Vicente Verdú
Recuerdo que en mis años de bachillerato, hace más de medio siglo, nuestros maestros elogiaban mucho al alumno que tuviera "personalidad". Que la tuviera porque sí o que la hubiera logrado diciendo no.
La "personalidad", de hecho, se componía de una forma de independencia contracorriente y de una virtud que apartaba de seguir la senda cómoda y vulgar de los otros seres del montón. Ellos serían el rebaño y nosotros la antítesis de la oveja negra. Tácitamente era admisible que la "oveja negra" fuera también un efecto de la independencia personal pero al ser negra, sombra fosca, no se contaba moralmente con ella.
Si embargo, si la "personalidad", considerada en abstracto, encerraba un importante peligros era llevar su potencia al otro extremo. Una genuina "personalidad" distinguía pero ¿por qué esa distinción iba a ser siempre la ejemplaridad positiva? En las clases, chicos de mucha personalidad desobedecían, pecaban, daban malos ejemplos a los otros, eran , a su vez, "ejemplares".
Los maestros, especialmente religiosos, tropezaban con esta equivocidad cuando estimulaban a tener "personalidad" porque, a fin de cuentas, su objetivo iba dirigido a que tal condición fuera un estandarte de sus propios valores religiosos. La personalidad negativa era incluso de mayor entidad pero, en ese caso, debía atribuirse a las ignominias del demonio que también, por su parte, maniobraba para crear personalidades afines dentro de la clase. Estos alumnos "endemoniados", esencialmente rebeldes, se convertían pronto en "manzanas podridas" pero de tanta influencia que el grupo alrededor, como la fruta en el cesto, tendía a contagiarse fácilmente. Aislar las manzanas podridas era la función del maestro.
Sin embargo, la "personalidad", contemplada hoy con perspectiva, no era realmente asimilable a la distinción indistinta sino a aquella que igualaba los propósitos formativos de los docentes. Los chicos con personalidad solían coincidir con los que tenían las mejores notas y, al cabo, tanto en el aseo como en la conducta, reproducían las reglas del centro escolar. O, lo que es lo mismo, aquellos que obedeciendo fielmente a las normas se hacían tipos "normales". Y en ello vino a parar la diferencia. Lo ejemplar se sancionaba por el reglamento y lo ejemplarizante era lo reglamentado normativamente.
Esta fuerte colusión entre el ser y el deber producía personalidades sociales a granel que respetaban las normas y se atenían a ellas con orden. La "probidad" ejemplar se prolongaba en los negocios o en los negocios mediante palabras de honor y se extendía por la composición social como un fruto cívico. La escuela y sus maestros no estaban ya presentes en la edad adulta pero los ciudadanos eran una homotecia de la "personalidad" aprendida en las aulas para traspasar toda la vida.