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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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El método Alexiévich

Puede que algún día la bielorrusa Svetlana Alexiévich, reciente ganadora del premio Nobel de literatura, se quede sin ningún habitante de los países de la extinta Unión Soviética por entrevistar, simplemente porque ya los entrevistó a todos. Exagero, por supuesto, pero solo así se da uno idea de la magnitud de su proyecto. Su primer libro, La guerra no tiene rostro de mujer (recién publicado en español por Debate), supuso más de quinientas entrevistas; a eso se suman los cientos de entrevistas para Voces de Chernóbil (Debolsillo), y, por supuesto, las que sirvieron de base para sus libros sobre la guerra de Afganistán y sobre el hombre post-soviético.

En las primera páginas de La guerra no tiene rostro de mujer la escritora habla de su método. Es obvio que no se trata de algo tan sencillo como ponerle una grabadora al entrevistado y dejar que hable; una eximia entrevistadora como ella debe permitir que la gente entre en confianza para que así pueda bajar luego la guardia: "paso largas jornadas en una casa o en un piso desconocidos, a veces son varios días. Tomamos el té, nos probamos blusas nuevas, hablamos sobre cortes de pelo y recetas de cocina. Miramos fotos de los nietos. Y entonces..." De una en una, las voces se conjuran para armar un monumento, en el que, bajo el arco de la gran historia, resuenan los detalles mundanos: la mujer que al ser enviada a la guerra decide llevarse una maleta llena de bombones o la que, enamorada de un teniente de su unidad muerto en combate, le da un beso cuando lo están enterrando.

Alexiévich llama "historiografía de los sentimientos" a lo que hace. Pero no hay que pensar en sentimientos en abstracto; si algo tiene la escritora bielorrusa es un proyecto político explícito: en La guerra no tiene rostro de mujer, su objetivo, cumplido con creces, no solo es el de dar visibilidad a todas esas mujeres -cerca de un millón-- que lucharon en el frente y luego fueron borradas del relato nacional, sino también contar la segunda guerra mundial de una manera menos grandilocuente y heroica que la de las autoridades soviéticas, de modo que la narrativa no se enfoque en la gran victoria sino en las pequeñas historias de esas mujeres para quienes la guerra fue también su juventud.

Se puede objetar que la visión que tiene Alexiévich de los géneros a veces es tradicional: "la pasión del odio", el deseo de matar, la acción, pertenecen a los hombres, mientras que para las mujeres "la guerra es ante todo un asesinato" y en su recuerdo de esos días terribles hay "olores, colores... un detallado universo existencial". En gran parte puede estar en lo cierto; el problema es la esencialización (la francotiradora María Ivánovna Morózova, con 75 muertes en su haber, cuenta que tuvo que obligarse a matar; seguro que hubo hombres que también mataron por obligación pero no pudieron confesarlo por la adherencia a ciertas expectativas de género).

Los libros de Alexiévich son tan abrumadores, tan agotadores -en más de un sentido-- que es mejor leerlos de a poco: cuatro o cinco testimonios una noche, un par de días de descanso... Así, uno puede maravillarse de tanto detalle magistral: en Voces de Chernóbil, la mujer que, en el hospital, ve cómo a su marido, bombero la noche de la explosión, "le salen por la boca pedacitos de pulmón"; en La guerra no tiene rostro de mujer, el relato de las cinco chicas de Konákovo, tan felices y camaradas en la guerra, y luego devastadas por la muerte: solo una volvió viva a casa ("Shura era la más guapa de todas... fue reducida a cenizas... Tonia hizo de escudo para el hombre que amaba. Él sobrevivió"). Con tantas anécdotas esclarecedoras y observaciones fascinantes, Alexiévich se muestra como una gran despilfarradora: en cada página nos regala material para más libros.

 

(La Tercera, 21 de noviembre 2015)

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21 de noviembre de 2015
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En el reino de Emmanuel Carrère

En El Reino (Anagrama), el nuevo libro de Emmanuel Carrère, el escritor francés repite la fórmula perfeccionada en Una novela rusa y Limonov -el mejor de todos los suyos--, y se convierte en el personaje principal de una historia que nos muestra cómo es que él llegó a escribir un libro sobre esa "mutación de la humanidad, a la vez radical e invisible... [esa] extraña creencia que se propaga alrededor de Pablo en los bajos fondos de Corinto". Carrère, con un manejo prodigioso de datos, hace una exégesis de los evangelios: El Reino es un libro acerca de un escritor que escribe un libro sobre varios escritores de libros (Pablo y Lucas, en especial) sobre "un chamán con poderes inquietantes" llamado Jesús. Es, digamos, un libro posmo, un making of, escrito con inteligencia, picardía y sensibilidad.

            La primera parte de El Reino, más curiosa y entretenida que fascinante, es sobre los años, a principios de los noventa, en que Carrère fue un católico dedicado, que llevaba un diario sobre su fe, hasta que tuvo una crisis que lo llevó al agnosticismo de hoy. Desde el punto de vista del escéptico, Carrère asume el proyecto como un deseo de tomar muy en serio aquellos dogmas en los que alguna vez creyó: "No creo que un hombre haya vuelto de entre los muertos, Pero que alguien lo crea, y haberlo creído yo mismo, me intriga, me fascina, me perturba, me trastorna". Para ello trata de meterse en la cabeza de esos primeros cristianos capaces de crear las poderosas fábulas que alimentaron al cristianismo. Lo logra, y ahí El Reino engancha y apabulla al lector a partir de la convicción de Carrère de que todos los recursos narrativos sirven: primero, leyendo con minucia los evangelios y a sus exégetas, cotejando interpretaciones y sacando sus propias conclusiones, y luego, cuando le faltan datos, haciendo lo que debe hacer un buen novelista, es decir, inventando: "Sobre los dos años que pasó Pablo en Cesarea no tengo nada. Ya no hay ninguna fuente. Soy a la vez libre y estoy obligado a inventar".

