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Historias de secretarios

Por 22 de noviembre de 2011 Sin comentarios

Eduardo Gil Bera

 

Los mayores del lugar recordarán los felices años doctrinarios del siglo pasado en que había tantas historias como pensadores. Se hablaba de la Tercera Historia de Morin, de la historia diferencialista de Lefebvre, de la  situacionista del otro, y de la extracotidiana del de la moto. Pues ahora,  entre los historiadores de la antigua Grecia, se menciona el fenómeno de la intentional history (en alemán intentionale Geschichte), definido por Gherke como “la proyeccción temporal de elementos de categorización subjetiva y autoconsciente que construye la identidad de un grupo como tal”. Es, en otros términos, la constatación de que la historia es dotada de significado por determinados agentes, que esa dotación puede ser inventada o manipulada, y que concita la perenne tentativa de serlo. Aunque la observación del fenómeno se ciñe al ámbito de la antigua Grecia, no es difícil encontrar hoy un apaño idéntico en nuestros bravos historiadores comarcanos que proyectan sus alegres “nosotros” sobre siglos recauchutados.

También estuvo en boga la historia referencial: aquella que por conocida o documentada adquiere un valor fiducial que la hace muy socorrida en comparaciones y referencias. Hitler, por ejemplo, se acordaba mucho de Napoleón y su campaña rusa, era su historia referencial. Aquellos manuales donde se veía a los franceses de retirada mientras eran lanceados por los cosacos en la estepa nevada fueron el origen de la orden de Hitler de no retirarse de Stalingrado, lo cual adelantó el punto de inflexión de la guerra.

Hoy,  después de leer la descripción cautelar que emite la Casa del Rey del perfil de García Revenga, el secretario personal de las infantas, y una vez conocido su nicho en la cadena trófica de los graciosos dineros, ignoramos qué peripecias históricas le aguardan. Lo cierto es que este actual funcionario de libre designación dejó su oficio de profesor de colegio para ser factótum y tesorero, si no de la realeza, al menos de sus inmediaciones. El lance tiene su historia referencial en Charles Collin, administrador de la Pompadour, personaje frecuentado por los historiadores franceses y del que consta una documentación copiosa, desde que dejó su oficio de procurador para servir a una de las mujeres más inteligentes y poderosas del siglo XVIII.

Cuando se hizo amante de Luis XV, la Pompadour necesitó un procurador para obtener la separación oficial de su marido, y recurrió a Collin. Este fue tan eficiente que consiguió la sentencia de unos magistrados muy laboriosos y motivados que la firmaron a las seis de la mañana. Como la Pompadour necesitaba adquirir propiedades a fin de colocar sus fondos para cuando el favor regio declinase, y al mismo tiempo precisaba de alguien capaz de  discutir planos, facturas y bocetos con arquitectos, banqueros, pintores y relojeros, pensó en Collin como administrador. 

La nueva marquesa disfrutaba de un cargo de libre designación, de modo que Collin disfrutaría a su vez de una incertidumbre doble, la duración de la confianza de su señora en él mismo, y la del rey en su señora. Luis XV ya había visto a Collin haciendo reverencias en la antecámara de la Pompadour y aprobó la elección de su amante.

Al principio, la contabilidad parecía fácil porque, aunque los ingresos eran menores que los gastos, los financieros adelantaban dinero a la amante regia, que podía permitirse incluso buenas obras por mano de Collin. Así consignó una pensión para la señora Lebon, “que la había predicho, a la edad de nueve años, que un día llegaría a ser la amante de Luis XV”. Todas las generosidades se ejercían por intermedio de Collin, que las anotaba cuidadosamente. De ese modo es sabido que la Pompadour le entregaba anualmente trece mil libras “para ser distribuidas en los graneros de Versalles”, porque la miseria era enorme en aquella ciudad hecha de contrastes, donde la opulencia los grandes señores alojados en sus fastuosos hoteles se paseaba al lado de los obreros y artesanos hacinados en tugurios.

