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Escrito por

Edmundo Paz Soldán

Edmundo Paz Soldán (Cochacamba, Bolivia, 1967) es escritor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Cornell y columnista en medios como El País, The New York Times o Time. Se convirtió en uno de los autores más representativos de la generación latinoamericana de los 90 conocida como McOndo gracias al éxito de Días de papel, su primera novela, con la que ganó el premio Erich Guttentag. Es autor de las novelas Río Fugitivo (1998), La materia del deseo (2001), Palacio quemado (2006), Los vivos y los muertos (2009), Norte (2011), Iris (2014) y Los días de la peste (2017); así como de varios libros de cuentos: Las máscaras de la nada (1990), Desapariciones (1994) y Amores imperfectos (1988).Sus obras han sido traducidas a ocho idiomas y ha recibido galardones tan prestigiosos como el Juan Rulfo de cuento (1997) o el Naciones de Novela de Bolivia (2002).

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Iain Sinclair en la carretera

Cuando estudiaba en Alabama viajé a Oxford, Mississippi, a conocer Rowan Oak, la casona de William Faulkner durante más de treinta años. Quería ver el lugar donde un escritor que admiraba había escrito sus grandes obras. Me sorprendió descubrir cuán chico era el escritorio donde trabajaba, leer en una pared el esquema de una novela (descifré: "SUNDAY... return to the grave, the body has vanished") y aprender que a veces, borracho y cansado, Faulkner simplemente se dormía en el piso.

Para quienes buscamos el aura de un escritor admirado a través de sus lugares privilegiados, el galés Iain Sinclair es una suerte de ejemplo excesivo; gran experto en las "mutaciones del inmutable Londres" -ver, por ejemplo, La ciudad de las desapariciones (2015)--, en su reciente American Smoke: Viajes al final de la luz (Alpha Decay), en impecable traducción de Javier Calvo, cambia de rumbo y emprende una excursión a los Estados Unidos de los escritores que le han enseñado a leer y ver (sobre todo la generación Beat). El viaje incluye desvíos al Vancouver de Malcolm Lowry y William Gibson e incluso al Blanes de Bolaño (que aparece aquí como lo que un escritor anglosajón entiende que es el chileno: la mejor reencarnación del espíritu Beat para este siglo).

Como cronista, Sinclair no está necesariamente buscando a estos escritores para que le entreguen una frase reveladora, la clave para comprender mejor su obra; cuando, por ejemplo, se desplaza a Lawrence, Kansas, para conocer a Burroughs, escribe: "Yo no necesitaba que el gran hombre dijera una sola palabra. Solamente quería la oportunidad de ver si existía en forma física antes de que dejara de existir". Lo que se encuentra en esta exploración "psicogeográfica" a través de grandes distancias y espacios "claustrofóbicos" puede ser el artista, o el lugar, ambas cosas (o ninguna): Sinclair quiere llegar a la cabaña de Lowry en Dollarton porque "la idea de que se tirara esde su embarcadero destartalado y se zambullera en el agua fría del Entrante de Burrard había sido más potente que mi lectura de Bajo el volcán".

La prosa de Sinclair está llena de matices, se retuerce en cada frase; conexiones inusitadas se despliegan, hay chisme y erudición al por mayor, y se asume mucho del lector: sabemos de los Beat, pero no tanto de Charles Olson y los poetas de Black Mountain, con los que comienza agresivamente American Smoke. Uno tarda en entrar en ritmo, pero cuando lo hace, no para; hay perfiles magníficos (Gregory Corso "caminaba de punta a punta de su cabaña prestada, inflando sus confesiones hasta convertirlas en jactancias"), coincidencias imposibles, proyecciones desaforadas ("Blanes, lo reconocí, era un buen lugar para escribir. Tenía un poco el mismo espíritu que nuestro Hastings inglés: descartado, mitificado, venido a menos") y también momentos de iluminación (el viajero Burroughs dice: "el lugar no es importante. Me he pasado la vida buscando variedades superiores de aburrimiento. Un tercio de lo que escribo viene de los sueños, de ninguna parte en absoluto").

Sinclair recuerda un par de frases de Julian Barnes: "¿Por qué la escritura nos hace perseguir al escritor? ¿Por qué no basta con los libros?" En su caso, la sospecha es que su fascinación con Kerouac y compañía es una forma de compensar la intensidad que le falta a su vida y a la de los escritores de su generación en el Reino Unido. Es una obsesión que al final del libro, después de tanto viaje, parece curada: "sus intensidades nunca serían mías". No importa: queda American Smoke, el fanático y maravilloso recuento de esa adoración.

