Vicente Verdú
Uno, entre los numerosos desajustes, de nuestro tiempo, es el anuncio. Todavía queda gente que ve en la publicidad una invasión bárbara que llegará a devorarnos. Nada de eso. La invasión ha dejado de poseer fuerza y la debida orientación. Pero, sobre todo, oportunidad.
¿Cabe un ejemplo más antipublicitario que el disgusto que el spot provoca cuando interrumpe el desarrollo de una película?
La condición primaria de la publicidad es caer bien. Si cae mal, la promoción actúa en su contra, la exaltación del logo conduce a incrementar la posible aversión.
Todos los anuncios que se mantienen en la tele cortando el programa que atendemos con fruición son radicalmente antipublicitarios.
¿Por qué los mantienen? Porque todavía no saben cómo hacer algo mejor y porque todavía pervive un reducto de gente postrada, sumisa y domesticada que traga con casi todo lo que la pantalla propaga. No tardarán, sin embargo, en morir o en desasirse de esta adicción.
Otras pantallas y otros recursos publicitarios están sustituyendo aceleradamente este vestigio de la primera publicidad en el hogar nacida con el milagroso invento del artefacto.
Hoy, no obstante, el máximo propósito de la publicidad es dejar de ser tomada como un elemento superpuesto a la realidad.
El supremo ideal de la última publicidad es la invisibilidad, desaparecer en cuanto producto diferenciado y fundirse con el paisaje, el instrumento, el deseo, del deporte, el arte o el amor. No se está tan lejos de ello pero todavía podemos ser testigos de la metamorfosis que está convirtiendo el reclamo en simple clamor, el eslogan en consejo y el jingle en la música de moda, siendo la música de moda estuche donde el artículo anida.
En este momento absoluto no veremos ni escucharemos ya publicidad. Seremos sujetos y objetos del discurso y la ideología publicitaria como elementos de una cultura integrada desde el contenido de la escuela al contenido del corazón.