            Entre el arsenal de recursos narrativos se distinguen dos, por diferentes razones: está la notable capacidad para describir personajes en pocas líneas, desde el Séneca que escribía libros sublimes sobre el estoicismo a la vez que era un gran banquero, hasta el Marcial que componía epigramas mientras odiaba su vida en Roma, pasando por el "escurridizo" Juan, hasta Lucas, un griego atraído por la religión de los judíos, un "médico culto" y no un "pescador judío"; y está el juego con el anacronismo, con las referencias pop: Lucas es un "poco esnob, proclive al name-dropping", y en cuanto a Pablo, por la forma en que lo expulsaban de los pueblos cuando predicaba, "en una historieta de Lucky Luke se le vería una y otra vez abandonar la ciudad embadurnado de brea y plumas". Las comparaciones funcionan a la vez que le dan al libro un innecesario toque light. ¿O será que Carrère sabe que tanta disquisición metafísica, tanta exégesis, necesita de esos momentos de comic relief?   

            El Reino es sobre muchas cosas, pero en especial es sobre el poder de la narrativa, de la escritura. El héroe del libro es Lucas, cuyo evangelio tiene los detalles que más quedan, las escenas capaces, por su fuerza, de fundar una religión ("el albergue repleto, el establo, el recién nacido al que arropan y acuestan en un pesebre, los pastores de las colinas..."). Carrère puede haber perdido una de sus religiones, pero este libro demuestra que tiene la fe intacta en la otra, en la del gremio de los narradores.

 

(La Tercera, 25 de octubre 2015)

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28 de octubre de 2015
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Diario de lectura de Los diarios de Emilio Renzi

Viernes 18. Vi el nuevo libro de Ricardo Piglia en la vitrina de la librería Tipos Infames en Madrid y quise comprarlo de inmediato pero estaba cerrada. La primera vez que escuché hablar de los misteriosos diarios que lo conformaban fue a mediados de los ochenta, en la universidad de Buenos Aires. Me corté el pelo, di una vuelta por Malasaña, hice hora. Volví a las 5. Aproveché para comprar dos libros de Simon Leys.

 

Sábado 19. El subtítulo es "Años de formación" pero Piglia parece muy formado desde el principio. Ha asumido la vocación literaria desde los 16 años, y a esa edad es capaz de analizar así a Salinger y Arlt: "En Salinger la oralidad es liviana, lexical, autocompasiva; en Arlt es áspera, antisentimental, sintáctica". Se inspira no en escritores vivos sino en los imaginarios ("El desprecio de Dedalus por la familia, la religión y la patria será el mío... escribía un diario [como yo]... Le gustaban las chicas de mala vida [como a mí]").

 

Dómingo 20. La madre y su lenguaje peculiar ("esta ensalada quedó medio desvencijada"). El abuelo y sus historias de la guerra. El rencor al padre (por eso, se es Renzi y no Piglia). La familia como punto de partida para la ficción. Aparición de Steve, el inglés en el bar del Ambos Mundos que se dice amigo de Lowry. Páginas que me recuerdan a Prisión perpetua y me hacen pensar que en Piglia no hay oposición esencial entre diario y ficción: ¿no es el diario otra forma de ficción construida con los retazos de una vida, en este caso con un personaje llamado Emilio Renzi?  

 

Lunes 21. Diarios muy intervenidos, muy editados: el autor llegó a acumular 327 cuadernos, lo que leemos es la punta del iceberg. ¿Qué ha quedado afuera? Hay también un prólogo y una conclusión, en los que el autor se desdobla y crea distancias con su mismo diario -se pasa con facilidad de la primera a la tercera persona--. En otros momentos el diarista menciona que es dos personas, "el que escribe y el que espera publicar", y en otros que "vivía una doble vida y practicaba la esquizofrenia que ha definido mi actitud ante la realidad": la práctica política, el círculo literario.

 

Martes 22. Entre los diarios propiamente dichos, cuentos y ensayos relacionados con ellos. Textos que a veces funcionan ("Hotel Almagro"), pero que en general hacen que se pierda la sensación de inmediatez de las anotaciones de cada año. El libro funcionaría mejor eliminando las ochenta páginas del prólogo, la conclusión y esos textos relacionados: lo que interesa son los diarios mismos, que construyen el mundillo de ese estudiante aplicado, que a veces pasa hambre, que no deja de meterse en líos sentimentales, que planea su primer libro (La invasión), escribe sus primeros ensayos, es vanidoso y muy consciente de su importancia, se hace cargo de trabajos editoriales, y siempre, siempre, está leyendo y pensando con lucidez en estrategias narrativas: "Hammett narra la acción desde afuera, necesita detallar los actos y los objetos y esa meticulosidad, ese cuidado en la inscripción es lo único que se quiere contar... ¿por qué se narra de esa manera? Porque en ese mundo todo está en peligro, todos se sienten vigilados y la violencia puede estallar en cualquier momento".