   

(La Tercera, 12 de junio 2016)
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16 de junio de 2016
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El Diario argentino de Gombrowicz

La editorial Cuenco de Plata acaba de reeditar el Diario argentino de Witold Gombrowicz, el octavo libro de la Biblioteca Gombrowicz. Este libro está extraído de las mil páginas del Diario del escritor polaco, enfocado en los textos relacionados con la Argentina escritos cuando Gombrowicz vivía en Buenos Aires, de 1939 a 1963. Juan José Saer se quejó con razón del "desmembramiento... por la sencilla razón de que todo el Diario es argentino, [su] razón es la experiencia argentina", incluso en las secciones no relacionadas con ella o no escritas en Buenos Aires. Aun así, vale la pena detenerse en estas páginas, pues en ella se encuentran reflexiones fundamentales para la cultura argentina y latinoamericana.

El tema fundamental de la obra de Gombrowicz -desplegado fundamentalmente en Ferdydurke (1937)-- fue "el demonio de la inmadurez", conectada con la juventud, un valor que no necesita de otros y que, al ser incompleta y anárquica, es capaz de poner en jaque toda la jerarquía de valores. A partir de esa fascinacion no le fue difícil entender a la Argentina, un país joven que tenía virtudes de las que carecía Europa: "menos lastre, menos peso heredado: la historia, la tradición, las costumbres". Era inevitable entonces que rechazara al grupo Sur que presidía Victoria Ocampo, y que fuera rechazado por ellos: "A mí lo que me fascinaba del país era lo bajo, a ellos lo alto. A mí me hechizaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París... ¡Ah, dejar de ser jóvenes! ¡Ah, tener una literatura madura! ¡Ah, igualar a Francia, a Inglaterra!" Gombrowicz reconocía el talento de Borges, pero lo encontraba muy cosmopolita y europeizante; no veía aquello que luego señalaría Piglia con tanto acierto: que aunque eran otros los caminos, Borges estaba tan preocupado como Gombrowicz por reflexionar sobre la forma en que una literatura periférica y una lengua marginal podían insertarse en la cultura mundial. 

En el Diario argentino se encuentran momentos icónicos, como cuando en el café Rex de la calle Corrientes, un grupo de escritores liderado por el cubano Virgilio Piñera daba la última redacción a la traducción de Ferdydurke del polaco al español, que había emprendido Gombrowicz y que luego continuaron unos amigos, revisando palabra por palabra la labor del polaco ("pronto la traducción comenzó a atraer gente y algunas sesiones del Rex se vieron colmadas de asistentes"); hay un rechazo a las menciones a su homosexualidad, pero sugerencias claras, más bien escasas, de su interés en los hombres ("volvía a esa situación, la más profunda, la más esencial y la más dolorosa de todas las mías: yo, caminando tras un muchacho de la calle"), que se harán más explícitas en Kronos, el diario secreto de Gombrowicz publicado tres años atrás por su viuda Rita en Polonia (para la confusión: hay un Diario, y un Diario argentino, y un diario detás del diario llamado Kronos); están sus lecturas -Simone Weil, Proust--, sus viajes a la provincia (Tandil, Santiago del Estero), su preocupación nada modesta por la forma en que se extendía su fama ("estoy creciendo en Polonia. Estoy creciendo también en otras partes... ¡El proceso de agigantamiento de mi persona está asegurado por muchos años!").

Gombrowicz se equivocó al escribir que su pasión hacia Argentina nació cuando se alejó de ella; el diario muestra que esa pasión estaba ahí desde el primer momento en que llegó a esa nación "exótica, displicente, impávida, consagrada a lo cotidiano" e intentó entenderla obsesivamente.  

   

(La Tercera, 29 de mayo 2016)
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31 de mayo de 2016
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"Morir un poco para vivir por siempre": Cero K, de Don DeLillo

 ¿Qué hace el visionario el día después de que se hayan cumplido sus visiones? Quizás las últimas obras de Don DeLillo no se hayan contado entre sus más brillantes porque no debe ser fácil escribir después de que se hiciera realidad el apocalíptico corazón negro en torno al cual giraba su obra (el atentado a las Torres Gemelas). Cero K (Seix Barral), la más reciente novela, tampoco está a la altura de sus grandes clásicos -qué difícil es, para cualquiera, enfrentarse a Ruido blanco (1985) o Libra (1988)--, pero es muy buena, lo mejor que ha escrito desde Submundo (1997): sus obsesiones de siempre vuelven a servirle para apuntar al zeitgeist de esta década, en el que "la ciencia bañada en irreprimible fantasía" promete descaradas utopías individuales y colectivas.

