
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
Cerca de la catedral de Santa María en Vitoria que se halla en un largo y meticuloso proceso de restauración se ha erigido una escultura en bronce, a tamaño natural, de Ken Follet. La razón es que Follet se interesó por algunos aspectos del trabajo que después le han venido bien para informar su libro Un mundo sin fin.
De la catedral se dice igualmente que será un trabajo de rescate. Un mundo laboral sin fin que hará del proceso mismo el cuerpo de la arquitectura catedralicia. O, de otro modo: la catedral que nunca llegó en el pasado a ser una pieza de una época determinada y sí un monumento de intervenciones diversas, algunas tan desatinadas como bienintencionadas o chapuceras, se ha convertido hoy en una importante atracción turística, una suerte de anti-Guggenheim que basa su fama no en lo construido sino en la magia de la reconstrucción. La obra puede, efectivamente, observarse y palparse como materia de este mundo pero su historia no pertenece al tiempo más mundano o común. En cualquier momento podría darse la obra por culminada en atención a su interminable proceso de reconstrucción pero también podría certificarse con razón como incompleta en vistas a la evidiencia que indica su falta de conclusión. Sin embargo, ¿quién diría ante la imponente belleza de las obras en marcha que su final mostrará una belleza superior? ¿Cómo no lamentar la irremisible pérdida de su encantamiento ahora que no ha concluido el diseño y evitar caer en la obviedad de su previsible final?
Todo, prácticamente todo lo conocido, desde la vida personal a la vida de los objetos, desde la obra tecnológica a la obra de arte, halla su punto idóneo en alguna etapa de su desarrollo y no necesaruiamente en su final. La obra de arte, , toda pintura, toda escritura, toda arquitectura, se manifiestan óptimas en un trance inesperado de su composición. Igualmente, el amor no logra su máxina cima al final del tiempo sino en una etapa de su transcurso caundo todavía nos parece que podrá completarse más .