 

Miércoles 23. Llevé un diario durante mi primer año universitario en Berkeley. Anotaba lo hechos del día, reacciones a mis lecturas y muchas citas de libros. Duré seis cuadernos, el equivalente a tres meses. Lo que ocurría en mi vida era tan intenso que me impedía sentarme a dar cuenta de ello, reflexionar al respecto. Curiosidad, extrañeza ante un ser que se pasa toda la vida anotando los hechos de su vida, que trama sus días a partir de la escritura de sus días.

 

Jueves 24. Los diarios de Emilio Renzi como un laboratorio de técnicas narrativas -obsesión por el punto de vista, porque la forma diga por sí misma el tema de la historia--, un cuaderno de lecturas --el joven Piglia lee a todos los clásicos y está atento a lo que pasa en Argentina y América Latina (Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez)--, un depósito de tramas para explorar en el futuro. Ansiedad de la influencia de Borges, muy presente en los narradores argentinos de su generación, que lleva a definir su estilo en oposición a este. Sueños, a mediados de los sesenta, con escribir una novela de no ficción sobre un asalto a un camión pagador y la huida de los asaltantes a Montevideo.

 

Viernes 25. Final de este volumen en diciembre de 1967, con una reflexión sobre la prosa autobiográfica -"no podemos vivir si de vez en cuando no nos detenemos a hacer un resumen narrativo y tangencial de nuestra vida"--, cada vez más central, en buena parte gracias a Piglia, que ha influido en su recepción (sus lecturas tempranas de los diarios de Pavese) y en la ampliación de sus registros (quienes escriben diarios no son solo escritores), y la ha practicado con fervorosa obsesión.   

 

(La Tercera, 10 de octubre 2015)

 

 

 

 

 

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10 de octubre de 2015
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Vila-Matas eléctrico

Mientras leía Marienbad eléctrico (Almadía, 2015), el último libro de Enrique Vila-Matas, hojeé la solapa y me sorprendió descubrir que la biografía terminara así: "Recientemente obtuvo el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2015". Tan rápido se mueve el mundo, pensé, lo premiaron ayer y ya suena a algo muy canónico, algo que quizás Vila-Matas había ganado hacía mucho tiempo pero que solo hace unos días los jurados hicieron oficial. Tan rápido se mueve el mundo, pensé, que ni siquiera he esperado a que se publique el libro para leerlo. Me emocioné con la idea de estar leyendo un libro que no existía. También me dije que si pensaba en estas cosas era por culpa del autor de este "paseo en prosa".

            Marienbad eléctrico es una ¿novela? ¿serie de crónicas? ¿"semi-ficción"? de las relaciones de amistad y admiración mutua de Vila-Matas con la artista francesa Dominique Gonzalez-Foerster, y de la forma algo mágica en que ambos se inspiran. El libro se lee muy bien junto a su anterior novela, Kassel no invita a la lógica (2014): una excursión al arte contemporáneo de vanguardia, con guiños a los sospechosos de siempre (Rimbaud, Beckett, Walser, Duchamp, Sebald, Perec, Bolaño). En su aparente modestia y levedad, Marienbad es tan potente como el manifiesto de David Shields sobre la necesidad de abandonar los viejos paradigmas de la escritura narrativa -el sueño de la verisimilitud decimonónica-- para repensar la novela desde las posibilidades abiertas por la vanguardia artística, con la diferencia, por supuesto, de que esto lo ha venido pensando Vila-Matas desde hace mucho. Con Marienbad, no solo defiende una nueva forma de escribir "novelas" sino que presenta un excelente ejemplo de esa nueva forma.

Vila-Matas explora, al igual que en Kassel, las conexiones que permiten pensar en la literatura como una instalación, y en el escritor como un instalador, alguien que resignifica la cotidianeidad y la convierte en una obra artística. La literatura es aquí un capítulo central del arte contemporáneo; desde esa perspectiva, la novela se convierte en un espacio de amplias posibilidades, un territorio de libertad narrativa: "cuando termino una novela, me gusta que me pregunten si estoy seguro que se trata de una novela... Me gusta que se perciba que, por espurio que pareciera, no he descartado nada que tuviera posibilidades de acabar en la novela, lo que ha terminado por crear la impresión de que podría no haber hecho una novela". Se trata de intentar hacer lo que todavía no se ha hecho (el espíritu de una época igual nunca deja de estar presente: lo que hace Vila-Matas lo están haciendo, a su manera, Ben Lerner, Sheila Hetl, Mario Bellatin). Eso no significa que lo que se ha hecho deje de hacerse (Dickens y Tolstoi están muy presentes hoy); solo que algunas de las exploraciones narrativas más interesantes del presente -entre ellas la de Vila-Matas-- parten de un deseo de cuestionar viejos paradigmas de escritura, de no darlos por sentado, de no asumir que las formas clásicas de escribir ficción nos seguirán sirviendo a lo largo de este siglo.