            Cero K es un capítulo más en el continuo avance de la ciencia ficción como un nuevo realismo: el millonario Ross Lockhart -padre del abúlico narrador, Jeff-- quiere criopreservar el cuerpo de su segunda esposa, Artis, que sufre una enfermedad terminal. Junto a otros socios, ha invertido en la Convergence, un instituto secreto localizado entre los Urales y Siberia, que promete vida eterna a sus clientes: ha desarrollado técnicas para preservar cuerpos de modo que, en el futuro, con los avances biotecnológicos, estos sean reanimados y adquieran inmortalidad. Ciencia: en los Estados Unidos hay varios institutos como el que describe DeLillo (el más conocido es el Alcor Life Extension Foundation); ficción: se han logrado avances en la criopreservación, pero todavía falta lo más difícil, que es la tecnología capaz de reanimar los cuerpos preservados.

            En Ruido Blanco, DeLillo señalaba que, en una sociedad en la que ha triunfado lo artificial, lo único verdaderamente auténtico es el miedo a la muerte. Cero K atrapa ese miedo, conjugado con la melancolía de la llegada del fin: los sueños de Ross son un gesto de rebeldía ante la finitud de la vida, "un período tan breve que lo podemos medir en segundos". De nada vale decir que es la muerte aquello que nos hace humanos: la "tecnología basada en la fe... otro dios, no tan diferente de los anteriores", puede permitir que unos cuantos -los miembros del 1%-- se impongan a las razones biológicas que llevan al fin.

            Jeff tiene buen ojo para captar el look postmoderno de las instalaciones del instituto -Convergence es una mezcla de un edificio de la Cientología con una instalación artística, con el mejor uso de maniquíes en la narrativa desde los tiempos de Felisberto Hernández--, pero su vida anodina y su mirada clínica ante el drama que ocurre ante sus ojos -una madrastra cuya muerte se acelerará, un padre tentado de seguir sus pasos- impiden que se convierta en un personaje memorable: él es más una mirada --¿la de DeLillo?- que otra cosa. El fascinante monólogo de Artis ya iniciando el proceso de criopreservación -el "ping ping ping" de su cerebro- podía haber sido más desarrollado. Hay una subtrama fallida con Stak, el hijo de la pareja de Jeff, con un desenlace que abusa de la coincidencia.

DeLillo intuyó hace rato que todo aquello que percibimos está mediado por el cine, la televisión, el arte: no podemos ver nada de forma directa o "auténtica". Por eso no es casualidad que el gran triunfo de esta novela, aparte de las reflexiones agudas sobre la mortalidad, sea la escena en la que Jeff se asoma a la sección de criopreservación y se encuentra con "largas columnas de hombres y mujeres desnudas, en suspensión congelada". Esto es cine clase B -Coma, por ejemplo- elevado a instalación artística: "espectáculo puro, una single entidad, los cuerpos majestuosos en su postura criónica. Una forma de arte visionario, arte corporal con amplias implicaciones".

  

 (La Tercera, 15 de mayo 2016)

 

 

 

 

 

 

 

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17 de mayo de 2016
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"Su magestad" en el Congreso de la Lengua

Llegué tarde a la ceremonia de inauguración del Congreso de la Lengua en San Juan. Creí que no me perdería de nada, convencido de que, como suele ocurrir en estos casos, todo no pasaría de los huecos, inofensivos ejercicios retóricos que nos gustan tanto. Sin embargo, esta vez en los discursos se dijeron cosas poco diplomáticas que se convirtieron en el centro del debate. En su alocución, Victor García de la Concha, director del Instituto Cervantes, se mostró orgulloso de que por primera vez el congreso se llevara a cabo en un país no hispanoamericano; el rey Felipe de España dijo sentirse feliz de volver a los Estados Unidos.

