Vicente Verdú
Los artistas, con demasiada frecuencia, no prestan más interés que a lo que se refiere inmediatamente a su quehacer. Pintores, músicos, escritores, son a menudo pesadísimos en la tertulia, minusválidos del conocimiento personal, solitarios, misántropos o psicóticos.
Algunos, desde luego, consiguen ser accidentalmente amenos pero incluso entre escritores se da el caso de aquellos que hablan de la literatura sobre la literatura y convierten su habla en una peroración que no se sale de las citas, los títulos, los autores, los viejos libros. Con esto suponen que han logrado establecerse satisfactoriamente en el mundo de su oficio. Tan satisfactoriamente como un enfermo crónico hallará en sus males y sus medicinas, en su régimen y sus inquietudes, un universo blindado tan complaciente como perverso. E insoportable para los prójimos.
Un pintor debería ser la pintura, un músico la música y un escritor la literatura en cuanto vestidos que cubren y dan aroma a su condición elemental pero otra cosa es metamorfosearse progresivamente en foscos cancerberos.
En cuanto se tropieza con ese tipo de artista que no existe sino en las mazmorras de su oficio hay que desconfiar de él y sus influencias. Este tipo de confinamiento despide al cabo una verdosa secreción que intoxica tanto al lector como a él mismo que pronto termina desocializado, loco o carente de destino.
La música, la literatura o la pintura sólo perviven con júbilo en la respiración abierta, abordadas como un gustoso trabajo más, gozadas como un juego, liberadas del Sacro Encargo de liberar a la Humanidad, al espectador, el lector, el público y al mismo artista de su pesar o su muerte.