Vicente Verdú
La tristeza nace, en general, de un desajuste entre nuestras expectativas y la realidad. Es posible decir otras cosas más pero basta para entenderse. Algo ha salido mal y la tristeza es la secreción inexorable que nos vuelve contritos. Contritos y concentrados en una espontánea tarea personal dedicada a revisar la situación, merodear entre los restos de la destrucción y analizar la composición del explosivo. En esta fase poco importante puede hacerse en la vida exterior porque la investigación se dirige intensamente a la revisión y la reflexión. Toda la luz posible se orienta hacia el doloroso suceso del inmediato pasado y el futuro inmediato se ensombrece.
Entre penumbras y con las fuerzas destinadas a la auscultación profunda del siniestro, el cuerpo se siente también debilitado y se inclina hacia la inmovilidad y la depresión. Este estado parece a primera vista improductivo o estéril, pero ¿cómo edificar nada nuevo y consistente sin construir otros cimientos sobre una tierra firme? Tierra firme o aplastada, suelos que tras reabsorber el llanto o la inundación recobran la prestancia para sostener otra vez la vida. La tristeza despide amargos aromas y entinta negativamente la relación con el mundo y los demás, pero se trata de un periodo necesario al modo de una purgación biliar. Más allá, el mismo aparato digestivo buscará la provisión solar y, gradualmente, una espontánea fluidez de la alegría.