Al leer que Puerto Rico es a la vez un estado "libre" y "asociado" de los Estados Unidos, es fácil confundirse; como dice la escritora Marta Aponte, la isla, "en cuanto a entidad jurídica, debería exhibirse en un gabinete de curiosidades". En la base de su situación colonial está un caso de 1901 que obligó a la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos a pronunciarse con un argumento claramente discriminatorio: Puerto Rico "pertenece a, pero no es parte de los Estados Unidos". Es entonces un territorio colonial, un botín de guerra no incorporado del todo al país. Los puertorriqueños tienen pasaporte norteamericano pero no pueden votar; dependen del imperio, pero su identidad está muy arraigada en la cultura hispanoamericana. El escritor Eduardo Lalo lo afirma con claridad: "en el supuesto de que un día, Puerto Rico llegue a formar parte de Estados Unidos en plenitud, seguirá siendo Hispanoamérica".
Las palabras de García de la Concha y el rey Felipe no son simples lapsus; demuestran que una idea decimonónica del panhispanismo todavía sigue vigente entre las instituciones españolas; también, como sugieren fuentes diplomáticas al periódico El País, que era muy importante para España que Estados Unidos no viera el congreso como una provocación. De golpe y plumazo, el esfuerzo de Puerto Rico por organizarlo fue echado simbólicamente por la borda: resultaba que para algunas de las instituciones españolas más representativas, Puerto Rico era un país extraño a ese gran territorio de la lengua que se estaba celebrando en estos días. Quizás por eso, a manera de venganza -intencional o no-- en la retransmisión televisiva del discurso del rey, los rótulos se hayan referido a él, al menos por un rato, como "su magestad".
El embrollo puede tratar de entenderse a partir del choque de lógicas opuestas -la de la resistencia y la de expansión-- articuladas detrás del congreso: como sugiere el crítico y editor Gustavo Guerrero, mientras que Puerto Rico creía haber sido elegido para organizarlo por su capacidad cultural de resistencia, por haber afirmado su pertenencia al ámbito de la lengua española pese a los embates de los Estados Unidos, las instituciones españolas parecían haber elegido a Puerto Rico como un punto de entrada a ese mundo que les interesa tanto, al de los latinos en los Estados Unidos.
Durante los días que duró el congreso hubo presentaciones brillantes - Álvaro Pombo y una performance sobre Juan Ramón Jimenez y su obra; Luis Felipe Fabre y la lectura de su "Sor Juana y otros monstruos: una ponencia en verso", ya un texto fundamental de la poesía latinoamericana contemporánea--. Se notó el esfuerzo desplegado por los organizadores para armar debates que llevaran al español a lugares no muy transitados, como el de su relación con la ciencia o el de su presencia en las nuevas tecnologías de la comunicación; lamentablemente, las intensas discusiones que produjeron quizás no sean tan recordadas como un par de discursos inaugurales, convertidos esta vez en -las palabras son de Lalo- "actos de barbarie".

 

(La Tercera, 20 de marzo 2016)

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20 de marzo de 2016
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Evo en su laberinto

El No ha triunfado en el referendo llevado a cabo en Bolivia para decidir si Evo Morales podía volver a postularse en las próximas elecciones. Más allá del resultado, la foto que arroja el referendo es compleja: después de diez años de gobierno del MAS, se ha vuelto a esos tiempos de polarización y "empate catastrófico" a los que Evo debió enfrentarse cuando comenzaba su mandato.

            Quizás Evo se arrepienta de ese momento en que creyó que era una buena idea reformar una Constitución aprobada por su partido menos de una década atrás para que él y el vicepresidente García Linera pudieran intentar postularse por cuarta vez consecutiva. Pero, ¿quién podría haber imaginado este resultado? En las elecciones del 2014, Evo había logrado el 61% y su partido consolidaba una hegemonía nacional. La bonanza económica, el robusto crecimiento anual, la ausencia de una oposición viable, eran ideales para administrar la hegemonía e ir dejando el espacio necesario para la proyección de nuevos líderes al interior del partido.

            Evo no contaba con que en las áreas urbanas se vería su deseo de quedarse no como un gesto de desprendimiento necesario para profundizar el "proceso de cambio", sino como un burdo intento de perpetuar a una nueva élite política-económica en el poder (mucha gente le hizo observaciones atinadas al presidente; en otros volvió la lacra del racismo). Tampoco contaba con que las acusaciones de corrupción terminarían alcanzándolo a él, que siempre proyectó una imagen de gobernante impoluto. Si el caso del Fondo Indígena -un enorme desfalco con proyectos fantasmas-- golpeó al partido, el caso Zapata -la revelación de que una expareja de Evo, con quien había tenido un hijo ocho años atrás, era la lobista principal de un consorcio chino que recibió muchos proyectos del gobierno-- tiró al presidente por los suelos. Si la política es, sobre todo, la administración de las crisis, ni Evo ni su partido supieron enfrentarse a la avalancha de acusaciones de las últimas semanas: no dieron respuestas satisfactorias (hasta ahora no las dan), recurrieron al gesto soberbio del que se sorprende de que sus subordinados le pidan rendición de cuentas, e infantilizaron a la ciudadanía, agitando el fantasma de Estados Unidos como el culpable de los ataques. De paso, García Linera también debió admitir que mentía cuando decía que tenía licenciatura y posgrado en una universidad mexicana. Por esas mentiras caen gobernantes en otros países.

