Vicente Verdú
En Las criadas de Genet, una de las sirvientas dice a otra refiriéndose al ama: "¡Me corrompe su dulzura!".
El paso de lo dulce a lo corrupto, de lo acaramelado a lo agrio, parece tan factible que no en vano los platos chinos juntan ambos sabores como atributos muy vecinos, tan próximos que el primero tiende irremisiblemente a fundirse en su vecino y acabar envueltos en el universo de la descomposición.
Los fines y principios de año reproducen esta ecuación que lleva pronto de lo azucarado a lo avinagrado, del espeso empalago de la festividad a la áspera realidad de la primera mitad de enero.
En ningún punto parece tan ajena la Navidad como en este intervalo del año ni se experimenta náusea mayor hacia las cenas y comidas opíparas, los gastos sin tasa, los regalos acumulados sin función ni gozo, atiborrados sobre sí y goteando unos sobre otros en una pila que ahora ha experimentado una putrefacción veloz.
Los recuerdos son residuos del pasado. Estrictamente: detritus. Por felices que hayan sido en su momento, la memoria de su sobredosis conduce a un olor agrio, trasunto inconfundible del vómito.
Mejor devolverlo todo, echarlo fuera de sí, lo bueno y lo malo, y empezar orgánicamente de cero. Enero es este cero.
Lo que este mes posee de áspero se corresponde con su trabajo de vigorosa higiene o depuración.
Fantaseamos con un año mejor gracias a esta ruda experiencia de lo vacío, pelado y enteco, sin la tierna oscuridad adornada con palmatorias ni todavía con la firme claridad que para el fin de este mes marcará la tarde.
En lo desabrido de este periodo se halla el futuro mejor. O eso esperamos perdiendo las podridas galas y entregándonos a las dietas que asumimos como un aseo moral del cuerpo, demasiado pringado de dulzuras propicio para deslizarse en la vecindad de la desintegración.