Deténgase en las fotos sebaldianas de este libro. Disfrute de la maquinaria de citas y apropiaciones de cada página. Desmenuce las imágenes evocativas de cada sección ("la calle Rimbaud"). Piense a dónde lleva cada una de esas digresiones que se convierten en mini-ensayos; yo me quedo con la dedicada a El último año en Marienbad, "la película más incomprensible de la historia", con un guión de Robbe-Grillet inspirado por una novela de Bioy Casares (La invención de Morel), punto de partida para concluir que, cuando se trata de arte, lo fundamental es abandonar ideas hechas y "modos cartesianos" de entenderlo, pues "todas las artes, sin excluir las visuales, nacen y terminan en una zona invisible".

 

(La Tercera, 13 de septiembre 2015)

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13 de septiembre de 2015
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Buscando (y encontrando) a Lucia Berlin

Hace un mes nadie sabía de Lucia Berlin (1936-2004), pero hoy, gracias a una campaña muy bien orquestada por la editorial Farrar, Straus, and Giroux con motivo del lanzamiento de su antología de cuentos A Manual for Cleaning Women, conocemos los principales detalles de su vida: años de errancia (Alaska, Chile, México, Texas, California), tres matrimonios, cuatro hijos, adicción al alcoholismo. También hubo tiempo para escribir, y publicó en editoriales muy pequeñas. Llegó a ganar un National Book Award y luego fue olvidada, hasta ahora, en que, gracias al esfuerzo de escritores como Lydia Davis, Stephen Emerson y Barry Gifford, aparece este libro para asegurarle un lugar de privilegio en la lista de grandes cuentistas norteamericanos. El aplauso ha sido unánime, y merecido.

Lucia Berlin se veía a sí misma como la hermana perdida de Raymond Carver, debido a pasados similares y a su predilección por personajes estoicos, austeros, en los márgenes de la sociedad. Hay coincidencias, pero son más las diferencias: en la escritura, Berlin es mucho más desprolija que Carver, y algunos de sus textos se leen más como colecciones de apuntes y observaciones que cuentos redondos (ver, por ejemplo, "A Manual for Cleaning Women"); en cuanto al tono, hay mucho humor en Berlin, incluso en medio del peor desastre (ver "Angel's Laundromat", "Dr. H. A. Moynihan" o "Phantom Pain"). Eso la acerca más a Denis Johnson y Lorrie Moore. Sus juegos de palabras hacen entender por qué Lydia Davis conectó con ella.

Berlin escribe sobre su vida, disfrazándola apenas: sus años en Chile están registrados en "Good and Bad", un cuento sobre la vida en un colegio norteamericano en Santiago, a principios de los cincuenta, marcado por la mirada de una chica extranjera de la élite que se encuentra con la pobreza más abyecta ("las casas de los mineros eran sucias y feas, con slogans mal escritos en las paredes, panfletos comunistas pegados con chicle y una foto de periódico de mi padre y el ministro de minería manchada de sangre"); los centros de desintoxicación en los que estuvo fueron una inspiración constante y la llevaron a escribir cuentos maravillosos como "Strays" y "Her First Detox"; México le sirvió como punto de partida para uno de sus mejores cuentos, "Toda Luna, Todo Año", sobre una viuda reciente que busca olvidar su tragedia.   

Para apreciar la voz de Lucia Berlin una puerta de entrada es "Emergency Room Notebook, 1977". La narradora, una enfermera que trabaja en la sala de Emergencias de un hospital, se fija en detalles como la grisitud de todo el edificio, excepto "el brillante y rojo Magic Marker X con el que los doctores han marcado el cráneo o la garganta de un paciente", y sabe qué es lo que convierte una muerte en mala ("cuando el que firma el certificado de defunción es el administrador del hotel o cuando la chica de la limpieza encuentra a la victima del ataque cardiaco dos semanas después, muriendo de deshidratación") o buena ("cuando los adultos lloran pero los niños continúan jugando y riendo y nadie les dice que se pongan tristes o sean respetuosos... como ocurre con los gitanos"). Berlin no apunta hacia un climax o desenlace, y tampoco relata un drama personal de la narradora: las observaciones son el cuento. Aquí tampoco hay que buscar la clásica epifanía del cuento moderno porque prácticamente cada frase de esta escritora es una epifanía.

 

(La Tercera, 30 de agosto 2015)

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30 de agosto de 2015
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Los hermanos Strugatsky, más allá de Stalker

            De Boris (1933-2012) y Arkady (1925-1991) Strugatsky, los escritores más importantes de la ciencia ficción soviética, sabía sobre todo que eran los autores de Picnic extraterrestre (1972), la novela breve en la cual se basó Stalker (1979), esa clásica película de Tarkovsky. Como muchos lectores, los estoy descubriendo ahora gracias a nuevas traducciones de su obra al español y al inglés. En los Estados Unidos Melville House, una prestigiosa editorial independiente, ha iniciado su relanzamiento con dos títulos que se cuentan entre lo mejor de un corpus que abarca alrededor de treinta libros: Definitely Maybe (1967) y The Dead Mountaineer's Inn (1970).