            Así llegamos a esta resaca post-electoral, con un presidente dolido al constatar que ya no lo quieren tanto como antes y un país que vuelve a la división campo/ciudad. No todo está perdido: Evo y el MAS tienen tres años y medio para reconducir el "proceso de cambio" y hacer la revolución ética que se les reclama; la oposición debe reinventarse y articular un proyecto de país que seduzca a la gente; muchos ciudadanos, tan políticamente activos hoy, tan vigilantes con la corrupción, deben enfrentarse a la vieja herencia racista. ¿Aprenderemos la lección?

 

(El País, 23 de febrero 2016)

 

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27 de febrero de 2016
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Sergio Galarza: Tiempo de duelo

            Hace cuatro años que leí por primera vez, en un café madrileño, Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre (Montacerdos), del escritor peruano Sergio Galarza (1976), en una versión inicial. Había leído novelas (Paseador de perros), crónicas (Los Rolling Stones en Perú) y libros de cuentos (Todas las mujeres son galgos) muy buenos de Sergio, pero no estaba preparado para el impacto emocional de estas memorias sobre los últimos días de su madre, escrita con una prosa directa y concisa, sin afectaciones. Ahora que las he vuelto a leer, y pese a que el subgénero de los hijos que escriben sobre sus padres ha sido usado y abusado últimamente, descubro, entusiasmado, que no ha perdido nada de su poder. Nombres rutilantes han escrito sobre el tema en la literatura latinoamericana, pero este es el libro que más me ha llegado y que recomendaría.

            Galarza se mete de lleno en la historia desde el primer párrafo: "Durante la madrugada había chateado con mi hermana Lupe que vive en Seattle, confirmando las peores sospechas: a nuestra madre, mi vieja, como la he llamado siempre con cariño al nombrarla frente a amigos y extraños, no le quedaba mucho tiempo. El cáncer estaba generalizado". El libro se enfoca en ese período que va desde que Galarza se entera de la enfermedad de su "vieja" hasta el predecible final: tiempos de pensamiento mágico, en los que el autor cree que si hace ciertas cosas puede mantener a su madre con vida ("si mi equipo ganaba todos los partidos ella se recuperaría"); pero hay mucho más, pues el libro se abre a explorar los vínculos intensos del escritor con su madre --comenzando por esa infancia feliz en la que ella lo acompañaba a sus partidos de fútbol en la Lima de los ochenta, y era su hincha más "feroz"--  y las relaciones con su padre desapegado y sus hermanos Daniel y Lupe.

            Una canción de Bob Dylan captura una verdad profunda de las relaciones afectivas: solemos fallarles con frecuencia a los seres que más queremos, precisamente porque los queremos y sabemos que de todas maneras estarán ahí para nosotros ("Le escribía correos de tres líneas como máximo, y más largos si le pedía un favor... Mi madre me reclamó una vez que no le hubiera dedicado ningún libro"). Galarza desgrana los momentos en que se avergonzó de su madre: ella, una abogada querida y respetada, tenía veleidades literarias, y él no estaba interesado en leer sus manuscritos; ella venía a visitarlo en Madrid -ciudad a la que él se muda para desarrollar su carrera literaria--, y él no la acompañaba a los lugares a los que ella quería ir. Es un excelente autorretrato, el del chico reacio a expresar sus sentimientos, que también es un rebelde dado a las drogas y a las peleas, un fanático del fútbol y del skate que sueña con ser escritor y se esfuerza por ocultar el lado explosivo de su carácter a una madre comprensiva que ha depositado toda su fe en él.

            Galarza, ya convertido en escritor, reconstruye la visita de su madre a Madrid el 2009, la última vez que estuvieron juntos, gracias a una agenda de ella, "organizada y maniática". Están todos los gastos y las visitas, y, sorpresivamente, la letra de una canción de Bob Dylan en la penúltima página. Esa canción es un símbolo del desencuentro: el escritor fanático de Dylan, que escuchó "Blowin' in the Wind" con su madre en una carretera de Madrid a La Coruña, no sabía que ella, ya afectada por el cáncer pero sin decírselo a nadie ni intentando un tratamiento para salvarse o al menos alargar su vida ("aguantaría hasta que su cuerpo dijera basta y el secreto de su enfermedad se revelara por sí solo"), se estaba haciendo en silencio las mismas preguntas de la canción. Es un momento para la culpa, pero también el principio de la sabiduría.

 

 (La Tercera, 21 de febrero 2016)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de febrero de 2016
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La curiosa paradoja de Marcel Schwob

La felicidad estos días ha sido mi descubrimiento tardío de Marcel Schwob (1867-1905). Pese a tener en mi biblioteca un ejemplar de Vidas imaginarias desde hace más de diez años, no lo leí hasta que la semana pasada llegó por correo la edición de sus Cuentos completos que acaba de publicar la editorial Páginas de Espuma, en una maravillosa edición y traducción de Mauro Armiño. Pensé equivocadamente que el escritor francés era autor de un solo libro, pero luego descubrí que esos cinco años intensos en los que se concentra prácticamente toda su obra -de 1891 a 1896- fueron suficientes para seis libros notables y setecientas páginas sin desperdicio.

