Vicente Verdú
Ni Séneca conseguía dar en el clavo a la hora de proponer una fórmula para vivir mejor. Perora, amonesta, susurra y, finalmente, en su osado opúsculo, Tratado sobre la brevedad de la vida, el único consejo neto que se deduce de su cansino texto es la idea de la quietud.
En su parecer, nada más idóneo que acaso lo inorgánico para llegar a ser feliz. O, siendo más laxos, el universo vegetal sería el modelo que cumpliría con mayor perfección sus enseñanzas. Pero ¿cómo, siendo humano, vivir sin arrebatos y pasiones, sin afanes o ilusiones, sin ambición ni ira?
Precisamente él mismo fue condenado a morir "por suicidio" (cortándose las venas de las manos y de las rodillas, de las piernas hasta llegar a sorber un intenso veneno para concluir de una vez) acusado de participar en una confabulación contra Nerón a quien, de otra parte, había formado como a un hijo desde su adolescencia. Como también fue el mismo Séneca quien despertó los recelos del emperador y toda la corte cuando sus riquezas (una fortuna acumulada no menor a 17.500.000 dracmas, un fortunón, según Dión Casio) no provenían de orígenes transparentes.
Su Tratado sobre la brevedad de la vida está escrito cuando estaba cerca de cumplir 70 y ya no formaba parte de la vida pública y sus ajetreos lo que convierte sus reflexiones en un balance de su brega anterior y que entonces consideraba ya carente de atracción y sentido.
No es breve la vida humana, dirá. Sólo parece breve si uno se afana en la tarea de acumular bienes y honores. El retiro del vulgo y la voluntaria quietud personal comportan, sin embargo, lo contrario. Es decir, la quietud favorecida por el alejamiento del bullicio urbano (Roma contaba casi con un millón de habitantes en esos años 60 después de Cristo) y basada en el pacífico equilibrio de la virtud, cultivada con despacioso esmero.
El "vive bien" de Séneca al final de sus días tiene así que ver con la idea de no complicarse la vida, no meterse en enredos económicos o políticos sino con la regla de poseer sólo lo necesario y acaso un poco más para eliminar , a la vez, la inquietud de pasar hambre. Al igual que las plantas, el máximo bien sería vivir con lo mínimo y sin pena, sentir algo pero al modo epiceno de la naturaleza, sin diatriba, sin finalidad, integrado suavemente en el devenir espontáneo del mundo y acabar, silenciosamente, apegado o camuflado en él.