Vicente Verdú
¿Por qué los hombres no planchan? Un libro relativamente reciente sobre las constantes diferencias de género se titulaba precisamente así. Los hombres no planchan y cuando lo hacen viene a ser como mostrar el peldaño más alto de su conversión a la igualdad o el más bajo escalón en su vida solitaria.
Los hombres no planchan como tampoco saben comportarse apropiadamente con las ropas se trate de doblar las camisas o los pañuelos o de hacerse cargo de su composición textil. La relación del hombre con las ropas es tan nula o igual a la del bebé con sus vestidos: deja que otros los cuiden y se los pongan a punto, como señal tanto de su invalidez como de su solicitud de un cariño adicional. Desde esa postura, el hombre olvida cómo llega la ropa desde el momento en que desecha su uso diario al momento en que la halla planchada en el cajón. Ignora dolosamente o no el trabajo meticuloso y pesado invertido en ello.
La ropa sin planchar delata al hombre solo, mientras una mujer raramente se exhibe ante los demás sin antes recurrir a la plancha de su falda o de su blusa. La plancha es un elemento culturalmente femenino y materno a la vez.
Con la plancha se reestrenan las ropas pero, a la vez, las ropas se declaran renacidas a través de una penosa labor procreadora que las hace renacimiento. ¿Pura retórica? Asentamiento de unos usos antiguos y de su semiótica adquirida en la repetición de su significación.
Cualquier prenda que pasa bajo la plancha, se somete absolutamente a ella, se muestra dócil una y otra vez y queda, al final, como un producto redibujado y manso. De este modo la mujer que ejerce simbólicamente una autoridad sobre la mesa y sus alimentos, repite su potestad en el trato con la ropa y del mismo modo repetitivo y efímero que se obtiene de guisar. En el caso de las ropas su impronta no será, si se quiere, el sabor pero sí el saber que se estampa gracias a su destreza y con el que imprime un cierro carácter a los perfiles del atuendo.
La plancha define a quien plancha y caracteriza después a quien se presenta con una un otra obra de artesanía. En ese efecto artístico se cumple una acción que apenas dura o que, más bien, se hace reiteradamente pasajera, efímera, perdida y rescatada. Tal como la vida del amor o como la existencia arrugada, manchada, lavada, oreada y redoblada.
No hay hogar pleno sin plancha y, en el pasado, dentro de la burguesía acomodada, la plancha poseía su cuarto especial donde tenía lugar como en un taller de manufactura el lento sortilegio que convertía el barullo de la ropa en prendas listas y horneadas. Del interior del cesto se extrae un borullo sin clara identidad y ese caos cobra nombre y prestancia mediante la acción del planchado.
De este modo, la plancha realizaba entonces y realiza todavía hoy, a despecho de algunos atajos mecánicos, una doble labor: devuelve con su liturgia nominación al calandrajo anónimo y proporciona a la cosa su nuevo apresto, su luz y su decencia social. Con el planchado llega el visado del interior al exterior, del desorden al orden y desde el retorcimiento indefinible u organicista a la arquitectura rectilínea propia de la plástica entre el quita y pon. O de otro modo: la ropa se muestra como una acumulación sin forma, un desmayado bulto, en el cesto de la plancha y obtiene entidad y vida tras el moroso paseo bajo la rectitud, la honra y el sentido común del buen planchado. Valores, todos ellos, asociados al estereotipo femenino, la suave mano de la amada y la mirada de la madre dulce y pragmática.
La plancha y la madre, la plancha y la esposa, la plancha y la soledad. ¿Por qué la mujer llora planchando? ¿Por qué los hombres no planchan? Sólo los solitarios lo saben.