Hay una curiosa paradoja en Schwob: escribía obsesivamente sobte la antigüedad grecolatina y la edad media, pero lo hacía rompiendo con las formas decimonónicas al uso y apuntando más bien a varios de los caminos por los que circularía la narrativa del futuro: en Vidas imaginarias están sus relatos inventados de personajes conocidos, de Empédocles a Petronio, a los que el Borges de La historia universal de la infamia les debe muchísimo; La cruzada de los niños es una historia contada a través de múltiples perspectivas, un modelo para el Faulkner de Mientras agonizo; en El libro de Monelle hay un prólogo que bien puede haber servido de punto de partida para todos los manifiestos vanguardistas del siglo veinte: "Esta es la palabra: Destruye, destruye, destruye. Destruye en ti mismo, destruye alrededor. Haz sitio para tu alma y para las demás almas... Destruye, pues toda creación viene de la destrucción... Y para imaginar un nuevo arte, hay que romper el arte antiguo... Pues toda construcción está hecha de escombros, y nada es nuevo en este mundo más que las formas".

Schwob coqueteaba con los movimientos simbolistas y decadentes, pero guardaba su mayor admiración por el rigor narrativo y la imaginación desbordada de Stevenson: de ese cruce salieron sus mejores textos, que hurgan en torno a miedos y ansiedades viscerales, insinuando que la verdad más oculta puede que esté al interior de nosotros mismos ("El hombre doble", "El hombre velado"). Sus cuentos están escritos con una prosa siempre deslumbrante y precisa y muestran una gran capacidad para la composición descriptiva: "El rey enmascarado de oro se levantó del negro trono donde estaba sentado desde hacía horas, y preguntó la causa del tumulto... Alrededor del brasero de bronce también se habían puesto de pie los cincuenta sacerdotes de la derecha y los cincuenta bufones de la izquierda, y las mujeres, en semicírculo ante el rey, agitaban sus manos" ("El rey de la máscara de oro").

Si bien Schwob se movía con comodidad en el pasado, en algunas ocasiones se atrevió a situar la acción en un tiempo por venir: en "El terror futuro" habla de "máquinas galopantes" hechas para la destrucción y parece estar imaginando las grandes guerras del siglo veinte: "... y de golpe la tempestad sangrienta, encendida... Estalló a la señal de un largo cohete llameante que brotó del Ayuntamiento en el cielo negro". Tanto al escribir sobre épocas remotas como sobre el futuro, Schwob era un visionario.

 

(La Tercera, 24 de enero 2016)

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24 de enero de 2016
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Antigona en Santiago: La resta, de Alia Trabucco Zerán

 "¿Cómo igualar la cantidad de muertos y las tumbas?, ¿cómo saber cuántos nacemos y cuántos quedamos?, ¿cómo ajustar las matemáticas mortales y las listas?" La literatura es, sobre todo, el lugar de las preguntas difíciles; lo sabe Alia Trabucco Zerán, escritora chilena cuya primera novela, La resta (Tajamar, 2015), es uno de los mejores aportes a ese subgénero narrativo tan transitado en los últimos años en el Cono Sur, el de la "literatura de los padres" (o mejor, el de la "literatura de los hijos").

La novela comienza de forma poco convencional, a través del monólogo alucinado de Felipe, hijo de un militante muerto durante la dictadura, que ve muertos por todas partes, muertos que pueden ser "anuncio", "pista", "prisa" de algo más, pero que también son ellos mismos el mensaje: no descansan en paz porque no se les ha dado una propia sepultura (muchos siguen desaparecidos). Encontrar a un muerto en este contexto es restar un desaparecido -de ahí el título--, de manera que, de a poco, se llegue a cero y todas las tumbas tengan su contenido.

Felipe es una versión contemporánea de Antígona, la heroína del mito griego dispuesta a enfrentarse a la ley en procura de dar las ritos fúnebres adecuados a su hermano Polínices. Felipe es más bien ensimismado y no tiene una ley a la que enfrentarse, pero su misión no es menos potente: "voy a escarbar otra vez el mismo hoyo, excavar y sacar la tierra para desenterrarlos, uno por uno exhumarlos, lamerlos y velarlos otra vez, todos los días y todas las noches de mi vida, hasta que ya no quede territorio sin remover, hasta arar los desiertos y los pueblos fantasma y las playas sucias y los manzanales, hasta compensar cada uno de los funerales faltantes..." La distorsión en la mirada de Felipe es la forma que tiene el trauma de hacerse presente en una sociedad que no ha llevado a cabo el duelo adecuado: es el inconsciente, reprimido parcialmente, el que habla a través de él.

