Vicente Verdú
La revolución de las comunicaciones, tan bendecida, ha mutado en la comunicación de la revolución ocasionalmente satánica. Una y otra se han fundido tan íntimamente, sea en los países árabes, como en los países ricos (enhiestos, antes y renqueantes, después) que lo más placentero para la comunicación es la revolución y viceversa.
Esta lésbica alianza a la máxima velocidad ha devastado el sexo de las leyes, el sexo de los jueces y el marchito sexo de la política en general. Emasculados todos, la comunicación de la revolución cruza el espacio sin apenas trabas, ocupa los rincones y la misma plaza central.
Los políticos, cada vez más turbados, siguen asegurando que la crisis económica es una crisis política. Por supuesto que sí. El derrumbamiento de sus amadas (y rentables) instituciones ha convertido en escombros la consistencia democrática y su abatimiento ha dejado abierta la escena para cualquier botellón especulador. Tóxico y salvaje.
Frente al viejo hacer de los procedimientos políticos (cuatro meses para convocar elecciones, un mes para formar Gobierno, 15 días para una reunión del G-20, 12 para la Comisión Europea, meses para aprobar un rescate, más de un año para que un político distinga la gravedad financiera) la información y la comunicación corren y aplastan ese Estado anciano. Mientras las fuerzas políticas ya corruptas se descomponen, el mercado de la especulación encuentra las mejores condiciones para su verbena.
Sucede como en los procedimientos judiciales del sistema democrático en pleno vigor. Los centenares de miles de folios que deben cumplimentar el sumario logran que al fin su suma sea igual a cero y la justicia no operando enseguida, sea una nulidad. El sistema no nos representa. Pero hay más: el sistema no se presenta. Y menos cuando se necesita que llegue con rapidez.
Si los males de esta crisis han crecido tanto y aumentan sin cesar se debe a que la velocidad de los mercados perversos no halla trabas ni contrapesos del mismo tenor. No hay reacciones que neutralicen la insidia y su perversidad engulle el bien y el mal hasta hacerlo todo fosfatina.
El mal económico, como en los cómics, se relame ante la insignificancia del poder político. No es solo que la codicia ha hecho ricos a algunos y empobrecido a tantos, sino la grotesca incompetencia de las democracias en la defensa de la equidad.
Como en las películas de gánsteres, antes y ahora, la mafia ha corrompido al poder y lanzada ya a un fraude masivo ha hallado tanto la importante complicidad de en los explosivos mass media como la debilidad de los vigilantes que convertidos en estafermos tardaban siempre en reunirse y ponerse de acuerdo, tardaban en aprobar presupuestos, se retrasaban y retrasaban como si el tiempo fuera tan barato como siglos atrás. El tiempo no solo es oro, idealmente, sino que el instante real vale miles de billones de dólares más o menos en las operaciones del ordenador.
Mientras los políticos cuentan billete a billete, los mercados incluyen toneladas de monedas en la electrónica con la ventaja, de que no pesan y apenas se ven, Es decir, se presentan, como sucede ahora, a la manera de enormes e inesperados fantasmas.
Este lenguaje próximo a la ficción, nada tiene que ver con la oratoria y los debates de la reunión presencial. La velocidad de la información, llameando en las varias revoluciones de hoy, se burla ante los sorbos de agua mineral en que se demoran los ministros y presidentes congregados para tratar de apagar el fuego.
De una interconexión instantánea a una dificultad (todavía) para la conexión nacional e internacional, de una época política a otra que ya no lo será. Este mundo que se inaugura es el tránsito (por el momento) desde la liturgia procedimental de hace un siglo a las salvajadas de una economía tan borracha como impune, lanzada a sorbernos a todos de la cabeza a los pies.