
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
No les recomendaría cinematográficamente esa película de Brad Pitt que nace viejo y sigue hasta su muerte rejuveneciendo sin reposo pero a lo largo de esa cinta vi alrededor, escuché alrededor, intuí alrededor, una abundante suma de reflexiones sobre la experiencia de vivir, sus peripecias, sus melancolías, su final irremediable y de qué modo cuanto nos pasa posee poca trascendencia y vale sólo la pena atenderlas como un espectador de una película que -como ésta- tiene garantizado de antemano el fracaso. La sala volvió a parecerse a un templo español de hace medio siglo donde el cura seguro de sí, pero torpe de expresión, hablaba de la fatuidad de este mundo, sus pompas y honras para situar ante los asistentes la única esperanza verdadera del más allá. Porque, en resumidas cuentas, cuanto sucede aquí (bueno, malo regular, extraordinario, ordinario, imperceptible, fatal) no es otra cosa que un leve episodio que se lee y se olvida. Un cuento como este basado en relatos de Scott Fitzgerald que discurren para desvanecerse sin pena ni gloria en la vanidad de la distracción.