            The Dead Mountaineer's Inn es un excelente lugar para comenzar con los Strugatsky y su peculiar mezcla de géneros, su humor de situaciones que remiten a las comedias del cine mudo. La novela se inicia como un divertimento, una parodia de esas novelas detectivescas que tan bien sabía armar Agatha Christie: una posada, un muerto en un cuarto cerrado, ocho sospechosos y un inspector sin muchas ganas de ocuparse del caso. A la posada en un lugar aislado entre picos nevados ha llegado el inspector Glebsky en busca de descanso, para enterarse de la leyenda de un montañista desaparecido años atrás. Del montañista ha quedado un fantasma que deja huellas de sus pies húmedos por las habitaciones de la posada y comete travesuras (hace ruidos, lee el periódico, fuma pipa, esconde los zapatos de los huéspedes). No ha terminado el primer capítulo, y el policial ya insinúa que también tiene filiaciones con la literatura fantástica.

             A medida que el inspector conoce a los huéspedes ---un famoso adivino, un millonario, un físico, etc- y se enreda en diálogos absurdos con ellos y escucha sus bromas ("vine a escalar las montañas, pero no he llegado a ellas todavía porque están cubiertas de nieve"), los hermanos Strugatsky van enrareciendo la atmósfera, creando momentos inquietantes que apuntan a una fisura en el estado de las cosas: nada es lo que parece, y tampoco estamos seguros de qué es lo que parece. Por esa fisura ingresa la ciencia ficción: los extraños visitantes en la posada, ¿son fantasmas, espías o extraterrestres? De pronto estamos leyendo un policial metafísico, en el que ya no importa tanto quién es el asesino como la naturaleza misma de la realidad.

            "¿Se ha dado cuenta, señor Glebsky," dice el dueño de la posada, "¿cuánto más interesante es lo desconocido que lo conocido? Lo desconocido nos hace pensar -hace que nuestra sangre se desplace más rápidamente  y nos lleva a pensamientos deliciosos. Nos hace señas, nos promete cosas. Es como un fuego parpadeando en la oscuridad de la noche. Pero tan pronto como lo desconocido se vuelve conocido, se vuelve tan gris y plano y poco interesante como el resto". Los hermanos Strugatsky son muy buenos para crear el misterio, para apuntar a lo desconocido. El género policial, sin embargo, exige la resolución del misterio, y lo que hace la novela, para que no todo se vuelva gris y plano y poco interesante, es ofrecer una falsa solución, que deja abierta la puerta como para que el inspector Glebsky, y nosotros con él, se quede balanceándose a las puertas del enigma. ¿Novela realista, fantástica, de ciencia ficción o todo a la vez? Definitivamente, quizás.

 

  (La Tercera, 7 de junio 2015)

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15 de junio de 2015
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La misteriosa aparición de Emma Reyes

            Memoria por correspondencia, el libro que recopila las cartas de la pintora colombiana Emma Reyes (1919-2003) a Germán Arciniegas, en las que detalla su dura infancia, fue publicado hace tres años por editorial Laguna. El libro tuvo éxito -fue elegido el mejor del 2012 en Colombia-- y llegó a cuatro ediciones en un par de años. Luego comenzaron las ediciones en el exterior y las traducciones, entre las que se cuenta la que se acaba de anunciar al inglés, una confirmación de que Emma Reyes ha llegado para quedarse: la editorial norteamericana Penguin publicará Memoria por correspondencia directamente en su colección de Clásicos.

            El material daba para la truculencia dickensiana: niña vive hasta los cinco años con su hermana y una mujer que no conocen a cargo de ellas, en un cuarto sin luz eléctrica ni inodoro; luego es abandonada con la hermana en un convento, en el que vive hasta los diecinueve años. Lo que impresiona del estilo de Reyes es que narre el horror sin alardes, confiando en la fuerza de los hechos. No hay nada de autocompasión, ni una sola frase indulgente; en esa forma de contar la pobreza, Reyes se acerca mucho a Natalia Ginzburg. Le añade, eso sí, una buena dosis de humor, una veta risueña, un sarcasmo elegante. 

            Reyes sabe escoger los detalles que condensan un mundo, como esa "enorme bacinilla blanca esmaltada" que tienen en el cuarto en el que vive encerrada con su hermana y en el que hacen todas las necesidades, para luego, por las mañanas, vaciarla en un muladar detras de una fábrica: "tenía que caminar casi sin respirar, con los ojos fijos sobre la caca, siguiendo su ritmo poseída del terror de derramarla antes de llegar, lo que me traía castigos terribles; la apretaba fuertemente con las dos manos como si llevara un objeto precioso". También tiene muy buen ojo para caracterizar rápidamente a los personajes, com la señorita Carmelita, "tan gorda que no podía entrar a la capilla y tenía que oír la misa desde afuera de la puerta; el cura salía a la hora de la comunión y le llevaba la hostia donde ella estaba".

Las mejores páginas de Memoria de correspondencia están dedicadas a los años de Emma Reyes en el convento. Es, como dice Piedad Bonnett en el prólogo, un testimonio poderoso de la educación clasista, racista y discriminatoria en la Colombia de los años treinta -y que puede extrapolarse fácilmente al continente latinoamericano--; en el convento de la orden salesiana Emma descubre a monjas desprendidas que le enseñan el significado de la caridad cristiana, pero nunca termina de ser aceptada del todo porque es una "recogida" de la clase proletaria. Cuando quiere convertirse en monja, no se la acepta porque, como no se conoce quiénes son sus padres, no se sabe si ha sido concebida en pecado. El convento esclaviza a las niñas que viven allí, pues trabajan a destajo y gratis, haciendo pijamas para los diplomáticos, banderas y escudos para el ejército, estandartes para las asociaciones católicas e incluso para la Casa Presidencial: pedidos qu debían verse como favores, pues, en la lógica torcida de las superioras, llegaban de "clientes pecadores que nos beneficiaban con sus trabajos para que nosotros pudiéramos comer y salvar nuestras almas".

