban noticias de enormes cantidades de muertos por guerras en Palestina, Siria, Irak, Ucrania. Casi a la entrada me encontré con una frase del manifiesto de Marinetti, publicado en 1909: "La guerra es higiene". Como otros artistas del período, Marinetti sentía que la sociedad europea estaba "enferma" -el vocabulario biológico estaba de moda- y creía que la guerra sería un modo "terapeútico" de apurar la renovación de ese cuerpo en ruinas. El desastre que significó la primera guerra mundial probó todo lo contrario.

Es inevitable, entonces, la incomodidad que tenemos con los futuristas. ¿Qué hacemos con ellos? Por un lado, artistas geniales, como lo muestra el Guggenheim, capaces de moverse en múltiples terrenos, pioneros de tendencias que hoy son parte del paisaje artístico, como el trabajo con el diseño y la publicidad, o las performances y happenings; por otro, consistentemente equivocados en sus ideas, misóginos que abrazaban la causa fascista y dedicaban cuadros a la exaltación de los triunfos bélicos y al poder de la tecnología al servicio de la violencia.

De esa incomodidad se aprovechó Roberto Bolaño al crear al personaje de Carlos Wieder en Estrella distante: en el contexto del Chile más duro de la dictadura de Pinochet, este aviador neofuturista escribía poemas fugaces de elogio a la muerte en el cielo. Si la vanguardia clásica trataba de acabar con la distancia que existía entre el arte y la vida y hacer que este fuera parte de la cotidianeidad -muchos futuristas se enrolaron en el ejército italiano durante la primera guerra mundial--, resulta perversamente lógico que Wieder una su producción artística con su ideología fascista y presente una muestra de fotos de mujeres torturadas y asesinadas por sus propias manos.

En los libros de historia del arte, el futurismo termina con la primera guerra mundial y palidece ante el empuje del cubismo y el surrealismo. La exposición del Guggenheim presenta una historia más larga y compleja, y dura hasta 1944, año de la muerte de Marinetti. De la primera generación destacan las dinámicas esculturas de Boccione, que intentaba lo imposible: capturar el movimiento en una estatua. La segunda y casi desconocida generación recibe un lugar importante y descubre a dos artistas de pronto actuales: Fortunato Depero, con su obsesión por los autómatas y su fascinación por la publicidad (sus diseños originales para Campari le dieron su sello de distinción a la compañía), y Benedetta Cappa, esposa de Marinetti, cuyos murales en el edificio del correo en Palermo apuntaban a un futurismo más cósmico y espiritual.   

Los curadores del Guggenheim muestran qué hacer con los futuristas: contextualizarlos, no eludir sus aristas más polémicas, apuntar sus limitaciones, presentar qué de ellos trasciende a su período histórico y nos habla hoy. Queríamos consignarlos al sótano maligno del siglo XX. Pues no, son más que eso. La exaltación de la guerra y la casual misoginia ya no cuelan, pero, ¿no estamos hoy tan enamorados como ellos de la velocidad de nuestras máquinas?

 

(Qué Pasa, 4 de septiembre 2014



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7 de septiembre de 2014
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