Luego, a manera de contrapunto, aparece la narración de Iquela, otra hija de exmilitantes. Ella, unida a Felipe por la culpa de un padre delator, es la voz madura de la novela; en esas narraciones alternadas, Trabucco Zerán nos entrega dos versiones complementarias del duelo en la sociedad chilena: una es racional, mesurada, inteligente, pero no exenta de poesía, y la otra más bien irracional y delirante. En la narrativa de Iquela aparece Paloma, otra hija de exmilitantes recién llegada de Alemania (el exilio como otro de los destinos de la desaparición), y la misión: repatriar el cadáver de la madre de Paloma, que, por culpa de las cenizas que llueven sobre Santiago, ha sido desviado al aeropuerto de Mendoza.

Trabucco Zerán sobredetermina su narrativa: es demasiado que lluevan cenizas sobre Santiago, que los tres jóvenes deban cruzar los Andes en una carroza fúnebre; la novela ya dice esas cosas sin que tenga necesidad de hacerse literal. Pero esos son reparos menores a una novela que te lleva por delante con su fuerza y maneja una notable amplitud de registros (es, por turnos, lírica, elegiaca, sensual, cómica, trágica). La escritora de La resta está, como sus personajes, obsesionada por las palabras, esas "grietas del idioma" por las que se cuela nuestra forma particular de aprehender las cosas; gracias, entre otras cosas, a ese cuidado minucioso, obsesivo con el lenguaje, esta novela quedará.

(La Tercera, 5 diciembre 2015)

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21 de enero de 2016
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Patricia Highsmith y "las chicas que prefieren a otras chicas"

Patricia Highsmith (1921-1995) contó que la inspiración para su admirable The Price of Salt (1952) -conocida hoy como Carol (Anagrama), con una reciente y sólida adaptación al cine por parte de Todd Haynes- ocurrió a fines de 1948, cuando ella trabajaba en la sección de juguetes de una tienda de departamentos en Manhattan, durante el período navideño. Una mañana vio a una mujer rubia con un abrigo de pieles, "que parecía emitir luz"; después de que esta comprara una muñeca y se fuera, Highsmith creyó que se desmayaba de la emoción, y al mismo tiempo se sentía estimulada, "como su hubiera tenido una visión". Ese mismo día escribió en menos de dos horas un cuento de ocho páginas que vendría a ser la versión resumida de la novela.

No era normal por entonces publicar una novela sobre el amor entre mujeres, de modo que Highsmith, para no arriesgar una carrera que se prometía auspiciosa (su novela Extraños en el tren había sido publicada en 1949 y Alfred Hitchcock acababa de comprar los derechos), decidió publicar Carol bajo el seudónimo de Claire Morgan. La novela fue un éxito: casi un millón de ejemplares vendidos de la edición de bolsillo, y, durante varios meses, diez a quince cartas quincenales de los lectores a Morgan. Luego el libro desapareció, hasta que volvió a ser editado en 1991, año en que Highsmith asumió su autoría.

Carol está narrada desde la perspectiva de la joven y talentosa Therese Belivet, que sueña con triunfar como diseñadora de escenarios para el teatro. Therese conoce a Carol-una hermosa y enigmática mujer de la clase alta en pleno proceso de divorcio- y se descubre atraída por ella. Therese vive la atracción y el enamoramiento con normalidad, aunque la sociedad le dirá muy pronto que lo suyo es una "abominación", y comenzará a mostrar esa ansiedad que es una marca registrada de Highsmith: "si [su relación] había comenzado como una pura felicidad, ahora había ido más allá de lo ordinario y se había convertido en otra cosa, llegado a ser una presión excesiva, de modo que el peso de una taza de café en sus manos, la rapidez de un gato cruzando el jardín allá abajo, el choque silencioso de dos nubes parecían ser casi más de lo que ella podía tolerar".  

Aunque la trama no gira en torno a una conspiración para cometer un crimen o chantajear a alguien -como en las cinco novelas que Highsmith le dedicó al "talentoso" y escurridizo Ripley--, Carol crea igualmente una atmosfera claustrofóbica de suspense en torno al desafío que representa para una sociedad conservadora la relación entre dos mujeres. Si la primera parte puede leerse como una novela de costumbres, en la que hay más minucia psicológica que acción y brilla el ojo de Highsmith para registrar los matices cambiantes de la subjetividad de Therese, la segunda parte se convierte en una road novel con persecusión incluida: el detective contratado por el marido de Carol es la obvia conciencia de la clase media, dispuesta a hacer pagar la transgresión por la ruptura del código moral que representa esta unión.  