            Como buen convento latinoamericano, este está más obsesionado por el Diablo que por Dios. En los años que vive allí esa obsesión se le contagia a Emma. Algunas anécdotas que cuenta al respecto parecen deberle más a la fantasía que al testimonio puro; esa fantasía es también realismo, pues muestra cómo una niña construye su identidad a partir de los miedos que se le inculcan. Memoria por correspondencia narra con maestría esos miedos, y también, por suerte, su liberación.

 

 (La Tercera, 10 de mayo 2015)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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13 de mayo de 2015
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Bolivia, Chile y el mar

Entre los recuerdos más vívidos de mi adolescencia se encuentran las ceremonias cívicas por el día del Mar. Ese 23 de marzo, los alumnos de medio de los colegios privados y fiscales desfilábamos por las calles de Cochabamba, y terminábamos en la plaza Cobija, donde escuchábamos los discursos de las autoridades. Todos los discursos eran blandos, predecibles, pero había uno, el de Gaby del Mar, que destacaba. Gaby, siempre muy bien vestida en esas ceremonias y con una patriótica escarapela en el pecho, era presidenta del Comité Pro Mar Boliviano. Su furor con el tema del mar le había ganado ese apodo. Había que escucharla hablar desatada de los chilenos invasores, de la sangre derramada, y del hecho inevitable de que algún día, por la razón o la fuerza, volveríamos a las costas perdidas. Podíamos estar distraídos, pero cuando hablaba Gaby la escuchábamos. Descubríamos el poder de la retórica, la capacidad de un político para exaltar a la multitud. Terminado el discurso salíamos mejores, listos para el combate. Por suerte no había ningún chileno cerca, nos decíamos, porque nos la pagaría en ese instante. Todo volvía pronto a la normalidad --¿nosotros, por la fuerza? ¡Si en menos de una hora Chile puede tomar el Palacio Quemado!--, y de Gaby del Mar no volvíamos a saber hasta el próximo 23 de marzo. Nunca hubo otro líder regional que le tomara la posta, hubiera sido difícil.

Yo vivía en el barrio de la Recoleta e iba al colegio Don Bosco, a unos diez minutos caminando. En el camino cruzaba por el puente del Topáter y la estatua de Eduardo Abaroa, que a veces lucía polvorienta y otras brillaba con el fulgor de la pintura nueva. Abaroa apoyaba una rodilla en el suelo, tenía la escopeta levantada y estaba a punto de pronunciar la frase heroíca con que había pasado a la historia, cuando, defendiendo el puente del mismo nombre durante la guerra del Pacífico, gritó al intimársele rendición: "¿Rendirme yo? Que se rinda su abuela, carajo". Mis compañeros y yo nos preguntábamos qué significaba ser héroe; había tan pocos en nuestra historia que eso hacía aun más grande a don Eduardo. Curiosamente, en colegio nunca nos enseñaron nada de la persona detrás del retrato. Mucho después me enteré de que Abaroa era un empresario que había ido a Calama a arreglar asuntos privados, que ahí lo agarró la guerra, y decidió ofrecerse como voluntario y quedarse a pelear, aun sabiendo de la inferioridad numérica de las tropas bolivianas.

En el Don Bosco me impresionó mucho la lectura de un libro de un filósofo boliviano, Guillermo Francovich -hoy olvidado--, que hablaba de que uno de los mitos profundos de Bolivia era el del destino adverso, la sensación que se tenía de que, no importara lo que hiciéramos, las cosas nos iban a salir mal. Se recordaba el hecho de que hubiéramos perdido todas las guerras, incluso contra el Paraguay, que supuestamente debíamos ganar. La culpa de ese destino adverso -esto no lo dijo Francovich, lo decíamos nosotros en el colegio- la tenían los chilenos por habernos dejado sin mar. Éramos un país enclaustrado, en permanente crisis económica debido a que los puertos nos quedaban lejos, y sin una mentalidad abierta debido a esa mediterraneidad. No podíamos mirar más allá de nuestras narices, nos topábamos siempre con las montañas. Necesitábamos el mar. Era cierto que esa falta de acceso afectaba, pero no que de eso se dedujera que la usáramos como excusa para todos nuestros problemas. En eso imitábamos a nuestros políticos, que apenas se veían en un lío agitaban la bandera nacionalista y recurrían a Chile para unificar el país. Podíamos estar en desacuerdo en muchas cosas, pero en ese tema coincidíamos todos.

La culpa también la reservábamos para nuestras élites dirigentes, los gobernantes que no fueron capaces de construir un proyecto de nación incluyente, abarcador. Otro de los grandes momentos del imaginario popular es cuando el general Hilarión Daza, presidente de Bolivia, se entera en pleno carnaval de que las tropas chilenas han invadido el territorio nacional, y hace lo que todo buen dictador: decretar que continúe la fiesta y ocultar por unos días la noticia de la invasión. Perdimos la guerra por culpa de un presidente que quiso seguir en carnaval, decíamos. Una imagen demasiado acertada como para que fuera realmente verdad. En todo caso, es lo que queda: la guerra del Pacífico es para nosotros un presidente enredado en las serpentinas del carnaval y un héroe acordándose de la abuela de los enemigos minutos antes de morir.

