Vicente Verdú
Una diferencia en el poder de los sexos no siempre reconocida en su trascendencia verdadera es aquella que procede de la vulnerabilidad femenina con el paso de la edad. Los hombres padecen, cómo no, su correspondiente minusvalor pero la pérdida en la mujer resulta casi patética. Ciertamente, la atracción física en las mujeres les reportó en la juventud cuantiosos beneficios, incomparablemente superiores a los que logra el hombre, pero después, en la época en que ahora me fijo, la diferencia es cruel.
En TV1, la cadena principal de la televisión pública española, se pasa actualmente una serie, Victoria, que a muchos telespectadores nos mantiene fascinados a la hora de la sobremesa. Victoria, el personaje principal, va a cumplir 50 años y, en ese trance, el marido, otro cincuentón, acaba de enrollarse con una vistosa colega del bufete, 20 años más joven. En estos momentos de la serie nos hallamos en vísperas de que estrenen un apartamento que él ha adquirido sin reparar en gastos. En los meses anteriores han ocupado el piso de la amante decorado con reproducciones de cuadros de Kandinski a escala 3:1 y tanto por esta asfixia pictórica como por la bajísima altura de la cama, Enrique que posee una considerable fortuna, decide la mudanza.
Despechada, Victoria que se quedaba a cargo de los tres hijos, empieza sin embargo a ser cortejada por un periodista de treinta y tantos años que para más acicate ha denunciado algunos turbios negocios del marido. En la casa burguesa de Victoria, la pánfila hija mayor debe casarse embarazada en unas semanas, el segundo hijo vive locamente enamorado de Camila, la amiga íntima de Victoria, de la que le separa una diferencia de dos décadas. Y la incontrolable hija menor, fascinada por el granuja del hijo de su psicóloga, otra buena amiga de su madre, se ve abocada al alcohol, la mentira sin freno y las drogas para soportar los desplantes de su enamorado. No hay pues pareja sin conflicto grave, no hay conflicto sin clara desproporción de poderes. En todas estas relaciones que tanto nos interesan a los fieles telespectadores de Victoria el motor de su desarrollo las conduce al accidente seguro mientras la misma velocidad de la pasión presagia el delirio que viven. ¿Es verosímil que los mismos protagonistas no puedan verlo? Lo saben, lo intuyen, lo verbalizan, conocen la inminencia del fracaso, pero ninguno quiere verlo. La visión es el sentido supremo de nuestra acción, la imagen de lo que es o lo que somos representa la mágica estampa de nuestro arbitrario destino, antes, entonces y después de su plasmación.