Vicente Verdú
Los objetos domésticos como los gatos y los perros, como el agua del grifo, como el whisky, el pan o los hijos componen un sistema en el que todos interactúan sin remedio y de esa dinámica imprevisible se deduce el carácter de la casa. La vivienda, a su vez, como contenedor y observador del abigarrado contenido, encabalga también sus opiniones y su energía. El conjunto, al que se incorporan las visitas, el polvo, el sonido del teléfono o de la ducha, forman un tremendo nudo vital por el que contraemos el humor así como también enfermedades y neurosis, paz y melancolías.
La vida orgánica, en fin, aquella que nos auscultan en la policlínica representa apenas una pequeña vesícula de la gran bolsa en la que alentamos y residimos. Dolores y gozos que proceden de la calle o del trabajo, del cónyuge, los hijos, las goteras o los programas de televisión se cruzan en un sinfín de cables que sólo la muerte sabe recontar y en cuya circunstancia podría distinguirse, al modo de los exámenes forenses, alguna menuda disyunción crónica que sin saberla nos condiciona el talante y, definitivamente, nos abate desde la compleja vertical en marcha a la exposición horizontal, desde el movimiento continuo, tan incesante como ensordecedor, a la silenciosa parálisis o la taimada apariencia general de los objetos.