Se nos inculcó un antichilenismo a medias. Chile era el usurpador, pero eso no implicaba que en colegio no nos hicieran leer a Pablo Neruda o a José Donoso. En el equipo de fútbol de mi ciudad, el Wilstermann, jugaban dos chilenos, Víctor Hugo Bravo y Abel Gangas. Luego llegó otro, Víctor Eduardo Villalón, que incluso se nacionalizó y jugó por la selección nacional (uno de ellos puso luego una sandwichería cerca de mi casa, se llamaba el Once y yo no sabía por qué; ahí descubrí los Barros Luco y los Barros Jarpa). No había contradicciones: Chile, la abstracción, era el enemigo a odiar, uno de los culpables de nuestro destino adverso, pero luego, en la cancha de fútbol, admirábamos a los chilenos que nos llevaban al título nacional, y a los quince años plagiábamos poemas de Veinte poemas de amor y una canción desesperada para nuestras novias. No faltaban los chicos de la clase media que querían ir a estudiar a Santiago, y tampoco los familiares con enfermedades serias que iban a hacerse ver a clinicas chilenas. Para los largos feriados, Arica e Iquique eran opciones viables; además, se podía ir por tierra.

Los primeros chilenos de los que me hice amigo fueron compañeros de universidad en Berkeley y escritores que conocí gracias a antologías y ferias del libro. Curiosamente -o quizás no--, el tema del mar no fue crucial con ellos; nunca hubo un intercambio agresivo de opiniones ni mucho menos. Es cierto que detectaba en algunos un amable sentimiento de culpa, que no les quitaba el sueño pero que tampoco tardaban en exteriorizar. Apenas sabían que era boliviano me decían que estaban conmigo, que les encantaría que Bolivia tuviera mar, aunque estaban conscientes de las dificultades, el sector conservador del país no cedería fácilmente. Viajé a Chile la primera vez a fines de los noventa, y sentí que tanto apoyo era sospechoso. Quizás decían esas palabras por quedar bien con el visitante. O quizás simplemente pensaban que sí, que no estaría mal solucionar un problema de tan larga duración. En todo caso yo nunca les eché en cara ni su apoyo ni su indiferencia a la causa marítima. Nuestra amistad discurrió por otros caminos. Siempre supimos que la historia estaba ahí pero que era más lo que unía que lo que nos separaba.

Yo pertenecía a una generación y a un país con baja autoestima, que veía el tema del mar con resignada nostalgia, el sueño del puerto propio como una utopía. Las cosas han cambiado desde entonces. Ahora Bolivia se siente más segura de sí misma, y asiste a los alegatos en La Haya convencida de que la razón y la emoción la asisten. Y recuerdo a un compañero en la universidad cuyo padre había participado en el equipo negociador por el tema del mar, en los años de Pinochet. Tenía mapas del puerto que Chile nos concedería y los colgaba en las paredes de su escritorio. Quería seguir la estela de su padre, y yo llegué a admirarlo, pero sospechaba que esos mapas solo serían parte de un atlas de países imaginarios. Tanto él como la gran mayoría de los bolivianos -entre la que me incluyo-- ya no creemos en el mito del destino adverso y preferimos culpar de nuestros errores a nosotros mismos y no a Chile. También pensamos que es hora de que el sueño del mar se realice.

 

(Qué Pasa, 8 de mayo 2015)
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8 de mayo de 2015
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"Novedades" de Buenos Aires: Wilcock, Morosoli

La semana pasada estuve en Buenos Aires y conseguí dos de las "novedades" más interesantes que proponen las editoriales argentinas, a tiempo para la Feria del Libro. Estas dos grandes "novedades" son en realidad recuperaciones que merecen atención.

Una de ellas es la de Rodolfo Wilcock (1919-1978), un escritor "raro" que muchos todavía piensan como una invención de Bolaño. Es cierto que para escribir La literatura nazi en América Bolaño se inspiró en ese genial texto de Wilcock que es La sinagoga de los iconoclastas. Pero Wilcock no se agota ahí, y lo prueba El caos, el libro de cuentos que reedita La bestia equilátera con su acostumbrado buen ojo. Wilcock, que emigró en la década del 50 a Italia, publicó primero el libro en italiano, en 1960; la primera edición en español es de 1974, y en ella buena parte de los textos originales fue reescrita.

La nueva edición de El caos agrega cuatro textos a la de 1974. Un libro movedizo, como tiene que ser, pues la constante de Wilcock es la inconstancia. "La fiesta de los enanos", uno de los mejores cuentos, comienza con esta frase: "La señora Marín vivía sola con dos enanos, que físicamente más que personas parecían animales, aunque desde el punto de vista intelectual hubiera sido difícil imaginar compañía más agradable". A partir de ahí, todo se desordena -las frases, la trama--, y Wilcock parece un Aira en esteroides, burlón, vertiginoso, aplicado en su método de entregar, como dice el narrador de "El caos", "el azar, la intrascendencia, la confusión y la continua disolución de las formas en la nada para dar origen a nuevas formas igualmente destinadas a la disolución". Otros cuentos muy recomendables: "La casa" y "Los donguis" (el favorito de Borges y Bioy Casares, que lo incluyeron en su Antología de la literatura fantástica).

