Vicente Verdú
Es grave error considerar que el esfuerzo hacia delgadez debe identificarse con la búsqueda de la belleza. Y aún menos con el cumplimiento de un secreto deber. Tanto o más importante que la incomodidad en los movimientos, la respiración o los resultados clínicos resulta hoy la desazón moral que causa el sobrepeso, mórbido o no.
Llevar consigo más kilos de lo marcado socialmente significa una transgresión de la norma que inculca la culpabilidad en su portador. Los kilos de más se convierten así en signo de molicie o de abandono, indicio de depresión o de subestimación puesto que, por el contrario, mantenerse en los kilos normalizados comporta disciplina y dominio de sí, responsabilidad frente a falta de control, integración y no marginación.
La obesidad, además, se relaciona necesariamente con el pecado de gula, que goza de un prestigio bajo en la clasificación de los pecados. El lujurioso es conquistador, extrovertido y comunicador pero el que trasluce pasión por los alimentos aparece como un ególatra, acaparador del placer para sí y para su exclusivo “engrandecimiento”.
Todo lo que tiende a adelgazar eleva, todo lo que hace engordar rebaja. Esta ecuación, sin embargo, llega a ser terriblemente injusta y peligrosa seguida de principio a fin. Hay hombres a quienes una panza moderada hace más verdaderos y apropiados que un vientre plano. E igualmente hay mujeres en los 40 en que su aspecto embarnecido las vuelve más deseables que la osamenta juvenil. El grosor va desde la morcilla a la barra de labios. La comida se extiende desde la pitanza obscena hasta la máxima elegancia del menú. El sobrepeso, en suma, oscila desde lo más grosero a lo cabal.