En su adaptación cinematográfica, Todd Haynes ha hecho un cambio central en la estructura: la perspectiva narrativa deja de ser exclusividad de Therese (Rooney Mara). Así, se pierde la forma detallada con la que Highsmith cuenta el enfebrecido enamoramiento de su protagonista. A cambio, se le da más espacio a la elegante Cate Blanchett en el papel de Carol, tan misteriosa como en la novela. Lo que sigue presente es la precisa radiografía de una sociedad prejuiciosa y cruel; podemos mirar ese periodo con cierta superioridad moral, hasta que nos damos cuenta de que las intuiciones de Highsmith también se aplican a muchas áreas del presente.

(La Tercera, 10 de enero 2016)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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12 de enero de 2016
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Últimas noticias de Sergio Chejfec

Jonathan Franzen declaró una vez que, como método de escritura de su novela Las correcciones, hubo días en que se vendaba los ojos y se ponía orejeras y tapones en los oídos para teclear en la máquina; era su forma de concentrarse en la escritura, de "liberar la mente de los clichés". Esa búsqueda de lo sublime da para la caricatura. A eso, prefiero a quienes dejan entrar el ruido del mundo mientras escriben; César Aira, por ejemplo, que trabaja en los cafés entre concentrado y distraído: "He probado escribir solo en casa pero no me funciona tan bien. Ahí veo la pared, lo que veo siempre... Si en el café donde estoy escribiendo entra un pajarito (una vez pasó), entra también en lo que estoy escribiendo".

Se me ocurren estas cosas mientras leo Últimas noticias de la escritura (Entropía; Jekyll and Jill), el nuevo libro de Sergio Chejfec, a medio camino entre la crónica personal y el ensayo. Inspirado por Derrida, Jacques Rancière y Friedrich Kittler, el escritor argentino reflexiona en este libro sobre las múltiples conexiones entre la escritura manual y la digital y va a contrapelo, con lucidez, de aquellos que piensan que, al dejar de escribir a mano, hemos perdido una relación natural con la escritura. Chejfec cree que "la escritura en computadora puede ser increíblemente próxima y envolvente"; tenemos hoy una relación natural con el procesador de palabras, y escribir a mano puede más bien resultarnos muy extraño.

A la condición material, física de la escritura -el manuscrito, el libro impreso--, Chejfec opone la condición virtual de la escritura digital. La composición impresa es más definitiva; Chejfec se decanta por lo que él llama, a partir de Rancière, la "presencia pensativa" de un texto digital, el hecho de que su inmaterialidad le da un carácter más hipotético, menos asertivo, "más fluido y menos definitorio, a veces conceptual, que extrae su condición inestable del pulso manual y del pulso electrónico". La elección del instrumento de escritura, lo sabemos, condiciona también la poética del escritor (Nietzsche: "nuestras máquinas de escritura trabajan en nuestro pensamiento"). La escritura digital influye en la elaboración de un texto: como muestra de la escritura electrónica, Chefjec menciona algunos textos de Agustín Fernández Mallo, Lorenzo García Vega o Carlos Gradín. Aparece así un "verosímil digital", diferente al verosímil agotado del realismo tradicional.  

En la base de todo esto está la pregunta por el aura del original es tiempos de reproducción digital, la condición, digamos, sagrada de un texto. ¿Si no hay manuscritos, si no hay originales, puede haber aura? El aura es una aporía, sostiene Chejfec con acierto: aparece en el momento en que el original puede ser reproducido. Pero el aura se las ingenia para reaparecer: por ejemplo, en las tecnicas de apropiación de Lamborghini -que escribía sobre libros ya publicados--, y también en la forma en que subrayamos y doblamos un libro, convirtiéndolo en original (cada tanto leemos de académicos que recuperan las anotaciones y subrayados de los libros de las bibliotecas de Borges o Foster Wallace). 

Chefjec recuerda la libreta verde donde hace sus anotaciones manuales "inestables", sus días copiando textos de Kafka, y nos pasea por eccéntricos de la escritura, como Santiago Badariotti, que llegó a transcribir en una Remington treinta mil páginas de libros, o artistas de la performance escritural, como Tim Youd, que pasa a máquina clásicos de la literatura (pero no cambia de papel, con lo que el resultado de la transcripción de una novela es "una hoja saturada de tinta"). Chefjec nos hace ver que escribir es una actividad tan natural como extraña.  

(La Tercera, 9 de noviembre 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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25 de noviembre de 2015
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