Vicente Molina Foix
‘Hitchcokiano’, ‘buñuelesco’, ‘felliniano’. Yo diría que no hay más adjetivos gentilicios indiscutibles en el cine, tal vez con la salvedad, entre los vivos, de ‘almodovariano’. Esa categoría rara de obtener a escala mundial fuera de las bellas artes (lo goyesco) o la literatura (lo dantesco), la consiguió Federico Fellini pronto, a partir seguramente de su tercer largometraje ‘La strada’, y no dejó de marcar su cine y su personalidad desde entonces, aunque lo felliniano se impuso al gran público a partir de la que es su primera obra maestra absoluta, ‘La dolce vita’, que ahora cumple cincuenta años. Con ese motivo se ha publicado en España un dvd remasterizado digitalmente (la calidad de la imagen no es, sin embargo, óptima) de la película estrenada y premiada en Cannes en 1960, que, eso sí, resulta generoso en los dos discos extras que la acompañan. La he vuelto a ver con inmenso placer la noche del mismo día en que visité la exposición sobre el cineasta de Rímini, que está, después de una larga gira, en la sede madrileña de Caixaforum, donde permanecerá abierta hasta fin de año. Vean la exposición si tienen la ocasión (sobre todo por las pequeñas joyas de los ‘spots’ publicitarios rodados por Fellini, tanto el verdadero como los falsos), pero de ningún modo dejen de revisitar o descubrir ‘La dolce vita’ en el año del cincuentenario.
Toda película que dura casi tres horas, como toda novela que ocupa seiscientas o mil páginas, encierra sus momentos de leve desmayo, y así le sucede al film que puso en circulación el término ‘paparazzi’ (tomado del apodo de uno de sus personajes secundarios, el fotógrafo sensacionalista Paparazzo). El baile al aire libre de Anita Ekberg descalza se hace largo, y el reencuentro del padre del protagonista con su hijo Marcello, interpretado por Marcello Mastroianni, se demora demasiado en el night club, aunque termina siendo profundamente conmovedor. Pero qué pertinente y qué brillante es todo el resto del film, desde su inolvidable arranque del Cristo volando en helicóptero sobre la antigua y la moderna Roma, un episodio para el que -la exposición de Caixaforum lo detalla bien- Fellini se inspiró en una ceremonia sacra desarrollada en 1956 en la plaza del Duomo de Milán.
Fellini, que tenía pretensiones de artista plástico, es un dibujante mediocre y pueril (también eso se revela en la exposición). Hay, por el contrario, pocos cineastas que hayan sabido perfilar y rellenar con tanta densidad dramática el trazo de sus personajes, una galería que millones de espectadores hemos hecho nuestra a lo largo de una filmografía abundante en obras excepcionales. En ‘La dolce vita’ destaca la actriz despampanante y su famoso entrada en las fuentes de Trevi, pero hay otras figuras de poderosa identidad: la rica heredera deseosa de emociones fuertes (Anouk Aimée), la amante histérica, el sofisticado intelectual católico, la fauna bohemia e internacional de la Roma de entonces. De hecho, una de las posibles lecturas de ‘La dolce vita’ es la documental; Fellini pasea su cámara por los escenarios donde el concepto de vida privada y fe religiosa empezaba a degradarse (escena de las apariciones), en un relato que se debate siempre entre la atracción y el rechazo por ese mundo.