
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
La muerte en media docena de amigos en apenas una semana ha significado más que una terrible bomba de racimo. Muchos escritores han hablado de la muerte cuando la veían más o menos cerca pero ¿qué otro asunto puede interesar a quien puede hablar cuando su maldad se siente como un cerco que va despoblando a toda la generación y avanza para exterminarla entera?
Nunca antes de estos días de tanto luto la muerte de un amigo había convertido su desaparición aislada en el anuncio de la llegada de la nuestra. Muy pronto, acaso en este mes, dentro del año.
Veo, como mis hijos y sus amigos, contemplan la muerte, tan lejana tan ajena, y es fácil recordar esa sensación del tiempo en que sólo fallecían, y merecidamente, los viejos. Pero ahora, ni viejos ni menos viejos, ni unos ni otros, sea a causa del tabaco, el alcohol o el cáncer, son amigos que merezcan morir y, sin embargo, haciendo cuentas son parte de la generación a la que históricamente le toca el turno. Como la consecuencia de una acción de limpieza social, tan automática como proyectada industrialmente, el estrato de gentes por encima de los sesenta van siendo eliminadas como excrecencias. Primero llega la jubilación -incluso anticipada- y poco después comienzan a registrarse los hechos de muerte no simbólica, como la anterior, sino efectiva, tal como si el retiro precedente hubiera sido en verdad un ensayo general para el entierro.
Al incuestionable expediente de regulación sigue, más pronto que tarde, el consecuente expediente de incineración. Como pavesas desaparecen los cuerpos de tantos amigos y sólo queda en el aire, como un ensalmo, el nombre. El nombre es todo el fino contenedor del ser una vez que la cremación ha consumido el resto. Muertes sobrevenidas súbitamente o, lo que es más común, a través de un proceso en que la enfermedad va carcomiendo gradualmente las señas. Unos ya no andaban, otros apenas podían articular palabra, algunos iban perdiendo la memoria cada vez más débil. En casi todos puede entenderse que el formidable peso de la existencia (el dolor, el amor, la decepción, el esfuerzo) ha terminado aplastándolos pero, en realidad, no puede aceptarse pensando que la vida, de por sí, la celebramos siempre como una adición de vida y nunca como una ración de muerte. ¿Qué confusión es esta? Y¿ cómo saltar fuera de esta marcha inclemente y no morir? ¿Cómo vivir, en fin, bajo esta amenaza tan terrible como inminente?
Hoy mismo, a la muerte de Castilla del Pino, de Benedetti, de Conte o de Ullán se añade el inevitable aviso de la propia muerte. ¿La muerte personal? ¿Qué gigantesca maldad se ha cometido para ser ajusticiados uno a uno, en masa, en racimos, sin que sea posible discutir la violencia, la injusticia y la arbitrariedad de esta ejecución tan inútil, inhumana, banal?