
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Puede que no exista el famoso ojo de Dios. Óptica teologal que todo lo ve y lo registra, artefacto omnímodo por cuya complejidad se hace posible anotar las dosis de bien y mal, las frecuentes esquirlas dudosas y las otras eximentes viajeras. Puede que ese OJO sea tan sólo una invención de los mismos seres humanos que desearían, de un lado, ser premiados por su bondad secreta pero que desearían también sentirse amenazados por la vigilancia de un guardián que, a su vez, resguarda.
De esta Gran Invención del Óculo Divino, semejante a la envolvente luz solar, la perfecta bóveda celeste, la delicada cúpula nocturna y algunas otras arquitecturas semiausentes deducimos un sentido para el quehacer y también sentido para hacer el bien.
Sin embargo ¿qué sucede cuando ese OJO universal, dispuesto para la Humanidad en bloque, se traduce en la mirada de alguien, un ser cercano, tan respetado y admirado como para ser la sustancia misma de nuestro autoconocimiento amable u odioso, eufórico o demoledor? Ese ser humano, próximo y real que nos ama, nos juzga. Y no ya porque desea encarcelarnos o ni siquiera ahorcarnos como consecuencia de haber actuado mal sino sencillamente porque su silencioso castigo consiste en dejar involuntariamente de querernos. Este incombatible silencio, comparable al absoluto desplome de la superbóveda, acaba por ensalmo con toda la construcción del cielo. Y, en consecuencia, sin techo, sin mirada, ¿para qué hacer, pensar, imaginar continuar sintiendo?