
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
En 1923, cuando Van Gogh tenía 20 años, se enamoró perdidamente de una joven llamada Úrsula, hija de los Loyer donde se hospedaba en Londres. Tras idas y venidas, insinuaciones y cortejos, la declaración de Van Gogh se saldó con una negativa rotunda. En lo sucesivo, Van Gogh fue encadenando fracaso tras fracaso, no muy sonoros porque su vida no rebasaba en mucho la miseria pero sí profundos para su personalidad y su desequilibrio.. Entonces, sin embargo, al ser despechado por su enamorada, creyó encontrar una solución para su porvenir y se la procuró una lectura de Renan, posiblemente su Jesús, donde incitaba a "morirse uno mismo".
"Morirse uno mismo" o sea, no esperar a que lo matara el hambre, el tifus o un disparo. Tampoco un suicidio que contravendría su fe religiosa sino algo parecido a dejarse morir que fue, en rigor, lo que Cristo realizó con su existencia.
Efectivamente Van Gogh acabó descreído y se pegó un tiro pero la idea de "morirse uno mismo" le mantuvo vivo más tiempo del que las circunstancias habrían decidido. La fórmula llevaba en sí la clave para soportar la adversidad y el dolor. Uno mismo, muerto para sí mismo, no sería el objeto de un desdén, una humillación o cualquier otra tremenda amenaza de acabamiento. El fin estaba en sus manos. El fin del yo que le debía mantener a salvo de todos los miedos.