Si Wilcock es carnavalesco, el ethos del uruguayo Juan José Morosoli (1899-1957) es completamente opuesto. La editorial Mardulce ha armado El campo, una antología de su obra que sirve de carta de presentación, pues este escritor no es muy conocido fuera de su país. Quien crea que una narración avanza sobre todo en base a diálogos debe darse una vuelta por este libro. Los personajes de Morosoli n o saben qué decirse cuando se encuentran, y cuando están solos la cosa se complica aun más: "Salía poco Correa. Sentado contra la pared miraba y miraba el campo en un desesperado diálogo con el silencio. Ya no solo se preguntaba cosas a sí mismo. A veces las preguntas se las hacía al campo que lo torturaba con su mutismo, con su presencia quieta y desafiante. O era el propio campo que se dirigía a él..." Son gauchos existencialistas, hastiados de la vida, buscando fugarse de sus responsabilidades.

¿Es Morosoli costumbrista? Pues sí, por su trabajo con la oralidad -los dichos locales, las contracciones, palabras como "pocaprosa"- y también por ciertos textos incluidos en esta selección, que son más retratos de personajes del campo uruguayo que cuentos -"La rezadora", por ejemplo. Pero también es cierto que en sus mejores cuentos trasciende al costumbrismo; la callada angustia que roe a sus personajes va más allá de una especificidad regional. "Andrada", "El campo", "El perro", "Dos viejos" y "El compañero" son los mejores del libro.

Así vamos. A veces las mejores novedades han sido publicadas hace mucho y solo es cuestión de que un buen editor nos las redescubra.

 

(La Tercera, 26 de abril 2015)

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1 de mayo de 2015
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Ochenta Bibliotecas Aira

En una isla paradisíaca situada frente a las islas de Panamá vivía César Aira, en un bello palacio de mármol blanco. Era joven, y le encantaba escribir. Terminaba un libro y empezaba otro. Cuando entregaba uno ya había mandado otro a sus editores, y como siempre estaba escribiendo para al menos dos editores distintos no era raro que se le acumularan dos o tres novelas esperando ser escritas. Escribía sobre todo fábulas disparatadas (Las noches de Flores, El congreso de literatura), pero también podía ponerse algo filosófico (Actos de caridad, Los fantasmas) y no faltaban sus incursiones en la historia (Un episodio en la vida del pintor viajero), sus reflexiones sobre la literatura (Varamo) y sus viajes al principio de todo (El tilo). Escribía porque estaba en guerra con la Princesa Primavera, responsable, por su trabajo como traductora de novelas convencionales, de expandir por el mundo la ficción verosímil, el tonto "pasatiempo". César Aira debía ser el alma y la inspiración de una resistencia a esos valores. El ejército enemigo era superior, pero él contaba con un arma que valía por todas las demás: la sorpresa. No hacía ninguna planificación más allá de seguir algunas pistas de filiación vanguardista, y en el desorden sus libros se multiplicaban, hacían toda clase de maniobras irracionales que confundían más todavía al enemigo. Respetaba a quienes escribían novelas resignadas a ser una mera variación, un equivalente de otra cualquiera, porque eso querían los lectores, lo nuevo dentro de lo viejo, libros ya leídos, historias que se sabían de memoria, la anulación del tiempo. No pensaba ganar la batalla, la Princesa Primavera tenía una gran mayoría fiel dentro de la gran minoría que todavía leía libros, él sólo quería una pequeña minoría fiel. Su magia llevaba muchas décadas y había sobrevivido a todos los malos agüeros de la extinción de un público para sus libros. Llegó un día en que le dijeron que su rareza era tanta que se había convertido en el centro de atracción de la feria, y sus editores panameños querían hacer una Biblioteca César Aira, una suerte de réplica de todas las Bibliotecas César Aira que existían en las casas de lectores distraídos que, al ver esas novelas pequeñas y proliferantes que se podían leer en una hora o quizás menos, las habían comprado y se habían puesto a leerlas -no todas, era imposible- y, aunque a veces las tiraban por la ventana por abusar de su paciencia (Las aventuras de Barbaverde, El error), en muchas ocasiones llegaban a admirar la pericia, el genio de su construcción (El tilo, Dos payasos). No sólo eso, también había aparecido un ejército de escritores que escribían a su manera, de modo que las maniobras irracionales que encerraban sus páginas se habían convertido en una nueva norma de estilo. Los editores no se pudieron poner de acuerdo en cuáles de sus libros debían ingresar en esa Biblioteca, pero Aira les dijo que no había problema, que si no les gustaban algunas de sus novelas por suerte tenía otras. De modo que los señores Emecé hicieron una Biblioteca César Aira, que ya tiene como diez títulos (el último se llama La Princesa Primavera, narra una historia con ovejas ciegas, árboles de navidad que piensan y helados parlantes, e incluye un ensayo camuflado sobre la supersticiosa ética del lector contemporáneo), y los señores Random hicieron otra Biblioteca César Aira, que recién comienza con una novedad (El Santo) y cuatro relanzamientos. Hay para todos los gustos, para ochenta o cien Bibliotecas Aira. Aira, mientras tanto, pensaba que todo eso era una alucinación, pero con el mismo derecho podía decir que todo era alucinación, y que todo era realidad.

 

(La Tercera, 12 de abril 2015)
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12 de abril de 2015
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