Vicente Verdú
Como una marea que no cesa de aumentar, revistas, radios, televisiones, políticos, empresas, demandan su opinión a los receptores. Prácticamente no queda ya asunto, sin importar su complejidad o envergadura, que no sea sometido al juicio del lector, el radioyente o el espectador.
Los programas parecen nacer físicamente de los emisores pero siempre con el propósito superior de ser sometidos a la física de la audiencia, de cuyo regüeldo recaudan, en ocasiones, miles de euros, gracias a llamadas, cartas o SMS.
De antemano, el programa, la página, el discurso o incluso el editorial se basa ya en buena parte de la opinión mayoritaria pero, por añadidura, en la fase posterior se contrasta el efecto producido en el público con el fin de obtener las orientaciones precisas para la emisión ulterior.
Los artículos físicos o los intelectuales, las piezas de entretenimiento o de opinión, van trufándose día a día y cada vez más de las moléculas mentales y emocionales que emite el vulgo. El sentido común, el pensamiento común, el juicio de la muchedumbre, ha pasado a ser materia prima de la emisión y con ella se embuchan los diferentes espacios que retocados volverán a lanzarse al público.
El público, al cabo, se alimenta así de los elementos de su propia digestión o, en el colmo del reciclaje fisiológico, el público se alimenta, efectivamente, de sus propias y apreciadas deposiciones. La imaginación independiente se ha revelado de hecho tan arriesgada que sus posibles oportunidades de éxito no compensan su cuidado ni explotación. La singularidad de cualquier pensamiento ha demostrado ser, en los medios, una elección tan aventurada y ruinosa que disponiendo hoy de los instrumentos suficientes para captar la masa de la sangre que corre por las venas de la multitud ¿para qué arriesgarse a crear?
Periódicos, emisoras, profesionales del marketing, han descubierto su actual función esencial: escarbar en el sentir del cliente, explorar sus deseos y servirle los platos que anhelan. Con ello la invención puede limitarse pero la cosecha crece y crece puesto que así como no hay nada que satisfaga más a cada cual que la habitación de sus propios olores, el mundo de la comunicación factura ahora, tras el análisis, comunitario toneladas de pestilencia en la que se recrea el olfato del receptor complacido en su propia redundancia.