En 1751, la marquesa de Pompadour dejó de ser la amante del rey, aunque siguió siendo para él la más incomparable y preciosa de las amigas. En las cuentas comenzaron a figurar menciones de ventas de diamantes, brazaletes y perlas. La marquesa liquidaba sus joyas y Collin se encargaba de las transacciones. En la corte redoblaban los ataques contra ella y los prestamistas reclamaban su plata. Hasta Collin llegó a preocuparse por su propio futuro y solicitó el puesto controlador de la orden de San Luis,  que  obtuvo con facilidad. La distinción conllevaba una pensión más o menos elevada según el grado. Varios agentes administraban los fondos y su gestión estaba sometida a controladores que verficaban las cuentas. Collin, de paso que controlaba, se hizo con dos cruces de San Luis y comenzó a comprar terrenos y casas.  No se casó, y su fisonomía se conoce por un retrato al pastel de Mauric: labios gruesos, hoyuelo en la barbilla, mofletes rotundos y mirada maliciosa. En la época en que  los favores y regalos del rey disminuyeron, y la Pompadour tenía dificultades financieras, Collin le adelantaba importantes sumas. 

A los treinta y cinco años de edad, la marquesa de Pompadour intuyó que nunca llegaría a ver su sueño de una Europa francesa y dictó su testamento a Collin. Aún vivió seis años. Tenía tuberculosis y deseaba retirarse, pero el rey necesitaba sus consejos, hasta el punto de que por favor insigne se le permitió morir en Versailles, cosa que el protocolo prohibía a cualquiera que no fuera miembro de la familia real.

Collin, entretanto, adquirió el cardo de “tesorero general de la Montería, Cetrería y Caza de su Majestad”, y se conviritó en uno de los personajes más considerables de la corte. Un año después de la muerte de su señora, Collin era sesentón y procedió a redactar su testamento. En el documento no hace alusión alguna a sus convicciones religiosas, ni a sus funerales. Lo único que parece buscar es no olvidarse de nadie. Va desfilando todo su personal doméstico, criados, pajes, cocheros, cocineros, así como amigos, y a todos les va legando diversas sumas. Señala pensiones a gente mayor que él mismo y a su ejecutor testamentario le indica que “podrá efectuar estos legados y pensiones sin ningún riesgo”. Porque Collin sabía muy bien la dimensión de su fortuna. A una de sus porteras le señala 500 libras de pensión, “tanto si yo poseyera aún  esa casa, como si ya la hubiera vendido.” Vendió finalmente esa casa y adquirió un pequeño parque de ocho hectáreas y media, con una casa de dos plantas, provista de dos salones de sociedad, un salón comedor, varios salones pequeños, y numerosas habitaciones con todas las comodidades deseables. Hizo transportar sus enseres, entre los que figura una riquísima bilbioteca con las obras de Voltaire, los enciclopedistas y los amigos ilustrados de su señora, cuadros, estampas, muebles, relojes, tapicerías, una colección de medallas y una bodega opulenta con millares de botellas de vino y champán. Vivió seis años como un gourmet dedicado en exclusiva a su propia tranquilidad y, cuando murió, fue inhumado en presencia de dos de sus primos que ninguneó en su testamento, si bien ellos no lo supieron hasta meses más tarde. Collin, desde luego, no se empobreció al servicio de la Pompadour. Y se ve que nunca nos dejamos de historias.

 

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Eduardo Gil Bera

Eduardo Gil Bera (Tudela, 1957), es escritor. Ha publicado las novelas Cuando el mundo era mío (Alianza, 2012), Sobre la marcha, Os quiero a todos, Todo pasa, y Torralba. De sus ensayos, destacan El carro de heno, Paisaje con fisuras, Baroja o el miedo, Historia de las malas ideas y La sentencia de las armas. Su ensayo más reciente es Ninguno es mi nombre. Sumario del caso Homero (Pretextos, 2012).

Obras asociadas
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