
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Verdú
La emoción tiene sus vicios. La tristeza, por ejemplo, posee una destacable capacidad de ensimismamiento (o esnifamiento) y permite asentarse voluptuosamente en su desmadejado lecho. Todas las emociones son, desde luego cambiantes al fin, pero algunas poseen en su interior un mayor surtido de experiencias para conservarla aposentada y estanca. Confinada o complacida en un espacio concertado y censado, en apariencia, de principio a fin pero cuya mayor prestación radica brindar siquiera con su repetición nuevas notas desconocidas de melancolía. Mil sabores de la tristeza negra, gris o amarga que pormenorizados llegan a formar una riquísima gama para la degustación y la exploración interior. La alegría, en general, se airea demasiado y tiende a perder aroma pero es propio de la tristeza su propensión a engolfarse y cultivar en su seno gérmenes inéditos o residuos en cuya evolución, maceración o destilación derivan en moléculas capaces de permitir un consumo tan diverso como casi infinito. Sólo cuando este repertorio colosal llega a un nivel de desbordamiento extremo la tristeza tiende a contemplarse como un fenómeno exterior y en con esa observación se achica o deshace como ante un inesperado conjuro. No obstante, hasta que ese punto de saturación no se alcanza el mineral entristecido no cesa y sus beneficios crecen porque lo característico de la tristeza y sus derivados nace de su capacidad para recubrir el mundo de una descolorida superficie homogénea que, sin embargo, presta una luz tan peculiar que en su debilidad debilita también cuanto toca y de ese modo estar triste se parece a la lasitud adyacente a la lasitud o el estoicismo, la protección contra el bullicio mundo, la separación de sus contingencias y el alcance de la confortabilidad esencial, tan ajena a la tabarra de la experiencia como las exigencias naturales de las conquistas.