Javier Rioyo
Me gusta el escritor José María Merino. Hace ya más de veinte años leí una novela suya, sin demasiado arrebato, sin pasión, sin desdeño. Después encontré algunos de sus cuentos, me gustaron mucho más. Y así, de manera arbitraria y desigual, he seguido su obra. Sin entusiasmo, con placidez. Su último libro, La glorieta de los fugitivos, ha sido el ganador del curioso, arriesgado, arbitrario y singular premio Salambó. Nada menos que el premio que un jurado de narradores en español y catalán concede al que consideran el mejor libro publicado en esos idiomas. Del premio en catalán desconozco casi todo, pero el premio en castellano me interesa porque es un premio de colegas. Es decir, es un premio de envidias, celos, manías, fobias y odios. Además, un premio, porque sí, sin un duro, sin mucha historia, sin mucho criterio y sin demasiada repercusión. Un premio cada año más querido, más deseado, más…maniobrado, pensaba decir y no digo.
Después de aplaudir el libro, pequeño, bonito, suave, inteligente y útil de Merino -además en una editorial pequeña, esforzada y merecedora de mejor sitio, "Páginas de espuma"- tengo que confesar que a todos, casi todos, sorprendió que ese fuera el mejor de los libros en español del pasado año. Los del jurado son muy suyos, se parecen a los ciudadanos. Son capaces de votar a quien no conocen, a quien no han leído y a quien no piensan leer. Son gentes que tienen orillas oscuras. Es decir, son como nosotros: raros, pequeños, tramposos, interesados y vanidosos. Los hay mejores, pero no son jurados. Volveré al libro de Merino. Volveré a esa región literaria. E intentaré callar lo que tuve que escuchar- no en contra de Merino- sobre lo que piensan, odian, desprecian, desconocen e ignoran de la literatura reciente española. ¡Joder!, espero no perder del todo la memoria, Algún día tendré que contar algo de mi memoria de pequeñas historias. Mejor me callo, de momento… ¡Qué tropa!